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El objeto de los pensamientos de Mel, el capitán Vernon Demerest de Trans America, estaba en ese momento a unos cuatro kilómetros y medio del aeropuerto, conduciendo su «Mercedes» y, en comparación con el viaje de ida de su casa al aeropuerto, le resultaba fácil atravesar las calles, recién limpiadas de nieve: ésta seguía cayendo sin disminuir, y el viento tampoco había amainado, pero la nueva capa depositada en tierra no era todavía lo bastante profunda como para causar disgustos.
Demerest se dirigía hacia un grupo de construcciones de tres pisos, cercano al aeropuerto y conocido entre el personal de vuelo como Barrio de las Azafatas. Allí, muchas de ellas con base de operaciones en Lincoln Internacional y pertenecientes a todas las compañías, tenían sus apartamentos. Por lo general en cada uno vivían juntas dos o tres chicas, y los iniciados llamaban a estos grupos «nidos de azafatas».
Esos nidos eran a menudo teatro de fiestas muy animadas, donde no se hablaba del trabajo, y a veces eran también el cuartel general de las aventuras amorosas que, con monótona regularidad, se sucedían entre el personal aéreo de ambos sexos.
En conjunto, los nidos de azafatas no eran ni más ni menos licenciosos que otros apartamentos ocupados por muchachas solteras en otros lugares. La diferencia consistía en que los rumores y escándalos de actividades inmorales tenían por protagonistas a gente empleada en las compañías de aviación.
Eso tenía su razón de ser. Tanto las mujeres como los hombres: azafatas, capitanes, primeros y segundos oficiales eran, sin excepción, gente de grandes condiciones. Todos habían llegado al puesto que ocupaban, codiciado por muchos otros, debido solamente a un rígido e implacable proceso de eliminación donde los menos capaces eran eclipsados por completo, y los pocos que quedaban eran los mejores. De ello resultaba un caldo de cultivo de personalidades fuera de lo común, ansiosas de vivir y capaces de apreciar méritos mutuos.
Vernon Demerest había otorgado su aprecio a más de una azafata, y ellas a él. En otras palabras, tenía en su haber una lista de amoríos con mujeres jóvenes, hermosas e inteligentes, que un monarca o un ídolo de la pantalla bien podrían haber deseado y no alcanzado. Demerest y sus compañeros las conocían y les hacían el amor con regularidad, pero no por eso eran ellas prostitutas ni mujeres fáciles. Eran, sí, vivaces y bien dotadas sexualmente, que apreciaban la calidad y se servían de ella al tenerla tan al alcance de la mano.
Gwen Meighen, morena bonita y alegre de origen inglés, apreciaba —por decirlo así— la calidad de Vernon Demerest y parecía dispuesta a seguir haciéndolo por un tiempo. Era hija de agricultores y había venido a los Estados Unidos diez años antes, a los dieciocho. Antes de entrar en Trans America había sido modelo en Chicago por una breve temporada. Quizá se debiera a esta variedad de antecedentes, que su sexualidad sin barreras se unía a una auténtica elegancia.
Ahora Vernon Demerest se dirigía a su apartamento.
Más tarde ambos saldrían hacia Roma en el vuelo dos de Trans America. Durante el vuelo, el capitán Demerest ocuparía su puesto de mando. En las cabinas de pasajeros Gwen Meighen sería jefa de azafatas. Al llegar a Roma, el personal dispondría de tres días libres y otro grupo, que en este momento estaba libre en Italia, traería el aeroplano de vuelta a Lincoln Internacional.
Hacía tiempo que la palabra «descanso» se había aceptado oficialmente y ya nadie sonreía con doble intención, aunque la elección del término indicaba cierto sentido del humor; de todos modos, el personal no vacilaba en darle aplicación práctica, aparte de la oficial: por ejemplo, era lo que pensaban hacer Demerest y Gwen Meighen al llegar a Roma, desde donde partirían en seguida para Nápoles, en un «descanso juntos» que duraría cuarenta y ocho horas. La perspectiva era idílica y Vernon sonrió. Ya estaba cerca y al pensar lo bien que le habían ido las cosas esa noche, su sonrisa se hizo más amplia.
Había llegado temprano al aeropuerto, después de despedirse de Sarah, su mujer, quien, con su placidez acostumbrada, le deseó un buen viaje. En otras épocas ella se habría dedicado a bordar o tejer en ausencia de su dueño y señor; ahora, en cuanto él se fuera quedaría sumergida en sus clubs de bridge y sus cuadros al óleo, pilares de su existencia.
La placidez de Sarah Demerest, y el aburrimiento que era su consecuencia lógica, eran cualidades que su esposo aceptaba y, curiosamente, valoraba. Entre sus viajes y aventuras con mujeres más interesantes, pensaba en sus temporadas en casa, y a veces las mencionaba entre amigos, con las palabras «quedarse descansando en el hangar». Su matrimonio tenía otra virtud: mientras durara, las mujeres a las que hacía el amor podían ponerse lo dramáticas y exigentes que quisieran, pero nunca podían esperar que él se casara con ellas. Así gozaba de protección perpetua contra su propio apresuramiento en momentos de pasión. En cuanto a intimidades sexuales con Sarah, ocurrían a veces, como si le arrojara la pelota a un perro viejo. Ella siempre hacía su parte a conciencia, con las consabidas ondulaciones y pérdida de aliento, pero él sospechaba que ambas cosas las hacía de memoria y no espontáneamente, y que si el acto cesara por completo no le importaría gran cosa. También estaba seguro de que ella tenía sospechas de sus infidelidades, si no con detalles por lo menos con un instinto general. Pero era típico de ella preferir no saberlo, y Vernon contribuía con gusto a ese estado de cosas.
Otra cosa que le había parecido bien esta noche era el informe del Comité de lucha contra la nieve, al que él había contribuido con un puntapié verbal a la ingle del estirado de su cuñado, Mel Bakersfeld.
La idea del informe había sido únicamente suya. Los otros dos representantes de líneas aéreas integrantes del comité dijeron, al principio, que la dirección del aeropuerto estaba haciendo todo lo posible en circunstancias excepcionales, pero el capitán Demerest tenía otra opinión. Por fin consiguió que los otros consintieran en que fuese él, personalmente, quien escribiese el informe, y él aprovechó la oportunidad para hacerlo lo más severo posible. No le preocupaba que su acusación fuese o no exacta; después de todo ¿quién podía estar seguro de algo en medio de tanta nieve? Pero, eso sí, había hecho lo necesario para que el informe tuviera gran circulación y causara el máximo de irritación y molestias a Mel Bakersfeld. Ahora estaban haciendo copias para enviarlas a los vicepresidentes regionales de todas las compañías, así como a las oficinas centrales de éstas, en Nueva York y otros lugares. Sabiendo cuánto les gustaba a todos encontrar un chivo emisario para las demoras de vuelos, el capitán Demerest confiaba en que, al recibir su informe, los teléfonos y teletipos entrarían en actividad.
Sintió placer al pensar que su venganza, pequeña pero satisfactoria, quedaba cumplida. Ahora, quizás el cojo y casi lisiado de su cuñado lo pensaría mejor antes de cruzarse en el camino del capitán Demerest y la Asociación de Pilotos Aéreos, como había tenido la osadía de hacer, y en público, dos semanas antes.
Demerest estacionó el «Mercedes» con una maniobra perfecta junto al edificio de apartamentos. Era un poco temprano; faltaba un cuarto de hora para recoger a Gwen y llevarla al aeropuerto, pero decidió subir lo mismo.
Cuando entraba en el edificio, con la llave que le había dado Gwen, iba canturreando y sonrió al advertir que lo que cantaba era O sole mio. ¿Y por qué no? Resultaba apropiado: Nápoles… una noche cálida en lugar de nieve, la bahía bajo las estrellas, música suave de mandolinas, «Chianti» con la comida y Gwen Meighen a su lado… todo dentro de veinticuatro horas, o menos. ¡Ya lo creo…! O sole mio. Siguió cantando.
En el ascensor recordó otra cosa buena. El vuelo a Roma sería fácil.
Aunque él era comandante del vuelo dos —El Bajel Dorado— en realidad tendría poco quehacer, porque volaba como control. Otro capitán de cuatro franjas —Anson Harris, casi tan veterano como él— ocuparía el asiento de mando del avión. Desde su asiento de la derecha —posición del primer oficial— Demerest observaría el comportamiento del capitán Harris y presentaría luego su informe.
Las cosas se habían dispuesto así por el deseo del capitán Harris de pasar de los vuelos nacionales a los internacionales. Antes de volar como capitán internacional, era necesario que hiciera dos vuelos en ruta de ultramar acompañado por un capitán de línea calificado como instructor, en este caso Vernon Demerest.
Después de los dos vuelos del capitán Harris —el de esta noche era el segundo— sería sometido a una prueba final bajo control de un supervisor y luego aceptado para comandante internacional.
Esas pruebas, y otras similares a las que cada seis meses debían someterse todos los pilotos dé todas las líneas, equivalían a un examen aéreo de capacidad y hábitos de vuelo. Se hacían en viajes normales, y para un pasajero la única indicación de que tenían lugar podría ser la presencia simultánea de dos capitanes con cuatro franjas en la cubierta del vuelo.
A pesar de que los capitanes se controlaban mutuamente, las pruebas tanto comunes como especiales eran por lo general serias y exigían mucho. Los pilotos querían que así fuese por lo mucho que se jugaban: seguridad del público, alto nivel de capacidad profesional; eso aseguraba que nadie disimularía ni cubriría las faltas de otro. El capitán bajo observación sabía que su actuación debía ser impecable en todo sentido, pues de lo contrario el informe sería desfavorable y, en caso necesario, la prueba siguiente sería presidida por el jefe de pilotos de la compañía; mientras tanto, el puesto del piloto en cuestión estaba en peligro.
Pero aunque no hubiera ninguna disminución en el nivel de actuación, los capitanes a prueba recibían de sus colegas una cuidada cortesía. Excepto si ese colega era Vernon Demerest, que trataba a cualquier piloto a prueba, fuese mayor o menor que él, siempre del mismo modo: como a un colegial en falta ante la presencia del director. Y en el papel de este último se mostraba oficioso, arrogante, condescendiente y duro. No ocultaba su convicción de que nadie lo igualaba como piloto. Los que recibían este trato estaban furiosos por dentro, pero no podían hacer otra cosa que someterse. Luego se juraban mutuamente que cuando le llegara el turno a Demerest se encargarían de hacerle todo tan difícil y desagradable como pudieran. Así lo hacían siempre, pero el resultado no variaba: Demerest obraba con tal perfección que no podían señalarle defectos.
Como ejemplo típico de su modo de ser, esa tarde Demerest había llamado a su casa a Anson Harris, diciéndole sin preámbulo:
—Será mala noche para pilotar. Como me gusta que mi personal sea puntual, te sugiero que te tomes tu tiempo para llegar al aeropuerto.
Anson Harris, que en veintidós inmaculados años con Trans America nunca había llegado tarde a un vuelo, casi se ahogó de rabia. Por suerte Demerest colgó antes de que pudiera hablar.
Todavía furioso, pero para asegurarse de que Demerest no pudiera reprocharle nada, Harris llegó al aeropuerto casi tres horas antes del vuelo, en lugar de una hora, como de costumbre. Demerest, todavía contento por su actuación en el comité, lo encontró en la cafetería «Capitanes de las Nubes». Demerest llevaba chaqueta sport y pantalones; después se cambiaría con el uniforme de repuesto que guardaba en su ropero del aeropuerto. Harris, un veterano canoso que muchos pilotos más jóvenes llamaban «señor», llevaba el uniforme de Trans America.
—Hola, Anson —Demerest se dejó caer en el asiento contiguo frente al mostrador—; veo que has seguido mi consejo.
Harris apretó su taza de café un poco más fuerte pero sólo contestó:
—Buenas noches, Vern.
—Empezaremos la inspección previa al vuelo veinte minutos antes de lo acostumbrado. Quiero ver si tus manuales de vuelo están al día.
Gracias a Dios, pensó Harris, que su mujer había revisado los manuales ayer, agregando las últimas enmiendas. Pero mejor sería revisar el buzón en la oficina de despacho. Este bastardo podía ponerle faltas por no observar alguna enmienda publicada esa misma tarde. Para ocuparse las manos —que le picaban de impaciencia— el capitán Harris llenó y encendió su pipa.
Sentía sobre su persona la mirada crítica de Vernon Demerest.
—No llevas la camisa de reglamento.
Por un momento Harris no pudo creer que su colega hablara en serio. Pero cuando comprendió que sí, la cara se le puso de color rojo ciruela.
Las camisas de reglamento eran una espina para los pilotos de Trans America y de las demás compañías. Solamente éstas las vendían y cada una costaba nueve dólares; a menudo estaban mal cortadas y eran de material de dudosa calidad. Aunque fuese contrario al reglamento se podía comprar una camisa mucho mejor por varios dólares menos y el aspecto era casi el mismo. La mayoría de los pilotos compraba y usaba camisas no oficiales. Vernon Demerest hacía lo mismo. En varias ocasiones Harris le había oído hablar con desdén de las camisas de la compañía, insistiendo en que la suya era superior.
Demerest pidió café a una camarera y dijo con tono protector:
—No importa. No informaré de que llevabas camisa no oficial… aquí. Siempre que te la cambies antes de participar en mi vuelo.
¡Aguanta! —se dijo Anson Harris. Querido Dios del cielo, dame fuerzas para no estallar y así darle gusto a esa porquería de hombre. Pero ¿por qué lo hace? ¿Por qué?
Muy bien. Muy bien, decidió; indigno o lo que fuera, pero se cambiaría de camisa. No le daría a Demerest la satisfacción de concederle ni una sola cosa, por minúscula que fuese, que pudiera servirle para reprochar su comportamiento. Esta noche sería difícil conseguir una camisa de la compañía y tendría que pedirla prestada: cambiar la suya por la de algún capitán o primer oficial. Cuando les explicara el porqué, apenas lo creerían. Apenas si lo creía él.
Pero cuando le tocara el turno de prueba a Demerest… el próximo y todos los demás de ahora en adelante… que tuviera cuidado. Anson Harris tenía buenos amigos entre los pilotos supervisores. Que Demerest llevara la camisa de reglamento; que se ajustara a las reglas hasta el detalle más ínfimo… o pagaría las consecuencias. Y Harris pensó, sombrío: el maldito zorro se acordará de todo y cumplirá con todo.
—¡Eh, Anson! —la voz de Demerest parecía divertida—. Con los dientes has roto el extremo de la pipa.
Y era cierto.
Ahora, mientras lo recordaba, Vernon reía entre dientes. Sí, el vuelo de esta noche sería fácil… para él.
Sus pensamientos volvieron al presente cuando el ascensor paró en el tercer piso. Caminó por el corredor alfombrado y dobló a la izquierda, en dirección al apartamento que Gwen Meighen compartía con una azafata de Aerolíneas Unidas. Sabía que la otra chica no estaba en casa; Gwen se lo había dicho. Tenía un vuelo nocturno.
Tocó el timbre con la señal convenida, sus iniciales en código «Morse», y entró con la misma llave que servía para la puerta de abajo.
Gwen estaba en la ducha. Oía correr el agua. Cuando llegó a la puerta del dormitorio, ella preguntó:
—¿Eres tú, Vernon?
Aun en competencia con la ducha, la voz —con su acento inglés que tanto le gustaba— sonaba suave y excitante. Pensó que no era raro el éxito de Gwen con los pasajeros. Los había visto derretirse —sobre todo los hombres— cuando ella les aplicaba su encanto natural.
—Sí, amorcito —contestó.
Sobre la cama descansaban las vaporosas prendas interiores: sostenes de transparente nylón; un corpiño translúcido color carne y faja de lo mismo; una combinación de seda francesa bordada a mano. El uniforme de Gwen sería el de todas, pero por debajo era individual… y caro. Sus sentidos se encendieron; con trabajo apartó los ojos.
—Me alegro de que llegues temprano —oyó—. Quiero que hablemos antes de irnos.
—Sí, tenemos tiempo.
—Puedes hacer té, si quieres.
—Okay.
Le había inculcado el hábito inglés de tomar té a cualquier hora, aunque antes de conocerla casi nunca lo había hecho. Pero ahora lo pedía en su casa, con sorpresa de Sarah, aumentada con su exigencia de que lo preparara según todos los requisitos: primero calentar la tetera, como Gwen le había enseñado, con el agua todavía hirviendo en el momento de tomar contacto con el té.
En la minúscula cocina, que conocía muy bien, puso a calentar el agua. En un jarro echó leche sacada de la nevera y bebió un poco antes de volver a guardarla. Hubiera preferido un gin-tonic, pero, como la mayoría de los pilotos, no bebía nada alcohólico un día antes de cada vuelo. Por hábito miró su reloj: faltaban pocos minutos para las veinte. Recordó que en ese momento en el aeropuerto estaban preparando para él el Boeing 707, elegante de largo alcance, un jet que haría más de siete mil kilómetros hasta Roma bajo su mando.
Cesó la ducha. En el silencio empezó a canturrear, feliz, otra vez, O sole mio.