7
En el campo la fuerza y el rigor del viento no habían disminuido, y la nieve seguía cayendo en abundancia.
Dentro de su auto Mel Bakersfeld tiritaba. Alejándose de la pista tres cero con su jet Aéreo-Mexican siempre inmóvil, se dirigía a la pista uno siete, izquierda, que acababa de ser limpiada. Se preguntó qué lo hacía tiritar, si era el frío o los recuerdos provocados por el presentimiento reciente y las molestias en la vieja herida del pie.
Esta databa de diecisiete años antes, cerca de la costa de Corea; Mel era piloto naval, tripulante del portaaviones Essex y encargado de cumplir misiones de combate en el aire. Desde doce horas antes (lo recordaba claramente, aún ahora) había sentido aproximarse una calamidad. No era miedo: eso era algo a lo que todos tenían que acostumbrarse; no, era más bien la convicción de que algo inevitable y quizá definitivo se le acercaba de modo inexorable. Al día siguiente su avión se hundía en el mar durante un combate aéreo con un MIG-15.
No estaba herido, pero tenía el pie izquierdo atrapado por un pedal atascado del timón. Mientras el avión se hundía —era tan liviano y capaz de flotar como un ladrillo— Mel tomó su cuchillo de caza y golpeó desesperado en el objeto sólido que formaban juntos su pie y el pedal.
De algún modo, ya debajo del agua, consiguió mover el pie. Sintiendo un dolor intenso, semiahogado, logró salir a la superficie.
Las ocho horas siguientes las pasó en el agua; cuando lo recogieron había perdido el conocimiento. Más tarde supo que se había cortado los ligamentos frontales del tobillo, con lo cual el pie se extendía rígido, casi en línea recta con el resto de la pierna.
Con el tiempo, los médicos navales lo curaron, pero desde entonces nunca volvió a volar como piloto. Pero de vez en cuando, los dolores volvían y le recordaban que en aquella ocasión, como en otras posteriores, su instinto no le engañaba al anunciarle algo malo. AHORA tenía la misma sensación.
Se acercaba a la pista uno siete izquierda, tratando de no perderse en la oscuridad y de aprovechar la restringida visibilidad. El jefe de torre le había dicho que era ésta la pista que Control pensaba utilizar cuando cambiara el viento: pronto, según los pronósticos.
En ese momento sólo dos pistas estaban en uso: uno siete derecha y dos cinco.
El Lincoln Internacional contaba con un total de cinco pistas, que durante los tres últimos días y noches habían representado el frente de batalla entre aquél y la tormenta.
De las cinco, la más larga y ancha era la tres cero, ahora obstruida por el jet. Con un cambio de viento y un avión procedente de la dirección opuesta, también podía serlo la uno dos. Las cifras indicaban aberturas de compás de 300 y 120 grados. Esta pista tenía más de tres kilómetros de largo y un ancho de 80 metros; la gente del aeropuerto decía, bromeando, que desde uno de sus extremos no se podía ver el otro, debido a la curvatura de la tierra.
Las otras cuatro pistas tenían casi un kilómetro menos de largo, y un ancho también menor.
Desde el comienzo de la tempestad, y sin pausa, los equipos limpiaban de nieve todos esos kilómetros de pistas, los barrían, los cepillaban, los cubrían de arena. El equipo motorizado —rugientes motores diesel que costaban varios millones de dólares— no se detenía más que unos minutos, lo indispensable para cargar combustible o cambiar de obreros. Los pasajeros nunca veían de cerca ese trabajo, porque ningún avión se servía de una pista recién limpiada hasta que habían inspeccionado su superficie, y la habían declarado segura. Las normas eran estrictas. Para los jets se permitía el máximo de un centímetro de nieve húmeda y siete de nieve seca. Lo que sobrepasara ese límite podía ser absorbido por los motores, con el consiguiente peligro para la marcha de las máquinas.
Mel pensó que era una lástima que las cuadrillas no trabajaran más a la vista del público. El espectáculo era grandioso y emocionante. Aún ahora, en la tormentosa oscuridad, mientras se aproximaba desde atrás a los equipos acumulados, el efecto era impresionante. Gigantescas columnas de nieve caían en cascada a la derecha formando arcos de cincuenta metros, encuadrados en las luces reflectoras de los vehículos, a las que se agregaban, formando un colorido caleidoscópico, otra veintena de luces, una en el techo de cada vehículo del grupo, que giraban sin cesar.
En el aeropuerto llamaban al grupo los «Bailarines de Conga», porque tenía cabeza, cuerpo, cola y espectadores alrededor, y su marcha a lo largo de las pistas ostentaba una precisión coreográfica.
La cabeza era un veterano capataz de Mantenimiento, que manejaba un vehículo del aeropuerto, amarillo brillante como todo el resto del equipo. El conductor imponía su ritmo, generalmente rápido, al resto de la Conga. Disponía de dos radios y estaba siempre en contacto con el Control de nieve y el de tránsito aéreo. Por un sistema de luces se comunicaba con los que lo seguían: verde significaba «acelere», amarillo «siga así», rojo «aminore» y rojo vibrante «pare». Mentalmente debía recordar el mapa detallado del aeropuerto, y saber exactamente dónde estaba, hasta en la noche más oscura, como ésta.
Al conductor le seguía, como el primer violinista de una orquesta, el limpianieves o barredora número uno: esta noche era un enorme «Oshkosh» con una hoja principal delante y otra al costado. Detrás y a la derecha seguía la número dos. La primera barredora empujaba a un lado la nieve y la segunda recibía esa carga, agregaba su propia cosecha y trasladaba ambas más allá.
Luego seguía una sopladora de nieve, en línea con las barredoras: seiscientos caballos de rugiente fuerza; a un costo de sesenta mil dólares era el «Cadillac» del conjunto. Engullía la nieve acumulada por sus predecesores y la arrojaba con fuerza hercúlea más allá del límite de la pista.
Dos barredoras más y una segunda sopladora formaban línea más hacia la derecha.
Después venían las cepilladoras: cinco de frente, con hojas que levantaban la nieve que hubiesen podido dejar las barredoras frontales. Sus cepillos giratorios, de cinco metros de ancho y motores diesel independientes, barrían la superficie de la pista como escobas monstruosas.
Luego los areneros. Sobre la superficie ya limpia por obra de los once vehículos anteriores, tres enormes camiones cargados de arena, la distribuían por igual.
Era una arena especial. En el resto del aeropuerto, caminos y áreas utilizadas por el público, se añadía sal a la arena para derretir el hielo. Pero nunca en las áreas donde circulaban aviones, pues la sal corroía el metal, y por cierto que los aviones recibían un trato más respetuoso que los autos.
Al final de la Conga propiamente dicha —«Carlitos el de la cola»— iba un ayudante de capataz en otro auto, para asegurarse de que la continuidad de la línea no sufriese rupturas y para apresurar a los rezagados. Se comunicaba por radio con la cabeza, la que a menudo no podía ver por la nieve y la oscuridad.
Y por fin, los espectadores, la comitiva: una barredora reemplazante por si alguno de los efectivos sufría una avería; un camión de servicio con sus mecánicos; tanques de combustible: diesel y gasolina, y un camión con café y bizcochos que se acercaba a ciertas horas, obedeciendo a una llamada por radio.
Mel aceleró para atravesar esta última parte y colocó el auto junto al del ayudante de capataz. Su llegada no pasó inadvertida: el conductor anunció por radio:
—Míster Bakersfeld acaba de llegar.
La línea se movía con rapidez: casi sesenta y cinco kilómetros por hora; en lugar de los cuarenta acostumbrados. Era probable que el conductor hubiera acelerado porque el cambio de viento previsto hacía necesario abrir pronto la pista.
Mel sintonizó Control Aéreo en su radio y oyó al conductor llamar a la torre:
—… en uno siete izquierda, cerca de intersección con pista dos cinco. Pido paso en intersección.
La pista dos cinco estaba ahora en uso activo.
—Habla control terrestre: conductor, no pase la intersección. Tenemos dos vuelos a la vista. No puede, repito, no puede cruzar intersección de pista. Conteste.
La voz tenía un tono de disculpa, como de quien comprende la dificultad de parar una Conga y moverla de nuevo. Pero sin duda los vuelos en cuestión habían tenido dificultades para aterrizar y ahora estaban a punto de hacerlo, uno detrás del otro. En una noche así, la única justificación para no dejarlos bajar tenía que ser alguna emergencia desesperada.
Delante de Mel las luces rojas vibraron con autoridad y la Conga aminoró y se detuvo.
El capataz asistente, un negro joven y alegre, saltó de su auto y se le acercó. Cuando abrió la puerta el viento se precipitó pero no pudo oírlo, sólo sentirlo, por el ruido que hacían los dieseis inactivos. El asistente acercó la boca al oído de Mel:
—Diga, míster B., ¿por qué no se une a la línea? Le cuidaremos el auto.
Mel sonrió. En todo el aeropuerto sabían que le gustaba mucho montar y hasta conducir unidades de equipo pesado, cuando tenía oportunidad. ¿Y por qué no?, se dijo. Estaba aquí para inspeccionar los trabajos de limpieza porque el comité inspirado por Vernon Demerest había dado un informe desfavorable.
Era evidente que todo iba bien y el informe no tenía razón, pero sería mejor quedarse unos minutos más.
—Okay —gritó—; iré en la segunda sopladora de nieve.
—¡Sí, señor!
El asistente, con una linterna en la mano y arqueado para resistir el viento, pasó precediendo a Mel por las líneas de areneros y cepilladoras, ahora inmóviles. Mel observó que ya la nieve fresca empezaba a cubrir otra vez la superficie recién limpiada. Desde atrás una figura surgió de un camión de servicio y se dirigió aprisa al auto de Mel.
—Apúrese, míster B. Paramos por poco tiempo —el joven negro iluminó la cabina de la sopladora y le mostró el camino a Mel, que subió—. Desde arriba el chófer abrió la puerta y la sostuvo mientras Mel entraba sintiendo un agudo dolor en el pie, pero sin tiempo de detenerse. Las luces ya eran verdes, sin duda los dos aviones ya estaban en tierra, más allá de la intersección. Había que apresurarse para pasar antes del próximo aterrizaje, que podía ser dentro de uno o dos minutos, no más. Mirando hacia atrás Mel pudo ver al capataz corriendo hasta su vehículo, Carlitos-el-de-la-cola.
La sopladora ya se movía, acelerando con profundos gruñidos. El chófer lo miró de reojo mientras Mel se hundía en uno de los asientos, blandos y cómodos.
—Hola, míster Bakersfeld.
—¿Cómo estás, Will? —lo reconoció; en tiempos normales era pagador de personal en el aeropuerto.
—Bien, señor; un poco cansado.
Mantenía con cuidado su posición detrás del tercero y cuarto limpianieves, cuyas luces de techo apenas se veían. Ya las inmensas hojas de la sopladora engullían nieve a todo vapor. De nuevo el ininterrumpido torrente blanco formaba su arco convexo, fuera de la pista.
Allí arriba era como estar sobre el puente de un barco: el chófer sostenía el volante sin apoyar mucho, como el timonel. Infinidad de esferas y palancas que brillaban en las tinieblas, estaban al alcance de la mano. Los limpiaparabrisas, circulares y muy veloces como los de un barco, eran refugios de clara visibilidad en medio de la nieve profundamente incrustada.
—Supongo que todos están cansados —contestó Mel—. Pero esto no durará eternamente.
El indicador de velocidad se movía: cuarenta, cincuenta, sesenta kilómetros por hora. Mel se movió para ver lo que sucedía afuera. Desde su posición en el centro del convoy veía las luces y formas de los otros vehículos. Observó satisfecho que la formación era exacta.
Pocos años antes, esta tormenta habría significado el cierre total de cualquier aeropuerto. Ahora no, gracias a que el progreso en tierra —en este sector— equivalía por fin al progreso en el aire. Pero ¿en cuántos sectores de la aviación ocurría lo mismo? En muy pocos, pensó Mel con tristeza.
—Bueno —decía el chófer—, es algo diferente a la máquina de sumar, y cuanto más dure esto, más horas extras tendremos para cobrar. —Tocó una palanca y el compartimiento delantero donde estaban se inclinó hacia delante, permitiendo observar las hojas; con otro control las ajustó y los asientos volvieron a su posición anterior—. Usted sabe que no tengo obligación de hacer esto, míster Bakersfeld. Me ofrecí de voluntario. Pero esto me gusta: tiene algo… no sé.
—¿Algo elemental, primitivo? —sugirió Mel.
—Eso es —rió el chófer—. La nieve me hace feliz.
—No es eso, Will —Mel volvió a inclinarse para seguir la marcha de la Conga. Esto era elemental, primitivo. Pero algo más importante: en medio de la soledad se sentía el contacto íntimo con la aviación, la verdadera aviación que en su forma más simple no era más que el hombre contra los elementos. Esa sensación se perdía en las terminales y las oficinas; allí los aspectos secundarios predominaban engendrando una confusión. No estaría mal que todos nosotros, los directivos —pensó Mel— nos colocáramos de vez en cuando al final de una pista con el viento en la cara; así aprenderíamos a separar los detalles y a quedarnos con lo fundamental. Y la ventilación podría, incluso, llegarnos al cerebro.
En varias ocasiones, deseoso de pensar o razonar claramente, a solas, Mel se había llegado al campo de aterrizaje. Esa noche no tenía esa intención, pero comprobó que sus pensamientos especulaban con su futuro y el del aeropuerto, siguiendo las ideas que lo acosaban desde hacía varios días.