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Como le sucedía siempre a comienzos de un vuelo, Gwen Meighen sintió alivio cuando la puerta delantera de la cabina se cerró de golpe y poco después el avión empezó a rodar.

Un avión en tierra era como un pariente pobre, sujeto a los caprichos y ayuda de su familia. No tenía vida independiente ni identidad bien definida; le cargaban víveres; gente que no tenía nada que ver con su función de volar, entraba y salía…

Pero cerradas las puertas y listo para despegar, se convertía de nuevo en un ser con vida propia, individual. La tripulación sentía el cambio más que nadie; volvían a encontrarse en su ambiente, se bastaban a sí mismos y podían desenvolverse con la habilidad e independencia que su experiencia les otorgaba. Nadie los molestaba, no los rodeaba nada más que lo conocido, lo familiar. Disponían de las mejores herramientas y equipo de trabajo; sabían cuáles eran sus recursos y sus limitaciones. Retornaba la confianza en sí mismos y la camaradería del aire, intangible pero real para quienes la comparten.

Hasta los pasajeros sensibles presentían un cambio y una vez en vuelo su actitud mental variaba. Mirando abajo desde gran altura, los problemas de todos los días perdían importancia. Algunos, más capaces de analizar, equiparaban esa nueva perspectiva a una liberación de las mezquindades y pequeñeces terrenas.

Gwen Meighen, ocupada en el ritual previo a la salida, no tenía tiempo para ese análisis. Mientras cuatro de las cinco azafatas cumplían sus trabajos habituales, ella daba la bienvenida a los pasajeros por el micrófono. Su suave voz inglesa hacía más llevadero el texto plagado de falsa dulzura y lugares comunes, tomado de su manual profesional, que la Compañía exigía fuese leído encada vuelo.

—En nombre del capitán Demerest y la tripulación… nuestros más sinceros deseos de que su vuelo sea agradable y tranquilo… pronto tendremos el placer de servirles… si hay algo que podamos hacer para que disfruten aún más de su viaje…

A veces pensaba: ¿cuándo se darán cuenta las compañías de que la mayoría de los pasajeros se aburre y se molesta con estos párrafos al comienzo y al final de cada viaje?

Más sentido tenían los anuncios que siguieron, respecto a las salidas de emergencia, máscaras de oxígeno y tirarse al suelo, Con demostraciones prácticas de dos azafatas, los recitó en pocos minutos.

Seguían en rodaje, observó: esta noche tardaban más que nunca en llegar a la pista de despegue. Debía de ser por el mucho tránsito y la nieve. A veces el viento llevaba nieve hasta las ventanas y el fuselaje.

Quedaba un anuncio, el que menos gustaba al personal de aviación. Era obligatorio en los aeropuertos de Lincoln Internacional, Nueva York, Boston, Cleveland, San Francisco y otros cercanos a lugares residenciales.

—Poco después de levantar el vuelo ustedes notarán una marcada disminución en el ruido de los motores, debido a que operan a menor fuerza. Se trata de algo normal, en consideración a los que viven cerca del aeropuerto, bajo la ruta directa de vuelo.

La segunda frase era mentira: la disminución de fuerza no era normal ni deseable. Lo cierto era que se trataba de una concesión —algunos decían: un simple gesto de relaciones públicas— con riesgo para la seguridad del avión y de todos los que llevaba a bordo. Los pilotos luchaban sin cesar contra esa práctica y muchos, arriesgando su carrera, no la cumplían.

En privado, Gwen había oído la parodia que Demerest hacía de ese último anuncio:

—Señoras y señores: en el momento más crítico del despegue, cuando necesitamos toda nuestra fuerza y tenemos cien cosas más que hacer en la cabina de mando, tenemos que hacer una reducción tremenda y la subida más difícil del vuelo con peso bruto máximo y velocidad mínima. Es una maniobra muy tonta que bastaría para echar de la Escuela de Aviación a un aspirante a piloto. Lo hacemos por orden de nuestra compañía y de la AFA porque unos cuantos allá abajo construyeron casas mucho después de que se construyera el aeropuerto y quieren que pasemos de puntillas. Poco les importa nuestra seguridad, y el riesgo que corren las vidas de todos nosotros. ¡Así que agárrense, fuerte! Buena suerte y pueden empezar a rezar.

Recordando, Gwen sonrió. Vernon tenía tantas cosas buenas. Energía, vitalidad, fuerza; cuando algo le interesaba se dedicaba con toda su alma. Hasta sus defectos: modales bruscos, engreimiento, eran masculinos, interesantes. También podía ser tierno, y lo era al hacer el amor, sin perder por eso su apasionada virilidad, como Gwen sabía ahora mejor que nadie. De ningún hombre que conocía tendría un hijo con más alegría que de Vernon Demerest. El pensamiento tenía un sabor agridulce.

Al guardar el micrófono en su estuche sintió que la velocidad del avión había disminuido; debían de estar a punto de alzar el vuelo. Eran los últimos minutos que le quedaban durante varias horas para pensar en sus asuntos. Una vez en vuelo no quedaba tiempo para otra cosa que el trabajo. Gwen estaba a cargo de cuatro azafatas y tenía sus propias obligaciones en primera clase. Muchos vuelos internacionales llevaban hombres para dirigir el servicio, pero Trans America prefería supervisoras como Gwen, cuando demostraban su valía.

El avión no se movía. Por una ventana vio las luces de otro aparato más adelante y varios por detrás, en fila. El de delante entraba en una pista; luego seguiría el vuelo dos. Abrió un asiento plegadizo y se ató el cinturón. Las demás chicas ya estaban sentadas.

Volvió a pensar: agridulce, con la misma pregunta que volvía siempre. El hijo de Vernon y suyo: ¿abortar o no? ¿Sí o no? ¿Ser o no ser? Estaban en la pista… ¿Abortar o no? El ritmo de los motores aumentaba. Sin perder el tiempo, en pocos segundos más estarían en el aire… ¿Sí o no? ¿Permitirle vivir o condenarlo a morir? ¿Cómo podía decidir nadie entre el amor y la realidad, la conciencia y el sentido común?

Según resultaron las cosas, Gwen Meighen podría haber omitido el anuncio sobre la reducción de fuerza en los motores.

Harris le dijo a Demerest en tono brusco, en la cabina de mando:

—Hoy no les hago caso en lo de disminuir el ruido.

Demerest, que terminaba de copiar las complicadas instrucciones de ruta recibidas por radio (trabajo a cargo del primer oficial, hoy ausente), cabeceó su asentimiento.

—Yo haría lo mismo.

Pocos hubieran agregado algo, pero fiel a su personalidad, Demerest escribió en la columna de «Observaciones» de la hoja de vuelo:

—No se cumplieron las prácticas para aminorar el ruido. Motivo: mal tiempo, seguridad.

Esas palabras podían traer complicaciones posteriores, pero eran de las que a él le gustaban y las afrontaría con entusiasmo.

Las luces de la cabina disminuyeron de intensidad. Ya podían despegar.

Habían tenido suerte con la disminución momentánea de tránsito que les permitió llegar sin perder tiempo al punto de despegue, en la cabecera de la pista dos cinco, sin la enojosa demora sufrida ese día por casi todos los otros vuelos. Para los que les seguían, esa demora ya comenzaba de nuevo. Detrás del vuelo dos de Trans America se alargaba una fila siempre creciente de máquinas en espera de turno, seguida a su vez de la procesión de los que comenzaban el rodaje desde la terminal. Por radio, control de tierra impartía interminables instrucciones a vuelos de United Air Lines, Eastern, American, Air France, Flying Tiger, Lufthansa, Braniff, Continental, Lake Central, Delta, TWA, Ozark, Air Canada, Alitalia y Pan Am; la lista de destinos diferentes hacía el efecto de un índice de geografía universal.

Las reservas adicionales de combustible pedidas por Anson Harris en previsión de demoras de tierra no se habían necesitado. Pero aun teniendo en cuenta esa pesada carga, se mantenían en límites de seguridad para despegar, según el cálculo del segundo oficial Jordan, que de nuevo extendía ante sí sus gráficos y diagramas, como tendría que hacer una y otra vez esta noche y mañana, antes de terminar el vuelo.

Las radios de Demerest y Harris sintonizaban ahora la frecuencia de control de pista.

En la dos cinco, precediendo inmediatamente a Trans America, un VC-10 británico de BOAC recibió órdenes de salir. Siguió adelante primero con torpeza y luego raudo. Los colores de la compañía: azul, blanco y dorado, brillaron un instante en el reflejo de las luces de otros aviones y desaparecieron entre la nieve y el humo negro. En seguida la voz declamó:

—Trans America dos, autorizada cabecera dos cinco y espere; aterrizaje en pista uno siete izquierda.

Era una pista que cruzaba en ángulo recto a la dos cinco. Usarlas al mismo tiempo era peligroso, pero los controles de la torre eran expertos en maniobrar los aviones de tal modo que, aterrizaje o despegue, todo se hacía sin perder un segundo y nunca dos aviones llegaban a la intersección en el mismo momento, Los pilotos, que sabían muy bien a qué se exponían cuando las dos pistas estaban en uso, obedecían sin protestar las órdenes del control.

Anson Harris llevó al vuelo dos a la pista dos cinco con rapidez y habilidad.

Entre los remolinos de nieve Demerest pudo ver las luces de un avión a punto de aterrizar en la uno siete y avisó a control:

—Trans America dos en posición y esperando. Avión aterrizando a la vista.

Antes de que otro avión cruzara la segunda pista la voz volvió:

—Trans America dos libre para despegar. ¡Vaya, hombre, vaya!

Las tres últimas palabras no figuraban en ningún manual de control, pero tenían un sentido idéntico para todos, controles y pilotos: ¡Lárguense de aquí más ligeros que el viento! Hay otro aterrizaje en la cola del primero. Ya nuevas luces —demasiado cerca del campo— se acercaban a la pista uno siete.

Harris no esperó. Con los dedos extendidos presionó las cuatro palancas de aceleración de los motores, llevándolas al máximo y ordenó:

—Regula los aceleradores —conservando por un momento los pies en los frenos para que la fuerza pudiera desarrollarse, mientras Demerest igualaba las presiones de los cuatro motores, cuyo sonido pasó de chillido continuo a tonante rugido.

Harris soltó los frenos y el N-731-TA saltó adelante a lo largo de la pista.

—Trans America dos en carrera de despegue —informó Demerest a la torre y aplicó presión sobre la columna de mando, mientras Harris manejaba la rueda orientable de nariz con la mano izquierda y la derecha volvía a los aceleradores.

La velocidad aumentaba. Demerest informó:

—Ochenta nudos —Harris asintió con un gesto, abandonó la rueda de nariz y se concentró en la columna de mando… Las luces de la pista pasaron de largo entre la nieve. Toda la fuerza enorme del jet surgió liberada… A los ciento treinta y dos nudos, según cálculos previos, Demerest anunció «V-uno» para que Harris supiese que habían llegado a la «velocidad de decisión», todavía a tiempo, en caso de necesidad, para interrumpir el despegue y parar el avión. Más allá de V-uno ya no se podía volver atrás… Ya lo habían pasado… Cada vez a mayor velocidad, cruzaron la intersección de pistas dejando a la derecha un punto luminoso que eran las luces de aterrizaje del nuevo avión que se aproximaba; en pocos segundos cruzaría donde ellos acababan de pasar. Otro riesgo, con preciso cálculo, había sido evitado; solamente los pesimistas creían que alguna vez todo podía fallar… Cuando llegaron a ciento cincuenta y cuatro nudos, Harris comenzó a llevar hacia atrás la columna de control. La rueda de nariz ya no tocaba la superficie de la pista; estaban en ángulo de dejar la tierra. Un momento más tarde, siempre a más y más velocidad, estaban en el aire.

—Tren de aterrizaje arriba —dijo Harris con calma.

Demerest estiró el brazo y alzó una palanca en el panel central de instrumentos. El sonido del tren de aterrizaje que se replegaba repercutió en todo el avión y cesó con un golpe al cerrarse las puertas, dejando adentro las correspondientes ruedas.

Subían rápido; ya estaban a más de cien metros. En seguida la noche y las nubes se los tragarían.

—Flaps[10] veinte grados.

Siempre en calidad de reemplazante del primer oficial, Demerest obedeció moviendo el control de la posición de treinta grados, a la de veinte. Tuvieron la breve sensación de hundirse cuando las aletas —que servían de ayuda para despegar— se replegaron.

—Flaps arriba.

Quedaron recogidas por completo.

Demerest tomó nota, para su informe posterior, de que en ningún momento del despegue Anson Harris había cometido la menor falta o inexactitud. Y así debía ser. A pesar de su actitud anterior para con él, Vernon Demerest sabía que Harris era un capitán de primera línea, tan exigente consigo mismo y con los demás como podía serlo y lo era el mismo Demerest. Por eso él sabía de antemano que este vuelo juntos a Roma sería, para él, un viaje fácil.

Hacía pocos segundos que estaban en el aire; seguían subiendo y pasaron sobre el último extremo de la pista, con las luces de abajo ya confusas por las nubes y nieve que se interponían. Harris ya no miraba afuera y se guiaba sólo por sus instrumentos.

El segundo oficial Cy Jordan, en su asiento de ingeniero de vuelo, ajustaba los aceleradores para uniformar la fuerza de los cuatro motores.

Dentro de las nubes había zonas de turbulencia; al empezar el viaje los pasajeros de atrás iban bastante incómodos. Demerest apagó el botón de «Prohibido fumar» dejando todavía el de «Ajusten sus cinturones» hasta que llegaran a una zona de aire más estable. Más tarde, Harris o Demerest harían un anuncio a los pasajeros, pero todavía no. Por ahora lo importante era volar.

Demerest informó al control de salida:

—Viraje a babor, rumbo uno ocho cero; quinientos metros.

Vio la sonrisa de Harris porque usaba las palabras «viraje a babor» en lugar de «viraje izquierda». Era una forma correcta, pero no la oficial. Una frase típica de Demerest; muchos pilotos veteranos la decían: una forma inofensiva de rebelarse contra el idioma oficial de la Aviación, que hoy todos tenían que usar. Los controles de tierra aprendían a reconocer a los pilotos por su uso personal de frases similares.

El vuelo dos recibió su respuesta por radio: permiso para ascender a ocho mil metros. Demerest tomó nota y Anson Harris siguió subiendo. Dentro de unos minutos estarían allá arriba, en el aire claro y quieto, las nubes de tormenta muy por debajo, y muy por arriba, pero a la vista, las estrellas.

La frase «viraje a babor» había tenido eco en tierra: en Keith Bakersfeld.

Hacía más de una hora que estaba de vuelta en su puesto, después del intervalo, solo, en el vestuario, recordando el pasado y afirmando sus intenciones para esta noche.

Varias veces, por instinto, había llevado la mano al bolsillo para tocar la llave de la habitación reservada bajo cuerda en la «Posada O’Hagan». Fuera de eso toda su atención se concentraba en la pantalla de radar que tenía frente a sus ojos. Ahora manejaba los aviones que llegaban del Este y el tránsito, que no aflojaba, exigía una tensión constante.

El vuelo dos no era trabajo suyo, pero tenía muy cerca el control de salida y en un breve intervalo que le dejaron sus propias transmisiones, Keith oyó la frase «viraje a babor» y la reconoció al mismo tiempo que la voz de su cuñado. Hasta entonces no sabía que Vernon volase esta noche; no había razón para ello. Keith y Vernon se veían poco. Como Mel, nunca había llegado a establecer una relación cordial con su cuñado, aunque tampoco existía entre ellos el antagonismo que estropeaba las cosas entre Demerest y Mel.

Poco después de la salida del vuelo, el supervisor de radar Wayne Tevis se acercó a Keith dando saltos en su silla con ruedas de fieltro.

—Tómate cinco minutos, compañero —dijo con su acento nasal de Texas—. Yo te reemplazo. Ha llegado tu hermano mayor.

Al volverse, quitándose los auriculares, Keith distinguió a Mel en las sombras, más atrás. Recordó su esperanza de que no viniera hoy por aquí; en ese momento temía que un encuentro entre ambos le resultara demasiado penoso, pero ahora se alegraba de que Mel hubiera aparecido. Siempre habían sido buenos amigos, no sólo hermanos, y era apropiado y necesario que se despidieran aunque Mel no sabría que se trataba de una despedida: al menos, hasta mañana.

—Hola —dijo Mel—. Pasaba por aquí. ¿Cómo van las cosas?

—Supongo que bien —le contestó encogiéndose de hombros.

—¿Café? —Mel traía de un restaurante que le quedaba de paso dos recipientes con café. Sacó de la bolsa una de las tazas y se la ofreció a Keith, tomando la otra.

—Gracias —dijo agradeciendo tanto el café como el ratito de libertad. Lejos de la pantalla, aunque fuese por poco tiempo, comprendía que en la última hora había acumulado nuevas tensiones mentales. Como si observara a otra persona, notó que la mano que sostenía la taza de café no estaba del todo firme.

Mel echó un vistazo a la sala de radar, pero no miró de frente a Keith, cuyo aspecto —cara demacrada y pálida con grandes ojeras— le causaba mala impresión. En pocos meses había cambiado mucho y hoy se le veía peor que nunca.

—¿Qué hubiera dicho el viejo de todo esto? —señaló el numeroso equipo de radar, pero seguía pensando en Keith.

El «viejo» era —había sido— su padre, Wally Bakersfeld, apodado «el loco del cielo», aviador de los primeros, con grandes anteojos, piloto de pruebas y acrobacias, especialista en fumigar sembrados y entregar correspondencia, y paracaidista; esto último cuando su necesidad de dinero era muy grande. El loco había sido contemporáneo de Lindbergh, amigo de Orville Wright, y voló hasta el fin, que llegó de repente en Hollywood, mientras filmaba una escena de catástrofe aérea que se convirtió de supuesta en real. Sucedió antes de que Mel o Keith tuvieran veinte años, pero no antes de que su padre les hubiera inculcado que la aviación era el único modo de ganarse la vida, idea que nunca los abandonó, ni en la madurez. En el caso de Keith, pensaba Mel a veces, el padre no le había hecho ningún favor a su hijo.

Keith sacudió la cabeza sin contestar la pregunta de Mel, pero eso no importaba porque era una pregunta retórica que no necesitaba respuesta y para Mel un pretexto para ganar tiempo y pensar cómo decir lo que había venido a decir. Decidió usar el método directo.

—Keith, no estás bien —le dijo sin alzar la voz—; tienes muy mala cara. Los dos lo sabemos; ¿para qué fingir? Si me dejas quiero ayudarte. ¿Podemos hablar… de lo que sea que te preocupa? Siempre nos hemos dicho la verdad el uno al otro.

—Sí, siempre —admitió Keith, y bebió un sorbo de café sin mirar a Mel a los ojos.

La referencia al padre, aunque pasajera, lo había conmovido de modo extraño. Recordaba bien al «loco», que no había sido buen padre en el sentido de dar comodidades a su familia, siempre escasa de fondos, pero sí amigo cordial de sus hijos, sobre todo cuando les hablaba de aviación como ellos siempre querían que les hablara. Pero al final la figura paternal para Keith no había sido el Loco del Cielo sino Mel, quien poseía el sentido común y la estabilidad que el padre no tenía, y eso hasta donde alcanzaba la memoria de Keith. Mel lo había cuidado siempre, pero sin alardear de ello ni exagerar su actitud protectora como algunos hermanos mayores que le quitaban su dignidad al menor. Aun entonces Mel tenía el don de hacer favores y de que los beneficiarios no tuvieran que resentirse por eso.

Los dos habían compartido todo y Mel siempre fue considerado en todo, grande o pequeño, y seguía siéndolo. Traerle café ahora era un ejemplo más, pensó Keith, pero se advirtió a sí mismo: «No te pongas sentimental con el café porque ésta es la última vez que estamos juntos». En esta ocasión de soledad de Keith, su angustia y su culpa estaban fuera del alcance de Mel y de sus buenas intenciones; ni siquiera él podía resucitar a la pequeña Valerie Redfern y a sus padres.

Mel movió la cabeza y pasaron a un pasillo junto a la sala de radar.

—Escúchame, viejo —dijo Mel—. Tienes que alejarte de todo esto por mucho tiempo, y quizá para siempre.

—Has hablado con Natalie —por primera vez Keith sonrió.

—Y dice cosas sensatas.

Cualesquiera que fuesen los otros problemas de Keith, reflexionó Mel, tenía mucha suerte con una esposa como Natalie.

Al pensar en su cuñada recordó a su propia mujer, Cindy, que según su promesa estaría en camino hacia el aeropuerto. Supuso que era desleal comparar su propio matrimonio con el de otro y con espíritu desfavorable; pero a veces era difícil no hacerlo. Pensó si Keith sabría de veras cuánta suerte tenía, por lo menos en este terreno tan importante.

—Hay algo más —añadió Mel—. No hablé antes de esto, pero ahora quizá sea el momento. Creo que nunca me contaste todo lo que sucedió en Leesburg ese día…, el accidente. Ni a mí ni a nadie, porque leí todos los testimonios. ¿Hay algo más que nunca dijiste?

—Sí —la vacilación de Keith fue sólo momentánea.

—Me lo figuraba. —Mel elegía las palabras porque sentía que esta conversación era muy importante—. Pero también pensé que si querías decírmelo, me lo dirías; y si no querías…, bueno, no era asunto mío. Pero a veces si hay cariño, como entre hermanos, uno lo convierte en asunto suyo, aunque el otro no quiera que uno se meta. Y por eso te lo digo ahora. ¿Me oyes? —añadió con suavidad.

—Sí, te oigo. Y Keith pensó: «Claro que puedo terminar con esta conversación, y quizá debiera terminarla ahora mismo, en seguida, porque no tiene objeto; le pediré que me disculpe y volveré a la pantalla de radar». Mel supondría que continuarían luego con el tema, sin saber que para ellos dos no habría «luego».

—Ese día, en Leesburg —insistió Mel—. Lo que nunca dijiste: tiene algo que ver con lo que sientes ahora, con lo que eres ahora mismo. ¿No es cierto eso?

—Por favor, no sigas, Mel —Keith sacudió la cabeza.

—Entonces tengo razón: y hay una relación.

¿Para qué negar lo obvio? Keith hizo un gesto afirmativo.

—¿No quieres contármelo? Tienes que decírselo a alguien, tarde o temprano. —Mel suplicaba—. No puedes vivir así, con esto siempre dentro, sea lo que fuere. ¿Y quién mejor que yo, que te comprendería?

No puedes vivir así… ¿Quién mejor que yo?

Keith tuvo la impresión de que la voz e incluso la figura de su hermano le llegaban por un túnel y estaban al final de éste, muy lejos. En ese extremo estaban también los otros: Natalie, Brian, Theo, Perry Yount, los amigos con quienes no podía comunicarse. Ahora, de todos ellos, sólo Mel trataba de llegar hasta él, de cruzar el abismo que los separaba… pero el túnel era largo y la separación —tras el largo tiempo que Keith pasara solo— demasiado grande.

Y sin embargo…

—¿Decírtelo aquí, ahora? —preguntó con voz que no reconoció como suya.

—¿Por qué no?

Realmente, ¿por qué no? Algo se movió dentro de Keith; el deseo de librarse de su carga, aunque con eso nada pudiese cambiar…, ¿o sí podía? ¿No era ése el propósito de la confesión: una catarsis; un exorcismo del pecado por la admisión y contrición? Claro que había una diferencia: la confesión otorgaba perdón, expiación, y para Keith no podía haber expiación, jamás. O por lo menos eso había creído hasta ahora. Se interesó por lo que Mel pudiera decir.

En algún punto de su mente la puerta siempre cerrada se abrió un poco.

—Supongo que no hay razón —dijo despacio— para que no te lo diga. No me llevará mucho tiempo.

Mel no contestó; su instinto le advirtió que si decía algo indebido, Keith cambiaría de idea y no le haría la confidencia que parecía a punto de hacerle, y que él esperaba oír con ansiedad, hacía tanto tiempo. Si pudiera saber al fin lo que torturaba a Keith, juntos podrían vencerlo. Y a juzgar por el aspecto actual de su hermano, tenía que ser pronto.

—Leíste los testimonios —dijo Keith con voz monótona—. Sabes casi todo lo que sucedió aquel día.

Mel asintió.

—Lo que no sabes tú ni nadie más que yo; lo que no se dijo en la investigación, lo que he pensado mil veces… —Keith dudó y no pareció dispuesto a seguir.

—¡Te pido por Dios que sigas, por tu razón, por Natalie, por mí!

—Está bien.

Empezó a describir la mañana en Leesburg, un año y medio antes; la situación del tránsito cuando fue al lavabo; el supervisor Perry Yount; el aspirante que quedó en su puesto. Pensó que en seguida le diría lo del tiempo perdido, cómo les falló a los otros por indiferencia y descuido, cómo volvió al trabajo demasiado tarde; cómo el accidente, la triple tragedia de los Redfern, era culpa suya y de nadie más; y cómo se culpó a otros. Ahora que hacía lo que, sin saberlo, había deseado siempre hacer, sentía un maravilloso alivio. Las palabras caían de su boca como una catarata antes contenida por un dique.

Mel escuchaba.

De repente se abrió una puerta que daba al corredor y la voz del jefe de torre llamó a Mel, mientras el eco de sus pasos retumbaba en el pasillo.

—Míster Bakersfeld, lo ha llamado el teniente Ordway y del Control de nieve. Han pedido que hable con ellos. ¡Hola, Keith!

Mel quiso gritarle que se callara, que se fuera para dejarlo solo con Keith unos minutos más, pero era imposible. Apenas oyó la voz intrusa, Keith se detuvo en mitad de una frase como si apagara la luz eléctrica.

En su relato no había llegado a explicarle su culpabilidad a Mel. Mientras contestaba como un autómata al saludo del jefe, se preguntó por qué había empezado a hablar y qué esperaba ganar con eso. Nunca habría olvido ni perdón. Ninguna confesión, ante nadie, podría exorcizar los recuerdos. Por un momento se había agarrado a algo que le pareció, erróneamente, una chispa de esperanza y quizás hasta la liberación, pero todo era, como debía ser, ilusorio. Después de todo, la interrupción no había sido nada malo; al contrario.

Otra vez lo envolvía la soledad, como un manto, una cortina invisible, pero espesa. Por dentro estaba solo con sus pensamientos, y dentro de esos pensamientos había una cámara privada de torturas a donde nadie podía llegar, ni siquiera un hermano.

Para huir de esa cámara que siempre estaba esperándolo había un solo medio: el que había elegido, el que cumpliría hoy.

—Creo que dentro haces falta, Keith —dijo el jefe. Era una reprimenda, pero en tono suave. Keith ya había descansado una vez y si lo hacía otra recargaba de trabajo a los demás. También era una forma de recordarle a Mel, tal vez sin intención, que como gerente general del aeropuerto, su lugar no estaba aquí.

Keith murmuró algo e inclinó la cabeza, distante. Impotente, Mel lo vio entrar en la sala de radar. Lo que había oído le bastaba para saber que el resto era la clave y que debía oírlo también. ¿Pero cuándo y cómo? Ahora había conseguido vencer la reserva de Keith. ¿Volvería a suceder eso? Mel lo dudaba y desesperaba de lograrlo.

En todo caso, por hoy las confidencias de Keith habían terminado.

—Lo siento, míster Bakersfeld —como si adivinara con retraso los pensamientos de Mel, el jefe abrió las manos—. Usted siempre quiere ayudar a todos y eso no es fácil.

—Ya lo sé. —Mel quería suspirar, pero se contuvo. Cuando sucedía algo así no quedaba más que esperar otra ocasión favorable y seguir la rutina de las cosas que debían hacerse.

—Por favor, dígame qué mensajes me dejaron —pidió.

El jefe los repitió.

En vez de telefonear al Control de nieve, Mel prefirió bajar a pie el piso que lo separaba y entrar. Danny Farrow seguía presidiendo el agitado comando de operaciones antinieve.

Mel resolvió un problema de prioridades para limpiar las zonas de estacionamiento de compañías rivales y luego investigó la situación de la pista bloqueada tres cero. No había cambios, pero Joe Patroni ya estaba en el campo y se ocupaba de mover el jet mexicano que con su presencia impedía el uso de esta pista. Poco antes Patroni había avisado por radio que se proponía intentarlo de nuevo dentro de una hora. Conociendo su reputación para resolver problemas mejor que nadie, Mel pensó que no valía la pena pedir información más detallada.

Recordó que debía llamar al teniente Ordway; suponiendo que todavía estaría en la terminal lo hizo buscar por un mensajero y poco después Ordway vino al teléfono; Mel supuso que se trataría de la delegación antirruido procedente de Meadowood, pero no fue así.

—Está llegando gente de Meadowood, pero no hacen nada malo ni han pedido todavía hablar con usted —contestó Ned Ordway a la pregunta de Mel—. Ya le avisaré si quieren verlo.

Llamaba por una mujer que uno de sus hombres había visto llorando y dando vueltas sin saber lo que hacía en la terminal.

—No entendimos lo que dijo, pero como no hacía nada ilegal no quise detenerla. Ya parecía bastante desesperada sin necesidad de eso.

—¿Y qué ha hecho usted?

—Hoy no se encuentran muchos lugares tranquilos por aquí —se disculpó Ordway—, así que la he dejado en la antesala de su oficina y he querido avisarle por si usted volvía que no se sorprendiera.

—No importa. ¿Está sola?

—He dejado a uno de mis hombres de guardia, pero no sé si todavía está allí. Ella es inofensiva, estoy seguro. Pronto pasaremos por su oficina otra vez.

—Yo voy para allá dentro de un ratito y veré si puedo hacer algo.

¿Tendría más éxito con la desconocida del que había tenido con Keith? Menos, sería imposible. Mel se turbó profundamente al pensar de nuevo en Keith, que parecía hallarse al borde del colapso.

—¿Averiguó cómo se llama esa mujer? —preguntó tardíamente.

—Sí, nos lo dijo. Suena a cosa española. Un momento, que lo tengo anotado.

«Se llama Guerrero —anunció Ordway tras una pausa—. Mistress Inés Guerrero».

—¿Me está diciendo que mistress Quonsett está del vuelo dos? —preguntó Tanya, incrédula.

—Me temo que no queda duda, mistress Livingston. Había una viejecita como la que usted describió —el encargado del portón que supervisara la carga de El Bajel Dorado estaba en la oficina del gerente con Tanya y el joven Peter Coakley, este último mortificado por haber sido víctima de las tretas y engaños de mistress Ada Quonsett mientras la tenía a su cargo.

El encargado se había presentado respondiendo a la llamada de alerta de Coakley a todas las puertas de Trans America, con respecto a la huidiza mistress Quonsett.

—No se me ocurrió pensar nada malo —explicó—. Otros visitantes subieron a bordo y luego bajaron. De todos modos me tuvieron loco toda la noche —se defendió—. Nos falta personal y aparte del rato que usted me ayudó hice el trabajo de dos; usted bien lo sabe.

—Sí, lo sé —admitió Tanya. No tenía intenciones de culpar a nadie, porque la única culpable era ella.

—Fue apenas después de irse usted, mistress Livingston. La viejecita dijo algo de que el hijo, creo, se había olvidado el billetero; hasta me lo mostró. Contenía dinero, dijo, y por eso yo no lo acepté.

—Ella lo tenía todo pensado. Es uno de los trucos que usa.

—Como yo no lo sabía la dejé subir. Y hasta que recibí la llamada no volví a pensar en ella para nada.

—Lo engaña a uno —murmuró Peter Coakley mirando de reojo a Tanya—. Bien que me engañó a mí.

—No lo creería ni siquiera ahora, pero no tengo más remedio —el encargado movió la cabeza—. Pero no hay duda de que está a bordo —mencionó la discrepancia entre el recuento de pasajeros turista y el total de pasajes, seguida por la decisión del supervisor de rampa de dejar salir al avión para evitar nuevas demoras.

—Supongo que el vuelo dos ya ha despegado y no hay dudas al respecto —dijo Tanya con rapidez.

—Sí; lo averigüé mientras venía hacia aquí. Y aunque no fuera así dudo de que el avión volviera aquí, sobre todo en una noche como ésta.

—No, no creo —ni tampoco había la menor probabilidad de que El Bajel Dorado cambiara de rumbo y volviera a aterrizar nada más que por Ada Quonsett. El tiempo y dinero consumidos por el desembarco de un solo polizón equivaldrían a miles de dólares, mucho más de lo necesario para llevar a mistress Quonsett a Roma y traerla de vuelta.

—¿Paran para cargar combustible? —a veces los vuelos a Europa paraban en Montreal o Terranova, aunque oficialmente volaran sin etapas. En ese caso podrían expulsar del avión a mistress Quonsett, quitándole la satisfacción de llegar hasta la misma Italia.

—Pregunté en Operaciones y según el plan de vuelo piensan seguir directo hasta el final, sin paradas.

—¡Maldita sea esa vieja! —exclamó Tanya.

Así que Ada Quonsett se daría el gusto de viajar ida y vuelta a Italia, durmiendo en un hotel, para colmo, y comiendo de todo; gastos pagados por la Compañía, por supuesto. Enojada, Tanya pensó que no había tomado en cuenta la voluntad de hierro de la vieja, decidida a que no la mandaran de vuelta a la costa del Pacífico; también se había equivocado al pensar que el único destino previsto por mistress Quonsett sería Nueva York.

Desde un cuarto de hora antes, para Tanya el conflicto entre ella y Ada Quonsett era una batalla de ingenio; si eso era cierto, no había duda de que la ancianita de San Diego era la triunfadora.

Tanya tuvo un momento implacable, raro en ella, y deseó que por una vez la Compañía hiciera una excepción acusando formalmente a mistress Quonsett. Pero sabía que no iban a hacerlo.

El joven Coakley empezó a decir algo y ella lo interrumpió cortante:

—¡Cállese la boca!

El gerente de distrito volvió a su oficina minutos después de haberse retirado Coakley y el encargado del portón. Bert Weatherby, al final de la cuarentena, era un ejecutivo tan trabajador como exigente, que había hecho su carrera desde abajo, comenzando como maletero de rampa. En general era considerado y estaba de buen humor; hoy, cansado y nervioso por tres días de continuas presiones, escuchó impaciente el relato de Tanya, declarándose a sí misma principal responsable y mencionando nada más que de paso a Peter Coakley.

Pasándose la mano por el escaso pelo gris, el gerente observó:

—Quería asegurarme de que todavía me queda un poco por allá arriba. Cosas como ésta son las que lo hacen caer —pensó un momento y añadió con aspereza—: Tú nos metiste en este lío y tendrás que arreglarlo. Habla con despacho aéreo y pídeles que llamen al capitán del vuelo dos por la radio de la Compañía y le informen de lo sucedido. No sé qué podrá hacer él. A mí personalmente me gustaría echar a esa bruja del avión cuando esté a diez mil metros de altura, pero que él decida. A propósito, ¿quién es el capitán?

—Demerest.

—¡Tenía que ser él! —gimió el gerente—. Seguro que le parecerá todo muy gracioso porque nosotros fallamos. De todos modos, que no la deje salir del avión después de aterrizar y que no se vaya sin escolta. Si las autoridades italianas quieren encarcelarla, mejor: avisaremos a nuestra gente de Roma. Cuando el gerente llegue, que él se ocupe de todo y espero que tenga empleados mejores que los míos.

—Sí, señor.

Empezó a hablar del otro asunto relacionado con el vuelo dos: el hombre sospechoso por el portafolio que el inspector Standish había visto subir. Pero el gerente no la dejó terminar.

—¡Olvídese de eso! ¿Los de la Aduana quieren que les hagamos el trabajo de ellos, también? Mientras no intervenga la Compañía me importa un pito lo que ese tipo llevaba. Si la Aduana de aquí quiere saber qué hay en ese portafolio que se lo pregunten a la Aduana italiana, no a nosotros. De ningún modo voy a interrogar, quizás a ofender, a un pasajero que paga su pasaje, por algo que no es asunto nuestro.

Tanya vaciló. Había algo en ese hombre del portafolio que la preocupaba, aunque nunca lo había visto. Recordaba casos parecidos… Claro que la idea era absurda…

—Estaba pensando que a lo mejor no se trata de contrabando sino de…

—Te dije que te olvidaras de eso —volvió a tutearla su jefe, aunque sin abandonar su tono enojado.

Tanya volvió a su propia oficina; sentada frente a su escritorio empezó a redactar su mensaje al capitán Demerest, a cargo del vuelo dos, concerniente a mistress Ada Quonsett.