15

Joe Patroni sabía que no le quedaba tiempo. Había dejado inactivos los motores hasta el último momento posible para que los trabajos de limpieza debajo y alrededor del avión continuaran.

Cuando no fue posible esperar más, Patroni hizo su última inspección, y lo que vio le inspiró graves dudas.

El tren de aterrizaje todavía no estaba bien libre de la tierra, barro y nieve que lo rodeaban. Ni las zanjas, con su inclinación hacia arriba, desde el nivel actual de las ruedas principales hasta la superficie firme de la cercana calle de rodaje, tenían tampoco el ancho ni la profundidad debidos. Con otros quince minutos todo habría estado bien, pero…

Patroni sabía que no le quedaba tiempo.

Subió la rampa a pesar suyo para intentar por segunda vez mover el aeroplano, llevando a cabo él mismo la operación.

—¡Que se vayan todos! —le gritó al capataz Ingram—. Vamos a empezar.

Empezaron a surgir figuras de debajo del avión.

La nieve seguía cayendo, pero con menos fuerza que en las últimas horas.

—Necesito que me acompañe alguien en la cabina —volvió a gritar Patroni desde la rampa—, pero que sea un tipo flaquito para no excedernos en el peso. Alguien que sepa lo que debe hacer.

Entró por la puerta delantera y la cerró.

Ya dentro miró por las ventanas de la cabina y vio el auto oficial de Mel Bakersfeld, cuyo amarillo brillante se destacaba en la oscuridad. Estaba estacionado en la pista, hacia la izquierda. Cerca seguía la fila de equipo antinieve, necesario recuerdo de que le quedaban sólo unos minutos.

Cuando el gerente le anunció su plan de empujar el jet mexicano por la fuerza para sacarlo de la pista, su reacción había sido una mezcla de indignación e incredulidad: reacción natural, pero no debida a indiferencia por la suerte del vuelo dos; la seguridad aérea era la base de su trabajo y la llevaba en la sangre. No. simple idea de convertir un avión en buen estado en un montón de metal inservible, o poco menos, le resultaba casi imposible concebir o aceptar. Para él un avión —cualquier avión— representaba dedicación, destreza, conocimientos, horas de trabajo y a veces amor. Casi todo era preferible a su deliberada destrucción. Casi todo.

Patroni quería salvar el aeroplano, si podía.

A su espalda la puerta del fuselaje se abrió y volvió a cerrarse con fuerza.

Un mecánico joven, bajo y delgado se le acercó sembrando nieve. Patroni ya no llevaba el capuchón y estaba abrochando las correas del asiento de la izquierda.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Rolling, señor.

—Eso es lo que tratamos de que haga el avión[15], —rió Patroni—. Quizá seas un buen presagio.

Mientras el mecánico se quitaba también el capuchón y ocupaba el asiento de la derecha, Joe Patroni miró por la ventanas que tenía tras el hombro izquierdo. Abajo estaban quitando la rampa.

—Llamó el teléfono y contestó. Ingram llamaba desde abajo:

—Puede empezar; estamos listos.

—¿Todo listo, hijo? —le preguntó al muchacho.

—Sí, señor.

—En marcha el número tres.

El mecánico apretó un botón y Patroni dio órdenes por teléfono.

Desde el vehículo correspondiente chilló el aire bajo presión. Patroni puso la palanca de arranque en punto muerto; el joven mecánico informó:

—Listo número tres —y se oyó el firme rugido del motor pronto seguido por los números cuatro, dos y uno.

—Aquí todo listo; espacio libre —la voz de Ingram apenas oía entre el ruido del viento y los motores.

—Okay —gritó Patroni—. Desconecten teléfono y váyanse todos.

No te muevas, hijo, y agárrate fuerte —agregó dirigiéndose al mecánico. Cambió de lado su cigarro, que a pesar del reglamento tenía encendido, pasándolo a una comisura de la que surgía desafiante. Abrió sus gruesos dedos y llevó adelante los cuatro aceleradores principales.

Estaban en fuerza mediana y creció el clamor de los cuatro motores.

Adelante, en la nieve, vieron al mecánico que movía las señales. Patroni sonrió.

—Si salimos rápido espero que ese tipo sea buen corredor.

Sueltos los frenos, bajadas las aletas, el mecánico echó atrás la palanca de control. Patroni movió el timón a uno y otro lado, esperando que, con esas maniobras de costado, ayudaría a que el avión pudiera moverse.

Un vistazo a la izquierda le mostró el auto de Mel siempre en posición. Sabía que le quedaba muy poco: quizá menos de un minuto.

Ya estaban a más de tres cuartos de la fuerza máxima. La nota muy aguda de los motores le dijo que el capitán de Aéreo-Mexican no había llegado hasta este punto en su intento anterior por salir de allí, y la razón estaba en la misma vibración. Sin obstáculos, y a esta fuerza, el avión estaría corriendo por la pista. Como no podía hacerlo se sacudía con intensidad y cada milímetro del sector superior se esforzaba por ir adelante, mientras las ruedas, como áncoras, se resistían. No había duda de que el aeroplano tendía a ponerse de punta, sobre la nariz.

El mecánico lo miró, inquieto.

Patroni respondió a la mirada con un gruñido:

—Si no sale ahora este avión está listo.

Pero el avión no se movió. Con obstinación casi humana, que duraba ya horas, desafiaba el tercer intento y seguía inmóvil.

Esperando mover las ruedas, Patroni disminuyó la fuerza de los motores y en seguida volvió a aumentarla.

Pero no hubo movimiento.

El cigarro, humedecido por el mordisqueo, se apagó. Furioso, lo tiró y buscó otro, pero el bolsillo superior estaba vacío: no le quedaban cigarros.

Soltó un taco, puso otra vez la mano derecha en los aceleradores y moviéndolos aún más adelante rugió:

—¡Camina, muévete, hijo de puta!

—¡Míster Patroni! —advirtió el mecánico—. No aguantará mucho más.

De repente los altavoces dieron signos de vida. Era la voz del jefe de torre:

—Joe Patroni, a bordo Aéreo-Mexican. Control de tierra habla. Tenemos un mensaje de míster Bakersfeld: «No queda tiempo. Pare todos los motores». Repetimos: Pare todos los motores.

Afuera los quitanieve ya se movían. Sabía que no llegarían hasta el avión si él no paraba los motores, pero recordó las palabras de Mel:

«Cuando la torre nos diga que no queda tiempo, no habrá discusiones».

«¿Quién quiere discutir?», pensó.

—¿Oye, Joe Patroni? —rugió la radio—. Conteste.

—¡Míster Patroni! —gritó el mecánico—. ¿No oye?

¡Tenemos que parar!

—No oigo nada, hijo —comentó a gritos—. Hay demasiado ruido para eso.

Cualquier experto en Mantenimiento sabe que siempre queda un minuto más de los que dicen los miedosos vendedores de administración.

Lo que sí le hacía mucha falta era un cigarro. De repente se acordó: horas antes, Mel Bakersfeld le había apostado una caja que no podía sacar el aeroplano de allí aquella noche.

—Tengo algo apostado y no voy a perder —gritó, y con movimiento único y muy rápido empujó los aceleradores hasta el último límite.

Si el ruido y la vibración ya eran grandes, ahora se hicieron insoportables. El avión se sacudió como si fuera a deshacerse ahí mismo. Patroni golpeó los pedales con toda su fuerza.

En toda la cabina se encendieron las luces de alarma de los motores. El mecánico describió el efecto, más tarde, como «algo parecido a una máquina de juegos en Las Vegas».

Pero ahora dijo, alarmado:

—Temperatura del gas, doscientos ochenta grados.

Los altavoces seguían emitiendo órdenes, entre ellas una para que Patroni abandonase su intento y se fuese de allí. Pensó que no le quedaba más remedio que obedecer y estiró la mano pa cerrar los aceleradores.

Pero de pronto el avión tuvo un movimiento hacia delante. Al principio apenas se arrastró, pero después, con asombrosa velocidad, se precipitó en dirección a la calle de rodaje. El mecánico gritó algo para prevenirlo. Patroni cambió la posición de los cuatro aceleradores y ordenó: «Aletas arriba». Al mirar abajo hacia delante los dos vieron figuras que corrían en la confusa niebla.

A menos de veinte metros de la calle de rodaje seguían a la misma velocidad. Si no daban vuelta pronto, el avión cruzar la superficie firme y se estrellaría en la nieve amontonada al otro lado. Cuando sintió que los neumáticos tocaron el pavimento Patroni aplicó al máximo los frenos de izquierda y abrió de golpe los dos aceleradores de estribor; todo le respondió y el avión a dio una vuelta repentina a la izquierda, en un arco de noventa grados. A mitad de camino cerró los aceleradores y aplicó todos los frenos a la vez. El Aéreo-Mexican 707 siguió andando un poco, aminoró y se detuvo.

Joe Patroni sonrió de oreja a oreja. El avión quedaba estacionado con toda pulcritud, en el centro mismo de la calle de rodaje, paralela a la pista tres cero.

Esta última, a setenta metros de distancia, ya no estaba bloqueada.

Dentro del auto de Mel, que seguía en la pista, Tanya gritó:

—¡Lo hizo, lo hizo!

Junto a ella, Mel ya hablaba por radio con el Control de nieve, ordenando quitar de allí todo el equipo.

Segundos antes llamaba furioso a la torre, exigiendo por tercera vez que Joe Patroni parase inmediatamente los motores. Le aseguraron que sus mensajes llegaban a Patroni, pero que éste no les hacía caso. Su furia no había desaparecido; podía castigar a Joe con severidad por negarse a obedecer órdenes de la gerencia en un asunto tan importante y urgente. Pero no lo haría. Patroni se había salido con la suya y el sentido común prohibía castigar esa clase de éxito. La leyenda de Patroni tenía un capítulo más.

El equipo antinieve ya se alejaba.

—Móvil uno a Control de tierra —dijo Mel en la frecuencia de torre—. El avión varado ya no está en la pista tres cero. Siguen los vehículos. Examinaré si hay daños.

Con un faro móvil encendido miró toda la superficie de la pista. Tanya y el periodista hicieron lo mismo. A veces estos incidentes tenían un saldo de herramientas o desechos dejados por los trabajadores, peligrosos para aviones que despegaban o aterrizaban. La luz no reveló nada más que la irregular superficie de la nieve.

El último quitanieve doblaba en la intersección más cercana. Mel aceleró y lo siguió. Los tres estaban agotados por la tensión de los últimos minutos, pero sabían que la verdadera prueba quedaba por pasar.

—Pista tres cero limpia y abierta —informó Mel al doblar a la izquierda, detrás de los quitanieve.