10
La explosión a bordo del vuelo dos Trans America, El Bajel Dorado, fue instantánea, monstruosa y avasalladora. En el espacio confinado del aeroplano su impacto fue el de cien truenos, combinado con las llamas y el golpe de un martillo gigantesco.
Guerrero murió en el acto; su cuerpo, cercano al centro de la explosión, se desintegró por completo. En un momento dado existía; al instante, no quedaba de él otra cosa que unos pequeños fragmentos ensangrentados.
El fuselaje se abrió con el estallido.
Gwen, la más expuesta a la explosión después de Guerrero, recibió su fuerza en la cara y el pecho.
En cuanto la carga de dinamita destrozó la piel del aeroplano, la cabina perdió su presión. Con un nuevo rugido y la fuerza de un huracán, el aire contenido en el avión, que hasta ese momento se mantenía a presión normal, atravesó el fuselaje roto y se perdió afuera, en el espacio casi vacío, a esa altura tan elevada. Una oscura, poderosa nube de polvo rugió hacia el fondo y atravesó al galope las cabinas de pasajeros, arrastrando consigo todos los objetos sueltos, pesados o livianos: papeles, bandejas, botellas, cafeteras, equipaje de mano, ropas, pertenencias de pasajeros, todo se arremolinó en el aire como impelido por la fuerza ciclópea de una enorme, inconcebible aspiradora eléctrica. Las cortinas se arrancaron de su lugar. Las puertas internas: cabinas de vuelo, depósitos, baños, salieron de sus goznes y cerrojos y se arrojaron hacia atrás con todo el resto.
Varios pasajeros sufrieron el tremendo golpe. Otros, qué no estaban atados a sus asientos, trataron de asirse a cualquier cosa, pero el viento y la fuerza de succión los arrastraban, inexorables, hacia atrás.
En todo el avión se abrieron los compartimientos de emergencia por encima de todos los asientos, y de ellos cayeron las amarillas máscaras de oxígeno. Cada una unida por un corto tubo de plástico al depósito central de oxígeno. De golpe, la succión disminuyó. El interior del avión se llenó de niebla y de un frío terrible, que mordía. El ruido de los motores y del viento era intolerable.
Vernon Demerest, todavía en el pasillo de la cabina turista y sosteniéndose por instinto en el respaldo de un asiento, rugió:
—¡Pónganse las máscaras de oxígeno! —y él mismo se apoderó de una de ellas.
Su experiencia y conocimiento le permitían comprender algo que los demás no sabían: ahora el aire de la cabina estaba tan enrarecido como el de afuera y no bastaba para mantener la vida. No les quedaban más que quince segundos antes de perder el conocimiento, si no se utilizaba en seguida el oxígeno contenido en el sistema de emergencia.
Sin su ayuda, dentro de cinco segundos ya no tendrían discernimiento.
Cinco segundos más y la euforia los invadiría, haciéndoles pensar que no valía la pena molestarse con el oxígeno. Al caer en coma, no les importaría nada de nada.
Los que conocían los peligros de la descompresión habían advertido una y otra vez a las compañías de Aviación que los anuncios previos al vuelo debían hablar del oxígeno en términos definidos y comprensibles para todos. Había que decir a los pasajeros:
—En el momento de tener delante de usted una máscara de oxígeno, agárrela, meta la cara en ella sin perder un segundo, y guarde las preguntas para después. Si hay verdadera descompresión cada segundo que pasa es vital. Si es una falsa alarma, ya podrá sacarse la máscara más tarde; mientras tanto, llevarla no le hará daño.
En las pruebas de descompresión, los pilotos asistían a simples demostraciones del efecto que la falta de oxígeno producía a alturas elevadas. En un tanque de descompresión, con la máscara de oxígeno puesta, se les hacía firmar y antes de terminar les sacaban la máscara. Las firmas se convertían en imposibles garabatos o cesaban por completo. Antes de perder el conocimiento les colocaban otra vez la máscara.
Los pilotos no podían creer que aquella escritura era la suya.
Sin embargo, las autoridades administrativas de las compañías, teorizando, sostenían que consejos más definidos sobre el uso del oxígeno crearían alarma entre los pasajeros y continuaban utilizando textos anodinos para sus anuncios. Azafatas sonrientes, aburridas o divertidas —lo mismo daba— hacían seudodemostraciones del uso del equipo, mientras una voz, hablando rápido para terminar antes de la salida, repetía como un loro estas frases o sus equivalentes: «En el caso improbable de que…». «Disposiciones oficiales nos obligan a informarles de que…», y cosas por el estilo. Nunca se decía que el equipo debía ser usado con el máximo de rapidez y decisión.
En consecuencia, los pasajeros sentían por el asunto la misma indiferencia que parecía emanar de las compañías y su personal. Esas cajas y las demostraciones monótonas, siempre iguales, eran (razonaban los pasajeros) un invento de funcionarios obsesionados por los reglamentos (un bostezo). Se veía que todo ese asunto era una carnavalada, algo comparable a los impuestos, que venía de la misma gente siempre lista a cortarle a uno los «gastos de representación». ¡Al diablo con todo eso!
A veces, sin motivo, las cajas se abrían por accidente y las máscaras de oxígeno caían frente a los pasajeros. Cuando esto sucedía casi todos las miraban curiosos, pero nadie hacía el menor intento de ponérselas. Eso era precisamente lo ocurrido en el vuelo dos, aunque esta vez la emergencia no podía ser más auténtica.
Vernon Demerest fue testigo de esa reacción apática y con súbita indignación recordó sus críticas, y las de otros pilotos, al absurdo sistema de mantener a los pasajeros en la ignorancia de la verdad sobre el asunto. Pero no había tiempo para gritarles otra advertencia, ni siquiera para pensar en Gwen, que podía haber muerto o estar moribunda a pocos metros de él.
Una sola cosa importaba: volver de algún modo a la cabina demando y tratar de salvar el avión, si era posible.
Aspirando a fondo el oxígeno proyectó sus próximos movimientos.
Sobre cada fila de asientos de la cabina turista habían caído cuatro máscaras: una para cada ocupante y otra de repuesto para que, en caso necesario, la usara cualquiera parado en el pasillo. Él usaba una de estas últimas. Pero para llegar a destino tenía que abandonarla y usar otra portátil que le permitiera moverse con libertad.
Conocía la existencia de dos cilindros portátiles de oxígeno guardados más adelante, cerca de la cabina de primera clase. Si podía llegar a ellos, con uno le bastaría para ganar su cabina atravesando la distancia restante.
Caminó con lentitud en esa dirección, usando una tras otra las máscaras que colgaban sobre cada fila de asientos. Dos hileras más allá las cuatro máscaras estaban en uso; los tres pasajeros sentados, incluso una chica joven, una cada uno y la cuarta, sostenida por la chica sobre la cara de un bebé que la madre llevaba en el regazo, junto a ella. La chica parecía a cargo de todo y les indicaba a los otros lo que debían hacer. Demerest se volvió hacia el lado opuesto de la cabina, vio colgar una máscara de repuesto y aspirando profundamente oxígeno abandonó la que tenía y alcanzó la otra, volviendo a aspirar con fuerza. Todavía le faltaba atravesar más de la mitad de la cabina turista.
Cuando se movió de nuevo sintió que el avión se inclinaba muy a la derecha y caía en picado.
No se movió. Sabía que por el momento nada podía hacer. Lo que sucediera ahora dependía de dos cosas: del daño causado por la explosión y de la habilidad de Anson Harris, solo en los controles de vuelo.
En la cabina, por supuesto, nadie estaba preparado para los acontecimientos en el mismo grado que Gwen o Vernon. Cuando la azafata salió acompañando a mistress Quonsett, seguidas a poco por Demerest, los dos que quedaron, Harris y Jordan, no supieron nada de lo que sucedía en las cabinas de pasajeros, a su espalda, hasta que la explosión de la dinamita sacudió el avión, seguida casi al instante por la descompresión explosiva.
Como los compartimientos de pasajeros, la cabina también se llenó de una negra y espesa nube de polvo que la succión arrebató casi en seguida; la puerta se arrancó de los goznes y cerrojos y voló afuera. Todo lo que había suelto en la cabina fue arrebatado hacia atrás, formando parte del torbellino de ruinas y desechos que el viento se llevaba.
Bajo la mesa del ingeniero de vuelo, la bocina de alarma sonó, intermitente. Encima de ambos asientos frontales brillaron luces amarillas: bocina y luces eran señales de que la presión tenía un nivel peligrosamente bajo.
Una ligera niebla, de frío mortal, reemplazó a la nube de polvo. Anson Harris sintió que los tímpanos le dolían al ponerse muy tirantes.
Pero ya antes había reaccionado con la rapidez que le daban su experiencia y entrenamiento de muchos años.
Durante el largo y arduo camino recorrido antes de llegar a capitanes, los pilotos pasaban muchas horas de clases y simulacros, estudiando y practicando todas las situaciones que podían presentarse a bordo de un avión, normales y de emergencia, con el objeto de inculcarles la reacción correcta para cualquier ocasión.
Los simulacros, realizados por todas las compañías importantes, se llevaban a cabo en las principales bases aéreas.
Desde fuera, el «simulador» parecía la hélice o «nariz» de un aeroplano, con el rostro del fuselaje cortado; dentro había todo lo que se encontraba en cualquier cabina de vuelo.
Dentro del simulador los pilotos permanecían horas, imitando las condiciones de un vuelo de larga distancia. Cerrada la puerta, el efecto era muy extraño: con el movimiento y el ruido, les parecía estar en el aire. Todo era igual a la realidad.
Delante de las ventanas delanteras, una pantalla mostraba aeropuertos, pistas que aumentaban o disminuían de tamaño según se tratara de simular aterrizajes o despegues. La única diferencia entre la cabina simulada y la genuina era que la primera nunca se alejaba de la tierra.
Los pilotos se comunicaban con una sala de control, como lo harían por radio en pleno vuelo. Dentro de esa sala, hábiles operadores repetían las maniobras de control aéreo sin olvidar detalle. Incluso creaban situaciones adversas, ficticias claro está, para los pilotos, sin previo aviso: fallo múltiple de motores, incendios, tiempo violento, problemas eléctricos y de combustible, descompresión explosiva, mal funcionamiento de instrumentos y toda clase de cosas desagradables. Hasta se podía reproducir un choque; a veces se utilizaban los simuladores al revés para descubrir la causa de los mismos, pero reales.
A veces un operador acumulaba las emergencias, varias a la vez, y los pilotos salían de la prueba exhaustos y sudorosos. Casi todos salían airosos del trance; los que no lo hacían sufrían nuevos exámenes y estaban siempre en observación. Las sesiones de simulacros tenían lugar varias veces al año y ninguna antigüedad daba derecho a no realizarlas; hasta su retiro los pilotos debían pasar por ellas.
En consecuencia, enfrentados con una emergencia verdadera, sabían muy bien lo que debían hacer y lo hacían, sin vacilar ni perder los preciosos segundos de que disponían. Este era uno de los muchos factores que convertían los viajes en avión en el medio más seguro de transporte en toda la historia de la Humanidad. Condicionado por su entrenamiento, Anson Harris actuó en forma instantánea con un objetivo único: salvar al vuelo dos.
En las clases de descompresión explosiva había una regla fundamental: la tripulación debía ocuparse primero de sí misma.
Demerest la cumplió, Harris y Jordan también.
Tenían que procurarse oxígeno inmediatamente, antes que los pasajeros, si fuera necesario. Luego, seguros de sus facultades mentales, tomarían sus decisiones.
Detrás de cada asiento de piloto colgaba una máscara de oxígeno de fácil e instantánea colocación, semejante a las usadas por algunos jugadores de béisbol. Poniendo en práctica lo que había hecho en teoría innumerables veces, Harris se arrancó sus auriculares de radio y sin darse la vuelta buscó la máscara. Tiró, abriendo con el movimiento el broche sujetador y se colocó la máscara. Aparte de la conexión con el depósito de oxígeno, contenía un micrófono. Para escuchar, ahora que no tenía auriculares, Harris cambió el selector que accionaba el altavoz.
Más atrás Cy Jordan, con idénticos movimientos, hizo lo mismo.
En otro acto casi reflejo, Harris pensó en los pasajeros: los sistemas de oxígeno de las cabinas tenían funcionamiento automático al fallar la presión; pero como precaución por si eso no ocurría, encima de los pilotos había un botón para el caso, que aseguraba el descenso de las máscaras para pasajeros y su provisión de oxígeno. Harris apretó el botón.
Con la mano derecha movió las palancas y la velocidad del avión disminuyó.
Tenía que disminuir más todavía.
Próximo a los aceleradores había un freno con su mango. Harris lo atrajo hacia sí, al máximo. Encima de ambas alas surgieron los mecanismos de retracción y la velocidad volvió a disminuir.
Jordan acalló la bocina de alarma.
Hasta ahora todo se había hecho en forma automática. Había llegado el momento de las decisiones personales.
Lo esencial para el avión era buscar una altura más segura y por ende menos elevada. Estaba a unos nueve mil metros y debía descender más de cinco kilómetros en busca de aire más denso para que tripulación y pasajeros pudieran respirar y sobrevivir sin el suplemento de oxígeno.
¿Sería un descenso o un picado veloz? Ésa era la decisión que debía tomar Harris.
Las instrucciones tradicionales para los pilotos en caso de descompresión explosiva habían sido siempre zambullirse en picado sin perder tiempo. Pero ante el caso de un avión destrozado por seguirlas, cuando podía haberse salvado con un descenso lento, surgía una nueva tendencia y los pilotos recibían este consejo: Primero comprueben la importancia de los daños. Si la estructura está muy dañada, el picado puede empeorar las cosas; vayan despacio.
Pero también ese sistema presentaba riesgos, y Anson Harris los percibió inmediatamente.
No había duda de que el avión había sufrido daños en su estructura. La súbita descompresión lo probaba, y la explosión anterior —aunque todavía no había pasado ni un minuto— ya podía haber provocado graves perjuicios. En otras circunstancias, Harris habría mandado a Jordan al fondo para cerciorarse, pero faltando Demerest aquél debía quedarse.
Aparte de los daños, por serios que fuesen, existía otro factor quizá de importancia aún más inmediata. El aire fuera del avión tenía una temperatura de cincuenta grados centígrados bajo cero. A juzgar por el frío paralizante que Harris sentía, la temperatura interior no debía de ser mucho mayor. Con un frío tan intenso, nadie podría sobrevivir más que pocos minutos si no disponía de abrigo apropiado.
¿Cuál era entonces el mal menor: congelarse sin remedio o arriesgarse a bajar muy rápido?
Tomando una decisión cuya validez o error sólo los hechos posteriores podrían demostrar, Harris llamó por teléfono interno a Jordan, ordenándole avisar a Control que entraban en picado.
En el mismo momento Harris dio una vuelta marcada a la derecha y colocó el tren de aterrizaje en la posición marcada «abajo». Esa vuelta antes de zambullirse tendría dos resultados: los pasajeros o azafatas no atados o en pie conservarían su lugar por efecto de la fuerza centrífuga, mientras que un picado simple los aplastaría contra el techo; además, el avión se alejaría de la ruta que llevaba y —así lo esperaba— de otros aviones que estuvieran más abajo.
Su maniobra de bajar el tren de aterrizaje reduciría asimismo la velocidad frontal y por consiguiente el picado sería más perpendicular aún.
Por el altavoz superior Harris oyó la voz de Jordan que suplicaba:
—Por favor, por favor. Trans America dos. Descompresión explosiva. En picado, en picado.
Harris le gritó sin moverse:
—¡Pídeles tres!
—Pido tres mil metros —añadió Cy Jordan.
Harris formó el número setenta y siete en el equipo de radar: SOS. En tierra todas las pantallas monitoras reflejarían el doble pimpollo, que serviría para confirmar a la vez su problema y su identidad.
Seguían bajando a toda velocidad y el altímetro parecía un reloj enloquecido: ocho mil metros, siete mil quinientos, siete mil…, el medidor de ascenso y descenso indicaba descenso a dos mil quinientos metros por minuto… Por el altavoz superior habló el Centro Toronto: «Todas las alturas libres por debajo. Informen intenciones. Seguimos alerta…». Harris completó la vuelta y siguió en línea recta… No había tiempo de pensar en el frío; si llegaban abajo a tiempo podrían sobrevivir, siempre que el avión no se despedazara antes… Ya había problemas con el control del volante y elevadores; el volante se movía rígido y el estabilizador no respondía… Siete mil metros…, seis mil ochocientos…, seis mil seiscientos… Sentía por los controles que la explosión había dañado la cola; hasta qué punto, lo sabrían dentro de un minuto o menos, cuando tratara de enderezarlo otra vez. Ese sería el momento de mayor prueba. Si algo importante cedía, nada podría detener la caída… Ansiaba recibir ayuda del asiento de la derecha, pero Jordan ya no podía llegar y hacía falta donde estaba, cerrando las válvulas que dejaban entrar el aire, dándoles todo el calor de que podían disponer, vigilando el combustible o atento a cualquier peligro de incendio… Seis mil metros…, cinco mil quinientos… Cuando llegaron a cinco mil decidió que empezaría a enderezar, con la esperanza de nivelarse a tres mil quinientos o tres mil… Pasaron cinco mil doscientos…, cinco mil…, ahora empezaba a nivelar…
Los controles estaban pesados, pero respondían… El picado se hacía menos vertical, las superficies de control se mantenían, el avión iba saliendo del paso… Cuatro mil metros; ahora bajaban más despacio…, tres mil quinientos…, trescientos…, cien…, ¡tres mil!
¡Estaban a nivel! Hasta ahora no había fallado nada. El aire ya era respirable a esta altura y la vida quedaba asegurada, desapareciendo la necesidad de oxígeno adicional. El indicador de temperatura exterior marcaba cinco grados bajo cero; muy frío, pero no el hielo mortal de más arriba.
Del principio al fin, la zambullida había tardado dos minutos y medio.
—Trans America dos, Centro de Toronto. ¿Cómo van las cosas?
Informó Jordan y Harris interrumpió:
—Nivelados a tres mil y volvemos dirección dos siete cero. Daños de estructura debidos a explosión, importancia daños desconocida. Pedimos información tiempo y pista a Toronto, Metropolitano Detroit y Lincoln —eligió sin pensarlo los aeropuertos que podían dar lugar al Boeing 707 y que disponían de los requisitos especiales de aterrizaje que él necesitaba.
Demerest trepaba sobre la destrozada puerta y demás restos acumulados afuera. Apresurándose a entrar ocupó su asiento de la derecha.
—Te echábamos de menos —dijo Harris.
—¿Podemos mantener control?
—Sí, si no se nos cae la cola —le informó de los problemas de volante y estabilizador—. ¿Alguien ha estado tirando cohetes allí atrás?
—Algo así. Hizo un agujero grande, pero no tuve tiempo de medirlo.
El tono de broma no pasaba de la superficie y ambos lo sabían. Harris seguía enderezando del todo el avión, buscando la mejor altura y ruta.
—El plan era bueno, Vernon —dijo con seriedad—. Pudo muy bien resultar.
Pudo, pero no resultó. —Demerest se dirigió al segundo oficial—. Vuelve a la clase turista, cerciórate de los daños y llámame por teléfono. Ayúdalos todo lo que puedas. Tenemos que saber cuántos heridos hay, y de qué gravedad —por primera vez se permitió pensar con angustia en ella—. Y averigua qué fue de Gwen.
Los informes pedidos por Harris llegaron del Centro Toronto: el aeropuerto de esa ciudad seguía cerrado, todas las pistas cubiertas de nieve. El Metropolitano de Detroit con pistas cerradas al tránsito regular, pero en caso de imperiosa necesidad, limpiarían la pista tres izquierda para un aterrizaje de emergencia; la pista tenía una capa de nieve de quince centímetros y debajo, hielo. Visibilidad en Detroit, doscientos metros en medio de remolinos de nieve. Lincoln Internacional: todas las pistas limpias y en servicio; pista tres cero cerrada por el momento por obstrucción. Visibilidad en Lincoln, un kilómetro y medio; viento noroeste, treinta nudos, con ráfagas fuertes.
—No voy a descargar combustible —le dijo Harris a Demerest.
Este, comprendiendo la razón asintió. Suponiendo que pudiesen mantener el control del aeroplano, cualquier aterrizaje sería pesado y difícil por la gran carga de combustible, suficiente para llevarlos hasta Roma. Pero en la situación actual, descargar combustible podía ser peor todavía. La explosión y daños de atrás podían haber creado corto circuitos o fricciones metálicas con las consiguientes chispas eléctricas. Al tirar combustible en vuelo, una sola chispa podía convertir al avión en una inmensa hoguera. Ambos pensaron que era mejor evitar el peligro de incendio y soportar un aterrizaje difícil.
Pero esa decisión significaba que el aterrizaje en Detroit, el aeropuerto grande que tenían más cerca, se convertiría en un recurso desesperado. Por el gran peso que llevaban, tendrían que aterrizar con rapidez, utilizando todo el espacio disponible en la pista y toda la fuerza de sus frenos. La pista tres izquierda, la más larga del aeropuerto y la única que les serviría, tenía hielo debajo de la nieve, la peor combinación posible en estas circunstancias.
Quedaba un factor desconocido: aparte del lugar de aterrizaje, no sabían hasta qué punto tenían control del avión, con sus problemas de volante y estabilizador que podían agudizarse, y cuya verdadera causa ignoraban.
Lincoln Internacional les ofrecía el mayor margen de seguridad para su aterrizaje. Pero quedaba a una hora de vuelo, por lo menos. La velocidad que ahora llevaban, doscientos cincuenta nudos, era mucho menor que la que tenían a mayor altura, y Harris seguía aminorando la marcha con la esperanza de no empeorar el daño ya sufrido. Pero por desgracia esto también tenía su contra: a la escasa altura de tres mil metros, la tormenta hacía sentir su presencia con pozos de aire y trastornos atmosféricos que los rodeaban por todas partes.
La pregunta fundamental era: ¿Podrían mantenerse en el aire una hora más?
A pesar de todo lo sucedido, no habían transcurrido ni cinco minutos desde la explosión y subsiguiente descompresión.
—Trans America dos, avisen intenciones —exigía otra vez el Control de ruta.
Contestó Vernon Demerest, pidiendo ruta directa hasta Detroit mientras investigaban la amplitud de los daños. Notificarían intenciones dentro de cinco minutos, precisando aterrizaje en Lincoln, Detroit o donde fuera.
—Bien, Trans America dos. Detroit avisó que ya limpiaron pista tres izquierda; salvo orden en contra, harán preparativos para aterrizaje de emergencia.
Sonó la campanilla del teléfono interno y contestó Demerest. Jordan llamaba desde el fondo, a gritos para hacerse oír por encima del rugido del viento:
—Capitán, aquí al fondo hay un agujero enorme, de unos dos metros de ancho detrás de la puerta posterior. Casi todo lo demás, cocina y baños, destrozado. Pero por lo que veo todo sigue en su lugar. El timón ha quedado sin bomba de accionamiento, pero los cables parecen intactos.
—¿Y las superficies de control; ves algo?
—Parece que la piel, la envoltura del avión, se metió dentro del estabilizador; por eso no podíamos moverlo. Aparte de eso veo unos agujeros y depresiones grandes, supongo que causadas por los desechos que volaron. Pero no cuelga nada suelto, nada que se vea, por lo menos. Creo que la explosión se desvió casi toda a un costado.
Eso no lo había previsto D. O. Guerrero. Desde el principio todos sus cálculos, todos sus planes fueron falsos. La explosión tampoco le salió bien.
Su mayor error fue no tener en cuenta que cualquier explosión iría por fuerza hacia fuera, disipando su ímpetu y su fuerza en cuanto perforara la envoltura de un avión, modificando la presión interna del mismo. Otro error: no comprender la solidez con que se construían los jets modernos. En un avión de pasajeros, los sistemas estructurales y mecánicos se duplicaban mutuamente para que ninguna falla de las partes, ningún daño sufrido por ellas, pudiese provocar la destrucción del todo. Una bomba podía destruir un jet, pero solamente si la bomba estallaba —con intención o sin ella— en algún lugar vulnerable, elegido a propósito. El plan de Guerrero no incluía nada de esto.
—¿Podemos seguir volando una hora más? —le preguntó Demerest a Jordan.
—El avión, sí. Los pasajeros, no sé.
—¿Cuántos heridos hay?
—Todavía no lo sé. Primero me cercioré de los daños mecánicos, como tú dijiste. Pero me parece que en eso andamos mal.
—Quédate ahí lo que haga falta —ordenó Demerest— y ayuda todo lo que puedas. —Vaciló temeroso de la respuesta que podría recibir su próxima pregunta—. ¿Has visto a Gwen? —no sabía si ella estuvo entre las víctimas de la primera succión. Les había sucedido a otras en casos anteriores, azafatas próximas al sitio de descompresión, sin poder protegerse. Y aunque eso no hubiera sucedido, Gwen era la más próxima a la bomba cuando ésta explotó.
—Gwen está aquí —le contestó Jordan—, pero creo que está muy mal. Hay tres médicos y hacen lo posible con ella y con los demás. Cuando pueda te informaré.
Demerest colgó el teléfono. No obstante su última pregunta y la respuesta a la misma, no se permitía aún a sí mismo el lujo de pensamientos privados o emociones personales; ya habría tiempo después para esas cosas. Primero eran las decisiones profesionales, la seguridad del aeroplano y de los que iban en él. Le repitió a Harris lo principal de lo que había oído.
Harris meditó, sopesando todos los factores. Al parecer Demerest no tenía intención de asumir el mando directo y aprobaba sus decisiones hasta ahora porque no había dicho lo contrario. Parecía que también iba a dejarle elegir el lugar de aterrizaje.
Demerest, en medio de la peor crisis, se portaba como debía hacerlo un piloto de control.
—Probaremos en Lincoln —dijo Harris. Lo principal era salvar el avión; por mal que fuesen las cosas entre los pasajeros, debían esperar que la mayoría se las arreglara para sobrevivir.
Demerest asintió con un gesto y notificó la decisión al Centro Toronto; dentro de unos minutos estarían en jurisdicción del Centro Cleveland; pidió que en Detroit siguieran alerta por si debían cambiar de plan de repente, aunque no era probable, y que avisaran a Lincoln que el vuelo dos requería aterrizaje de emergencia.
—Bien, Trans America dos. Avisaremos a Detroit y Lincoln —siguieron instrucciones para cambio de ruta. Se acercaban a la orilla occidental del lago Hurón, en la frontera con territorio canadiense.
Ambos tenían conciencia de que en tierra el vuelo dos era el centro de la atención general. Controles y supervisores en los centros de ruta trabajaban con intensidad para coordinar los desvíos del tránsito y dejarles a ellos vía libre, avisando a los sectores correspondientes para que hicieran lo mismo en el resto del camino. Lo que pidieran les sería concedido antes que a nadie.
Cuando cruzaron la frontera dejaron de estar bajo supervisión de Toronto, cuyo empleado se despidió deseándoles buenas noches y buena suerte.
El Centro de Cleveland respondió en seguida a la llamada que le hicieron.
Una mirada en dirección a las cabinas, a través del hueco que había sido una puerta, reveló a Demerest varias figuras en movimiento, sin percibir detalles porque en cuanto la puerta desapareció, Jordan disminuyó las luces de primera clase para que su reflejo no perjudicara a los pilotos. Pero lo poco que distinguió parecía indicar que alguien, seguramente Jordan, guiaba a los pasajeros hacia el frente; dentro de poco informaría de nuevo, sin duda. El frío era todavía intenso, incluso aquí en la cabina; allá atrás sería peor. Otro segundo de angustia al pensar en Gwen, pero con decisión implacable la arrojó de su mente y se concentró en la decisión que seguiría.
Habían pasado pocos minutos desde que decidieron seguir volando otra hora, pero ya tenían que preparar el aterrizaje en Lincoln. Mientras Harris seguía al volante, Demerest eligió gráficos y mapas de rutas y pistas y los estudió.
Para ambos el aeropuerto era su base de operaciones y lo conocían al dedillo: la superficie, las pistas, el espacio aéreo que lo rodeaba. Pero para lograr seguridad máxima, y también por hábito y oficio, se sentían obligados a suplementar lo que la memoria les decía con este estudio.
Los gráficos les confirmaron lo que ya sabían.
Para el aterrizaje que debían efectuar, a gran velocidad y muy cargados, necesitaban gran longitud de pista. Por el defectuoso control del volante, la pista debía ser también lo más ancha posible y directamente de cara al viento; según el informe de Lincoln, éste soplaba del Nordeste, a treinta nudos y con ráfagas fuertes. La pista tres cero era la más conveniente y reunía todos los requisitos.
—Necesitamos la tres cero —dijo Demerest.
—Pero está cerrada por obstrucción —le recordó Harris.
—Ya sé —gruñó el otro—. Esa maldita pista lleva horas bloqueada, y todo por un reactor de Aéreo-Mexican que no puede moverse —dobló el mapa de acceso a Lincoln y lo aseguró a su palanca de control, exclamando con enojo—:
¡Qué obstrucción ni qué demonios! Les quedan cincuenta minutos para sacar el avión de allí.
Cuando Demerest apretaba el botón del micrófono para informar a Control de ruta, el segundo oficial Cy Jordan volvía a la cabina, pálido y tembloroso.