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Por lo general, después de medianoche había un alivio en tránsito aéreo, pero hoy no. La tormenta obligaba a las compañías a mantener en funcionamiento aviones que llegaban y salía con horas de retraso. Y la congestión que prevalecía en pistas y calles de rodaje empeoraba esas demoras.

Casi todos los integrantes del turno anterior de ocho horas en control aéreo habían terminado de trabajar a medianoche y fueron muy cansados a sus casas, remplazados por otros compañeros recién llegados. Algunos, por escasez de personal o enfermedad de otros, tenían que trabajar un poco más, hasta las dos de la mañana; entre ellos el jefe, el supervisor de radar Wayne Tevis y Keith Bakersfeld.

Desde la conversación con su hermano, cargada de emociones e interrumpida abruptamente hora y media antes, Keith buscó alivio concentrándose con intensidad en la pantalla de radar. Si podía mantener esa concentración, el tiempo que le quedaba —sus últimas horas de trabajo— pasaría más pronto. Siguió a cargo de las llegadas por el Este, junto con un joven ayudante sentado a su izquierda. Wayne Tevis continuaba cabalgando en su taburete especial por todo el cuarto de radar, calzado con botas texanas, pero, al acercarse el fin de su turno, iba disminuyendo en energía.

En un sentido Keith logró su propósito, pero en otro, más extraño, no. Era como si tuviera el cerebro dividido en dos mitades y pudiera pensar con los dos a la vez: con uno dirigía los aviones que llegaban, por ahora sin problemas; con el otro sus pensamientos eran personales e introspectivos. No podía durar el fenómeno, pero Keith comparó su mente a una luz a punto de extinguirse, más brillante que nunca durante esos últimos minutos.

El lado personal estaba exento de pasión, casi tranquilo; era posible que la conversación con Mel le hubiera valido eso, ya que no otra cosa. Todo tenía aspecto de cosa ordenada, decidida: terminaría su turno, se iría y poco después habrían terminado la espera y la angustia, para siempre. Tenía la convicción de que toda comunicación entre su vida y las otras estaba cortada ya; no pertenecía a Natalie, ni a Mel, Brian o Theo…, ni ellos a él. Pertenecía a los muertos, como los Redfern que habían muerto juntos en el desastre de su avión Beech Bonanza; la pequeña Valerie y su familia. ¡Era eso precisamente! ¿Por qué no lo había pensado antes, comprendiendo que con su muerte pagaba su deuda a los Redfern? Tranquilo y desapasionado, Keith se preguntó si esta loco; decían que los suicidas eran locos, pero ¿qué le importaba?. Él no elegía entre la vida y la muerte sino entre el tormento y la paz; y la paz llegaría antes que la luz del día. Una vez más llevó la mano al bolsillo y palpó la llave del cuarto reservado en la «Posada O’Hagan».

Mientras tanto, en el otro nivel seguía ocupándose sin tropiezos e incluso con algo de su antigua pericia de las llegadas por el sector Este. Le costó tomar conciencia de la crisis sufrida por el vuelo dos.

En Control conocían la intención de retornar expresada por el capitán, segundos después de formularla Harris, casi una hora antes. La llamada había sido directa, por teléfono, del supervisor de Chicago al jefe de torre, y siguió inmediatamente a las notificaciones recibidas en Cleveland y Toronto. Al principio Lincoln no podía hacer otra cosa que avisar a la gerencia por medio del comando antinieve, de la petición de la pista tres cero.

Después, cuando el vuelo pasó de control de Cleveland al de Chicago, comenzaron preparativos más intensos.

Wayne Tevis, supervisor de radar, recibió aviso del jefe de torre, quien fue en persona a la sala de radar para explicarle el estado del avión, hora estimada de llegada y dudas sobre la pista a usar: dos cinco o tres cero.

Al mismo tiempo Control de tierra notificaba a servicios de emergencia del aeropuerto que estuvieran listos a llevar sus vehículos al campo, y llamaba a Joe Patroni para cerciorarse de que éste conocía la urgente necesidad de limpiar la pista tres cero. La conocía.

Se estableció contacto entre la torre de control y la cabina de vuelo del jet varado, para asegurarse de que cuando Patroni estuviera a cargo de los controles de la máquina pudiese comunicarse con ellos —y a la recíproca— en caso necesario.

En la sala de radar, ya en conocimiento de la situación, Tevis miró a Keith, pensando que si no lo cambiaba de posición, sería él quien tuviera que encargarse de controlar el vuelo dos y guiarlo en su aterrizaje.

—¿Sacamos a Keith y ponemos a otro? —le preguntó en voz baja, el jefe.

Este vaciló: recordaba la emergencia anterior con el KC135, cuando con un pretexto retiró a Keith para pensar después si no habría sido demasiado precipitado. Cuando un hombre perdía el dominio de sí mismo y lo recobraba a ratos, era fácil cometer sin intención un error que podía perjudicarlo. El jefe pensó también que, cuando interrumpió su conversación, Keith y Mel hablaban de asuntos privados. No debió insistir; mejor hubiera sido dejarlos solos.

Él también estaba cansado, no solamente del excesivo trabajo de hoy sino de los días anteriores. Recordaba haber leído poco antes que los nueve sistemas de tránsito aéreo en estudio y que se aplicarían hacia 1975, reducirían a la mitad el trabajo de los operadores de radar, que así sufrirían mucho menos de fatiga profesional y trastornos nerviosos, pero él tenía una actitud escéptica. No creía que la responsabilidad pudiera ser menor en este trabajo; si el control se hacía más fácil, por un lado, la carga aumentaría por otro. Sentía simpatía por los que, como Keith, pálido, ojeroso, exhausto, resultaban víctimas del sistema.

—¿Lo saco o no? —repitió en voz baja Wayne Tevis.

—Nada de extremos —contestó el jefe en el mismo tono—. Déjalo, pero no lo pierdas de vista.

Keith, viéndolos murmurar juntos, adivinó que se acercaba una emergencia en su trabajo. Después de todo era un veterano que conocía los signos.

El instinto también le dijo que hablaban, por lo menos en parte, de él. Y comprendía la razón. No dudaba de que en poco minutos lo relevarían o lo pasarían a otra posición más segura. No le importó.

Se sorprendió cuando Tevis, sin cambiarlo de lugar, anunció a todos la próxima llegada de Trans America dos, en situación crítica pidiendo prioridad.

El Control de salida recibió orden de desviar todos los aviones que salían para que no obstruyeran la ruta del vuelo dos.

Tevis le explicó el problema de la pista: la duda de cuál usaría y necesidad de postergar la decisión hasta el último minuto.

—Prepárate un plan de acción, muchacho —aconsejó con acento nasal de Texas—, cuando te entreguen el control sigue con eso. Todo lo demás que tengas lo haremos nosotros.

Al principio asintió, sin perturbarse en lo más mínimo, empezó a calcular el curso de su trabajo, mentalmente con siempre. Nunca había tiempo de escribir un plan y, además, casi siempre era necesario improvisar.

En cuanto Chicago le pasara control dirigiría el avión hasta la tres cero, pero con margen suficiente para doblar hacia la derecha, sin exageración por la poca altura, por si debían aterrizar en la pista dos cinco.

Calculó que tendría control del avión durante unos diez minutos. Tevis ya le había dicho que hasta los últimos cinco sabrían seguramente qué pista se usaría. Era muy poco tiempo en el cuarto de radar pasarían momentos tan difíciles como en mismo avión. Pero se podía hacer. Repasó otra vez, mentalmente, las instrucciones que pensaban impartir sobre ruta y compás.

Para entonces habían empezado a filtrarse informes más detallados a través de la torre, en forma extraoficial. Los operadores se pasaban los datos cuando el trabajo lo permitía… El avión había sufrido una explosión en pleno vuelo. Venía dañado, con heridos… El control del aeroplano era dudoso. Los pilotos necesitaban la pista más larga, y no era seguro que pudieran usarla. Repetían las palabras de Demerest: …en la dos cinco, un avión despedazado y muchos muertos… El capitán había mandado un mensaje terrible al gerente. Ahora éste había ido a la tres cero a tratar de limpiarla… Cada vez quedaba menos tiempo.

Hasta los agentes, que vivían siempre en tensión, se emocionaban con la situación.

El ayudante de Keith le pasó las noticias que recibía en jirones. Al oírlas aumentó su nerviosidad. ¡No quería ocuparse de esto, en absoluto! No le quedaba nada por demostrar ni por recobrar o salvar, aunque hiciera bien este trabajo. Y si se equivocaba o fallaba causaría la muerte de mucha gente, como la otra vez.

Por teléfono directo Tevis atendió la llamada del jefe de torre, que acababa de subir un piso para estar junto al Control de tierra.

Colgó y cabalgó en la silla hasta llegar al lado de Keith.

—Al viejo le avisaron del Centro: dentro de tres minutos nos pasan el avión.

El supervisor se comunicó con el control de salida para asegurarse de que mantenían el camino libre.

El operador que trabajaba a la izquierda de Keith le informó de que continuaban los esfuerzos frenéticos para mover el jet que bloqueaba la pista tres cero. Los motores funcionaban, pero el aeroplano no se movía. El hermano de Keith dirigía todo y estaba dispuesto a destrozar el avión para limpiar la pista. Lo que nadie sabía era si tendría tiempo.

Keith pensó que si Mel opinaba que sí, sin duda tenía razón. Mel sabía ocuparse de las cosas, arreglarlas; siempre lo había hecho. Keith no, por lo menos no siempre, y nunca tan bien como Mel. Esa era la diferencia entre los dos.

Habían pasado casi dos minutos.

—Ya aparecen en la pantalla —dijo con un hilo de voz el ayudante. Al borde del cuadro de radar surgió la señal de alarma: un doble pimpollo que no podía ser otro que el vuelo dos de Trans America.

¡Quería irse! ¡No podía hacerlo! Alguien tenía que remplazarlo; el mismo Wayne Tevis. Aún era posible.

Dejó de mirar a la pantalla y buscó a Tevis. Lo vio en control de salida, dándole la espalda.

Abrió la boca para llamarlo, pero, horrorizado, comprobó que no podía hablar. Probó otra vez…, nada.

Era como en el sueño; su pesadilla; no tenía voz… Pero no era un sueño; era realidad. ¿O no lo era? Luchando por poder pronunciar algo, lo invadió el pánico.

En un panel por encima de la pantalla, la luz blanca indicó una llamada del Centro de Chicago. El ayudante tomó un teléfono directo y ordenó:

—Adelante —maniobró con un selector de modo que Keith pudiera oír su altavoz.

—Lincoln Trans America dos está a cincuenta kilómetros sudeste del aeropuerto. Dirección dos cinco cero.

—De acuerdo. Hay contacto por radar; póngalo en nuestra frecuencia —el ayudante colgó.

El Centro estaría dando instrucciones al avión para cambiar sus frecuencias de radio, y deseándoles sin duda buena suerte Era lo corriente cuando un avión estaba en dificultades, lo menos que podían hacer desde su cómodo y seguro puesto de tierra. En la sala aislada y cálida, donde sólo se oían murmullos, era difícil creer que afuera, en alguna parte, en el aire lleno de sombra viento y tempestad, sin seguridad de sobrevivir, un avión herido luchaba por llegar a casa.

La frecuencia de llegadas sector Este cobró vida. La inconfundible y áspera voz de Vernon Demerest sorprendió a Keith, aunque sabía que era el capitán:

—Control llegada Lincoln, habla Trans America dos; mantenemos altura dos mil metros, dirección dos cinco cero.

El ayudante esperó, expectante. Era el momento en que Keith debía hacerse cargo. ¡Pero quería irse! Y Wayne Tevis de espaldas… No podía decir una sola palabra.

—Control llegada Lincoln —de nuevo la voz áspera—, ¿dónde demonios están?

Dónde demonios…

¿Por qué no se daba vuelta Tevis?

Keith temblaba de rabia. ¡Maldito Tevis! ¡Maldito control aéreo! ¡Maldito su difunto padre, el Loco Bakersfeld, que inclinó a sus hijos una vocación que Keith nunca quino de veras! ¡Maldito Mel, con su insoportable suficiencia y seguridad! ¡Maldito este momento! ¡Maldito sea todo!

El ayudante lo miraba sin saber qué pensar. En cualquier momento Trans America volvería a llamar. Keith estaba atrapado y lo sabía. Sin saber todavía si podría hablar, preparó el micrófono.

—Trans America dos —dijo—, habla Control llegada Lincoln Lamento la demora. Esperamos tener lista la pista tres cero; lo sabremos dentro de tres a cinco minutos.

—De acuerdo, Lincoln —un gruñido de asentimiento—. Ténganos informados.

Keith se concentraba en una sola cosa; el segundo nivel ya no existía. Se olvidó de Tevis, de su padre, de Mel y de sí mismo. Nada existía fuera del problema del vuelo dos.

—Trans America dos —y su voz era clara y tranquila—, están ahora a cuarenta kilómetros al este del límite exterior. Comiencen descenso según su criterio. Empiecen vuelta derecha dirección dos seis cero…

Un piso por encima de Keith, en la cúpula de la torre, de paredes de vidrio, el control de tierra avisó a Mel Bakersfeld de que el avión salía del control de Chicago y entraba en el del aeropuerto.

—El equipo antinieve ya tiene órdenes de actuar —contestó Mel— para quitar del medio al avión mexicano. Avisen a Patroni que cierre todos los motores inmediatamente. Díganle que si puede salga, y si no, que no se mueva. Una vez libre la pista esperen nuevas órdenes.

Usando otra frecuencia, el jefe de torre ya se comunicaba con Joe Patroni.