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En el taxi que la llevaba al aeropuerto, Cindy Bakersfeld se echó hacia atrás y cerró los ojos. No sabía, ni le importaba, que siguiera nevando ni que el taxi apenas se moviera entre el pesado tránsito. No tenía prisa. Una ola de placer físico y de satisfacción (se preguntó si la palabra adecuada era «euforia») la envolvía por completo.

La causa era Derek Eden.

Derek Eden, presente en el cóctel del «Fondo de Ayuda a Archidona». (Cindy seguía sin saber cuál Archidona), que le había traído un whisky triple no bebido por ella y luego le había hecho proposiciones del modo más rutinario y menos imaginativo posible. Derek Eden, hasta hoy un periodista conocido suyo que trabajaba en el Sun-Times y publicaba artículos de segunda categoría; Derek Eden, el de cara disoluta, aspecto vulgar, ropa insignificante y mal planchada; Derek Eden y su «Chevrolet», viejo y sucio por dentro y por fuera; Derek Eden, que la había sorprendido en un momento débil, cuando necesitaba un hombre, cualquier hombre, y del que no esperaba gran cosa; Derek Eden, el mejor y más ardiente de los amantes que ella había tenido.

Nunca, nunca antes había estado Cindy con alguien así.

«¡Dios mío! —pensó—; si la perfección física, sensual, existe, hoy la he conocido». Y algo más: ahora que conocía a Derek Eden…, querido Derek…, lo deseaba otra vez…, muchas veces…, a menudo. Por suerte era evidente que él sentía y deseaba lo mismo.

Reclinada aún contra el fondo del taxi repasó mentalmente las dos últimas horas.

En el horrible «Chevrolet» viejo fueron desde Lake Michigan Inn a un hotelito cerca de Merchandise Mart. El portero examinó el auto con desdén; Derek no pareció notarlo. En el vestíbulo esperaba el encargado nocturno. Su acompañante debía de haber llamado antes por teléfono. Nadie los hizo firmar nada ni contestar preguntas; el hombre los llevó directamente a un cuarto del undécimo piso. Les dejó la llave y se fue, con un rápido «buenas noches».

El cuarto no valía mucho; anticuado, de sencillez espartana, con quemaduras de cigarrillo en los muebles, pero limpio. La cama era doble y junto a ella, en una mesita, había una botella de whisky escocés sin abrir, agua, soda y hielo. Una tarjeta colocada en la bandeja decía: «Obsequio de la gerencia». Derek la leyó y se la guardó en el bolsillo.

—A veces un hotel quiere quedar bien con los periodistas —le explicó Derek más tarde—. Nosotros no les prometemos nada definido porque el diario no acepta eso, pero podemos nombrarlos en una crónica si con eso los beneficiamos; o dejar de nombrarlos cuando alguien muere en el hotel, como pasa de vez en cuando. Como te digo, nada de promesas, pero hacemos lo posible.

Tomaron un trago, charlaron, luego otro y fue entonces cuando empezó a besarla. Él tenía manos suaves, tiernas, que al principio usó para acariciarle muchas veces el pelo, de un modo que le repercutía en todo el cuerpo; después exploraron despacio, tan despacio… y ella empezó a sospechar que esto no era lo de siempre sino algo especial.

Mientras la desvestía, con una sutileza que no había demostrado antes, él murmuró:

—No nos apresuremos, Cindy…, ninguno de los dos —pero poco después, ya en la cama y llenos de un calor delicioso, como él prometiera en el coche, ella quería apresurarse y gritó:

—¡Sí, sí, por favor, no puedo esperar! —Pero él insistió:

—Puedes y debes —y ella obedeció, porque ya estaba bajo su dominio de un modo completo y maravilloso, mientras él la llevaba como se lleva a un niño de la mano hasta muy cerca del borde y luego retrocedía un paso o dos y esperaba como si flotara en el aire; otra vez acercarse y retroceder; y por fin, cuando ninguno podía esperar más, compartieron el ritmo acelerado como un himno celestial y mil hermosas sinfonías; si Cindy hubiera podido elegir el momento de su muerte, un momento que no pudiera tener igual nunca más, habría elegido aquél.

Una de las cosas que le gustaba más en él era su falta de hipocresía, de pomposidad. Diez minutos después del momento supremo, cuando Cindy empezaba a respirar otra vez con su ritmo normal y el corazón le latía como siempre, él se apoyó en un codo y encendió dos cigarrillos.

—Fue algo grande, Cindy —sonrió—. Tenemos que jugar pronto otro partido, y muchos otros más tarde —para ella eso significaba dos cosas: la experiencia compartida era sólo física, una aventura del sexo y no había que fingir otra cosa; pero lo cierto era que, juntos, habían alcanzado el paraíso, casi desconocido, de una total compatibilidad sexual. Ahora tenían a su disposición, cuantas veces quisieran, ese paraíso particular y físico para mantenerlo fresco y explorarlo cada vez más.

Para Cindy el plan era muy conveniente.

Dudaba de que los dos tuvieran algo en común fuera del dormitorio y él no era por cierto un ejemplar digno de ser exhibido en los círculos sociales. Sin tener que pensar mucho, Cindy sabía que ser vista en público en su compañía significaba más pérdida que ganancia. Además ya había insinuado que era un marido feliz, aunque ella sospechaba que la ración de sexo en ese hogar no era la que él necesitaba, y como a ella le pasaba lo mismo…

Sí, Derek Eden era una persona que no había que perder de vista, pero no alguien para perder la cabeza por él. Y no lo perdería de vista. Resolvió exigirle poco y no verlo muy a menudo para hacer el amor. Una sesión como ésta le bastaría por largo tiempo y con pensar en ella bastaría para revivirla. Hazte un poco la difícil —se dijo—, para que él siga deseándote tanto como lo deseas tú. Así el asunto podría durar años.

Era extraño, pero su descubrimiento de Derek le había dado una especie de libertad nueva para ella.

Ahora que disponía de provisión sexual mejor que lo habitual, guardada en estante separado, por decirlo así, podía ser más objetiva en su elección entre Mel y Lionel.

Su matrimonio ya había terminado, en cierto sentido. Desde el punto de vista mental y sexual estaban separados; el menor pretexto servía para amargas disputas y lo único que le interesaba a Mel ahora era su maldito aeropuerto. Cada día los alejaba más uno del otro.

Lionel, satisfactorio en todo menos en la cama, quería una serie de divorcios para poder casarse con Cindy.

Mel detestaba las ambiciones sociales de Cindy. No sólo se negaba a dar un paso para ayudarla sino que le servía de obstáculo. En cambio Lionel, de familia bien situada en la sociedad de Illinois, no veía nada raro en esas ambiciones y podía ayudarla a realizarlas.

Hasta ahora la elección de Cindy se complicaba por el recuerdo de sus quince años de matrimonio con Mel y los buenos ratos que habían pasado juntos, ya fuera en un plano mental o físico. Su vaga esperanza de poder reanimar de algún modo ese pasado, incluso en lo sexual, era —ahora lo comprendía— nada más que una ilusión.

Lionel, como compañero de sexo tenía poco o nada que ofrecer. Lo mismo Mel, por lo menos para Cindy.

Pero eliminado el factor sexual —lo que ahora era posible gracias a Derek Eden, semental guardado en un establo secreto—, Lionel, como competidor de Mel, triunfaba en toda la línea.

En el taxi, Cindy abrió los ojos y siguió meditando.

No decidiría nada antes de hablar con Mel. En realidad no le gustaban las decisiones y las retrasaba todo lo posible. Además, estaban las chicas, los recuerdos de sus años con Mel, que no habían sido del todo malos; y cuando se ha querido mucho a alguien nunca se le olvida por completo. Pero se alegró de estar en camino al aeropuerto.

Por primera vez desde que dejó atrás el centro, Cindy miró adelante tratando de calcular dónde estaban en medio de la oscuridad. No lo consiguió. Por las ventanas empapadas veía nieve y muchos otros autos moviéndose apenas. Supuso que estarían en la Carretera Kennedy.

Los ojos del chófer la observaban por el espejito retrovisor. Cindy no tenía idea de la clase de hombre que podía ser; no se había fijado en él al subir al taxi cuando salieron del hotel separadamente porque decidieron que lo mejor sería ser discretos desde el principio. Además, esta noche no veía otra cara y otro cuerpo que los de Derek Eden.

—De este lado está Portage Park, señora —dijo el chófer—. Nos acercamos al aeropuerto. Pronto llegaremos.

—Gracias.

—Hay mucho tránsito que va allí. Supongo que la gente del aeropuerto habrá tenido sus problemas con esa tormenta tan grande.

¿A quién diablos le importa? —pensó Cindy—. ¿Nadie podía pensar o hablar de otra cosa que de ese roñoso aeropuerto?. Pero no dijo palabra.

A la entrada de la terminal pagó y entró corriendo para evitar la nieve húmeda que caía de las marquesinas y llenaba las aceras. Se abrió paso entre la multitud del salón principal, sorteando un numeroso grupo que parecía dispuesto a realizar una especie de demostración, porque algunos de sus integrantes estaban armando un micrófono y altavoces. Un policía negro, con grado de teniente, que Cindy conocía por haberlo visto varias veces con Mel, hablaba con dos o tres hombres que parecían los jefes de ese grupo. El policía sacudía la cabeza con fuerza. Aunque no sentía verdadera curiosidad —nada que tuviese que ver con este lugar le interesaba de veras— Cindy siguió caminando hacia el entresuelo, donde estaban las oficinas de la administración.

Aunque casi todas las oficinas estaban vacías en todas había luz, pero faltaba el ruido de las máquinas de escribir y el zumbido de las conversaciones, típicos de las horas de trabajo durante el día. Por lo menos había gente que tenía bastante sentido común para irse a su casa por la noche.

La única persona visible era una mujer madura, mal vestida, en la antesala de la oficina de Mel. Sentada en una butaca contemplaba el espacio con ojos vacíos y no pareció notar la entrada de Cindy. Tenía los ojos enrojecidos como de llorar. Por la ropa y los zapatos empapados debía de haber venido de fuera, en plena tormenta.

Cindy la miró un momento con leve curiosidad antes de entrar en la oficina de su esposo. Estaba vacía y se sentó a esperar en una silla. A los pocos minutos cerró los ojos y siguió pensando con agrado en Derek Eden.

Al rato entró Mel, cojeando más que de costumbre.

—¡Ah! —mostró sorpresa al verla y volvió a cerrar la puerta—. No te creí cuando dijiste que vendrías.

—Ya me imagino que lo preferirías.

—No creo que ganemos nada con esta visita, por lo menos para tus fines, o los que yo creo tales —la miró tratando de adivinar qué propósito la había llevado allí.

Sabía desde hace tiempo que ella nunca tenía motivos sencillos y casi nunca los que aparentaba tener; ahora estaba mejor que nunca: irradiaba atracción, pero por desgracia él no sentía nada por ella.

—¿Y qué fines crees tú que son los míos? —preguntó Cindy.

—Tuve la impresión de que buscabas una pelea —se encogió de hombros—. Se me ocurrió que ya tenemos bastantes en casa sin organizar otra aquí.

—Quizá tengamos que organizar algo aquí, ya que por casa no vas nunca.

—Si el ambiente fuese más agradable…

Hacía unos segundos que hablaban y ya estaban discutiendo, pensó Cindy. Se diría que no podían mantener una conversación sin que eso ocurriera.

—¿De veras? —replicó sin poder resistir la tentación—. No es ésa la razón que me das para faltar de casa: siempre dices que tu presencia en el aeropuerto es lo más importante del mundo; si es necesario, las veinticuatro horas del día. Pasan tantas cosas importantes aquí…, según tu versión.

—Esta noche es cierto.

—¿Y las otras veces no lo era?

—¿Me preguntas si a veces me quedé aquí para no ir a casa? Te contesto que sí.

Por fin me dices la verdad.

—Cuando voy a casa no piensas más que en llevarme a rastras a una fiesta de estirados como la de esta noche.

—¡Nunca tuviste intención de ir a esa fiesta! —dijo enfurecida.

—Sí que pensaba ir, como te dije. Pero…

—¡Pero nada! —sentía que iba a estallar—. Esperabas que sucediera algo para usarlo como pretexto y no ir; es lo que haces siempre. Así te libras de hacer lo que no te gusta y encima tienes una coartada; te convences a ti mismo —ya que no a mí— de que obras bien, aunque yo sé perfectamente que eres un mentiroso y un hipócrita.

—Cálmate, Cindy.

—¡No quiero calmarme!

Se fulminaron mutuamente con la mirada.

¿Qué les había sucedido, se preguntó Mel; cómo habían llegado a esto? Peleándose como niños mal criados, esgrimiendo argumentos pobres y mezquinos; arrojándose insultos a la cabeza, y él no era mejor que Cindy. Cuando discutían perdían ambos su dignidad. ¿Sería siempre así entre dos personas que habían vivido juntas mucho tiempo y cuyas relaciones se agriaban? ¿Era que, conociendo cada uno las debilidades del otro, era más fácil herirse? Una vez le habían dicho que al desintegrarse un matrimonio, aparecían los peores defectos de los cónyuges. En el caso de él y Cindy era muy cierto.

—No creo ser mentiroso ni hipócrita —se forzó a usar un tono razonable—. Pero quizá sea cierto que esperaba algo para no tener que ir a esas reuniones sociales; sabes que las odio. No se me había ocurrido pensar en eso.

»No me creas si no quieres —continuó ante el silencio de ella—, pero hoy pensaba ir al Centro…, por lo menos eso creo. Puede ser que en realidad tú tengas razón: no sé. Lo que sé es que yo no causé la tormenta, y que desde que empezó han sucedido muchas cosas, bien reales, que me tuvieron atado aquí —mostró con un gesto la antesala—. Una de ellas es la mujer sentada ahí fuera. Le prometí al teniente Ordway que hablaría con ella. Parece que le pasa algo.

—A tu mujer le pasa algo. Esa mujer puede esperar.

—Bueno.

—Nosotros hemos terminado. ¿No es cierto?

No contestó en seguida porque no quería precipitarse, aunque ahora que la cuestión estaba planteada, sería tonto huir de la verdad.

—Sí —terminó por decir—; creo que sí.

—¡Si pudieras cambiar! —exclamó Cindy—. Si vieras las cosas como las veo yo. Siempre fue lo que tú querías, o no querías. Si hicieras lo que quiero yo…

—¿Por ejemplo, salir seis noches por semana de corbata negra, y la séptima de corbata blanca?

—¿Y por qué no? —Cindy lo miraba imperiosa, emocionada. Siempre la había admirado cuando se mostraba voluntariosa, aunque él fuese el blanco de esa energía excesiva. Ahora mismo…

—Creo que yo podría decir lo mismo que tú, sobre cambiar y todo eso. Lo malo es que la gente no cambia, por lo menos en las cosas básicas; se adaptan. Y se supone que el matrimonio es eso: dos personas que se adaptan mutuamente.

—Pero no una sola que se adapta a la otra.

—Aunque pienses otra cosa nosotros no hicimos eso —objetó Mel—. Yo traté de adaptarme y supongo que tú también. No sé quién se esforzó más, aunque por supuesto creo que yo, y tú crees que tú. Lo principal es que aunque ha pasado mucho tiempo, la cosa no resultó bien.

—Me imagino que tienes razón —dijo ella despacio—. En lo último que dijiste, por lo menos: yo he estado pensado lo mismo —se detuvo para agregar—: Creo que quiero divorciarme.

—Tienes que estar bien segura. Es algo importante —aún ahora no era capaz de decidirse y esperaba que él la ayudara. Era para sonreír, sólo que el tema era demasiado serio.

—Estoy segura —y repitió, con menos convicción—: Sí, estoy segura.

—Entonces pienso que es la mejor decisión para los dos.

—¿También estás seguro?

—Sí, estoy seguro.

—¿Entonces la decisión está tomada? —preguntó ella, desconcertada por lo rápido de todo y la falta de discusiones.

—Sí.

Seguían afrontándose, pero sin enojo.

—¡Qué diablos! —Mel amagó un paso adelante—. Lo siento, Cindy.

—Yo también. —Cindy no se movió y habló con más aplomo—. Pero es lo más sensato, ¿no?

—Supongo que sí.

Todo había terminado y ambos lo sabían. Quedaban los detalles.

—Yo tendré la custodia de Roberta y Libby, por supuesto —Cindy ya hacía planes—, aunque podrás verlas cuando quieras; en eso no te pondré dificultades.

—No creí que las pusieras.

Sí, era lógico que las chicas se quedaran con su madre, pero él las echaría de menos, especialmente a Libby. Por frecuentes que fueran los encuentros nunca serían un sustituto de la vida diaria en la misma casa. Recordó sus conversaciones telefónicas con su hija menor: ¿qué quería Libby la primera vez? Un mapa de febrero. Bueno, ya lo tenía y con desvíos inesperados.

—Necesito un abogado —decía Cindy—; ya te avisaré a quién elijo.

Hizo un gesto de afirmación, pensando si todos los matrimonios terminarían en forma tan prosaica una vez tomada la decisión de acabar con ellos. Debía de ser muy civilizado proceder así. Por lo menos Cindy se había serenado a una velocidad notable. Sentada otra vez en la misma silla se miraba la cara en el espejito de su polvera, restaurando el equilibrio del maquillaje. Hasta tuvo la impresión de que sus pensamientos ya no estaban allí; en las comisuras de los labios se insinuaba una sonrisa. Se suponía que en situaciones así las mujeres debían alterarse más que los hombres, pero ella no mostraba signos de emoción; él estaba al borde de las lágrimas.

Percibió ruido de voces y gente en la antesala. Llamaron a la puerta y contestó: «adelante».

Era el teniente Ordway. Al ver a Cindy dijo:

—Ah, perdone, mistress Bakersfeld.

Cindy lo miró un momento sin contestar. Ordway, sensible a esa atmósfera, no se decidía a hablar y al fin agregó:

—Será mejor que vuelva después.

—¿Qué sucede, Ned? —preguntó Mel.

—Es la manifestación antirruido; esa gente de Meadowood. Ya hay unos doscientos en el salón principal y están entrando más. Todos querían verlo a usted, pero los convencí de que le mandaran una delegación, como usted sugirió. Eligieron a seis y tres periodistas querían venir también; les di permiso —movió el mentón hacia la antesala—. Esperan ahí fuera.

Tendría que hablar con la delegación, pero nunca había sentido menos ganas de hablar con nadie.

—Cindy —rogó—, ¿me esperas un momento, por favor?

»¡Por favor! —repitió ante su silencio.

Ella continuó ignorándolos a los dos.

—Mire —dijo Ordway—, si es mal momento para usted les diré que vuelvan otro día.

Mel hizo un gesto negativo; ya estaba comprometido, y por idea suya.

—No, que pasen —y añadió—: Ah, y no hablé con esa mujer…, me olvidé de su nombre.

—Guerrero. Ya no hace falta porque cuando entré parecía a punto de irse.

A los pocos instantes los ciudadanos de Meadowood —cuatro hombres y dos mujeres— estaban en la oficina, seguidos por el trío de periodistas, uno de los cuales era del Tribune: un hombre joven y vivaracho, Tomlinson, a cargo de las noticias relacionadas con la Aviación; Mel lo conocía bien y respetaba su exactitud y justicia. Artículos suyos aparecían a veces en revistas de circulación nacional. Los otros dos también eran conocidos suyos, aunque en menor medida: un muchacho del Sun-Times y una mujer de un semanario local.

Por la puerta abierta Mel vio a Ordway hablando con mistress Guerrero; ésta, en pie, se abrochaba el abrigo.

Cindy no se había movido de su lugar.

Mel saludó a la delegación, se presentó y los invitó a sentarse. Uno de los hombres aceptó en nombre de todos. Vestía muy bien y su pelo grisáceo tenía un aspecto impecable; parecía el jefe del grupo.

—Nos sentaremos —dijo—, pero no vinimos aquí a estar cómodos. Tenemos que decirle cosas claras y sin rodeos y esperamos que nos responda lo mismo, no con evasivas.

—Haré lo posible. ¿Quién es usted?

—Me llamo Elliot Freemantle, soy abogado y represento a esta gente y a los de abajo.

—Bien, míster Freemantle. ¿Por qué no empieza?

La puerta de la antesala seguía abierta. La mujer se había ido. Ned Ordway entró y cerró la puerta de la oficina.