5

Cuando Mel se volvió después de cerrar la puerta de su oficina, Cindy, de pie, se ponía los guantes. Dijo con acidez:

—Creo que dijiste quince cosas al mismo tiempo. No sé cuáles serán las otras catorce, pero estoy segura de que son más importantes que yo.

—Fue un modo de hablar —protestó Mel— y lo sabes muy bien. Ya te dije que lo siento. No sabía que iba a suceder esto; por lo menos, no tan pronto.

—Pero te encanta, ¿verdad? Todo esto. Mucho más que yo, las chicas, tu hogar, una vida social aceptable.

—¡Ah! Ya me parecía. ¡Al diablo! ¿Por qué peleamos de nuevo? ¿No arreglamos todo? No hace falta pelear más.

—No. —Cindy había perdido su fiereza—. Supongo que no. Mel fue el primero en romper el incómodo silencio que siguió.

—Mira, para nosotros dos el divorcio no es cosa fácil; para Roberta y Libby, tampoco. Si te quedan dudas…

—¿No hablamos ya de todo eso?

—Sí, pero si quieres volveremos a discutirlo cincuenta veces.

—No quiero —el gesto negativo tenía decisión—. No tengo dudas ni tú tampoco, en realidad. ¿No es cierto?

—Sí; no tengo dudas.

Cindy empezó a hablar, pero se detuvo. Iba a mencionar a Lionel Urquahrt y decidió abstenerse. Sobraba tiempo para que Mel se enterara por su cuenta. En cuanto a Derek Eden, que había ocupado sus pensamientos casi todo el tiempo que duró la entrevista con la delegación, no tenía intención de revelar su existencia a Mel, ni a Lionel.

Sonó un golpe, suave, pero decidido, en la puerta de la antesala.

—¡Por Dios! —murmuró Cindy—. ¿No podemos estar tranquilos?

—¿Quién es? —preguntó Mel, irritado.

—Nadie más que yo —dijo Tanya Livingston, abriendo la puerta—. Mel, necesito consejo… —se interrumpió de repente al ver a Cindy—. Perdón; creí que estaba solo.

—Estará solo dentro de muy poco tiempo —interpuso Cindy.

—¡No, por favor! —Tanya se ruborizó—. Puedo volver más tarde, míster Bakersfeld. No sabía que iba a molestar.

Cindy la miró, estudiando su figura uniformada.

—Supongo que es hora de que nos molesten —dijo—. Hace por lo menos tres minutos que no venía nadie aquí, y eso es más de lo que solemos pasar juntos —tomó a Mel por testigo—. ¿No?

Él hizo un signo negativo, pero no habló.

—A propósito —Cindy miró otra vez a Tanya—. ¿Cómo supo quién era yo?

Por un momento Tanya perdió su aplomo habitual, pero lo recobró y contestó, sonriendo a medias:

—Supongo que lo adiviné.

—¿Tendré que hacer lo mismo? —Cindy alzó las cejas y miró a Mel.

—No —y las presentó.

Mel no ignoraba el examen que Tanya pasaba ante Cindy. Ni tenía la menor duda de que su mujer ya estaba formando conclusiones sobre Tanya y él; Cindy tenía un instinto infalible para descubrir las relaciones entre hombres y mujeres. Además, al presentarlas él debió seguramente dejar traslucir algo: ella conocía demasiado bien cada inflexión de su voz. No se sorprendería si Cindy llegaba a adivinar también que tenía una cita con Tanya, aunque quizá fuese exceso de imaginación de parte suya.

Pero en realidad no importaba lo que Cindy supiese o adivinara. Después de todo, el divorcio lo había pedido ella y no tenía por qué importarle la presencia de otra mujer en su vida, significara poco o mucho, y de eso ni él mismo estaba seguro, todavía. Claro que esa manera de pensar era lógica y las mujeres —Cindy con seguridad y quizá también Tanya— no eran lógicas muy a menudo.

Lo que siguió le dio la razón.

—¡Qué suerte tienes, querido! —dijo Cindy con falsa dulzura—. De que no sólo vengan a verte aburridas delegaciones para traerte problemas —una ojeada a Tanya—. Usted dijo que tenía un problema, ¿no?

—Dije que quería un consejo —Tanya devolvió la mirada.

—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de consejo? ¿Asunto personal o de trabajo? A lo mejor no se acuerda…

—¡Basta, Cindy! No tienes motivos…

—¿Motivos para qué, y por qué basta? —se burlaba de él y le pareció que disfrutaba, absurdamente, de la situación—. ¿No me dices siempre que tus problemas no me interesan? Y ahora estoy pendiente del problema de tu amiga…, si lo tiene, digo.

—Es sobre el vuelo dos —dijo Tanya, sin perder la calma—. Es el vuelo de Trans America a Roma, míster Bakersfeld —añadió—. Salió hace una hora.

—¿Qué sucede con el vuelo dos? —preguntó Mel.

—A decir verdad —dudó Tanya—, no estoy bien segura.

—Vamos, piense en algo —se burló Cindy.

—¡Cállate! —cortó Mel—. ¿De qué se trata Tanya?

Tanya le contó su conversación con el inspector Standish, describió al hombre con el portafolio sospechoso y relató las sospechas de Standish sobre contrabando.

—¿El hombre va en el vuelo dos?

—Sí.

—Entonces, aunque llevara contrabando sería para introducirlo en Italia —hizo notar Mel—. La Aduana de Estados Unidos no tiene que preocuparse por eso. Que los demás países cuiden sus intereses.

—Ya sé, y lo mismo piensa mi jefe, el gerente de distrito. Tanya contó lo que había hablado con este último, hasta sus palabras finales, irritadas, pero firmes: «Olvídate de eso».

—Pero entonces no entiendo… —Mel estaba perplejo.

—Te dije que no estoy segura y a lo mejor todo es una tontería. Pero como no podía dejar de pensar en eso, empecé a investigar.

—¿A investigar qué?

Ambos habían olvidado ya a Cindy.

—El inspector Standish me dijo que el hombre del portafolio fue casi el último en subir al avión; debe de ser cierto porque yo estaba en el portón y no conseguí ver a una vieja… Bueno, eso es aparte. De todos modos, hace unos minutos localicé al encargado de embarque y revisamos juntos la lista y los pasajes. Él no recordaba a ese hombre, pero tiene que ser uno de cinco.

¿Y luego?

—Por seguir un presentimiento llamé al Centro para ver si alguien se acordaba de esas cinco personas, o alguna de ellas. En el aeropuerto ya me habían dicho que no. Pero en el Centro uno de los empleados se acordaba del hombre del portafolio. Así que ya sé cómo se llama; la descripción, todo concuerda.

Pero no veo nada extraordinario. Tenía que presentarse en alguna parte y lo hizo en las oficinas del Centro.

—El empleado lo recordaba porque vino sin ningún equipaje, aparte del portafolio, y porque estaba muy nervioso.

—Mucha gente está nerviosa… —Mel se detuvo de pronto y frunció el ceño—. ¡Sin equipaje para un vuelo a Roma!

—Así es. Aparte de ese portafolio chico que le llamó la atención al inspector Standish.

—Pero nadie hace un viaje así sin equipaje; no tiene sentido.

—Yo pensé lo mismo; no tiene sentido, a menos que… —vaciló.

—¿Qué quieres decir?

—A menos que uno sepa de antemano que ese vuelo no llegará a destino. En ese caso no hace falta llevar equipaje.

—¿Qué estás insinuando, Tanya?

—No estoy segura —dijo, incómoda—; por eso vine a verte. Cuando lo pienso me parece tonto y melodramático, pero…

—Continúa.

—Bueno, suponiendo que ese hombre no lleve contrabando, por lo menos del tipo común, sino que la razón de su falta de equipaje, de su nerviosidad, de aferrarse a ese portafolio como lo hacía, según Standish…, suponiendo que en lugar de contrabando lleve… una bomba.

Se miraron con firmeza a los ojos. Mel calculaba posibilidades. También a él la idea enunciada por Tanya le parecía ridícula y remota. Pero… en otras ocasiones habían sucedido cosas así. El problema era cómo decidir si ésta era una de las ocasiones. Cuanto más lo pensaba, más veía que todo el episodio podía ser de lo más inocente. Si seguían adelante y se demostraba que era cierto, quedarían como estúpidos ante todo el mundo. Era humano no desearlo, pero carecía de importancia ante el terrible riesgo que corrían el avión y sus pasajeros. Al mismo tiempo era necesario contar con razones de más peso para tomar las medidas dramáticas que el miedo a una bomba requería; por ahora solamente había posibilidades y presentimientos. ¿Habría algún modo de averiguar la verdad sin llamar la atención de mucha gente?

Por ahora no se le ocurría ninguno.

Pero había algo que no podía hacer. Era un tiro al aire, pero bastaba con una llamada telefónica. La idea le había venido, sin duda, de su encuentro con Vernon Demerest, que a su vez le recordó el choque ante la Junta Directiva.

Por segunda vez aquella noche Mel consultó su lista de números para casos de emergencia. En un teléfono interno marcó el número de la cabina que vendía seguros en el salón principal. La chica que contestó era una empleada antigua y él la conocía bien.

—¿Vendiste muchas pólizas para el vuelo dos esta noche, Marge? —le preguntó después de identificarse.

—Más que de costumbre, míster Bakersfeld. Pero no solamente para ese vuelo, sino para todos; siempre pasa cuando el tiempo está así. En el vuelo dos vendí una docena, más o menos, y Bunnie, mi compañera, despachó varias.

—Quiero pedirte que me leas todos los nombres y sumas de las pólizas —al percibir que ella dudaba agregó—: Si es necesario llamaré a tu jefe para que me autorice, pero ya sabes que lo hará y te doy mi palabra de que se trata de algo importante. Así ganaremos tiempo.

—Bien, míster Bakersfeld; si usted lo dice… Pero tardaré unos minutos en reunir todas las pólizas.

—Esperaré.

—Oyó el ruido del teléfono al dejarlo sobre el mostrador, la disculpa de la muchacha a un cliente impaciente por la interrupción, el crujido de papeles y otra voz de mujer que preguntaba:

—¿Ocurre algo?

—¿Cómo se llama el hombre del portafolio? —preguntó Mel a Tanya cubriendo el teléfono con la mano.

—Guerrero o Buerrero —le contestó después de consultar unos apuntes—. Figuraba escrito de las dos maneras; iniciales: D. O.

Mel no retiró la mano del teléfono; estaba pensando que la mujer de su oficina, un rato antes, se llamaba Guerrero; el teniente Ordway se lo había dicho. La policía del aeropuerto la había encontrado vagando por la terminal. Según Ned Ordway lloraba y parecía muy afligida, sin poder explicarse con claridad. Mel había pensado hablar con ella, pero no le fue posible. La mujer se iba al llegar la delegación de Meadowood. Claro que a lo mejor no había ninguna relación…

Seguía oyendo voces y como fondo el ruido del salón principal.

—Tanya, hace veinte minutos había una mujer en mi antesala: madura, mal vestida, mojada de nieve. Creo que se fue cuando entraron los otros, pero podría seguir por aquí cerca. Si la ves afuera tráemela y en todo caso que no se te escape… —Tanya no comprendía y le explicó—: Es mistress Guerrero.

Tanya salió y la empleada de seguros volvió al teléfono.

—Ya tengo todas las pólizas, míster Bakersfeld. ¿Le leo los nombres?

—Sí, por favor.

Escuchó con atención, tenso ante cada nombre que surgía. Urgió:

—Esa póliza última que me leíste, ¿es una de las tuyas?

—No, ésa es de Bunnie. Hable con ella.

Escuchó el informe de la otra muchacha y le hizo dos o tres preguntas. Hablaron muy poco. Cortó y estaba marcando otro número cuando Tanya regresó.

Aunque lo interrogaba con los ojos sin obtener respuesta, se limitó a informarle:

En el entresuelo no hay nadie. Abajo sí, un millón de personas, pero no se puede buscar a nadie allí. ¿La hacemos llamar?

—Podemos probar, pero no creo que resulte —por lo que habían dicho, la pobre mujer no entendía nada, y tampoco entendería la llamada de su nombre. Además, no era seguro que estuviese en el aeropuerto; podía estar camino de la ciudad. Se reprochó por no haberse esforzado en hablar con ella, pero con la delegación, su preocupación por su hermano y Cindy… Recordó su intención de volver a la torre de control; por ahora eso era imposible. Al pensar en Cindy comprobó por primera vez que ya no estaba allí.

Tomó el micrófono que había en su escritorio y lo movió hacia Tanya.

Contestaron en el número que había marcado: central de Policía del aeropuerto. Pidió hablar con Ordway, preguntando si seguía en la terminal.

—Sí, señor —el sargento conocía su voz.

—Encuéntrelo tan pronto como pueda; esperaré. Y a propósito, ¿cuál era el nombre de pila de esa mujer Guerrero, que ustedes encontraron antes? Creo que lo sé, pero no estoy seguro.

—Un momento, señor; voy a ver… Se llama Inés. Y ya llamamos al teniente con la cajita de pip.

Mel sabía que Ordway, como muchos otros en el aeropuerto, llevaba en el bolsillo una radio cuya señal de urgencia era un sonido semejante a «pip». Ya debía de estar buscando un teléfono.

Mel dio breves instrucciones a Tanya y conectó el micrófono que dominaba a todos los de la terminal. Por las puertas abiertas llegó el anuncio de vuelo de American Airlines que se interrumpió de pronto en mitad de una frase. En sus ochos años de gerente general había usado ese micrófono dos veces. La primera, grabada a fuego en su mente, para anunciar la muerte del presidente Kennedy; la segunda un año después, cuando una criatura perdida y sollozante entró en su propia oficina. Había modos para ocuparse de esos niños perdidos, pero esa vez usó el micrófono él mismo para localizar a los afligidos padres.

Ahora inclinó la cabeza para autorizar a Tanya a hacer lo mismo, sin olvidar que no tenían un propósito definido al buscar a Inés Guerrero, y que ni siquiera estaban seguros de que sucedía algo malo. Pero su instinto le decía que sí, que algo serio había sucedido o iba a suceder; y con un rompecabezas así, lo mejor era juntar todas las piezas —o las más que se pudiera— esperando que de algún modo, con ayuda de otros, al reunirlas, tuvieran significado.

—Atención, por favor —decía Tanya con su voz clara y sin afectación, ahora audible hasta el último rincón de la terminal—. Que mistress Guerrero, o Buerrero, tenga la bondad de venir en seguida a la oficina del gerente general del aeropuerto, en el entresuelo del edificio principal de la terminal; pida a cualquier empleado que le muestre el camino. Repito…

El teléfono hizo un ruido. Ordway había llegado.

—Necesitamos a esa mujer —le dijo Mel—. La que estuvo aquí, Guerrero. Estamos anunciando…

—Ya sé; no soy sordo.

—La necesitamos con urgencia; luego le explicaré. Por ahora le aseguro…

—Acepto su palabra. ¿Cuándo la vio por última vez?

—Cuando estaba con usted, en mi antesala.

—Bien. ¿Algo más?

—Sólo que esto podría ser algo muy importante. Deje todo lo que tenga pendiente y disponga de todos sus hombres. Y venga pronto para aquí, aunque no la encuentre.

—Bien —otro ruido al colgar Ordway.

Tanya había terminado su aviso; desconectó el micrófono. Afuera, Mel oyó el comienzo de otro anuncio: «Atención, mistress Lester Mainwaring y sus acompañantes, por favor, preséntese en seguida en la entrada principal de la terminal».

«Lester Mainwaring» significaba «policía» en el código aéreo. Al oírlo, el policía más cercano iba al lugar que el mensaje le indicaba. «Y sus acompañantes» significaba todos los policías de la terminal. Casi todos los aeropuertos usaban sistemas similares para avisar a la policía sin que lo supiera el público.

Ordway no perdía tiempo. Seguramente informaría a sus hombres sobre Inés Guerrero cuando fueran llegando a la entrada principal.

—Llama a tu jefe, Tanya, y pídele que venga aquí lo más rápido que pueda; dile que es importante —añadió, en parte para sí—: empezaremos reuniendo a todos aquí mismo.

—Ya viene —informó Tanya, después de llamar; parecía nerviosa.

Mel fue a cerrar la puerta.

—Todavía no me dijiste qué averiguaste, Mel.

Le contestó buscando las palabras.

—Tu hombre, Guerrero, el que no tenía más equipaje que el pequeño portafolio, el que crees que lleva una bomba a bordo del vuelo dos, sacó una póliza de seguro aéreo antes de salir, por trescientos mil dólares. La beneficiaria es Inés Guerrero. La pagó con las últimas monedas que le quedaban.

—¡Dios mío! —Tanya se puso blanca y murmuró—: ¡No, por Dios, no!