13

Por la frecuencia de control de tierra, en la radio de su auto Mel oía cómo los vehículos de emergencia del aeropuerto recibían sus instrucciones.

—Control tierra a veinticinco.

Ese número era el nombre cifrado que designaba al jefe de bomberos del aeropuerto.

—Habla veinticinco; diga, tierra.

—Nueva información; emergencia categoría dos dentro de unos treinta y cinco minutos. Vuelo en cuestión dañado y aterrizará pista tres cero si está abierta; si no en dos cinco.

Dentro de lo posible los controles del aeropuerto evitabas nombrar por radio a las compañías que habían sufrido, o podían sufrir accidentes. La frase «vuelo en cuestión» era la tapa. Las compañías eran muy susceptibles y pensaban que, cuanto menos se pronunciara su nombre en tales circunstancias, sería mejor.

Pero de todos modos, pensó Mel, lo de esta noche recibiría gran publicidad en todo el mundo.

—Veinticinco a Control de tierra. ¿El piloto pide espume en pista?

—Sin espuma. Repito, sin espuma.

La ausencia de espuma significaba que el avión contaba con tren de aterrizaje en buen estado y no necesitaría un aterrizaje de «barriga».

Todos los vehículos de emergencia: bomberos, camiones ambulancias, iban detrás del jefe de bomberos que podía comunicarse por radio con cada uno de ellos. Al recibir aviso de emergencia, nadie esperaba y se guiaba por este principio: mejor temprano que tarde. Los hombres se distribuirían entre ambas pistas listos a ocupar la que fuera necesario. Nada se improvisaba; cada paso figuraba en el plan maestro de emergencia que todos en el aeropuerto conocían muy bien.

Aprovechando una pausa en las transmisiones, Mel habló:

—Control tierra, habla móvil uno.

—Móvil uno, adelante.

—¿Sabe Joe Patroni lo de la situación de emergencia; le avisaron a la pista tres cero, dónde trata de mover ese avión atascado?

—Sí. Nos comunicamos con él por radio.

—¿Qué dice Patroni; va progresando?

—Espera mover el avión dentro de veinte minutos.

—¿Está seguro de hacerlo?

—No.

Antes de transmitir otra vez, Mel esperó. Por segunda vez atravesaba el campo, una mano en el volante y la otra en el micrófono, conduciendo lo más rápido que podía en medio de la nieve y la escasa visibilidad. Las luces de calles de rodaje y pistas lo guiaban y desaparecían. A su lado, en el asiento delantero, iban Tanya, Livingston y el reportero del Tribune Tomlinson.

Minutos antes, cuando Tanya le entregó su nota describiendo la explosión a bordo del vuelo dos y el intento de volver a Lincoln, Mel se apartó en seguida de la gente de Meadowood y junto con Tanya se dirigió a los ascensores que lo llevarían al garaje del sótano, dos pisos más abajo, donde estaba su auto oficial. Su lugar estaba en la pista tres cero, para usar su autoridad si hacía falta. Abriéndose paso entre la gente acumulada en el salón principal divisó a Tomlinson y lo invitó a acompañarlo: le debía un favor a cambio de la información recibida sobre Elliot Freemantle que tan útil le había sido; el formulario de contrato legal y las mentiras del abogado que así pudo refutar. Cuando Tomlinson dudó en seguirlo, Mel le dijo con dureza:

—No puedo perder tiempo, pero le doy una oportunidad que se arrepentirá de no aprovechar —sin más preguntas, Tomlinson aceptó.

Mientras se acercaban a destino, y Mel aceleraba cada vez que se lo permitían los aviones en maniobras de rodaje, Tanya le repitió lo principal de las noticias referentes al vuelo dos.

—A ver si entendí bien —dijo Tomlinson—. Hay una sola pista con la longitud suficiente y en la dirección apropiada.

—Así es —le contestó Mel—. Aunque tendría que haber dos —pensó con amargura en todas sus propuestas y peticiones durante tres años para que le construyeran otra pista paralela a la tres cero. El aeropuerto la necesitaba. El volumen del tránsito y la seguridad de los aviones pedían a gritos que se diera curso a su petición, sobre todo teniendo en cuenta que la construcción tardaría dos años. Pero otras influencias fueron más fuertes, no se encontró dinero y no se construyó la nueva pista. Ni siquiera habían aprobado en principio la construcción, a pesar de todas las súplicas.

En otros proyectos pudo conseguir que la Junta Directiva le hiciera caso. En el asunto de la nueva pista había hablado aparte con cada director, recibiendo promesas de apoyo, que luego fueron retiradas. En teoría, los directores del aeropuerto eran independientes de toda presión política; pero en la práctica debían su nombramiento al intendente de la ciudad y casi todos pertenecían a un partido político. Si alguien presionaba al intendente para que demorase la entrega de fondos al aeropuerto, porque le interesaba más otro proyecto que le traería más votos, la presión no iba muy adentro, y podía impedir por tiempo indefinido la concreción de un plan, por ejemplo, la construcción de la pista, tres años seguidos. «¡Qué ironía! —pensó Mel—. Algo menos necesario, pero más visible, como la construcción de tres pisos en los parques de estacionamiento para el público, no encontró obstáculos».

En pocas y claras palabras, que nunca empleaba en público, Mel describió la situación sin omitir la parte política.

—Me gustaría explicar todo eso y decir que me lo dijo usted —Tomlinson sabía que había descubierto algo bueno y estaba entusiasmado, aunque lo disimulaba—. ¿Me permite hacerlo?

Mel se dio cuenta de que la publicación de sus palabras causaría toda clase de problemas: ante todo, llamadas telefónicas de la Intendencia, llenas de indignación, a partir del lunes por la mañana. Pero alguien tenía que decir esas cosas. El público debía saber hasta qué punto era seria la situación.

—Sí, publíquelo —accedió—. Tengo ganas de que me citen en los diarios.

—Me lo figuré —el periodista lo miró curioso—. Si no le molesta que se lo diga, hoy estuvo muy bien. Ahora mismo y antes con el abogado y esa gente de Meadowood. Como era usted antes. Hacía mucho que no le oía hablar así.

Mel no apartó los ojos del camino, esperando que pasara un DC-8 de «Eastern» que doblaba a la izquierda. Pero pensaba si su conducta en el último par de años, la ausencia de su anterior espíritu combativo, habría sido tan obvia que otros también la habían notado.

Cerca de él, tan cerca que sentía su calor y su presencia, Tanya le dijo en voz baja:

—Mientras hablamos de todo esto…: pistas, público, Meadowood y otras cosas…, yo pienso en los que van a bordo del avión: cómo se sienten, si tienen miedo…

—Sí que lo tienen; no pueden evitarlo si razonan y saben lo que pasó. Yo también tendría miedo.

Recordó el miedo sentido mucho antes, atrapado en el avión naval que se hundía. La memoria se disparó y le trajo una ola de dolor que rodeó su vieja herida del pie. Con la excitación de la última hora había logrado olvidar ese dolor pero, como siempre, el cansancio y la tensión lo vencían al final. Apretó los labios y esperó a que pasara, o disminuyera al menos.

Cuando se produjo otra pausa en las transmisiones la aprovechó para decir:

—Móvil uno a Control de tierra. ¿Hay informes sobre lo que necesita el vuelo en dificultades para aterrizar en pista tres cero?

—Móvil uno, entendemos que la situación es grave.

¿Habla míster Bakersfeld?

—Sí, soy yo.

—No se retire, señor. Ahora llega más información.

Mel esperó mientras seguía conduciendo. Lo que seguiría iba a decidir si adoptaría o no las radicales medidas que preveía.

—Control de tierra a móvil uno: sigue mensaje recién recibido vía Centro Chicago del vuelo en cuestión. Mensaje empieza: «Ruta directa a Lincoln no sirve si termina en pista dos cinco. Aeroplano muy cargado, aterrizaje muy rápido…».

Los tres escucharon tensos las palabras de Vernon Demerest.

Cuando oyeron: «Si nos llevan a dos cinco tendremos un avión destrozado y muchos muertos», Tanya contuvo la respiración y se estremeció.

Iba a contestar cuando recibió otra transmisión.

—Móvil uno: míster Bakersfeld, sigue un mensaje personal para usted de su cuñado. ¿Puedo hablarle por teléfono?

—No. Léalo ahora, por favor.

—Móvil uno —se percibía duda en la voz—, las palabras son muy personales. Los dos sabían que en el aeropuerto escuchaban muchos oídos.

—¿Se trata de la situación actual?

—Sí.

—Entonces, léalo.

—Sí, señor. Mensaje empieza: «Tú contribuiste a que pasara todo esto, gusano, por no escucharme cuando te hablé de la venta de seguros en el aeropuerto…».

Mel apretó más los labios, pero esperó hasta el final y contestó sin comentarios:

—Comprendido, cierro.

Estaba seguro de que a Vernon le había encantado mandar ese mensaje, a pesar de la grave situación a bordo del vuelo dos, y le encantaría todavía más saber cómo lo había recibido él.

Pero ese mensaje resultaba superfluo porque Mel ya se había decidido basándose en el primero.

El auto corría ya por la pista tres cero. Ya distinguían el círculo de reflectores y vehículos que rodeaba al Aéreo-Mexican 707 hundido. Mel notó con aprobación que la pista estaba apenas cubierta de nieve. A pesar del bloqueo habían limpiado bien el resto.

Sintonizó Mantenimiento del aeropuerto.

—Móvil uno a Control nieve.

—Control nieve —la voz de Danny Farrow denotaba fatiga, cosa nada sorprendente—. Siga.

—Danny, rompe la línea Conga y manda palas quitanieve y equipo pesado a la pista tres cero, donde está el aeroplano hundido; que esperen instrucciones. Mándalos en seguida y llámame otra vez.

—Entendido —Danny estuvo a punto de preguntar algo, pero cambió de idea. Inmediatamente, en la misma frecuencia, los ocupantes del auto lo oyeron dar instrucciones al jefe del convoy Conga.

El periodista se inclinó a través de Tanya para hablar con Mel:

—Sigo juntando las piezas del rompecabezas. Lo de seguros de vuelo… Su cuñado está metido en la «Asociación de Pilotos Aéreos», ¿no?

—Sí. —Mel paró en la pista a pocos metros del círculo de luces que rodeaba al enorme avión. Había mucha actividad: debajo del fuselaje y a ambos lados los hombres cavaban a ritmo febril. La corta silueta de Joe Patroni dirigía las maniobras. Mel pensaba unírsele en cuanto recibiera la llamada de Danny Farrow.

—Algo oí hablar de eso —siguió el reportero, pensativo—. ¿No hizo su cuñado un gran esfuerzo para cancelar la venta de seguros aquí, y fracasó por la intervención de usted?

—Yo no intervine para hacerlo fracasar. Lo decidió la junta y yo estuve de acuerdo con ellos.

—No sé si la pregunta será justa, pero: ¿lo que está sucediendo con el vuelo dos no lo hizo cambiar de idea?

—No creo que sea el momento… —protestó Tanya.

—Le contestaré —interrumpió Mel—. Por ahora no cambié de idea. Pero lo estoy pensando.

No era éste el momento, pensó, para cambiar de idea sobre el tema de los seguros, en medio de emociones y tragedias. Dentro de un par de días vería lo ocurrido hoy en su debida perspectiva y entonces tomaría una decisión: influir en la junta para que revocaran su política actual al respecto, o no. Entretanto, era innegable que los sucesos de la noche fortalecían los argumentos de Vernon Demerest… y de su «Asociación de Pilotos».

Era posible llegar a un acuerdo. Un portavoz de la Asociación le había confiado que los pilotos no esperaban ganar su campaña antiseguros en aeropuertos en poco tiempo; les llevaría años y habría que hacer como con el queso: «cortado en rodajas». Una rodaja en Lincoln consistiría en prohibir el funcionamiento de máquinas vendedoras no supervisadas, como ya habían hecho otros aeropuertos. El Estado de Colorado ya había declarado ilegales a esas máquinas por decreto legislativo. Otros Estados pensaban hacer lo mismo, pero entretanto, nada podía impedir que los aeropuertos hicieran lo que les pareciese mejor.

Lo que menos le gustaba a Mel de todo el asunto eran precisamente esas máquinas vendedoras, aunque D. O. Guerrero no había comprado su abultada póliza en una de ellas. Si seguían vendiéndose en el mostrador —y eso se prolongaría unos años, mientras moldeaban la opinión pública que era favorable a tales ventas—, habría que poner más seguridades…

Mel había pensado no decidir nada en firme, pero se dio cuenta de la dirección que iban tomando sus pensamientos.

La radio, siempre sintonizada en Mantenimiento del aeropuerto, estaba ocupada con llamadas entre vehículos. Ahora anunció:

—Escritorio control nieve a móvil uno.

—Habla, Danny.

—Cuatro quitanieve y tres equipos, junto con director de convoy, van para pista tres cero según instrucciones. ¿Otras órdenes, por favor?

Mel pensó antes de hablar, sabiendo que en el laberinto electrónico por debajo de la torre de control sus palabras quedarían grabadas y podría tener que justificarlas más tarde. También quería asegurarse de que no habría ningún malentendido.

—Móvil uno a Control nieve. Todo el equipo y su director están listos para actuar junto al avión Aéreo-Mexican que bloqueaba pista tres cero. No deben obstruir, repito, no deben obstruir al principio a dicho avión, que dentro de unos minutos intentará salir por sus propios medios; si ese intento falla, deberán empujar el avión de costado y dejar la pista libre. Esto se hará a cualquier costo y a toda velocidad. La pista tres cero debe quedar abierta para usar dentro de unos treinta minutos, libre ya del avión que la obstruye y de cualquier otro vehículo. Voy a coordinar con Control de tránsito aéreo para decidir en qué momento entrará a trabajar el equipo antinieve, si hace falta usarlo. Conteste y confirme que ha entendido bien todas las instrucciones.

Tomlinson silbó bajito. Tanya buscó los ojos de Mel.

La radio no habló durante algunos segundos; luego Farrow dijo:

—Creo que entiendo, pero quiero asegurarme —repitió lo esencial del mensaje y Mel se lo imaginó sudando de nuevo, como antes.

—Bien —asintió Mel—. Pero una cosa tiene que quedar bien clara: yo y nadie más dará la orden para que actúe el equipo antinieve.

—Está claro; mejor tú que yo. Mel, supongo que sabrás lo que ese equipo le puede hacer a un 707.

—Sí, moverlo —seco y brusco—. Ahora eso es lo que más importa.

—¡Moverlo! —repitió incrédulo Tomlinson—. Un avión que cuesta seis millones de dólares empujado a un lado por los quitanieve… ¡Dios mío, lo harán pedazos! Y después los dueños y aseguradores harán lo mismo con usted.

—No me sorprendería. Claro que todo depende del punto de vista que uno tenga: si los dueños y aseguradores estuvieran ahora a bordo del avión, me harían una ovación.

—Bueno —concedió el otro—, hay que reconocer que algunas decisiones requieren agallas.

Tanya buscó y encontró la mano de Mel; le dijo emocionada:

—Yo te hago una ovación ahora mismo. Lo recordaré suceda lo que suceda más tarde.

Ya iban llegando los quitanieve y equipo pedidos por Mel a gran velocidad; recorrían la pista con las luces-faro encendidas.

—A lo mejor no sucede nada malo —Mel le estrechó la mano antes de soltarla y abrió la puerta del auto—. Nos quedan veinte minutos para esperar que no suceda.

Cuando Mel se le acercó, Patroni movía los pies para sentir menos frío; no lo conseguía, a pesar de sus botas forradas de vellón y de su abrigo pesado. Aparte de los momentos pasados en la cabina de vuelo con el capitán y primer oficial del Aéreo-Mexican, había estado siempre expuesto a la intemperie desde su llegada a la pista, donde ya llevaba más de tres horas. El frío y el cansancio acumulados durante todo el día y la noche, más su fracaso en dos intentos de mover al avión, lo habían puesto a punto de estallar.

Casi lo hizo al conocer las intenciones de Mel.

A cualquier otro le hubiera gritado y hecho un escándalo. Como Mel era su amigo íntimo, se limitó a sacarse de la boca el cigarro que no fumaba sino que masticaba (no estaba encendido) y a mirar a Mel con expresión incrédula.

—Empujar un aeroplano con los quitanieve… ¿Estás loco?

—No; me faltan pistas, nada más.

Mel tuvo un momento de depresión al comprender que nadie con autoridad aparte de él, parecía darse cuenta de la urgencia de dejar libre la pista tres cero, a cualquier precio. Si hacía lo que pensaba hacer, pocos lo apoyarían, ni ahora ni después. En cambio no tenía la menor duda de que mañana, cuando todo hubiera pasado, mucha gente —sin excluir a las autoridades de la Compañía mexicana— aseguraría que debería haber hecho esto o aquello, o que después de todo el vuelo dos podía muy bien aterrizaren la pista dos cinco. Estaba solo para tomar su decisión, pero esto no alteró su convicción de que debía tomarla.

Cuando vio la fila de vehículos antinieve en la parte libre de la pista, Patroni dejó caer su cigarro del todo. Sacó otro y gruñó:

—Te salvaré de tu propia locura. No me molestes con esos juguetes tuyos y que no se acerquen a mí ni al aeroplano. Dentro de quince minutos, quizá menos, te lo sacaré de aquí.

Mel gritó para hacerse oír sobre el viento y los motores:

—Joe, vamos a aclarar una cosa: cuando la torre nos diga que queda poco tiempo, no habrá discusiones. La vida de mucha gente depende de que ese avión pueda aterrizar como debe. Si en ese momento hay motores en marcha tendrán que parar. En el mismo momento hombres y máquinas deben desaparecer de la pista y dejarla limpia. Asegúrate desde ahora de que toda tu gente entiende bien esto que te digo. Los quitanieve se moverán —si se mueven— sólo por orden mía, y no van a perder tiempo en actuar.

Patroni puso cara larga, pero asintió. A pesar de su estallido, Mel pensó que parecía menos seguro de sí mismo.

Mel volvió al auto. Tanya y el periodista, bien abrigados, estaban afuera, mirando las excavaciones que rodeaban al avión. Todos entraron, contentos de volver a un ambiente cálido.

Otra vez llamó Mel por radio a Control de tierra, preguntando por el jefe de torre, cuya voz se hizo oír después de una breve pausa.

En pocas palabras Mel le explicó sus intenciones: deseaba que control aéreo le hiciera un cálculo del tiempo que podía esperar antes de usar el equipo quitanieve; éste tardaría pocos minutos en alejar al avión varado.

—Por lo que parece, ahora —informó el jefe de torre—, el vuelo en cuestión llegará antes de lo que pensamos. El Centro Chicago espera pasárnoslo dentro de doce minutos; después lo controlaremos ocho o diez minutos y creemos que podrá aterrizar, como máximo, a las 01.28.

A la luz mortecina del tablero Mel miró su reloj: era la una y un minuto de la madrugada.

—La elección de pista a utilizar —prosiguió el otro— deberá hacerse no más tarde de cinco minutos antes de aterrizar. Después ya no hay forma de desviarlos.

Todo eso, calculó Mel, significaba que su decisión final debía tomarla dentro de diecisiete minutos o quizá menos, según el momento en que Chicago pasara a Lincoln el control del avión. Quedaba menos tiempo del que le había dicho a Joe Patroni.

También él estaba sudando.

¿Avisaría a Patroni del poco tiempo que quedaba? Decidió que no. Joe ya dirigía las operaciones con toda la velocidad que podía. Nada se ganaría con molestarle de nuevo.

—Móvil uno a Control tierra —llamó Mel—. Necesito información exacta sobre estado actual del vuelo que se aproxima. ¿Podemos mantener libre y abierta esta frecuencia?

—Sí —asintió el jefe de torre—. Ya hemos desviado el tránsito regular a otra frecuencia. Lo tendremos informado.

—¿Y ahora qué sucede? —le preguntó Tanya.

—Esperamos —volvió a mirar el reloj.

Pasó un minuto. Dos.

Afuera los hombres seguían trabajando en las zanjas al frente y ambos lados del avión detenido. Llegó otro camión precedido por sus luces y de él saltaron hombres corriendo para unirse a los otros. Patroni se movía sin cesar, pródigo en instrucciones y exhortaciones.

El equipo antinieve seguía esperando. «Como buitres, en cierto modo», pensó Mel.

Tomlinson quebró el silencio que reinaba en el auto.

—Estaba pensando: cuando era chico, no hace tanto tiempo, casi todo esto era campo. En verano uno veía vacas, maíz y cebada. Había un pequeño campo aéreo de hierba; nadie pensaba que tenía importancia. Si alguien viajaba por avión usaba el aeropuerto de la ciudad.

—Así es la Aviación —dijo Tanya, aliviada por un momento de poder pensar y hablar de otra cosa que lo que estaban esperando; siguió—: Alguien me dijo una vez que al que trabajaba en Aviación la vida le parece más larga porque todo cambia tan a menudo y tan rápido.

—No todo es rápido —objetó Tomlinson—. En los aeropuertos los cambios son lentos. ¿No es cierto, míster Bakersfeld, que dentro de tres o cuatro años reinará el caos?

—El caos es una noción relativa —dijo Mel, distraído; todavía estaba absorto en la escena que veía por el parabrisas—. Casi todos vivimos en medio de un caos y nos adaptamos.

—¿Elude la pregunta?

—Sí, supongo que sí —admitió.

Y no era para sorprenderse. Le importaba menos la filosofía de la Aviación, en este momento, que algo más inmediato: lo que sucedía allá afuera. Pero sintió que Tanya ansiaba algo que le permitiera librarse de su tensión, aunque ese algo fuera ilusorio; esa conciencia de lo que ella sentía era parte del lazo que iba afirmándose entre ambos; pensó también que el vuelo que esperaba pertenecía a Trans America, y que no era seguro un aterrizaje feliz. Tanya también pertenecía a Trans America y había intervenido en la salida del avión. De los tres, la más comprometida era ella.

Hizo un esfuerzo para recordar las palabras de Tomlinson.

—Siempre fue cierto que en la Aviación el progreso aéreo sobrepasó al terrestre. A veces pensamos que nos pondremos unísono y casi lo logramos hacia 1965; pero en conjunto nunca lo hemos conseguido. Parece que lo más a que podemos aspirar es a no quedarnos demasiado atrás.

¿Qué debemos hacer con los aeropuertos? —insistió el periodista—. ¿Y qué podemos hacer?

—Pensar con más libertad y con más imaginación, por ejemplo. Librarnos de la mentalidad que yo llamo «de estación ferroviaria».

—¿Piensa que esa mentalidad todavía existe?

—Por desgracia, sí, y en muchas partes. Todos nuestros primeros aeropuertos eran imitaciones de estaciones ferroviarias, porque los diseñadores tenían que basarse en algo que conocieran, y la única experiencia que tenían era ésa. Y después se perpetuó esa costumbre. Por eso existen hoy tantos aeropuertos «en línea recta», con terminales que se extienden más y más, y pasajeros que deben recorrer kilómetros a pie.

—¿Pero no está cambiando algo de eso? —preguntó Tomlinson.

—Lentamente y en pocos lugares —como siempre, a pesar de los problemas del momento, el tema lo apasionaba—. Algunos aeropuertos están construidos, o los van construyendo, en forma de círculo hueco, como una rosquilla; los autos estacionan adentro, y no lejos, y afuera; las distancias que debe caminar la gente son mínimas; los ascensores son horizontales y de alta velocidad, lo cual es una ayuda; acercando los aviones a los pasajeros y no al revés. Todo eso quiere decir que, por fin, alguien piensa que los aeropuertos son algo especial, diferente, aparte; unidades y no componentes separados. Escuchan a los que tienen ideas creadoras, aunque sean absurdas a primera vista. En Los Angeles proponen un gran «maródromo» en la playa; en Chicago, una isla-aeropuerto artificial, en el lago Michigan, y nadie se ríe. American Airlines prepara una grúa hidráulica gigante combinada con un ascensor donde los aviones irían uno encima del otro para cargar y descargar. Pero son cambios lentos, no coordinados; construimos aeropuertos como si fueran colchas de retazos, grandes y rutinarias. Es como si los usuarios telefónicos diseñaran y fabricaran sus propios teléfonos esperando que les sirvan para hablar con todo el Universo.

La radio cortó de pronto las palabras de Mel.

—Control tierra a móvil uno y veinticinco. Centro Chicago calcula que pasará control de vuelo en cuestión a Lincoln a las 01.17 horas.

En el reloj de Mel era la una y seis. El mensaje significaba un minuto de adelanto para el vuelo dos con respecto al cálculo del jefe de torre. Un minuto menos para Patroni; once minutos para tomar su propia decisión.

—Móvil uno, ¿hay cambios en el estado de la pista tres cero?

—No, ningún cambio.

¿Habría tiempo suficiente? Sintió tentaciones de ordenar que los quitanieve entraran a trabajar, pero se contuvo. La responsabilidad era una calle de dos manos, sobre todo cuando implicaba ordenar la destrucción, o poco menos, de un avión de seis millones de dólares, y en tierra. Todavía era posible que Joe Patroni triunfara, aunque esa posibilidad disminuía con el paso de cada segundo. Ya estaban apartando del frente algunos reflectores y otros objetos. Pero todavía no se oía ruido de motores.

—Esa gente creadora —siguió insistiendo Tomlinson—, de los que usted habló, ¿quiénes son?

—Es difícil hacer una lista —dijo Mel, la mente en otro lado.

Ahora todo el frente del Aéreo-Mexican 707 quedaba libre y la figura gruesa y cubierta de nieve de Joe Patroni subía por la rampa, colocada cerca del morro. Casi al final se paró, dio vuelta e hizo un ademán acompañado de gritos a los de abajo. Luego abrió la puerta del fuselaje delantero y entró; casi al mismo tiempo otra figura más delgada subió la rampa y lo siguió. La puerta se cerró de golpe. Retiraron la rampa.

—Míster Bakersfeld —el periodista nunca se daba por satisfecho—, ¿podría nombrarme algunos de esos individuos con más imaginación respecto a los aeropuertos y el porvenir?

—Sí, ¿por qué no los nombras? —apoyó Tanya.

Era como dedicarse a juegos de salón mientras la casa ardía, pero si Tanya quería que jugara, jugaría.

—Se me ocurren algunos: Fox en Los Angeles; Joseph Foster en Houston, Alan Boyd en Washington, y Thomas Sullivan, que ahora está también en Washington y fue funcionario en el puerto de Nueva York. Y en las compañías Halaby, de Pan Am; Herb Gordfrey de United. En Canadá John C. Parkin. En Europa Pierre Cot, de Air France; el conde Castell en Alemania…, y hay otros.

—Entre ellos Mel Bakersfeld —dijo Tanya—. ¿Te olvidas de él?

—Ya lo anoté —gruñó Tomlinson, sin dejar de tomar apuntes—. Eso no hacía falta decirlo.

Mel sonrió. ¿Era cierto esto último? Antes, no hace mucho, sí lo era; pero ahora él no representaba nada a nivel nacional. Cuando por cualquier razón uno abandonaba la corriente principal, pronto lo olvidaban y después era difícil, si no imposible, volver a ese nivel. No era que su trabajo en Lincoln Internacional fuese menos importante, ni que él no lo hiciera bien; como gerente sabía que era bueno, quizá mejor que nunca. Pero ya no podía contribuir en gran escala, como había soñado hacerlo y había creído posible en un momento dado. Era la segunda vez en pocas horas que pensaba en lo mismo. ¿Tenía en verdad importancia para él? Descubrió que sí le importaba.

—¡Miren! —gritó Tanya—. Los motores empiezan a funcionar.

El periodista levantó la cabeza y Mel se sintió excitado.

Detrás del motor número tres apareció un poco de humo grisáceo, se intensificó y desapareció al ponerse en marcha el motor. La fuerza del jet arrastraba a la nieve en un torrente que caía hacia atrás.

Otro copo de humo apareció detrás del motor número cuatro, para correr la misma suerte del anterior.

—Control de tierra a móvil uno y veinticinco —la voz de la radio resultó tan inesperada dentro del auto que Tanya saltó junto a Mel—. Centro Chicago avisa cambio en hora entrega control vuelo en cuestión: éste será ahora 01.16 horas…, dentro de siete minutos.

El vuelo dos seguía adelantando. Habían perdido otro minuto. Un minuto menos para que Joe Patroni intentara mover el jet con la fuerza de sus motores; siete minutos le quedaban a él para decidir si debía o no usar la fuerza bruta y destrozar un aeroplano en buen estado, para dejar la pista libre.

Volvió a mirar la hora a la luz del tablero.

En la tierra blanda cercana al otro lado de la pista, Patroni puso en marcha el motor número dos y luego el uno. «Todavía puede resultar», dijo Mel en voz muy baja; luego recordó que ya dos veces había sucedido lo mismo y que ambos intentos terminaron en fracasos.

Frente al 707 quedó un solo hombre con linternas, colocado donde pudieran verlo desde la cabina de vuelo; sostenía las señales sobre la cabeza para indicar «vía libre». Mel oía y sentía el ruido de motores, pero todavía no a la velocidad máxima.

Quedaban seis minutos. ¿Por qué no abría los aceleradores Patroni?

—No soporto esta espera —dijo Tanya, tensa.

—Yo también sudo —agregó el reportero, revolviéndose incómodo en su asiento.

¡Joe Patroni abría a toda fuerza; ya estaba! El rugido ahora más fuerte de los motores dominaba todo. Detrás del aeroplano la nieve volaba más loca que nunca y se perdía en las tinieblas más allá de las luces de pista.

—Móvil uno —preguntó la radio en torno urgente—: ¿hay cambios en la pista tres cero?

A Patroni le quedaban tres minutos.

—El aeroplano sigue parado —Tanya miraba por el parabrisas con ojos entrecerrados—. Usan todos los motores, pero no se mueve.

Hacía amagos de movimiento hacia delante; Mel lo vio a pesar de la nieve, pero Tanya tenía razón; el aeroplano en sí no se movía.

Los equipos limpianieve estaban muy cerca unos de otros, y sus luces brillaban.

—¡Esperen, un momento! —dijo Mel por radio—. No manden al vuelo entrante a la pista dos cinco. De algún modo pronto habrá cambios en la tres cero.

Sintonizó con el comando antinieve, dispuesto a dar la orden a los quitanieve.