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Inés Guerrero no conocía la teoría según la cual una mente sobrecargada y exhausta tenía una válvula de escape: la fuga a una semiinconsciencia pasiva. Pero ella misma era una prueba de certeza de esa teoría. En este momento equivalía, en el terreno mental, a un herido de guerra capaz de caminar.

El efecto producido en ella por los sucesos de la noche, más los problemas y el profundo cansancio acumulados durante semanas, terminaron por derrotarla hasta lo más íntimo. Su cerebro, como un circuito demasiado cargado, se desconectó. Era un estado temporal, no permanente, pero mientras duraba, Inés Guerrero no recordaba dónde estaba, ni por qué.

El chófer mezquino y grosero que la trajo al aeropuerto era un factor negativo más. En el centro la engañó diciéndole que el precio del viaje sería siete dólares. Al salir del taxi Inés le entregó un billete de diez —casi todo lo que tenía— y esperó la vuelta. El chófer murmuró que no tenía cambio y que iba a buscarlo, y se alejó. Ella lo esperó ansiosa diez minutos, pendiente del reloj que se acercaba a las veintitrés, hora de salida del vuelo dos, y por fin comprendió que no volvería. No había tomado nota del número de matrícula ni del registro, según los cálculos del chófer. Y aunque lo supiera no era capaz de quejarse; también en eso había acertado el taxista.

A pesar de la demora al comienzo del viaje podría haber llegado a tiempo al avión, a no ser por el tiempo perdido esperando el cambio que no llegó. Cuando alcanzó la puerta de salida, el avión ya se movía rodando majestuosamente.

A pesar de todo, decidida a saber si su marido iba en realidad abordo, tuvo ánimo para poner en práctica el subterfugio sugerido por la empleada Miss Young; un agente de uniforme se alejaba de la puerta cuarenta y siete y ella le habló, no preguntándole nada en forma directa, según el consejo de Miss Young, sino declarando que su esposo iba en el vuelo dos, que ella no había podido verlo, pero quería asegurarse de que iba realmente en el avión. Desplegó el contrato de pago descubierto entre las camisas de D. O. y se lo mostró al empleado de Trans America, quien apenas lo miró y revisó los papeles que llevaba en la mano.

Por un momento Inés tuvo la esperanza de haberse equivocado al presumir que D. O. iba en ese avión; la idea de su viaje a Roma seguía pareciéndole fantástica. Pero el empleado le dijo que sí, que había un D. O. Guerrero en el vuelo dos, que era una lástima que ella no hubiera podido verlo, pero con la tormenta todo andaba al revés, y si lo disculpaba, por favor…

Cuando se quedó sola, y comprendió que estaba de veras sola, a pesar de la mucha gente que la rodeaba, empezó a llorar.

Al principio las lágrimas eran lentas, pero después, pensando en todas sus penas, la inundaron entre sollozos que la sacudían toda entera. Lloró por el pasado y por el presente; por el hogar que tuvo y perdió; por los hijos que no podía ya tener consigo; por D. O., que a pesar de sus defectos como marido y su incapacidad de mantener a su familia, era por lo menos alguien conocido, y que tampoco le quedaba. Lloró por lo que fue y por lo que era; porque no tenía dinero y adónde ir, excepto a los cuartos horribles y llenos de cucarachas de los que la echarían mañana, pues tras el robo cometido por el chófer no le quedaba nada de la suma —patética a fuerza de pequeña— con la que contaba apaciguar al casero…, ni siquiera estaba segura de que sus monedas le alcanzaban para volver a la ciudad. Lloró porque los zapatos eran pequeños y le dolían los pies; porque llevaba ropa mala y empapada; de cansancio, y porque estaba resfriada, tenía fiebre y se sentía empeorar. Por ella y por todos los otros que ya no tenían esperanzas.

Para huir de las miradas empezó a vagar sin rumbo por la terminal, sin dejar de llorar. Entonces entró en juego el mecanismo mental de defensa que la dejó atontada, no libre de penas, pero ya sin saber qué las causaba.

Poco después un policía la encontró y, con una sensibilidad que no siempre se reconoce, la puso en el rincón más oscuro que pudo encontrar, mientras telefoneaba a sus superiores para pedir instrucciones. Ordway, que por casualidad no andaba lejos, se ocupó en persona del caso diciendo que Inés Guerrero, incoherente y alterada, era sin embargo inofensiva, y ordenó que la llevaran a la oficina del gerente, único lugar donde estaría tranquila sin sentirse tan intimidada como en la central de Policía.

Inés se dejó llevar dócilmente, primero en el ascensor y luego a través del entresuelo, sin saber sino a medias que la llevaban a alguna parte, y sin importarle; luego se sentó en la silla a donde la guiaron, agradecida de cuerpo si no de alma por el descanso que le ofrecían. La gente iba y venía, algunos hablaban, pero era demasiado esfuerzo enfocar todo eso con claridad.

Con todo, al rato el instinto de conservación —otro nombre que damos a la fuerza del espíritu humano que todos poseen, humildes y abrumados también— le dijo que debía irse de ahí, porque ella y la vida seguían, por más derrotas y fracasos que soportasen, por más vacía e insoportable que le pareciera.

Por eso se levantó, todavía no segura de dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí, pero dispuesta a irse.

Fue cuando la delegación de Meadowood, escoltada por el teniente Ordway, entraba en la antesala de Mel Bakersfeld, donde ella estaba. Siguieron a la oficina, Ordway volvió para hablar con ella y Mel los vio juntos un momento antes de cerrar la puerta.

Inés, sumida en el mar de su inseguridad, sintió la presencia del policía alto y negro, que le parecía haber visto antes, poco antes, y él fue bondadoso con ella entonces y ahora, haciéndole preguntas que no parecían tales para ver si hablaba; sin que se lo dijera, pareció entender que tenía que volver a la ciudad y no sabía si le alcanzaba el dinero. Empezó a buscar titubeante en el bolso para contar lo que le quedaba, pero él no la dejó seguir. De espaldas a la oficina le deslizó en la mano tres billetes de un dólar y la acompañó afuera, indicándole el camino para llegar al ómnibus que la llevaría de vuelta y diciéndole que con eso alcanzaría para el billete y quedaría algo para viajar dentro de la ciudad.

El policía se fue otra vez en la dirección de donde habían venido y ella hizo lo que él le dijo, bajando unos escalones; entonces, ya casi en la puerta que le faltaba para llegar al ómnibus vio algo conocido: un mostrador donde vendían sandwiches; en ese momento se dio cuenta de que aparte de todo lo demás, también tenía mucha hambre y sed. Rebuscando en el bolso, encontró treinta y cinco centavos, compró un sandwich y café en taza de papel y se sintió más segura al ver esas dos cosas tan vulgares. Cerca del mostrador encontró asiento y se metió en un rincón. No sabía cuánto hacía de eso, pero ahora, bebido el café y comido el sandwich, la conciencia del presente, que había comenzado a volver, se retiraba nuevamente dejándola tranquila y satisfecha. También había algo satisfactorio en la multitud, el ruido y los altavoces siempre anunciando algo, no sabía qué. Dos veces le pareció oír su nombre, pero comprendió que era su imaginación y no podía ser cierto ya que nadie podía llamarla ni saber siquiera que estaba allí.

Sabía vagamente que tarde o temprano tendría que irse, y que eso le costaría un esfuerzo. Pero por de pronto se quedaría un rato más, sentada y cómoda.