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A veces —como ahora— Joe Patroni se alegraba de trabajar en Mantenimiento, y no en Ventas.

Lo pensó mientras contemplaba la febril actividad desplegada debajo y alrededor del jet mexicano que seguía bloqueando la pista tres cero.

A su modo de ver, la gente de ventas de una compañía de aviación —y él incluía en esta categoría a todo el personal y autoridades administrativas— estaba hecha de goma que se inflaba, y se dedicaba a inventar intrigas dignas de criaturas aburridas. En cambio, estaba convencido de que toda persona relacionada con los departamentos de ingeniería, mecánica y mantenimiento se portaba como un adulto maduro. Los hombres de Mantenimiento, sostenía, aunque pertenecieran a compañías rivales, trabajaban en estrecha y armónica colaboración, compartiendo su información, experiencia y aún secretos con vistas al bien común.

A sus amigos íntimos les confiaba un ejemplo de lo dicho: cada vez que una Compañía tenía una reunión importante, los hombres de su oficio se enteraban sin dificultad de todo lo tratado en ella.

La compañía de Patroni, como casi todas las otras de cierta importancia, mantenía diariamente conferencias telefónicas, llamadas «instrucciones», que servían para unir a todas las oficinas, centros, bases, estaciones, etcétera, por medio de un circuito cerrado que atravesaba todo el país. Estas sesiones estaban bajo la dirección de un vicepresidente de la oficina central y consistían en intercambios de información y críticas sobre el modo en que la Compañía había operado durante el día anterior. La gente de más antigüedad hablaba entre sí con toda libertad y franqueza. Los sectores de operaciones y ventas tenían sesiones diarias; Mantenimiento también, y según Joe Patroni éstas eran, con mucho, las más importantes.

Durante las mismas, en las que él participaba cinco veces por semana, las estaciones informaban una por una. Si el servicio se había retrasado por razones mecánicas, los responsables debían explicarse. Nadie se molestaba en disculparse. Como decía Patroni: «Si uno metió la pata, lo dice». Se relataban los accidentes o fallos del equipo, aunque fuesen mínimos, a fin de reunir conocimientos y evitar repeticiones. En la sesión del lunes próximo Patroni informaría sobre lo sucedido esta noche con el Aéreo-Mexican 707, y su éxito o fracaso, según sucediera. Eran conversaciones muy serias, debido en gran parte a que quienes las tenían eran hombres expertos y duros que no podían engañarse mutuamente.

Después de cada conferencia oficial comenzaban las otras, sin que las autoridades lo supieran casi nunca. Patroni y otros hablaban por teléfono con sus amigos de otras líneas, cambiaban informes y comentarios si les parecía que valía la pena. Pocas veces guardaban un secreto.

En asuntos más urgentes, sobre todo los relacionados con la seguridad, se usaba el mismo sistema, pero sin la demora de un día. Si la Compañía Delta, por ejemplo, sufría un fallo en el motor de un DC-9 en vuelo, los sectores de Mantenimiento de Eastern, TWA, Continental y otras que utilizaban también aviones DC-9 lo sabían a las pocas horas, pues con esa información podrían evitar fallos similares. Luego recibirían fotografías del motor desarmado y un informe técnico. Si lo deseaban los capataces y mecánicos de otras compañías podían aumentar sus conocimientos viendo personalmente la parte dañada y estudiando el asunto más de cerca.

Los que, como Patroni, trabajaban en este ambiente, donde no existía el egoísmo profesional, gustaban destacar que, en ventas o administración de compañías rivales, las consultas casi nunca se hacían visitando las oficinas de los otros, sino en terreno neutral. En cambio, Mantenimiento permitía que sus empleados visitaran el lugar de trabajo de los competidores con la seguridad de que entre ellos existía auténtica camaradería y unión. Si un Mantenimiento tenía problemas, los otros lo ayudaban en cuanto podían.

Joe Patroni acababa de recibir esa clase de ayuda.

Hacía hora y media que había comenzado el último intento para mover el avión de la pista, y Patroni disponía del doble de ayudantes que al empezar: al principio tenía solamente los hombres de Aéreo-Mexican y unos pocos de su propia compañía TWA. Ahora, cavando con los otros había gente de Braniff, Pan Am, American y Eastern.

Al llegar éstos en diversos vehículos dieron a entender que el rumor les había llevado noticias del problema de Patroni y, sin esperar a que se lo pidieran, habían decidido ayudarlo.

Pero con toda esa ayuda ya habían pasado de la hora que él calculara como suficiente para el trabajo preparatorio. Las zanjas gemelas con piso de tablas pesadas frente al tren de aterrizaje marchaban bien, pero con lentitud porque los hombres no podían trabajar mucho rato sin buscar refugio contra el intenso frío; lo encontraban, aunque no muy bueno, en dos ómnibus de personal. Los hombres se metían en ellos golpeándose las manos y la cara, casi insensibles por el terrible viento que seguía barriendo con ráfagas heladas el campo de maniobras cubierto de nieve. Los ómnibus y otros vehículos, camiones, tanques, equipo limpianieves, automóviles de servicio —casi todos con luces faro encendidas— seguían arrimados al avión, en la calle de rodaje. Toda la escena estaba iluminada por reflectores, un oasis blanco de luz reflejada por la nieve, rodeado de tinieblas.

Las zanjas paralelas, de dos metros de ancho cada una, ya se extendían hacia delante y arriba desde las ruedas principales hasta la tierra más firme hacia la cual Patroni esperaba mover el aeroplano con la fuerza de sus motores. El fondo de las zanjas era una mezcla de barro y nieve, causa original del accidente. La mezcla se hacía menos viscosa a medida que la angulación ascendía. Una tercera zanja, menos profunda y más angosta, permitiría el paso de la rueda central. Una vez llegado a tierra más firme, el avión estaría fuera de la pista tres cero, sobre la que ahora se extendía una de sus alas, y sería más fácil maniobrarlo hasta la superficie sólida de la calle de rodaje adyacente.

Ya con los preparativos casi terminados, el éxito dependía de los pilotos del aeroplano, que seguían en él, sin tomar parte en la actividad. Ellos tenían que calcular cuánta fuerza de motores podían utilizar para mover la máquina hacia delante sin hacerla caer de punta.

Casi desde su llegada, Patroni manejaba una pala con los demás. Le era difícil permanecer inactivo y le agradaban las oportunidades de mantenerse en buen estado físico; aún ahora, a más de veinte años de haber abandonado el boxeo aficionado, estaba mejor que la mayoría de los que tenían menos edad. Los mecánicos veían con gusto su figura corta y robusta trabajando con ellos. Los exhortaba y los dirigía:

—Muévete, hijo, o pareceremos enterradores y tú el muerto… Por lo mucho que les gusta ir a ese ómnibus creo que deben tener una mujer escondida… Si te apoyas más en esa pala, Jack, te congelarás como la mujer de Lot… Tenemos que mover este avión antes que cambien de modelo.

Hasta ahora no había hablado con el capitán y primer oficial; eso se lo dejó al capataz de Aéreo-Mexican, Ingram, que estaba a cargo cuando él llegó. Ingram había informado a los pilotos de lo que sucedía en tierra.

El jefe de Mantenimiento se enderezó y le pasó su pala, diciendo:

—Cinco minutos más y terminaremos. Cuando estén listos, saque de aquí a los hombres, camiones y todo lo demás. Cuando éste salga será como el corcho de una botella de champaña.

Ingram, arrebujado en su capuchón, pero siempre helado, hizo un gesto afirmativo.

—Mientras usted se ocupa de eso yo charlaré con los chicos voladores.

La rampa anticuada traída horas antes de la terminal para desembarcar a los pasajeros seguía en su lugar, cerca de la hélice. Patroni subió por ella sin distinguir los escalones cubiertos de nieve y abrió la puerta de la cabina delantera de pasajeros. Siguió a la cubierta de vuelo, encendiendo su inevitable cigarro. Al revés del frío, viento y nieve de fuera, el refugio de los pilotos estaba tibio y tranquilo. Una de las radios estaba puesta en una estación comercial que transmitía música suave. Cuando entró, el primer oficial, en mangas de camisa, apretó un botón y no se oyó más música.

—No la apague —el jefe de Mantenimiento se sacudió como un perro para dejar que la nieve cayera de su ropa en cascada—. No tiene nada malo tomar las cosas con calma; después de todo, nadie esperaba que bajaran a cavar zanjas con una pala.

No había nadie más que el oficial y el capitán. El encargado de motores había acompañado a las azafatas y pasajeros hasta la terminal: recordó que se lo habían dicho.

El capitán, robusto, cetrino, y parecido a Anthony Quinn, se volvió sin salir de su asiento y dijo secamente:

—Cada uno hace su trabajo: ustedes y nosotros —hablaba inglés sin acento.

—Es cierto. Pero lo malo es que otros nos complican y nos aumentan nuestro trabajo.

—Si se refiere a esto que sucede, ¡Madre de Dios[12]! no se imaginará que yo metí mi aeroplano en el barro a propósito.

—No. —Tiró el cigarro masticado hasta convertirlo en una pulpa, encendió otro y siguió—: Pero ya que sucedió eso quiero sacarlo esta vez. Si no, se hundirá mucho más y lo mismo nos pasará a todos, incluso a usted. —Señaló hacia el asiento del capitán—. ¿Le parecería bien que yo me sentara ahí y lo sacara?

El capitán enrojeció. Sus cuatro franjas lo habían acostumbrado a otra clase de trato.

—No, gracias —fue su fría respuesta.

Tenía ganas de contestar algo más fuerte, pero en ese momento estaba muy avergonzado por haberse metido en semejante lío. Sospechaba que mañana, en la ciudad de México, lo esperaba una entrevista poco agradable con su jefe de pilotos.

—Ahí fuera hay muchos tipos medio congelados que se están dejando las tripas de tanto trabajar —insistió Patroni—. Ahora será difícil salir y yo ya lo hice antes. ¿Por qué no me deja probar?

—Sé quién es usted, míster Patroni —le contestó con altivez el capitán—, y sé que puede ayudarnos a salir de este mal paso, lo que otros no han logrado. Tampoco tengo duda de que tiene permiso para manejar aviones en maniobras de rodaje, pero permítame recordarle que aquí solamente hay dos personas con permiso para volar. Para eso nos pagan y nos quedaremos aquí.

—Como quieran —se encogió de hombros y movió el cigarro—. Pero eso sí, cuando yo les diga, abran esos aceleradores al máximo; digo al máximo, sin tener miedo de nada.

Y salió, sin hacer caso de las miradas asesinas que lo seguían.

Habían terminado de cavar; algunos habían vuelto a los ómnibus y éstos, así como los demás vehículos, salvo el necesario para poner en marcha los motores, ya estaban a cierta distancia del aparato.

Patroni cerró la puerta exterior del avión y bajó la rampa. El capataz, más metido que nunca en su capucha, le dijo que todo estaba listo.

Recordando que su cigarro seguía encendido, Patroni le dio unas cuantas chupadas y lo tiró en la nieve, donde se apagó. Con un gesto hacia los callados motores, dijo:

—Bueno, encendamos los cuatro.

Varios hombres volvían del ómnibus. Cuatro apoyaron los hombros contra la rampa y la separaron del avión. Otros dos respondieron a la llamada del capataz, gritando para hacerse oír sobre el viento:

—¡Listos para los motores!

Uno de los dos se colocó frente al avión, cerca del vehículo restante. Llevaba audífonos conectados al fuselaje. El segundo portador de linternas ocupó un lugar desde donde pudieran verlo los pilotos.

Patroni, protegida la cabeza con almohadillas prestadas, se unió al primer hombre. Los otros salían de los ómnibus atentos a lo que ocurriría.

Los pilotos terminaron de revisar sus papeles.

En tierra, el hombre del equipo telefónico comenzó el ritual:

—Libre para poner en marcha.

Una pausa y la voz del capitán:

—Listos, den presión.

Desde el vehículo que había quedado salió un chorro de aire que golpeó la turbina del motor número tres. Las paletas compresoras giraron más y más hasta hacer escuchar un gemido continuo. A quince por ciento de la velocidad máxima el primer oficial echó gasolina de aviación que al entrar en ignición produjo una nube de humo; el motor se puso en marcha con un rugido de bajo profundo.

—Libre para poner en marcha motor cuatro.

El motor número cuatro siguió al tres. Los generadores cargaban.

—Vamos a generadores —la voz del capitán—;

desconecten en tierra.

—Desconectado —los cables eléctricos del vehículo terrestre cayeron a tierra—. Libre número dos.

El número dos empezó a andar. Ya eran tres motores. El rugido dominaba todo. Detrás chorreaba la nieve.

El número uno rugió y comenzó a funcionar.

—Desconecten aire.

—Desconectado.

El cordón umbilical se deslizó. El capataz alejó el vehículo conector.

Los reflectores ya no iluminaban el frente del avión, sino un costado.

Patroni cambió audífonos con el hombre cercano al fuselaje. Ahora él llevaba el equipo telefónico para comunicarse con los pilotos.

—Habla Patroni. Cuando estén listos pueden salir.

El hombre frente al morro sostuvo en alto sus señales luminosas, listo para servir de guía de las zanjas según instrucciones de Joe Patroni. Si el avión salía del barro más rápido de lo previsto, el obrero tendría que correr sin perder tiempo.

Patroni se acurrucó junto a la rueda de nariz. Tampoco él estaría a salvo si la máquina se movía muy rápido. Una mano estaba lista para desconectar el teléfono. No perdía de vista el tren de aterrizaje para observar el menor movimiento.

—Aplico potencia —la voz del capitán.

Aumentó el ritmo de los motores. En un rugido semejante a un largo trueno, el avión se estremeció, haciendo temblar la tierra. Pero las ruedas no se movieron.

Patroni rodeó con las manos el teléfono y gritó:

—¡Más fuerza! ¡Los aceleradores adelante al máximo!

Hubo un leve aumento del ruido de motores. Las ruedas se alzaron, pero no se movieron hacia delante.

¡Al máximo, maldita sea!

Durante unos segundos el ritmo se mantuvo igual y luego decreció de pronto. La voz del capitán tenía un tono sarcástico al decir:

—Patroni, por favor, si abro mis aceleradores al máximo pongo el avión de punta. En lugar de un aeroplano varado tendremos un aeroplano arruinado.

El jefe de Mantenimiento estudiaba las ruedas del tren de aterrizaje, y la tierra que las rodeaba.

—¡Le digo que saldrá! ¡Lo único que se necesita son agallas para darle toda la fuerza!

—¡Ocúpese de sus propias agallas! —saltó el capitán—. Yo cierro los motores.

—¡Mantenga los motores funcionando, pero en punto muerto! —gritó Patroni en el teléfono—. ¡Subo ahora mismo! —hizo signos urgentes para que le alcanzaran de nuevo la rampa; pero mientras la colocaban, los cuatro motores pararon.

Cuando llegó arriba, los dos pilotos desabrochaban sus cinturones para salir de sus asientos.

—¡Tuvieron miedo! —los acusó.

La reacción del capitán fue tranquila:

Es posible[13]. Creo que es lo único inteligente que hice esta noche —y preguntó con formalidad—: ¿Su Mantenimiento aceptará este avión?

—Sí; nos encargamos nosotros.

El primer oficial consultó el reloj e hizo una anotación.

—Cuando hayan sacado este avión de aquí, no sé cómo —añadió el capitán—, sin duda su compañía se comunicará con la mía. Entretanto, buenas noches.

Cuando los dos hombres, con sus pesados abrigos abrochados hasta el cuello, salieron de la cabina, Patroni revisó en pocos segundos los instrumentos y controles. En seguida salió también por la rampa.

Abajo lo esperaba el capataz Ingram, quien dijo mostrando los pilotos que corrían hacia uno de los ómnibus:

—A mí me hicieron lo mismo; no dieron al máximo —ahora señaló el tren de aterrizaje y añadió—: Por eso se hundió más y ahora más todavía.

Era lo que Joe Patroni temía.

Mientras Ingram sostenía una linterna eléctrica se metió bajo el fuselaje para examinar las ruedas de aterrizaje; otra vez estaban metidas en barro y nieve, casi treinta centímetros más profundo que antes. Patroni iluminó la parte inferior de las alas: los cuatro motores estaban más cerca del suelo, en peligrosa vecindad.

—Ahora solamente sale de aquí si le tiran un gancho desde el cielo —dijo Ingram.

—No, tenemos una oportunidad más —dijo el jefe después de pensarlo—. Cavaremos otro poco hasta el nivel actual de las ruedas y empezaremos de nuevo con los motores. Pero esta vez lo haré yo.

El viento y la nieve los rodeaba, aullando sin cesar.

—Usted es el médico —aceptó Ingram, pero no muy convencido y temblando de frío—. Prefiero que sea usted y no yo quien lo haga.

—Si no lo muevo —sonrió Patroni— lo haré volar en pedazos.

Ingram fue a llamar a los hombres que quedaban en el único ómnibus restante; el otro se había llevado a los pilotos a la terminal.

Patroni hizo sus cálculos: otra hora de trabajo antes del próximo intento para mover al aeroplano. Por lo tanto, la pista tres cero seguiría fuera de uso al menos durante este tiempo.

Fue a informar por radio a control aéreo.