13

El inspector de Aduanas Harry Standish, aunque no oyó el anuncio del vuelo dos, supo que el avión estaba a punto de salir porque, aunque los anuncios de vuelo no llegaban a la Aduana porque sólo los pasajeros llegados del exterior la visitaban, Standish recibía información de Trans America Airlines por teléfono. Le habían avisado que el vuelo dos comenzaba a cargar en el portón cuarenta y siete y saldría en su nuevo horario de las veintitrés.

Standish miraba el reloj; dentro de unos minutos iría al portón cuarenta y siete, no por razones oficiales sino para despedirse de su sobrina Judy, hija de su hermana, que iba a estudiar un año Europa. Standish le había prometido a su hermana, que vivía en Denver, despedir debidamente a Judy. En la terminal, poco antes, habían pasado un rato en compañía; la chica tenía dieciocho años y era agradable y aplomada. Él le prometió despedirla antes de la salida del avión.

Mientras tanto, el inspector Standish trataba de solucionar un enojoso problema que sería el último toque de un día largo y enojoso como ninguno.

—Señora —se dirigió en tono tranquilo a la mujer angulosa y altiva dueña de varias maletas que yacían, abiertas, en la mesa que los separaba—, ¿está segura de que no quiere cambiar lo que ha dicho?

—Me sugiere que le mienta, supongo —saltó ella—; ya le dicho la verdad. ¡Qué cosa! Ustedes son fastidiosos, desconfiados; como si viviéramos en un país de Gobierno dictatorial.

Harry Standish desoyó la última observación; parte de su trabajo era no oír los muchos insultos que recibía como inspector de Aduanas.

—No le sugiero nada, señora —contestó, cortés—. Sólo pregunté si desea cambiar su declaración sobre estos artículos: vestidos, pullóvers y abrigos de piel.

La mujer, mistress Harriet Dubarry Mossman, domiciliada en Evanston, según su pasaporte americano, acababa de volver de viaje de un mes a Inglaterra, Francia y Dinamarca, y replicó con acidez:

—No, no lo deseo. Y es más, cuando el abogado de mi esposo sepa de este interrogatorio…

—Sí, señora. En ese caso, ¿tendría inconveniente en firmar este formulario? Si lo desea le explicaré de qué se trata.

Los vestidos, pullóvers y el abrigo de piel se extendían sobre las maletas. Mistress Mossman llevaba puesto el abrigo —una preciosidad de marta— hasta que entró el inspector Standish en la estación número once de inspección de Aduanas; él le pidió que se lo quitara para poder mirarlo mejor. Poco antes Standish había sido avisado por una luz roja en el panel próximo a la oficina principal de Aduanas; la luz significaba que en ese momento uno de los funcionarios tenía un problema y necesitaba ayuda.

El joven empleado ocupado antes en atender a mistress Mossman estaba a un lado del inspector Standish. Casi todos los otros pasajeras llegados de Copenhague en un «DC-8» de las líneas Aéreas Escandinavas ya habían pasado la inspección y no estaban allí. El único problema provenía de esta americana bien vestida, que insistía en que sólo había comprado en Europa un poco de perfume, joyas sin valor y zapatos. El valor total declarado era de noventa dólares; diez menos que la cantidad permitida libre de derechos. El joven funcionario sintió despertar sus sospechas.

—¿Por qué voy a firmar algo? —preguntó mistress Harriet Dubarry Mossman.

Standish miró de reojo el reloj de pared: las once menos cuarto. Le quedaba tiempo de terminar con esto y llegar al vuelo dos antes de que saliera.

—Para facilitarle las cosas, señora —respondió, paciente—. Sólo le pedimos que confirme por escrito lo que ya nos ha dicho. Dice que compró los vestidos…

—¿Cuántas veces tengo que repetirlo? Los compré en Nueva York y Chicago antes de salir para Europa; los pullóvers también. El abrigo me lo regalaron; es comprado en los Estados Unidos. Hace seis meses que lo tengo.

¿Por qué hacía estas cosas la gente?, pensó Harry Standish. Sabía que todo lo que acababa de oír era mentira.

Para empezar, los vestidos: seis, todos de buena calidad, y todos con las etiquetas arrancadas. Eso no indicaba inocencia; en general las mujeres mostraban con orgullo el origen de sus prendas de lujo. Y algo más: el corte de esa ropa tenía el típico, inconfundible sello francés; lo mismo el abrigo, a pesar de que llevaba, mal cosido en el forro, un rótulo de «Saks», en la Quinta Avenida. Lo que la gente como mistress Mossman no llegaba a entender era que un inspector experto no necesitaba ver etiquetas para conocer el origen de una prenda. El corte, las puntadas, hasta la colocación de un cierre relámpago: todos eran signos familiares e inimitables, como la letra de una persona conocida.

Lo mismo valía para los tres pullóvers, artículos de precio. Tampoco tenían etiquetas y procedían sin ninguna duda de Escocia, con los clásicos colores «secos» ingleses, que no existen Estados Unidos. Si una tienda local los pedía, las fábricas escocesas los entregaban en colores mucho más vivos, preferidos por el mercado norteamericano. Todo esto y mucho más aprendía los funcionarios aduaneros como parte de su entrenamiento.

—¿Y qué sucede si firmo el formulario? —preguntó mistress Mossman.

—Puede irse, señora.

—¿Y llevarme esto? ¿Todo esto?

—Sí.

—¿Y si me niego a firmar?

—Nos veremos obligados a detenerla aquí mientras seguimos investigando.

—Muy bien —tras brevísima duda—. Usted llene el formulario y lo firmaré.

—No, señora; usted lo llena. Por favor, una descripción de artículos y el lugar donde dice que los obtuvo. Sírvase dar el nombre de las tiendas, y también indicar de quién recibió el abrigo como regalo…

Tendría que irse muy pronto, pensó Harry Standish: ya eran las once menos diez. No quería llegar con las puertas cerrada. Pero tenía el presentimiento de que…

Esperó mientras mistress Mossman llenaba el formulario y firmaba.

A partir de mañana el encargado de la investigación empezaría a comprobar todo lo declarado por mistress Mossman en su formulario. Le quitarían los vestidos y pullóvers para llevarlos a tiendas donde afirmaba haberlos comprado; el abrigo se lo mostrarían a «Saks Quinta Avenida» que sin duda rechazaría la prenda… mistress Mossman —aunque todavía lo ignoraba— estaba metiéndose en un gran lío que incluía el pago de elevados derechos de aduana y casi con seguridad una multa no menos elevada.

—Señora —le dijo—, ¿quiere declarar algo más?

—¡Por supuesto que no! —indignada.

—¿Está segura? —la Aduana tenía la política de dar a los viajeros todas las oportunidades para declarar la verdad. No había que atrapar a nadie a menos que se lo buscaran a sí mismos.

Sin dignarse replicar, mistress Mossman inclinó la cabeza con desdén.

—En ese caso, señora, ¿quiere abrir el bolso, por favor?

—Pero si nunca inspeccionan los bolsos —por primera vez altiva dama parecía menos segura de sí misma—. He pasado la aduana muchas veces.

—Casi nunca, pero tenemos derecho.

No era frecuente pedirle a una mujer que mostrase el contenido de su bolso; como los bolsillos de un hombre, era algo personal que casi nunca se examinaba. Pero si alguien se ponía difícil, los hombres de la aduana podían hacer lo mismo.

Contra su voluntad, mistress Harriet Dubarry Mossman abrió su bolso.

Harry Standish examinó el lápiz labial y una polvera de oro. Unos golpecitos en el polvo que contenía le revelaron un anillo de diamante y rubíes; lo sopló para quitarle el polvo. Un tubo de loción para las manos, empezado: al desenrollar la tapa vio que el fondo estaba abierto. Presionó y sintió dentro algo duro, preguntándose cuándo se encontraría con un contrabandista aficionado que fuera original en sus métodos. ¡Trucos tan viejos! Todo era lo mismo que muchas otras veces.

Mistress Mossman estaba pálida y sin rastro de altivez.

—Señora, tengo que irme un ratito, pero volveré. De todos modos esto nos llevará algún tiempo. Examine todo lo demás con mucho cuidado —ordenó al joven funcionario—. Revise el forro de las maletas, las costuras y dobladillos de toda la ropa. Haga una lista: ya sabe.

Ya se iba cuando mistress Mossman lo llamó.

—¿Señora?

—El abrigo y los vestidos…, creo que me equivoqué…, estaba confundida. Los compré junto con otras cosas que tengo…

Standish sacudió la cabeza. Nunca comprendían que cruzada la línea divisoria ya no servía de nada cooperar. Su joven colega había encontrado algo más.

—¡Por favor! Le ruego…, mi esposo… —cuando se alejó estaba blanca, la cara desencajada.

Dando largos pasos Standish tomó un atajo, por un piso más abajo que la parte pública de la terminal, para llegar a su destino. Iba pensando en lo tonta que era mistress Harriet Dubarry Mossman y muchas de sus semejantes. Si hubiera sido honrada en lo del abrigo y vestidos, declarándolos, el pago de derechos no le hubiera sido muy gravoso, sobre todo teniendo en cuenta su buena posición económica. El joven funcionario, aun observando los pullóvers, no habría insistido ni menos aún examinado el bolso. En la Aduana sabían que casi todos los viajeros de vuelta hacían un poco de contrabando y eran tolerantes. Si se lo pedían, hasta ayudaban a meter artículos que pagaban derechos elevados junto con otros que entraban libremente, cobrando en cambio por otras cosas que pagaban menos.

Los que caían, pagaban mucho y a veces hasta eran arrestados, resultaban sin excepción los ávidos como mistress Mossman que no querían declarar ni pagar nada en absoluto. Y lo deprimente era pensar en cuántos eran.

Se alegró de ver abiertas las puertas que llevaban al vuelo dos, con los últimos pasajeros que seguían pasando. Su uniforme le servía siempre de pasaporte en el aeropuerto, y el encargado del portón, muy ocupado, apenas lo miró. Junto a él, ayudándolo, había una mujer pelirroja que trabajaba en relaciones públicas: se llamaba mistress Livingston.

Entró en el sector de la clase turista; en la puerta del fondo había una azafata, y le dijo sonriendo:

—Un momento, nada más. No se vaya conmigo a bordo.

Encontró a su sobrina Judy sentada en el asiento del pasillo de una fila de tres. Distraía a un bebé, perteneciente a un matrimonio joven sentado junto a ella. Como en todos los aviones la clase turista daba la impresión de mezcla de mucha gente, incomodidad y falta de espacio, con asientos demasiado juntos. Las veces que él viajaba por avión iba también en clase turista siempre con sensación de claustrofobia. Hoy no envidiaba a nadie el monótono viaje de diez horas que les esperaba.

—¡Tío Harry! —lo saludó Judy—. Creía que no llegarías a tiempo.

Devolvió el bebé a su madre.

—Me queda tiempo para darte mi bendición —bromeó él—. Que pases un buen año y cuando vuelvas no hagas contrabando.

—No —rió—. Adiós, tío Harry.

Levantó el rostro para que la besara y lo hizo, en efecto era un encanto. No creía que se convirtiese nunca en una mistress Mossman.

Bajó del avión con una inclinación de cabeza amistosa a la azafata y se quedó mirando un instante; los últimos momentos antes de la salida de un vuelo, especialmente si iba muy lejos siempre lo fascinaban, a él y a muchos otros. La última llamada…

Trans America Airlines anuncia la partida inmediata del vuelo dos, El Bajel Dorado

Sólo quedaban dos personas sin subir a bordo. La pelirroja mistress Livingston recogía sus papeles y el encargado de control atendía al penúltimo en presentarse: un hombre alto y con abrigo de pelo de camello. Cuando éste ya estaba a bordo, mistress Livingston se encaminó hacia la parte principal de la terminal.

Mientras miraba, Standish se percató, casi inconsciente de otra figura cercana, que miraba por una ventana en dirección opuesta al portón. Ahora esa figura se dio vuelta: era una anciana pequeña, decorosa y frágil. Vestida a la antigua, ropa y bolso negros muy decentes. Por su aspecto, parecía necesitar que la cuidara, y pensó qué estaría haciendo una anciana sola allí, tan tarde.

Con movimientos ágiles, la anciana se acercó al empleado Trans America ocupado en el último pasajero del vuelo dos. Standish oyó parte de la conversación: las palabras de la vieja se perdían en el ruido de los motores que comenzaban a funcionar.

—Perdone…, mi hijo acaba de subir a bordo…, rubio, sin sombrero, abrigo de pelo de camello…, olvidó su billetero…, todo su dinero. —Standish observó que llevaba en la mano algo que parecía desde allí un billetero de hombre.

El empleado de la puerta la miró impaciente y exhausto, como todos sus colegas al salir un avión. Extendió la mano para tomar el billetero, pero cuando la vio cambió de idea y dijo algunas palabras rápidas, señalando la entrada de la clase turista: «pregunte a una azafata», oyó Standish. La anciana sonrió, inclinó la cabeza, entró, y se perdió de vista en seguida.

Todo había sucedido en pocos segundos, quizá menos de un minuto. Ahora llegaba un hombre flaco y cargado de espaldas que corría hacia el portón. Tenía cara preocupada y bigotito amarillento, y llevaba un pequeño portafolio.

Standish ya se iba, pero algo en el hombre le llamó la atención. Era su manera de llevar el portafolio: protegiéndolo, bajo el brazo. Standish había visto a muchas personas haciendo lo mismo al pasar por la Aduana. Quería decir que dentro del portafolio había algo que deseaban ocultar. Si este hombre volviera del extranjero le hubiera hecho abrir la cartera y examinado su contenido. Pero el hombre salía de Estados Unidos.

En rigor, no era asunto suyo.

Pero algo…, un instinto, un sexto sentido de funcionario aduanero, más su interés personal, por Judy, en el vuelo dos…, algo hizo que el inspector siguiera mirando, con los ojos fijos en el pequeño portafolio que el hombre flaco seguía acunando como a un niño.

Guerrero conservó la seguridad y confianza en sí mismo que había recobrado al comprar la póliza. Al acercarse al portón, seguro ya de llegar a tiempo, tuvo la convicción de haber superado la mayoría de sus dificultades; desde ahora todo iría de acuerdo con su plan. Para confirmarlo en su creencia no tuvo problemas para pasar. Según su plan original, señaló la pequeña discrepancia entre el apellido «Buerrero» en su pasaje y «Guerrero» en su pasaporte. Con una mirada distraída a este último, el empleado corrigió el pasaje y su lista de pasajeros y se disculpó:

—Perdone, señor, a veces las máquinas de las reservas se equivocan.

Ahora tuvo la satisfacción de ver su nombre anotado sin errores; más tarde, al conocerse lo sucedido al vuelo dos no habría dudas sobre su identificación.

—Buen viaje, señor —el empleado le devolvió el pasaje y le señaló la sección turista.

Cuando subió, sin soltar el portafolio, los motores ya funcionaban.

Su asiento numerado —junto a la ventana, en una hilera de tres— constaba en el pasaje y le había sido asignado en la oficina central. Una azafata se lo indicó. Otro pasajero, sentado ya junto al pasillo, se puso en pie, no del todo, cuando Guerrero pasó para sentarse. El asiento central entre ambos no estaba ocupado.

D. O. Guerrero sostuvo el portafolio en las rodillas mientras se ataba el cinturón. Su lugar estaba en la mitad de la sección turista, a la izquierda. En otras partes de la cabina algunos pasajeros todavía no habían terminado de instalarse a su gusto y arreglaban su equipaje y sus ropas; algunos bloqueaban el pasillo central. Una de las azafatas movía los labios en silencio y contaba presentes, con expresión que decía: ¿por qué no se quedan quietos?

Relajando los músculos por primera vez desde que salió de su apartamento en el barrio Sur, D. O. Guerrero se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Las manos, más tranquilas que antes, sostenían con firmeza el portafolio. Sin abrir los ojos, buscó a tientas con los dedos, bajo el asa, el vital nudo de cordel. Sentirlo le dio confianza. Estaría sentado como ahora, dentro de unas cuatro horas, al tirar de ese cordel, poniendo en marcha la corriente eléctrica que dispararía la enorme carga de dinamita que se encerraba en la cartera. ¿Tendría tiempo de sentir algo cuando llegara el momento? Seguramente tendría un instante, una fugaz partícula de segundo, para saborear su triunfo, el logro de sus planes. Y luego, por suerte, nada más…

Ahora que estaba a bordo, seguro y a salvo, deseaba que el avión despegara. Pero cuando abrió los ojos, la misma azafata seguía contando.

Por el momento había dos azafatas en clase turista. La viejecita de San Diego, mistress Ada Quonsett, las observaba a intervalos desde la puerta, apenas entreabierta, del lavabo donde se escondía.

El recuento previo a la salida que ahora tenía lugar conocido para ella, y también sabía que ahora corría más peligro que nunca por estar a bordo ilegalmente. Pero si él sobrevivía al recuento no era probable que lo (o la) descubrieran hasta mucho más tarde, o nunca.

Por fortuna, la que contaba no era la que mistress Quonsett había encontrado al subir.

Antes de eso había pasado algunos momentos desagradables mientras estudiaba con disimulo a aquella maldita pelirroja, que por desgracia estaba de servicio en la puerta cuarenta y siete; menos mal que aquella mujer se había ido cuando todavía quedaba un poquito de tiempo para subir, y que el empleado la dejado pasar sin hacer historias.

En la puerta le repitió a la azafata de turno lo de la billetera. La chica, tratando de contestar a todas las preguntas que le hacía la gente acumulada allí, no aceptó la cartera cuando supo que contenía «un montón de dinero»: reacción que ella esperaba. También esperaba —y así fue— que le dijese que ella misma le llevara el billetero a su hijo, pero que se apresurara.

El hombre alto y rubio, que sin saberlo había servido de «hijo» a mistress Quonsett, estaba sentándose cerca del frente de la cabina. Ella hizo un movimiento en esa dirección, pero apenas esbozado, hasta que la mirada de la azafata la dejara en libertad de acción, como ocurrió casi al momento.

Mistress Quonsett no tenía un plan fijo. Cerca había un asiento que podría haber ocupado, pero el azar le deparó un camino libre al baño. Pronto vio, por la puerta de éste, que la primera azafata se perdía de vista y otra empezaba la cuenta, a partir del frente.

Cuando su recuento la llevó al fondo del avión, mistress Quonsett emergió del baño y pasó casi corriendo a su lado, murmurando una disculpa. Oyó el gruñido de impaciencia y supo que la chica la había incluido, sin más.

Un poco más adelante, a la izquierda, había un asiento libre en el medio de una fila de tres. Con su experiencia como polizón del aire, la ancianita de San Diego había aprendido a buscar esos asientos porque la mayoría de los pasajeros no los querían y por eso eran los últimos elegidos en la oficina de venta; si el avión no iba completo, quedarían varios sin ocupar.

Una vez sentada, mistress Quonsett mantuvo la cabeza baja tratando de pasar lo más inadvertida posible. No se hacía ilusiones de que no la descubrirían. En Roma tendría que pasar por la aduana y la Oficina de Inmigración, y eso le impediría alejarse como solía hacerlo al llegar a Nueva York después de sus vuelos ilegales; pero con suerte tendría la emoción de llegar a Italia, más el agradable viaje de vuelta. Mientras tanto, en este vuelo gozaría de una buena comida, y de alguna película, y más tarde quizás una simpática y agradable conversación con sus dos acompañantes de asiento.

¿Qué clase de personas serían? Ya había visto que eran hombres, pero por ahora evitaba mirar al de su derecha porque eso implicaría volver la cara hacia el pasillo y las azafatas; ahora las dos iban y venían contando de nuevo. En cambio miró con disimulo al de la izquierda, lo que le fue fácil, pues estaba recostado y tenía los ojos cerrados. Era un hombre delgado, descarnado, de cara amarillenta y cuello flaco, al parecer mal alimentado. Llevaba un bigotito rubio.

Sobre las rodillas sostenía un portafolio con mano firme, aunque no abría los ojos.

Las azafatas habían terminado de contar. Una tercera salió del compartimiento de primera clase y las tres se consultaban apresuradamente.

El hombre de la izquierda abrió los ojos sin soltar su maletita. La viejecita, siempre curiosa, se preguntó qué contendría.

Al volver a la Aduana, pasando ahora por el sector de pasajeros de la terminal, el inspector Harry Standish seguía pensando en el hombre del portafolio. Él no podía interrogarlo: fuera de su área de jurisdicción no tenía derecho de interrogar a nadie, a menos que sospechara que no había cumplido sus deberes aduaneros. No era ése el caso, sin duda.

Lo que sí podía hacer era telegrafiar una descripción del hombre a la Aduana italiana, avisándoles que podía llevar contrabando. Pero no lo haría. Entre las aduanas de distintos países había más rivalidad que cooperación. Hasta con la Aduana de Canadá, tan cercana, pasaba lo mismo; se conocían incidentes relacionados con informes recibidos por la Aduana de Estados Unidos sobre el contrabando de diamantes introducidos en Canadá por embarques ilegales; por sistema, esos informes nunca llegaban a la Aduana canadiense: en cambio, los agentes estadounidenses identificaban a los sospechosos a su llegada al Canadá, los seguían y los arrestaban sólo si cruzaban la frontera de Estados Unidos. La idea era que el país donde se descubría ese contrabando lo guardaba todo, y la Aduana no tenía inclinación a compartir su botín.

No, decidió el inspector, nada de telegramas a Italia. Pero les comunicaría sus dudas a la gente de Trans America para que ellos decidieran.

Mistress Livingston, la encargada de relaciones que estaba antes en la salida del vuelo dos, hablaba con un grupo de pasajeros y su guía. Se le acercó y esperó a que se fuera.

—Hola, míster Standish —dijo Tanya—. Espero que en la Aduana las cosas estén más tranquilas que por aquí.

—Nada de eso —le contestó, recordando a mistress Harriet Dubarry Mossman, cuyo interrogatorio sin duda no había terminado.

Tanya esperaba que él siguiera hablando, pero Standish dudó. A veces pensaba si no se estaría convirtiendo en un supersabueso, demasiado seguro de su infalibilidad. Sin embargo, casi siempre su instinto acertaba.

—Miraba cómo cargaban para el vuelo dos —añadió él—. Algo me preocupó —y le describió el hombre flaco y sombrío que apretaba su portafolio de modo tan extraño.

—¿Cree que lleva algo de contrabando?

—Si viniera del extranjero, en lugar de ir allá, ya me ocuparía de averiguarlo —respondió con una sonrisa—. Lo único que puedo decirle, mistress Livingston, es que en ese portafolio hay algo que él no quiere que se sepa.

—No sé qué podría hacer yo —contestó pensativa. Aunque llevara algo de contrabando, no estaba convencida de que ése fuese asunto de la Compañía.

Lo más probable es que no haya nada que hacer. Pero como ustedes cooperan con nosotros, quise darle esa información.

—Gracias, míster Standish. Se lo diré al gerente de distrito y él verá si quiere avisar al capitán del avión.

Tanya, ya sola, miró el gran reloj de la terminal que indicaba un minuto para las veintitrés. Mientras se dirigía a la Administración pensó: «Ya es tarde para alcanzar el avión en la puerta de salida; si no se alejó ya de allí, lo hará dentro de unos segundos». ¿Estaría el gerente en su oficina? Si consideraba importante la información podía avisar por radio al capitán Demerest mientras el vuelo dos seguía en tierra en maniobras de rodaje. Tanya apresuró sus pasos.

El gerente no estaba en la oficina, pero Peter Coakley, sí.

—¿Qué hace aquí? —le preguntó sin miramientos.

El joven empleado, burlado por la viejecita, describió avergonzado lo ocurrido.

Peter Coakley acababa de recibir una severa reprimenda: el doctor, llamado con urgencia —y para nada— al tocador de señoras, se enfureció y expresó su furia sin miramientos. El joven Coakley, por su actitud, esperaba lo mismo de Tanya, y no sufrió una desilusión.

—¡Maldita sea, maldita sea! —explotó ésta—. ¿No le advertí que estaba llena de trucos?

Sí, mistress Livingston, pero yo…

—¡No importa! Llame por teléfono a todas nuestras puertas de salida. Adviértales que busquen a una viejecita inocente, vestida de negro…, ya la conoce; descríbala. Quiere volar a Nueva York, pero puede que haya elegido un camino con desvíos para despistar. Si la localizan, que el encargado de embarque la detenga y nos avise aquí. Que no la dejen subir a ningún avión, diga lo que diga. Mientras usted hace eso, yo llamo a las otras compañías.

—Sí, señora.

Había varios teléfonos en la oficina. Ambos se pusieron a llamar.

Ella sabía de memoria los números de TWA, Trans America, United y Northwest, las cuatro compañías con vuelos directos a Nueva York. Hablando primero con su colega de TWA, Jenny Henline, oyó la voz de Peter Coakley:

Sí, muy vieja…, de negro…, cuando la vea no lo creerá…

Tanya comprendió que se había entablado la lucha mental entre ella y la ingeniosa y resbaladiza Ada Quonsett. ¿Cuál triunfaría al final?

Por el momento había olvidado su conversación con el inspector de aduanas Standish y su intención de localizar al gerente de distrito.

A bordo del vuelo dos, el capitán Demerest preguntó enfurecido:

—¿Por qué diablos no seguimos?

Los motores tres y cuatro, a estribor del avión N-731-TA funcionaban. En todo el aeroplano vibraba su ruido contenido pero poderoso.

Los pilotos habían recibido, por teléfono interno, permiso del supervisor de rampa para poner en marcha los dos motores pero no los uno y dos de babor, lado por donde subían los pasajeros, y que no se activaban hasta cerrar todas las puertas, un minuto antes se apagó la luz roja, indicando que la puerta trasera del fuselaje estaba bien cerrada; inmediatamente retiraron la escalera posterior. Pero otra luz roja brillaba todavía, significaba que la puerta delantera de la cabina no estaba cerrada, y una mirada hacia atrás a través de las ventanas le confirmó que la escalera de ese lado seguía en su lugar.

Moviéndose en su asiento de la derecha, el capitán Demerest ordenó al segundo oficial Jordan que abriera la puerta.

Cy Jordan ocupaba un asiento detrás de los dos pilotos, frente a un complejo sistema de instrumentos y controles. Levantándose a medias extendió su figura larga y delgada tocando el botón que abría hacia fuera la puerta de la cabina de vuelo. Más allá, en la sección delantera de pasajeros, había una media docena de personas con uniforme de la compañía, entre ellas Gwen Meighen.

—¡Gwen! —llamó Demerest, y cuando estuvo más cerca preguntó—: ¿Qué diablos sucede?

Gwen parecía preocupada.

—No nos sale bien la cuenta de pasajeros turistas; la hicimos dos veces y no está de acuerdo con la lista y los pasajes que recogimos.

—¿Está ahí el supervisor de rampa?

—Sí, revisando la cuenta.

—Quiero verlo.

En esta etapa de cualquier vuelo se presentaba siempre un problema de autoridad: en teoría, el capitán ya estaba al mando, pero no podía poner en marcha los motores ni comenzar las maniobras de rodaje sin autorización del supervisor de tierra. Ambos tenían interés en que el avión saliese a su hora, pero sus diferentes obligaciones a veces causaban demoras.

Poco después el jefe de rampa, de uniforme con una sola franja plateada, llegó a la cubierta de vuelo.

—Vea, amigo —le dijo Demerest—: ya sé que tiene problemas, pero nosotros también. ¿Cuánto tiempo más va a tenernos aquí sentados?

—Acabo de ordenar un nuevo recuento de pasajes, capitán. En la sección turista hay un pasajero de más.

Bueno; ahora yo le voy a decir algo: cada segundo que pasamos aquí quemamos combustible en los motores tres y cuatro, que usted nos autorizó a poner en marcha…, valioso combustible que nos hará falta para volar esta noche. Así que si no salimos ahora mismo, cierro todo y mando pedir más combustible. Y otra cosa que le conviene saber: Control aéreo nos dijo que hay un claro en este momento… Si salimos en seguida podemos despegar sin perder tiempo; dentro de diez minutos a lo mejor todo ha cambiado. Decida usted: ¿qué hacemos?

El supervisor dudó, aprisionado entre su doble responsabilidad. Sabía que el capitán tenía razón en cuanto al consumo de combustible; pero parar ahora los motores y cargar otra vez los tanques demoraría media hora, a considerable costo, sin contar la hora de atraso que ya llevaban. Pero también era cierto que en un vuelo internacional de la importancia de éste, el recuento de pasajeros y la cantidad de pasajes tenían que coincidir. Si en realidad había a bordo alguien no autorizado, si lo encontraban y se lo llevaban, eso le daba al supervisor un respaldo para justificar su decisión de mantener el avión en tierra unos minutos más: Pero si la diferencia se debía a error de algún empleado —y podía suceder— el gerente lo quemaría vivo.

Tomó la decisión obvia; llamando por la puerta ordenó:

—Cancelen el recuento de pasajes. Este vuelo sale ahora.

Al cerrarse la puerta Anson Harris, sonriendo satisfecho, habló por teléfono interno con un mecánico, en tierra:

—¿Ponemos en marcha el motor dos?

—Pongan en marcha el dos —contestó como un eco.

La puerta delantera del fuselaje estaba bien cerrada; el indicador rojo se apagó.

El motor número dos se puso en marcha con un firme rugido.

—¿Empezamos con el uno?

—Empiecen con el uno.

La escalera delantera, como un cordón umbilical cortado, se deslizaba hacia la terminal.

Por la radio, Vernon Demerest llamaba a control de tierra pidiendo permiso para rodar.

El número uno se puso en marcha.

En el asiento de la izquierda el capitán Harris, en el comando del avión, tenía los pies en posición en los frenos y pedal del timón.

Seguía nevando con fuerza.

—Vuelo dos de Trans America, habla control de tierra. Autorizado rodaje.

El ritmo de los motores se aceleró.

Demerest pensó: Roma… y Nápoles… allá vamos.

Eran las veintitrés horas en toda la región central del país. En el salón D, corriendo y tropezando a la vez, alguien llegó al Portón cuarenta y siete.

Aunque hubiera tenido aliento para preguntar, las preguntas eran innecesarias.

Las rampas de acceso al avión estaban cerradas. Los signos portátiles anunciando la partida del vuelo dos, El Bajel Dorado, ya no estaba allí. El avión se alejaba de la puerta.

Desesperada, sin saber qué hacer, Inés Guerrero miró impotente las luces del avión que se alejaban en la oscuridad.