11

En la cafetería «Capitanes de las Nubes», Vernon pidió té para Gwen y café negro para él. El café hacía en él el efecto que generalmente se dice: ayudaba a mantenerlo alerta; probablemente tomaría una docena de tazas antes de llegar a Roma. Aunque Harris haría casi todo el trabajo del vuelo dos, Demerest pensaba no descuidar su vigilancia. Casi nunca lo hacía en el aire. Sabía, como casi todos los pilotos veteranos, que los aviadores que morían de viejos en la cama eran los que en toda su carrera estaban listos para resolver en un minuto las situaciones inesperadas.

—Estamos muy callados los dos —dijo la suave voz inglesa de Gwen—. Camino de la terminal apenas nos hemos dicho una palabra.

Acababan de salir del salón principal, después de oír el anuncio de la demora de su vuelo. Pudieron conseguir una mesa cerca del fondo de la cafetería y ahora Gwen se miraba en el espejito su polvera, alisándose el pelo que le asomaba espléndido bajo la elegante gorra de azafata de Trans America. Sus ojos oscuros y expresivos ya no miraban al espejo, sino a él.

—No hablé —le contestó—, porque estaba pensando; nada más.

Ella se humedeció los labios sin pintárselos; las azafatas no podían maquillarse en público. De todos modos apenas usaba maquillaje; tenía el cutis del«leche y rosas» que parece herencia de tantas chicas inglesas.

—¿Pensando en qué? ¿Tu experiencia traumática al anunciarte que vamos a ser padres? —sonrió traviesa y recitó—: El capitán Vernon Waldo Demerest y Miss Gwendolyn Aline Meighen anuncian la próxima llegada de su primer hijo, un… ¿qué? No lo sabemos, ¿verdad? Ni lo sabremos hasta dentro de siete meses; bueno, no es una espera muy larga.

Él no dijo nada mientras les servían el café y el té; luego protestó:

—Por Dios Gwen, hablemos en serio.

—¿Por qué? No quiero. Si alguien debe preocuparse, ésa soy yo.

Iba a objetar otra vez cuando Gwen le tomó la mano bajo la mesa; su expresión se hizo comprensiva.

—Lo siento; me imagino que debe ser desconcertante… para los dos.

Era lo que él esperaba para empezar. Le dijo, buscando las palabras:

—No hace falta que lo sea. Ni tenemos que ser padres, si no queremos.

—Estaba pensando cuándo te decidirías a decirlo —dijo ella en tono indiferente. Cerró la polvera con fuerza y la guardó—. Estuviste a punto en el coche, ¿no? Pero te arrepentiste.

—¿Me arrepentí de qué?

—¡Vamos, Vernon! ¿Para qué fingir? Los dos sabemos muy bien de qué estás hablando ahora. Quieres que tenga un aborto. Lo has estado pensando desde que te dije que estoy embarazada. ¿No es cierto?

—Sí —contestó casi a pesar suyo. La franqueza de Gwen le resultaba desconcertante.

—¿Qué pasa? ¿Creías que yo no sabía lo que es un aborto?

Demerest miró por encima del hombro para ver si alguien la oía, pero todo quedaba envuelto en el ruido de la cafetería y el murmullo de las conversaciones ajenas.

—No estaba seguro de lo que pensarías.

—Yo tampoco estoy segura —ahora ella estaba seria. Se miraba las manos, y los dedos largos y afilados que él admiraba tanto, se apretaban entre sí—. Lo he pensado y aún no sé.

Se sintió más tranquilo. Por lo menos no había puertas cerradas ni rechazos sin apelación.

—Es lo único sensato, de veras —trató de parecer como la voz de la razón—. Quizás es desagradable en cierto modo, pero al menos es rápido y si se hace como es debido, con higiene, no hay peligro ni complicaciones.

—Ya lo sé. Es todo muy sencillo. Ahora lo tengo y después no tengo nada —lo miró a los ojos—. ¿Cierto?

—Cierto.

Paladeó el café. Esto parecía más fácil de lo que había supuesto.

—Vernon —dijo ella con suavidad—, ¿has pensado que lo llevo dentro es un ser humano, algo vivo, una persona, aún ahora? Hicimos el amor, nosotros, tú y yo; y es parte de nosotros —sus ojos, más turbados de lo que los había visto nunca, buscaron la respuesta en la cara de él.

—Eso no es cierto —fue lo que oyó, dicho con énfasis y deliberada rudeza—. Un feto de esa edad no es un ser humano ni persona; todavía no. Después sí, pero ahora no. No tiene vida ni aliento, ni sensaciones. Un aborto en este momento no tiene nada que ver con suprimir una vida humana.

Gwen reaccionó con la misma vivacidad que mostrara en el apartamento.

—¿Quieres decir que después ya no estaría tan bien hacerlo? ¿Si esperamos y luego aborto ya no sería tan ético porque está bien formado, con todos los dedos de manos y pies en su lugar? Matarlo entonces sería un poco peor que ahora. ¿Es eso, Vernon?

—Yo no he dicho eso —sacudió la cabeza.

—Pero lo has dado a entender.

—Si es así fue sin querer. En todo caso estás retorciendo mis palabras.

—Soy una mujer —suspiró.

—Y con todo derecho; más que nadie —sonrió y la recorrió con los ojos.

—Pensar en Nápoles con ella… dentro de unas horas… todavía lo excitaba.

—Yo te quiero de veras, Vernon.

—Ya lo sé —volvió a coger la mano de ella bajo la mesa—. Por eso es más difícil esto para nosotros.

—Lo que pasa —dijo ella con lentitud, como si pensara en alta—, es que antes nunca concebí un hijo y hasta que le sucede toda mujer se pregunta si es capaz de eso. Cuando una como yo, que sí puede, le parece como un regalo, un don… una mujer puede comprenderlo…, algo grande, maravilloso. Pero de repente, en una situación como la nuestra, te piden que termines con todo, que derroches o malgastes lo que has recibido —los ojos se le nublaron—. ¿Entiendes, Vernon? ¿De veras?

—Creo que sí —le dijo con bondad.

—La diferencia entre tú y yo es que tú tuviste hijos.

—No los tengo —sacudió la cabeza—. Sarah y yo…

—No en tu matrimonio. Pero hubo una hija; me lo dijiste. Una nena; la del programa de tres puntos que fue adoptada —con el espectro de una sonrisa—. Ahora pase lo que pase hay alguien, siempre, en alguna parte, que es parte de ti, que te reproduce.

Él no contestó.

—¿Piensas en ella alguna vez? ¿No te preguntas dónde estará, cómo es?

—Sí, a veces —no había razón para mentir.

—¿No puedes averiguarlo?

Negó con la cabeza. En una ocasión había preguntado, pero le dijeron que una vez arreglada la adopción no conservaban los datos. Nunca podría saber nada.

Gwen bebió el té. Sobre el borde de la taza miró la cafetería repleta. Otra vez estaba serena, sin vestigios de lágrimas.

—Ay, cuántos trastornos te causa —le dijo sonriendo.

—No importa que yo me preocupe —contestó, sincero—. Lo principal es decidir qué es lo mejor para ti.

—Supongo que al final haré algo sensato y tendré el aborto. Pero primero tengo que pensarlo, que hablarlo.

—Cuando estés dispuesta, te ayudaré. Pero no hay que perder tiempo.

—Supongo que no.

—Mira, Gwen: es todo muy rápido y te prometo que no hay peligro; tendrás buena asistencia médica —le habló de Suecia, asegurándole que pagaría los gastos de la clínica y que la Compañía la ayudaría a llegar allí.

—Me decidiré del todo antes de que volvamos de este viaje —le prometió.

Pagó y se levantaron para salir. Gwen tenía poco tiempo para ir a saludar a los pasajeros que subirían a bordo del vuelo dos.

—Creo que tengo suerte en que tú seas así —dijo ella cuando salían—. Otro podría irse y dejarme abandonada.

—Yo no te dejaré.

Pero la dejaría: él lo sabía ya. Después de Nápoles y del aborto terminaría con Gwen, rompería su aventura, con toda la consideración posible, pero también del modo más completo y definitivo. No sería muy difícil. Habría quizás un par de momentos desagradables cuando Gwen supiera sus intenciones, pero no era de las que hacían alborotos; ya lo había demostrado. De todos modos podía manejar la situación, que para él no era nueva. Vernon Demerest ya se había librado antes, con éxito, de lazos amorosos.

Cierto que esta vez había una diferencia. Nadie había tenido en él un afecto como el de Gwen. Ninguna otra mujer le había llegado tan adentro. Nadie —que pudiese recordar, por lo menos— le había dado tanto placer con sólo estar con él. Para él el alejamiento no sería fácil y sabía que más tarde tendría tentaciones de cambiar de idea.

Pero no lo haría. Toda su vida, una vez tomada una decisión cumplía. Se exigía a sí mismo gran disciplina.

Por añadidura, el sentido común le decía que si no rompía pronto con Gwen, llegaría el momento en que, con disciplina o sin ella, le sería imposible dejarla. Si eso sucedía traería aparejada la necesidad de algo permanente y, junto con ella, la clase de catástrofe —matrimonial, financiera y emotiva— que estaba decidido a evitar. Diez o quince años hubiera podido ser, pero ahora ya no.

—Anda —le dijo tocándole el brazo—. Yo te sigo enseguida.

Un breve claro en la multitud le había mostrado a Mel Bakersfeld. Aunque Vernon no tenía objeción especial a ser visto con Gwen, no había para qué informar a la familia de su relación.

Su cuñado hablaba muy serio con el teniente Ned Ordway un negro capaz y cordial que estaba al frente de la policía del aeropuerto. Quizá Mel estuviese demasiado ocupado para ver al marido de su hermana, y eso le parecía muy bien a Vernon, que no deseaba encontrarlo, aunque tampoco lo evitaría.

Gwen se perdió entre la gente; lo último que vio de ella fueron sus bien formadas piernas enfundadas en las medias de nylón y sus tobillos igualmente atrayentes y proporcionados. ¡O sole mio…, pronto!

¡Maldición! Mel lo había visto.

—Lo estaba buscando —le había dicho a Mel poco antes el teniente Ordway—. Acabo de enterarme de que tenemos visitantes…, varios cientos.

El jefe de policía llevaba uniforme esta noche: una figura alta e impresionante, como un emperador africano, pero de hablar suave para alguien tan grande.

—Ya tenemos visitantes —contestó Mel mirando el salón lleno de gente en movimiento. Estaba de paso para su oficina del entresuelo—, y no son cientos, sino miles.

—No hablo de pasajeros sino de otros que pueden traernos más molestias.

Le contó lo del mitin antirruido de Meadowood, cuyos asistentes, o su mayoría, venían para el aeropuerto. Él lo sabía por gente de un noticiario de TV que le había pedido permiso para colocar sus cámaras dentro de la terminal. Después de hablar con ellos, Ordway telefoneó a un amigo en la redacción del Tribune, quien le resumió el texto de la noticia que acababa de mandar por teléfono el reporter presente en la reunión.

—¡Al diablo! —gruñó Mel—. ¡Precisamente esta noche, como si no tuviéramos ya bastantes problemas!

—Creo que es por eso mismo; hoy los notarán más. Pero quise advertirle porque seguramente querrán verlo a usted y a alguien de la AAF.

—Ésos se meten bajo tierra —dijo Mel, agrio— cuando saben que pasa algo así. Y no salen hasta que pasa la alarma.

—¿Y usted? —sonrió el policía—. ¿Piensa ya en irse haciendo un túnel?

—No. Dígales que hablaré con una delegación de seis, aunque hoy hasta eso me hará perder tiempo. No puedo hacer nada.

—Usted comprende que si no crean disturbios ni cometen daños a la propiedad, no tengo recursos legales para no dejarlos entrar a todos.

—Sí, entiendo, pero no quiero hablar con una turba ni tampoco buscarme líos. Aunque nos empujen un poco, nosotros no debemos hacer lo mismo, salvo si es imprescindible. Recuerde que vendrán periodistas y no quiero darles mártires.

—Ya he hablado con mis hombres: chistes, pero nada de jiu-jitsu.

—¡Bien!

Mel tenía confianza en Ned Ordway. La vigilancia del aeropuerto estaba a cargo de un destacamento independiente de Policía reclutada en la ciudad, y el teniente era un policía de carrera del mejor tipo. Hacía un año que ocupaba su cargo y era probable que lo ascendieran pronto a algo más importante, en la ciudad. Mel no se alegraría de su partida.

—Aparte de esto con Meadowood —le preguntó—, ¿cómo van las cosas?

Sabía que el centenar de hombres al mando de Ordway, como casi todos los empleados del aeropuerto, habían trabajado horas extras desde el comienzo de la tempestad.

—Casi todo rutina. Más borrachos que de costumbre y un par de peleas a puñetazos. Pero se explica por todas las demoras y todos los bares disponibles.

—No hable mal de los bares —sonrió Mel—. El aeropuerto recibe un porcentaje por cada trago, y lo necesitamos.

—También las Compañías necesitan sus ingresos, a juzgar por como tratan de sacarles la borrachera a los pasajeros para que puedan subir a bordo. Eso me recuerda una de mis quejas favoritas.

—¿Lo del café?

—Sí. En cuanto se presenta en el mostrador de pasajes un pasajero, digamos alegre, encargan a alguien de relaciones públicas que le eche café adentro. Parece que no se dan cuenta que el único resultado de eso es: un borracho bien despierto. Y entonces nos llaman a nosotros.

—Que podéis solucionar la situación.

Los hombres de Ordway, le constaba, eran expertos en el trato con borrachos de aeropuerto y nunca los detenían a menos que se pusieran imposibles. Casi siempre eran viajeros y hombres de negocios que no vivían en la ciudad, a veces exhaustos después de una semana de trabajo y competencia sin piedad, las pocas copas que tomaban camino a casa les caían muy mal. Si tripulación no los dejaba subir a bordo —y en general los capitanes, que decían la última palabra al respecto, eran inconmovibles—, los llevaban a las oficinas policiales para que se les pasara y luego los dejaban ir, bastante avergonzados.

—Ah, sí, hay una cosa —agregó el jefe—. Los del estacionamiento creen que tenemos varios autos más. Con este tiempo es difícil estar seguro, pero revisaremos en cuanto se pueda.

Mel hizo una mueca. Los autos decrépitos y sin valor abandonados era una plaga de todos los aeropuertos cercanos a grandes ciudades. Ahora era muy difícil librarse de una cafetera vieja e inútil. Los comerciantes especializados estaban abarrotados de mercancía hasta el tope y no aceptaban más, a menos que el dueño les pagara. De modo que había dos alternativas: pagar para verse libre del auto viejo, pagar por dejarlo en depósito, o encontrar un lugar para abandonarlo sin que pudiesen saber de quién era. Los aeropuertos se habían convertido en sitio favorito para esto último.

Llevaban los autos viejos hasta los parques del aeropuerto, sacaban las chapas y cualquier otro medio de identificación sin ser notados, y aunque no podían sacar los números de serie motor nadie se preocupaba en investigarlos porque no valían la pena perder el tiempo en ello. Para el aeropuerto era más sencillo hacer lo que no había hecho el dueño: pagar para que se los llevaran lo más pronto posible, dejando libre el lugar a los pagaban por ocuparlo. Los gastos mensuales del aeropuerto en este renglón se habían vuelto formidables.

Entre la gente que obstruía el salón, Mel divisó a Vernon Demerest.

—Aparte de eso —decía Ordway, cordial— estamos en forma para las visitas de Meadowood. Le avisaré cuando lleguen —y con una amistosa inclinación de cabeza se alejó.

Demerest, de uniforme y tan aplomado como siempre se acercaba. Mel se irritó al recordar el informe adverso que todavía no había visto.

Demerest no parecía dispuesto a parar hasta que Mel lo saludó.

—Hola —contestó indiferente.

—Parece que ahora eres una autoridad sobre cómo librarse de la nieve.

—No hace falta ser una autoridad —con brusquedad— para saber cuándo las cosas están mal hechas.

—¿Tienes idea de la cantidad de nieve que ha caído? —esforzándose por no levantar la voz.

—Mejor idea que tú, con seguridad. Parte de mi trabajo es estudiar los informes del tiempo.

—Entonces sabrás que en el aeropuerto han caído veinticinco centímetros de nieve en las últimas veinticuatro horas; para no mencionar la que ya había caído antes.

—Pues límpienla —encogiéndose de hombros.

—Es lo que hacemos.

—Con la mayor incompetencia.

—La mayor cantidad de nieve caída que se conoce en este lugar —insistió Mel—, es treinta centímetros en el mismo tiempo. Fue una verdadera inundación y hubo que cerrar todo. Esta vez casi llegamos a esa cantidad, pero no cerramos. Peleamos para mantenernos en funcionamiento y lo hemos logrado. Ningún aeropuerto del mundo podría haber luchado mejor contra la nieve. Ni una unidad del equipo antinieve quedó sin usar, y eso las veinticuatro horas del día.

—A lo mejor no tenéis bastante maquinaria.

—¡Por Dios, Vernon! Nadie tiene bastante equipo para una tormenta como la de estos tres días. Cualquiera podría usar más, pero es algo que no se compra pensando en situaciones límite, excepcionales; por lo menos, si uno tiene algún sentido de la economía. Se compra para condiciones óptimas y cuando se presenta una emergencia se usa todo lo que uno tiene, en la forma más ventajosa que se pueda. ¡Eso es lo que hacen mis hombres, y lo han hecho muy bien!

—Tú tienes tu opinión y yo la mía. Pienso que no has trabajado bien y lo digo en mi informe.

—Creí que era un informe de comisión. ¿O eliminaste a los otros para poder darme tu puñalada personal?

—La forma de operar de la comisión es cosa nuestra. Lo que importa es el informe. Mañana tendrás tu ejemplar.

—Muchas gracias —Mel tomó nota de que su cuñado no se molestaba en negar que el informe fuera personal—. Lo que hayas escrito no cambiará nada, pero para que te sientas satisfecho te diré que conseguirás molestarme. Mañana tendré que perder tiempo explicando hasta qué punto llega tu ignorancia, en algunos asuntos.

Habló con furia, sin disimular lo que sentía, y por primera vez Demerest sonrió.

—Te dolió un poco, ¿eh? Es una lástima molestarte y hacerte perder tu valioso tiempo. Mañana pensaré en eso mientras disfruto del sol italiano —y se alejó, siempre sonriente.

La sonrisa se convirtió en un ceño fruncido a los pocos metros.

La causa de su desaprobación era la venta de seguros del salón principal, muy ocupada y próspera en ese momento. Le recordó que su victoria sobre Mel era precaria, el pinchazo de un alfiler y nada más. Dentro de una semana el informe quedaría olvidado pero los seguros se seguirían vendiendo. Así que el verdad triunfador era su complaciente y aceitoso cuñado, que refutado con éxito sus argumentos frente a la Junta del Aeropuerto, haciéndolo quedar como un tonto.

Tras los mostradores de seguros dos jovencitas —una de ellas rubia de pecho grande— llenaban pólizas a toda velocidad, mientras los cinco o seis clientes esperaban en fila. Casi todos llevaban dinero en la mano: más beneficios rápidos para las compañías reflexionó agriado, y no dudaba de que las máquinas automáticas también trabajaban mucho, en otros puntos de la terminal.

Pensó si en la fila habría alguno de sus futuros pasajeros del vuelo dos. Por un momento quiso preguntar y en caso afirmativo tratar de ganar prosélitos a su causa, pero lo pensó mejor. Una vez había intentado hacerlo, tratando de convencer a la gente que no sacara seguro aéreo en el aeropuerto, y dándole sus razones; pero hubo quejas resueltas finalmente en reproches de la gerencia de Trans America. Aunque las compañías de aviación tenían tan poca simpatía como él por el sistema, estaban sujetas a diferentes precisiones que las obligaban a permanecer neutrales. En primer lugar, la gerencia del aeropuerto afirmaba que necesitaban esa fuente de ingresos; si no podían contar con ella, las compañías aéreas tendrían que compensarles la diferencia pagando más por derechos de aterrizaje. En segundo lugar, las compañías no querían ofender a sus pasajeros, que podían sentirse heridos si se les privaba de asegurarse en la forma que acostumbraban. Por eso sólo los pilotos habían tomado la iniciativa, y habían fracasado.

Preocupado con sus pensamientos, Demerest se detuvo unos segundos, observando la actividad que detestaba. Un nuevo cliente se agregó a la fila; un hombre de aspecto nervioso, larguirucho y cargado de hombros, de pequeño bigote rubio. Llevaba un portafolio pequeño y parecía preocupado por la hora porque miraba a menudo el reloj del vestíbulo comparándolo con el suyo. Era evidente que sufría al ver la longitud de la fila.

«¿Por qué no se olvida del seguro y sube al avión, si no le alcanza el tiempo?», pensó Demerest con disgusto.

Luego se recordó a sí mismo que su lugar era la cubierta del vuelo dos. Se apresuró en dirección al sector de salida de Trans America; en cualquier momento se oiría el primer anuncio para subir a bordo. ¡Ah!, era éste.

Trans America Airlines anuncia la salida del vuelo dos, El Bajel Dorado, para Roma

El capitán Demerest no había pensado quedarse tanto en la terminal. Mientras corría terminaron de leer el anuncio, claro y audible por encima de la babel.