9

Los bocadillos calientes pedidos por el capitán Demerest ya estaban servidos para los pilotos del vuelo dos. Sobre una bandeja traída por una azafata desde la cocina de primera clase, las apetitosas menudencias desaparecían con rapidez. Demerest tuvo un gruñido satisfecho al morder una tartaleta de langosta con champiñones guarnecida de queso parmesano.

Como de costumbre, las azafatas seguían su campaña de engorde del segundo oficial con aspecto de hambriento, Cy Jordan. A escondidas —creían ellas— le habían puesto más bocadillos en su plato, por detrás de los dos capitanes, y mientras manipulaba las llaves de combustible los carrillos se le hinchaban, llenos de hígado de pollo cocinado con tocino.

Pronto los tres, por turno, podrían abandonar su trabajo en el cuarto casi oscuro y disfrutar del mismo plato principal y postre, ambos deliciosos, que la compañía servía a los pasajeros de primera clase. Lo único que no compartía la tripulación con esos pasajeros eran el vino de mesa y el champaña.

Trans America, como casi todas sus rivales, se preocupaba mucho por la calidad de las comidas servidas a bordo. Algunos decían que las aerolíneas, aunque fuesen internacionales, debían pensar nada más que en el transporte, operar como líneas de autobuses o metros y dejar a un lado todos los adornos, sirviendo comidas no superiores a lo que puede contener la bolsa del almuerzo de un obrero o empleado. Pero otros creían que gran parte de los viajes modernos se hacían, en todo, a ese último nivel, y agradecerían el toque de estilo y elegancia representado por la buena comida a bordo de los aviones. Casi no se registraban quejas al respecto. Muchos pasajeros, turistas y de primera, recibían con placer los manjares, y los consumían con deleite.

Vernon Demerest, buscando con la lengua las últimas y suculentas partículas de langosta, pensaba esto mismo. En ese momento la llamada de Selcal resonó en la cabina y al mismo tiempo parpadeó la luz del panel de radio.

Anson Harris levantó las cejas. Una llamada de Selcal ya salía de lo común; pero dos en menos de una hora eran algo excepcional.

—Lo que necesitamos —dijo Cy Jordan desde atrás— es un número que no figure en la guía.

—Contestaré yo —Demerest se preparó a sintonizar.

Después de la identificación mutua de vuelo dos y despacho de Nueva York, el capitán comenzó a escribir el mensaje, que venía del Aeropuerto Lincoln y empezaba: «Existe posibilidad sin confirmar…». Mientras oía, las facciones de Demerest, reflejadas por la luz, se pusieron tensas. Al terminar avisó brevemente acuse de recepción y desconectó sin hacer comentarios.

Le pasó el mensaje a Harris; éste lo leyó y silbó despacio, pasándolo a su vez a Cy Jordan.

«Sugerimos retorno o aterrizaje según criterio capitán», terminaba el mensaje.

Ambos sabían que eso planteaba una cuestión de autoridad. Aunque esta noche Anson Harris volaba como capitán y Demerest como primer oficial, este último, que también era piloto de control, tenía más autoridad, si quería ejercerla.

—El asiento de la izquierda lo ocupas tú —dijo Demerest, brusco, en respuesta a la mirada interrogante de Harris—. ¿Qué esperamos?

—Vamos a dar vuelta atrás —anunció Harris tras breve consideración—, pero una vuelta amplia y lenta para que los pasajeros no se den cuenta. Luego Gwen Meighen localizará a este tipo que nos preocupa porque nosotros no podemos presentarnos en la cabina de pasajeros, o sospechará algo —se encogió de hombros—; después de eso haremos lo que podamos.

—Bueno —asintió Demerest—. Tú da la vuelta y yo me ocupo de Gwen —apretó el botón que llamaba a las azafatas con tres golpes, su código para llamar a Gwen.

Con frecuencia radial que ya había usado, Harris llamó a Control de ruta y anunció, lacónico:

—Trans America dos. Tenemos un problema. Permiso para volver a Lincoln, y vector de radar desde posición actual hasta allí.

Razonando con acierto había descartado todo aterrizaje en otro aeropuerto. Ottawa, Toronto y Detroit, les habían informado, estaban cerrados al tránsito aéreo debido a la tempestad. Además, para tratar con el hombre que los preocupaba, la tripulación necesitaba tiempo, y el retorno a Lincoln se lo daría.

No dudaba de que Demerest había llegado a la misma conclusión.

Desde el Centro de Toronto, a una distancia vertical de casi diez kilómetros, la voz de un control preguntó:

—¿Trans America dos? Pueden empezar vuelta izquierda, dirección dos siete cero. Listos para cambio de altura.

—Bien, Toronto. Empezamos la vuelta, y la haremos amplia y gradual.

—Vuelta amplia aprobada.

Todo se había dicho con calma, como de costumbre. En el aire y en tierra sabían que de ese modo todos salían ganando, así como perdían cediendo a la tentación de ser dramáticos, de excitarse. Por la índole de la petición que le formuló el vuelo dos, el Control terrestre tuvo conciencia instantánea de que existía un problema, una emergencia real o en potencia.

Ningún jet, llegado a su altura máxima y en pleno vuelo, daba vuelta de repente sin una razón muy importante. Pero el Control sabía también que si llegaba el momento, el capitán declararía emergencia oficial y le diría por qué. Hasta entonces él no malgastaría el tiempo de la tripulación, ocupada sin duda en sus propios asuntos nada desdeñables, haciéndoles preguntas innecesarias.

Eso no le impediría prestarles la ayuda que le pidiesen, con toda la rapidez posible.

En tierra ya se movían las ruedas de la administración. En el Centro de Toronto, situado en un hermoso edificio moderno, a unos veinticinco kilómetros de la ciudad, el agente receptor de la transmisión del vuelo dos llamó a un supervisor, quien se puso en comunicación con otros sectores para dejar camino libre al avión y vigilar las alturas que lo rodeaban, como medida de precaución. El Centro de Cleveland, que antes había pasado el avión al de Toronto y ahora lo recibiría de nuevo, también estaba avisado. El de Chicago, que reemplazaría al de Cleveland, recibía notificación. En la cabina del avión recibieron un nuevo mensaje de Control de ruta:

—Empiecen descenso a nivel de vuelo dos ocho cero. Informen al dejar nivel de vuelo tres tres cero.

—Centro de Toronto, habla Trans America dos —respondió Anson Harris—. Comenzamos descenso ahora.

Por orden de Harris, Jordan informó al despacho de Trans America, por radio de la compañía, la decisión de retornar. Se abrió la puerta y entró Gwen Meighen.

—Oigan —dijo—, si quieren más bocadillos, lo siento, pero no hay nada que hacer. No sé si sabrán que llevamos unos cuantos pasajeros a bordo…

—Ya te castigaré por insubordinación más tarde —dijo Demerest—. Por ahora —imitando su acento inglés— tenemos un pequeño problema.

A primera vista no había cambios importantes en la cabina desde la recepción del mensaje vital. Pero el buen humor de antes ya no existía. Bajo la fingida calma, los tres tripulantes eran tres profesionales funcionando al máximo de su eficiencia mental, como un equipo bien integrado. Para lograr un momento así en pocos segundos era para lo que se les sometía durante años a un entrenamiento rígido, y adquirían vasta experiencia, antes de llegar a capitanes aéreos. El hecho de volar en sí, de manejar y controlar la marcha de un avión, no tenía nada de difícil; los altos sueldos que recibían los pilotos comerciales correspondían más bien a sus reservas de recursos mentales y físicos, sus conocimientos de Aviación y su capacidad para resolver situaciones inesperadas. Demerest, Harris y en menor medida Cy Jordan tenían que utilizar ahora todos esos recursos. La situación a bordo del vuelo dos no era todavía crítica; con suerte podía no serlo hasta terminar el viaje. Pero si surgía una crisis, estaban listos, mentalmente, para afrontarla.

—Quiero que me localices un pasajero —le dijo Demerest a Gwen—. Pero que no se dé cuenta de que lo buscas. Aquí tenemos la descripción. Es mejor que leas todo el mensaje —y se lo pasó. Ella se acercó y lo leyó a la luz.

Cuando el avión osciló levemente la mano de Gwen le rozó el hombro. Sintió su proximidad y su perfume, tan conocido. De costado pudo distinguir su perfil en la semioscuridad. Leía con expresión seria, pero no afligida; le recordó algo que antes había admirado: su fuerza, que en nada disminuía su feminidad; también recordó en el espacio de un segundo que ella le había dicho dos veces, esta noche, que lo quería, y él se había preguntado si había estado enamorado de veras alguna vez. Imposible estar seguro cuando uno se imponía su disciplina en las emociones personales. Pero en este momento supo por instinto que lo que sentía por Gwen era lo que más podía acercarse al amor.

Ella leía el mensaje por segunda vez, más despacio.

Por un momento él sintió una rabia terrible contra esta nueva circunstancia que demoraba los planes de ambos para verse en Nápoles, pero se contuvo. Ahora sólo cabía actuar como un profesional, y lo sucedido podía significar, como máximo, un día de demora a contar del momento en que volvieran a Lincoln; pero luego el vuelo saldría otra vez. No se le ocurrió pensar que la amenaza de la bomba podría no acabar tan rápidamente, o el peligro no desaparecer tan a tiempo como en otras ocasiones.

Junto a Demerest, Harris seguía dando la vuelta con mucha suavidad y la maniobra más leve que le era posible usar. Era una vuelta perfecta, de ejecución exacta, como demostraba la aguja de cada piloto y la bolita indicadora, antecesora de los instrumentos de aviación, todavía usada en los jets modernos como lo fue en el Espíritu de San Luis de Lindbergh, y aun antes. La aguja y la bolita ocupaban su lugar debido, centrados a la perfección. Pero el compás indicaba la amplitud de la vuelta: ciento ochenta grados. Harris había dicho que los pasajeros no se darían cuenta y tenía razón, a menos que alguien, al mirar por la ventanilla, alguien que conociera la posición de las estrellas y la luna, distinguiera la diferencia entre la marcha hacia el Oeste y hacia el Este. Pero ese riesgo era inevitable, y por suerte las nubes que ocultaban la tierra hacían imposible identificar ciudades. Empezaban a perder altura, la nariz del avión un poco baja, los aceleradores apenas llevados hacia atrás, para que el ruido de los motores no se modificara más de lo acostumbrado en cualquier vuelo normal. Harris se concentraba en volar con precisión de libro de texto, ajeno a la presencia y palabras de Gwen y Demerest.

Esta devolvió el mensaje.

—Quiero que vuelvas allá y lo localices —ordenó Demerest—. Fíjate dónde lleva el portafolio y si podemos sacárselo de algún modo. Comprenderás que nosotros no podemos presentarnos —al menos por ahora—, porque lo asustaríamos.

—Sí, comprendo. Pero tampoco hace falta que vaya yo.

—¿Por qué?

Porque ya sé dónde está: en el asiento 14-A.

Demerest la escrutó con la mirada:

—No tengo que decirte que esto es importante. Si tienes alguna duda vuelve a cerciorarte.

—No tengo ninguna duda.

Y explicó que media hora antes, después de servir la comida en primera, había ido a echar una mano en turista. Uno de los pasajeros, en asiento de ventanilla, a la izquierda, dormitaba. Cuando ella le habló se despertó inmediatamente; llevaba apretado en las rodillas un pequeño portafolio y Gwen le ofreció guardárselo, o le sugirió que lo dejara en el suelo mientras comía. Él rehusó y siguió sin soltar el portafolio, como si contuviera algo muy importante. Para comer, en lugar de servirse de la mesita plegadiza que se abría en el respaldo del asiento delantero, apoyó la bandeja en el portafolio, que seguía sobre sus rodillas. Acostumbrada a las rarezas de los pasajeros, Gwen no volvió a pensar en ello aunque recordaba bien al hombre; la descripción del mensaje le iba a la perfección.

—También lo recuerdo porque se sienta al lado de la viejecita clandestina.

—¿Dijiste un asiento de ventanilla?

—Sí.

—Eso hace más difícil apoderarse de la cartera. —Demerest recordaba otra parte del mensaje: «Si suposiciones ciertas posible que detonador explosivos esté exterior portafolio fácilmente accesible. Por lo tanto tengan mucho cuidado si tratan de apoderarse portafolio contra su voluntad». Gwen también debía de estar pensando en esa advertencia.

Por primera vez su razonamiento cedió ante una sensación, no de miedo sino de duda. El miedo podría venir luego, pero no todavía. ¿Había una posibilidad de que esta historia de bomba fuese algo más que una historia? Vernon Demerest había pensado en situaciones así, había hablado de ellas, pero sin creer nunca que algo semejante pudiera sucederle a él.

Harris completaba la vuelta con la misma eficacia demostrada hasta entonces. Se encontraban ya volando en dirección totalmente opuesta.

De nuevo sonó la campanilla de Selcal. Demerest le hizo un signo a Cy Jordan y éste contestó y empezó a copiar el mensaje que le transmitían.

Harris, por su parte, hablaba con el Centro de Toronto.

—Pienso —le dijo Demerest a Gwen— si podríamos sacar de sus asientos a los otros dos pasajeros junto a Guerrero. Así quedaría solo en una fila de tres asientos y quizás uno de nosotros, desde atrás, podría arrancarle el portafolio.

—Si se quedara solo estoy segura de que sospecharía —respondió Gwen, con énfasis—. Ya está nervioso y en cuanto hiciéramos levantar a esos dos, con cualquier pretexto que fuese, sabría que pasa algo malo y se pondría en guardia, observando y esperando.

El segundo oficial entregó el mensaje que había copiado, también del gerente de distrito de la compañía en Lincoln. Lo leyeron juntos:

Nueva información indica posibilidad anterior explosivos posesión pasajero Guerrero es ahora fuerte probabilidad, repito, fuerte probabilidad. Pasajero se cree trastornado mental, desesperado. Repito advertencia previa aproximarse sumo cuidado. Buena suerte.

—Eso último me gusta —acotó Cy Jordan—. Muy amable al desearnos eso.

—¡Cállate! —cortó Demerest, brusco.

El silencio, sólo roto por los ruidos de rutina, duró varios segundos.

—Si hubiera algún modo… —reanudó lentamente Demerest—, algún modo de engañarlo para que suelte ese maldito portafolio. Bastarían unos cuantos segundos para poner las manos encima y arrojarlo fuera…; actuando con rapidez, con dos segundos es suficiente.

—Pero ni siquiera quiso dejarlo en el suelo… —recordó Gwen.

—¡Ya sé, ya sé! Estaba pensando, nada más. Vamos a ver otra vez: entre el pasillo y Guerrero hay dos pasajeros. Uno de ellos…

—Uno de ellos es un hombre, sentado junto al pasillo; en medio va la vieja, mistress Quonsett, y luego Guerrero.

—Así que la abuela está al lado mismo de Guerrero; al lado mismo del portafolio.

—Sí, pero ¿de qué nos sirve eso? Aunque pudiéramos decirle de qué se trata, ¿cómo podría ella…?

—¿Todavía no le dijiste nada? —cortó Demerest, seco—. ¿No sabe que la descubrimos?

—No. Tú me dijiste que no lo hiciera.

—Quería asegurarme.

Volvieron a quedar callados. Demerest se concentró en sopesar posibilidades y terminó por decir, espaciando las palabras:

—Tengo una idea; puede que no resulte, pero por ahora no tenemos nada mejor. Escuchad, que os diré lo que hay que hacer.

En clase turista casi todos habían terminado de comer y las azafatas retiraban con presteza las bandejas. El servicio había sido más rápido de lo acostumbrado, debido en parte a que por la demora en salir algunos ya habían comido en la terminal y ahora, por lo tarde que era, no aceptaron comer de nuevo o apenas probaron los platos.

En la hilera de tres asientos, donde mistress Quonsett seguía charlando con su nuevo amigo el oboísta, una de las azafatas, rubia y vivaracha, les preguntó:

—¿Puedo retirar sus bandejas?

—La mía sí, señorita —respondió el músico.

—Gracias, querida; yo también he terminado —sonrió mistress Quonsett con dulzura—. Estaba todo muy rico.

El antipático de su izquierda entregó la bandeja sin decir palabra.

Sólo entonces la ancianita de San Diego se dio cuenta de que en el pasillo, de pie, había otra azafata.

Ya la había notado antes varias veces; parecía estar a cargo de las otras chicas: pelo negro, cara bonita de pómulos altos y ojos oscuros y fuertes, que ahora la enfocaban a ella con mirada directa y fría.

—Perdón, señora. ¿Me permite su pasaje?

—¿Mi pasaje? Claro —Mistress Quonsett simuló sorpresa aunque en seguida adivinó lo que se ocultaba tras la petición: sabían o sospechaban que viajaba como polizón. Pero nunca cedía sin luchar y ahora mismo buscaba una salida. ¿Cuánto sabía esta mujer?

Abrió la cartera y fingió buscar entre sus papeles.

—Sé que lo llevaba, querida. Debe de estar por aquí, en alguna parte —alzó los ojos con expresión inocente—. A menos que el hombre se lo haya llevado cuando subí. A lo mejor se lo guardó y no me di cuenta.

—No, eso es imposible. Si era de ida y vuelta debe tener el talón de regreso. Y si era ida nada más también tiene que quedarle el talón y el sobre para guardar el pasaje.

—Sí que es extraño… —y siguió haciendo como que buscaba.

—¿Miro yo? —preguntó fríamente Gwen; ninguna de sus frases tenía ni rastro de su acostumbrado tono amistoso—. Si hay un pasaje en su cartera, lo encontraré. Y si no lo hay perderemos menos tiempo.

—De ninguna manera —Mistress Quonsett fue severa en su tono; luego se humanizó—. Comprendo que tiene buenas intenciones, querida, pero llevo papeles privados. Usted, como inglesa, respetará los derechos del individuo. Porque es inglesa, ¿no?

—No importa que lo sea o no. En este momento hablamos de su pasaje. Si lo tiene, digo.

Gwen hablaba en tono alto y la oían varias filas más atrás. Las cabezas empezaron a convergir hacia ellas.

—Claro que lo tengo; sólo que no sé dónde está —sonrió pidiendo comprensión—. En lo de ser inglesa, lo supe desde la primera palabra que dijo. Tantos ingleses —de su clase, querida— hablan el idioma con tanta gracia. Lástima que tan pocos americanos podamos hacer lo mismo. Mi difunto esposo siempre decía…

—No importa lo que decía. ¿Qué hay de su pasaje?

Era difícil para Gwen mantener esa actitud descortés y desagradable. Por su voluntad habría tratado a esta anciana con firmeza, pero en tono amistoso y sin maldad, aparte de lo mal que estaba tratar así a alguien que tenía más del doble de su edad. Pero ésas eran las instrucciones, bien explícitas que había recibido de Vernon.

—Tengo mucha paciencia con usted, joven —Mistress Quonsett parecía un poco escandalizada—. Pero cuando encuentre mi pasaje le diré lo que pienso de su actitud…

—¿De veras, mistress Quonsett? —se sobresaltó al oír su nombre y por primera vez la fachada dejó entrever grietas. Gwen insistió—: Usted es Ada Quonsett, ¿no es cierto?

La viejecita se pasó un pañuelo de encaje por los labios y suspiró:

—Si lo sabe, para qué voy a negarlo.

—Eso: ¿para qué?, si todos sabemos lo suyo. Tiene un repertorio envidiable, mistress Quonsett.

Cada vez miraban y escuchaban más pasajeros; uno o dos se habían levantado, acercándose. Expresaban simpatía por la anciana y críticas a Gwen. El hombre junto al pasillo, que hablaba con mistress Quonsett al llegar Gwen, se movió incómodo y dijo:

—Si hay algún malentendido, quizá yo pueda ayudar…

No hay malentendido —replicó Gwen—. ¿Usted viaja con esta señora?

—No.

—Entonces no se preocupe por nada, señor.

Hasta ahora no había mirado al hombre más alejado, junto a la ventanilla, que sabía era Guerrero. Ni él tampoco la miró, aunque por la inclinación de su cabeza ella sabía que no perdía palabra de lo que decían. Sin llamar la atención, observó que no soltaba el portafolio que reposaba sobre sus rodillas. Al pensar lo que podía haber dentro la asaltó un miedo helado y repentino y tembló con el presentimiento de algo terrible que se avecinaba. Quería volver corriendo a la cabina para decirle a Vernon que se ocupase él de esto. Pero no lo hizo y pasó el momento de debilidad.

—Le dije que la conocemos bien, y es cierto —le aseguró a mistress Quonsett—. Hace pocas horas que la pescaron como polizón en un vuelo nuestro procedente de Los Angeles. La pusieron en custodia, pero se las arregló para escaparse. Luego, mintiendo, subió a este avión.

La viejecita dijo vivamente:

—Si sabe tanto, o cree que lo sabe, no voy a discutir con usted —mientras decidía que ya no valía la pena preocuparse; después de todo sabía que podían descubrirla y por lo menos había tenido una aventura y una buena comida. ¿Y, además, qué importaba? Como dijo la pelirroja del aeropuerto, las compañías nunca denunciaban a los polizontes.

Pero sentía curiosidad por lo que iba a venir ahora y preguntó:

—¿Volvemos atrás?

—Usted no es tan importante. Cuando lleguemos a Italia la entregaremos a las autoridades. —Las instrucciones de Demerest incluían dar a entender que el vuelo dos seguía camino a Roma, sin admitir nunca que ya habían dado vuelta y regresaban al aeropuerto; también le recomendó ser dura con la vieja y a ella no le gustó tener que hacerlo. Pero lo principal era impresionar a Guerrero y así llevar a la práctica el plan de Demerest.

Aunque Guerrero no lo sabía —y si todo iba bien no lo sabría hasta que fuese demasiado tarde y ya no importara—, toda esta escena lo tenía a él como único destinatario.

—Venga conmigo —ordenó Gwen—. El capitán tiene un mensaje sobre usted y debe informar; pero antes quiere verla —y agregó dirigiéndose al otro pasajero—: Por favor, deje pasar a esta mujer.

—El capitán quiere verme… —por primera vez mostraba nerviosidad.

—Sí, y no le gusta que lo hagan esperar.

Vacilante, mistress Quonsett se desabrochó el cinturón de seguridad. Cuando el oboísta, no teniendo más remedio, la dejó pasar, dio unos pasos poco firmes por el pasillo. Tomándola del brazo, Gwen la empujó hacia adelante, consciente de las miradas hostiles que la fulminaban.

Resistió la tentación de darse la vuelta para ver si el hombre del portafolio también miraba.

—Soy el capitán Demerest —dijo Vernon—. Entre, por favor; acérquese todo lo que pueda. Gwen, cierra la puerta a ver si cabemos todos —le sonrió a mistress Quonsett—. Me temo que estas cabinas no están diseñadas para recibir visitas.

La anciana lo miró sin verlo muy bien: después de la brillante iluminación de la cabina de pasajeros, de la que acababa de llegar, sus ojos no se acostumbraban a la semioscuridad de la cubierta de mando. Sólo veía figuras vagas, indefinidas, sentadas y rodeadas por docenas de esferas que despedían luz roja. Pero la voz tenía un tono bondadoso, inconfundible: le hizo un efecto muy diferente del que, estoica, se había preparado a recibir.

Jordan subió el apoyo para el brazo de un asiento vacío detrás de Anson Harris y Gwen, con modos suaves que contrastaban con su conducta anterior, la guió y la hizo sentar.

La quietud del aire exterior facilitaba los movimientos. Aunque a menos altura que antes, seguían muy por encima de la tormenta, y a pesar de la velocidad superior a los ochocientos kilómetros por hora, parecían navegar en un mar calmo y tranquilo.

—Mistress Quonsett —dijo Demerest—, lo que haya sucedido allá afuera puede olvidarlo; no es por eso por lo que la trajimos aquí. ¿La trataste mal, Gwen?

—Me temo que sí.

Miss Meighen seguía mis órdenes; yo le dije que hiciera lo que hizo, porque sabíamos que una persona en particular iba a mirar y escuchar y tenía que parecer verdadero y darnos una razón plausible para hacerla venir aquí.

Ada Quonsett distinguía mejor la silueta alta y vaga que le hablaba desde el asiento de la derecha. Por lo que podía verle de la cara, parecía un hombre bueno, pensó. Claro que no le entendía ni una palabra. Miró alrededor suyo y encontró todo muy interesante. Nunca había estado en una cabina de vuelo y era más pequeña y llena de cosas de lo que había pensado. También era abrigada y cálida; por eso los tres hombres que ahora veía iban en mangas de camisa. Ya tenía algo que contarle a su hija en Nueva York…, si alguna vez llegaba allá.

—Abuela —dijo el hombre que se había presentado como el capitán—, ¿usted se asusta con facilidad?

La pregunta le pareció rara y pensó antes de contestar:

—Creo que no. A veces me pongo nerviosa, pero no tanto como antes. Cuando una envejece no queda mucho de que asustarse.

—He decidido contarle algo —prosiguió el capitán mirándola con fijeza—, y pedirle ayuda. No tenemos mucho tiempo, así que seré breve. Supongo que habrá observado a su vecino de asiento, del lado de la ventanilla.

—¿El flaco del bigotito?

—Sí, ése —dijo Gwen.

—Es extraño. No habla con nadie y no suelta esa cartera que lleva. Creo que está preocupado por algo.

—Nosotros también estamos preocupados —dijo Demerest—. Tenemos razones para creer que en ese portafolio lleva una bomba y queremos quitárselo. Para eso la necesitamos.

Una de las cosas raras que tenía estar aquí arriba con los pilotos, pensó Ada Quonsett, era la gran tranquilidad que había. En el silencio que siguió a esas últimas palabras oyó un mensaje que venía por un altavoz cerca de su asiento.

—Trans America dos, aquí Centro Toronto. Su posición es veinticinco kilómetros al este del faro de Kleinburg. Avisen nivel de vuelo e intenciones.

—Toronto, aquí Trans America dos —contestó el hombre del asiento al frente izquierda, cuya cara todavía no había visto—. Dejamos nivel dos nueve cero. Pedimos continuar descenso lento hasta nuevo aviso. Sin cambio intenciones regresar para aterrizaje en Lincoln.

—Bien, Trans America. Abrimos camino para ustedes. Pueden continuar descenso lento.

Un tercer hombre, en una mesita a su derecha llena de esferas se inclinó hacia el que había hablado:

—Calculo que llegaremos en una hora y diecisiete minutos, si el viento y las nubes no cambian; si se mueven podría ser menos.

—¿Volvemos, no es cierto? —Mistress Quonsett tuvo que esforzarse para no dejar traslucir su excitación.

—Sí —le contestó Demerest—, pero usted es la única que lo sabe, aparte de nosotros. Por ahora no se lo diga a nadie y menos a Guerrero, el hombre del portafolio. El no debe saberlo.

¿Le estaría sucediendo esto de veras?, pensó, casi sin aliento. Era tan emocionante como una serie de televisión. Quizá fuera un poco peligroso y para asustarse, pero no quería pensar en eso. Lo principal era estar allí, tomando parte en todo, codeándose con el capitán, compartiendo secretos; ¿qué diría su hija de eso?

—¿Nos va a ayudar, entonces?

—Claro que sí. Supongo que quieren que yo trate de sacarle…

—¡No! —Demerest se inclinó más, sobrepasando el respaldo del asiento para dar más énfasis a sus palabras, y agregó severo—: Ni siquiera toque ese portafolio, ni se acerque a él.

—No, si usted lo dice —asintió con humildad.

—Sí que lo digo. Y recuerde que esto es importante: Guerrero no debe sospechar que nosotros sabemos su secreto. Ahora, como hice con Miss Meighen hace un rato, voy a decirle lo que debe hacer cuando vuelva a su asiento. Por favor, preste atención y óigame bien.

Cuando terminó, la viejecita se permitió sonreír brevemente:

—Sí, sí, creo que puedo hacer eso.

Se estaba levantando y Gwen iba a abrir la puerta para que saliera, cuando Demerest preguntó:

—Ese vuelo de Los Angeles en el que venía de contrabando…, ¿para qué quería llegar a Nueva York, como me dijeron?

Le contestó que a veces se sentía sola en la costa del Oeste y quería visitar a su hija casada.

—Abuela, si salimos de ésta le doy mi garantía personal de que todos sus problemas se solucionarán, y no sólo eso, sino que mi compañía le dará un pasaje a Nueva York de ida y vuelta, en primera clase.

Eso la conmovió tanto que casi lloró.

—¡Gracias, gracias! —por una vez le costaba hablar. ¡Qué gran hombre; tan bueno y generoso!

La genuina emoción que sentía fue un factor favorable para mistress Quonsett a su paso por el compartimiento de primera clase y luego por la cabina turista: mientras Gwen Meighen la cogía fuerte del brazo y la empujaba, la anciana se enjugaba los ojos con el pañuelo de encaje y presentaba un cuadro lacrimoso y verosímil de aflicción y angustia. Por detrás de las lágrimas pensó, casi regocijada, que era la segunda vez aquella noche que hacía lo mismo. La primera vez, cuando fingió sentirse enferma, su público era, en la terminal, el joven empleado Peter Coakley. Si lo había convencido a él, ¿cómo no iba a convencer a los pasajeros que la veían pasar?

La actuación tuvo la autenticidad suficiente para que un pasajero le preguntara acalorado a Gwen:

—¿Tiene que tratarla tan mal, señorita, no importa lo que haya hecho?

—No se inmiscuya, por favor, señor —le replicó Gwen con dureza, sabiendo que Guerrero ya podía oírla.

Cuando pasaron a la cabina turista, Gwen cerró la cortina que separaba ambas clases. Eso era parte del plan de Vernon. Miró atrás y vio que la puerta de la cabina de vuelo estaba un poco entreabierta. Vernon esperaba y observaba. En cuanto cayera la cortina, Vernon se colocaría tras ella, mirando por una abertura que Gwen tuvo cuidado de dejar preparada. Cuando llegara el momento abriría la cortina de golpe y se precipitaría para actuar con la máxima rapidez.

Al pensar en lo que sucedería muy pronto —con cualquier resultado que fuese—, otra vez sintió Gwen el helado temor y la sensación de presentimiento agorero y otra vez los dominó. Recordando su responsabilidad ante la tripulación y pasajeros —ignorantes del drama que se desarrollaba— escoltó a mistress Quonsett durante los pasos que faltaban hasta su asiento. Guerrero les dio un rápido vistazo y en seguida miró a otro lado. Gwen notó que el portafolio seguía en sus rodillas, sostenido por las manos. El intérprete de oboe se levantó cuando se acercaron y con expresión de simpatía dejó pasar a la anciana. Con destreza Gwen se puso frente a él y le impidió volver a su lugar. Era indispensable que el asiento del pasillo estuviera vacío hasta que Gwen pudiese alejarse. Notó un ínfimo movimiento en la abertura que había dejado en la cortina. Vernon Demerest estaba en posición, listo.

—¡Por favor! —De pie en el pasillo, mistress Quonsett suplicó llorosa—: Se lo ruego, pídale al capitán que lo piense otra vez. No quiero que me entreguen a la Policía italiana…

—Lo hubiera pensado antes —cortó Gwen, implacable—. Y yo no le digo al capitán lo que tiene que hacer.

—¿Pero no puede pedírselo? Él la escucharía.

D. O. Guerrero volvió la cabeza, se enteró de la escena y volvió a desviar la mirada.

—¡Le digo por última vez que se quede sentada! —ordenó Gwen, tomándola del brazo.

—Lo único que pido es que me lleven de vuelta —lloriqueó Ada Quonsett—. Entrégueme en mi tierra, no en un país extranjero.

—Señorita —protestó el oboísta detrás de Gwen—, ¿no ve que la señora está afligida y nerviosa?

Por favor no intervenga en esto —saltó Gwen—. Esta mujer no tiene por qué estar aquí. Viaja sin pagar; es una pasajera clandestina.

—Eso no me importa —apostilló el músico, indignado—. Es una señora de edad.

Sin hacerle caso, Gwen empujó a mistress Quonsett hasta hacerla caer a medias.

—¿No me ha oído? ¡Siéntese y cállese la boca!

—¡Me ha hecho daño! —chilló la otra, pero se dejó caer en su asiento.

Varios pasajeros, levantados, protestaban.

D. O. Guerrero miraba frente a sí, rígido. No separaba las manos del portafolio.

Mistress Quonsett volvió a gemir.

—Está histérica —dijo Gwen, fría; con movimientos deliberados, que no indicaban la repugnancia que sentía por verse obligada a hacerlo, se inclinó y la abofeteó con fuerza. El golpe resonó en toda la cabina. Los pasajeros contuvieron la respiración. Otras dos azafatas no podían creer lo que estaban viendo. El oboísta tomó a Gwen del brazo y ella se lo sacudió en seguida.

Lo que siguió fue tan rápido que ni los más cercanos supieron decirlo con exactitud.

Mistress Quonsett, en su asiento, se volvió a la izquierda y rogó a Guerrero:

—¡Señor, por favor, ayúdeme, ayúdeme!

Rígido e inexpresivo no le hizo ningún caso.

Dominada al parecer por la pena y el temor, ella le echó los brazos al cuello, volcada casi sobre él, repitiendo:

—¡Por favor, por favor!

Guerrero se retorció para librarse de ella, pero no lo consiguió. En cambio Ada Quonsett aumentó la presión de sus brazos alrededor del cuello, repitiendo una vez más su petición de ayuda.

Rojo, próximo a sofocarse, Guerrero no tuvo más remedio que levantar ambas manos para arrancarse del desagradable abrazo. En gesto de súplica, ella aflojó los brazos y le tomó las manos.

En el mismo instante, Gwen se inclinó hacia el asiento interior y con un solo movimiento fácil y rápido, sin prisa aparente, se apoderó con fuerza del portafolio y lo apartó de las rodillas de Guerrero. Un segundo después estaba en el pasillo: Guerrero estaba separado de su cartera por la barrera sólida que formaban Gwen y Ada.

La cortina que los separaba de primera clase se abrió de un solo golpe y Vernon Demerest, alto e imponente en su uniforme, corrió hacia ellas.

Con el alivio pintado en la cara extendió la mano para tomar el portafolio y alabó:

—Muy bien, Gwen. Dámelo.

Nadie hubiera creído que el incidente seguiría, aparte de lo que restaba por hacer con Guerrero. Si todo no terminó allí, el único responsable fue Marcus Rathbone.

Hasta ese momento era un pasajero más, desconocido e insignificante, sentado en su lugar, 14-D, al otro lado del pasillo. Aunque nadie le había prestado atención, él se consideraba muy importante y casi nunca pensaba en otra cosa; un hombre pomposo y satisfecho de sí mismo.

En el pueblo de Iowa donde vivía era un pequeño comerciante, llamado el Contra por sus vecinos. Cuando alguien hacía o proponía algo, fuera lo que fuera, él presentaba sus objeciones. Estas, de todos tamaños y formas, eran legendarias en el pueblo, e iban desde la elección de libros para la biblioteca local hasta el sistema de antenas comunales, pasando por la disciplina requerida por su hijo en la escuela y el color con que debían pintarse los edificios municipales. Poco antes de salir de viaje había dejado listo un plan para impedir la promulgación de una ordenanza sobre letreros luminosos que no podía sino hermosear la calle principal de su pueblo. A pesar de su condición de «contra», no había un solo ejemplo de que hubiese propuesto alguna idea constructiva.

Otra de sus peculiaridades era el desprecio que sentía Marcus Rathbone por las mujeres, sin excluir a la suya. Ninguna de sus objeciones tendía a beneficiarlas o a tenerlas en cuenta para nada. Por lo tanto, no lo había afectado la humillación sufrida por mistress Quonsett, pero sí el hecho de que Gwen Meighen se hubiese apoderado del portafolio de D. O. Guerrero.

A sus ojos, el incidente significaba que el Estado, la oficialidad —¡y para colmo, una mujer de uniforme!— violaban los derechos de un viajero, como él, y tenía que formular sus objeciones ante tal abuso. Indignado, Rathbone se levantó de su asiento y se interpuso entre Gwen y Vernon Demerest.

En el mismo instante Guerrero, enrojecido y murmurando palabras incoherentes, saltó de su asiento, libre del abrazo de Ada Quonsett. Cuando llegó al pasillo, Marcus Rathbone le quitó el portafolio a Gwen y, con una cortés inclinación, se lo presentó a su dueño; éste, con movimientos de animal salvaje y los ojos llenos de locura, lo agarró de un salto.

Vernon Demerest se abalanzó, pero ya era tarde. Trató de llegar hasta Guerrero, pero la estrechez del pasillo y las figuras que los separaban: Gwen, Rathbone y el oboísta, se lo impidieron. Guerrero corría hacia el fondo del avión. Otros pasajeros se ponían en pie. Demerest gritó, desesperado:

—¡Paren a ese hombre, que lleva una bomba!

El grito produjo a su vez chillidos y un éxodo de los asientos que bloqueó todavía más el pasillo. Sólo Gwen Meighen, a empujones, codazos y arañazos, se mantuvo cerca de Guerrero.

En el extremo de la cabina, siempre semejante a una bestia, pero ahora acorralada, Guerrero se dio la vuelta. Lo único que lo separaba ya de la cola del avión eran los tres lavabos de atrás; las luces indicadoras le revelaron dos vacíos y uno ocupado. De espaldas a ellos, sostuvo el portafolio bien separado de su pecho, una mano en el asa y la otra en la cuerda ahora visible por debajo de aquélla. Con voz enloquecida, mezcla de murmullo y gruñido, advirtió:

—¡No se muevan, no se acerquen!

Por encima de las cabezas Demerest volvió a gritar:

—¡Guerrero, escúcheme! ¿Me oye? ¡Escúcheme!

Durante un segundo de silencio nadie se movió y sólo se oyó el gemido incesante de los motores. Guerrero parpadeó y siguió mirando a los otros, con ojos desconfiados y salvajes.

—Sabemos quién es usted —siguió Demerest— y qué intenciones tiene. Sabemos lo del seguro y la bomba, y en tierra también lo saben, así que el seguro no servirá de nada.

¿Entiende? El seguro no es válido, no sirve para nada, está cancelado, no lo pagarán. Si dispara esa bomba se matará inútilmente. Nadie saldrá ganando, y menos su familia. Ellos perderán más que nadie porque todos los despreciarán y los culparán. ¡Escúcheme! Piense en lo que le digo.

Una mujer gritó. Guerrero continuaba indeciso.

—Guerrero —urgió Demerest—, cálmese para que esta gente pueda sentarse. Entonces hablaremos, si quiere. Puede preguntarme lo que se le antoje. Le prometo que nadie se le acercará hasta que usted lo permita.

Demerest pensaba: «Si puedo mantenerlo atento un rato más dejaremos libre el pasillo y luego trataré de convencerlo de que me pase el portafolio; si rehúsa, puedo saltar, echármele encima y arrancarle la cartera antes de que pueda usar el detonador». El riesgo era enorme, pero no podía hacer otra cosa.

Nerviosos, los pasajeros iban volviendo a sus asientos.

—Ahora que le dije que lo sabemos todo, Guerrero, usted sabe que es inútil seguir, y le pido que me dé su portafolio —trató de hablar en tono razonable, comprendiendo la importancia de seguir hablando—. Si me hace caso le doy mi palabra de honor de que nadie de a bordo le hará ningún daño.

Los ojos de Guerrero no mostraban más que miedo; se pasó la lengua por sus labios delgados. Gwen Meighen era la más próxima a él.

—Cuidado, Gwen —le dijo Demerest, con calma—. Procura sentarte —si tenía que saltar nadie debía obstruirle el camino. Detrás de Guerrero, la puerta del lavabo ocupado se abrió.

Un hombre joven con cara de búho y gruesos anteojos salió y se detuvo mirando con sus ojos miopes. Se veía que ignoraba todo lo ocurrido.

—¡Agarre al tipo del portafolio, que tiene una bomba! —le gritó otro pasajero.

Al primer ruido que hizo la puerta del lavabo, Guerrero había dado media vuelta. Ahora, de un salto, apartó al otro y entró en el baño que quedaba libre.

Junto con él también se movió Gwen, manteniendo la misma distancia entre ambos. Vernon Demerest, unos metros más allá, se acercaba con dificultad por el pasillo todavía obstruido.

Cuando Gwen alcanzó la puerta del baño ésta se cerraba. Puso un pie dentro y empujó. Consiguió impedir que la puerta se cerrara del todo, pero no pudo moverla. El peso de Guerrero se lo impedía y le causaba un fuerte dolor en el pie.

Para Guerrero los últimos minutos eran un vago recuerdo. No había comprendido del todo lo sucedido ni había oído bien las palabras de Demerest. Pero una cosa le llegó: que, como tantos otros planes grandiosos, también éste había fallado. De alguna manera, como siempre con todo lo que emprendía, le había salido mal. Toda su vida era un fracaso, y su muerte también lo sería, pensó con amargura.

Apoyaba la espalda en la puerta del baño. Sintió que presionaban y se dio cuenta de que en cualquier momento esa presión iba a aumentar y a impedirle que la cerrara del todo. Desesperado, tanteó en el portafolio buscando la cuerda bajo el asa que pondría en libertad el cuadradito de plástico, la pinza y la dinamita. Cuando la encontró y tiró tuvo tiempo de pensar si también sería un fracaso la bomba fabricada por él.

Pero, también tuvo tiempo, antes de que la vida y la comprensión lo abandonaran, para saber que no era un fracaso.