11

En la terminal principal del aeropuerto de Lincoln, el abogado Freemantle se sentía confundido.

Era muy raro que ninguna autoridad le hubiese puesto objeciones a la demostración de residentes de Meadowood, cada vez más ruidosa, cuyos numerosos componentes monopolizaban un amplio sector del salón central.

Cuando le pidió permiso al policía negro para una reunión pública de censura, la respuesta fue tan firme como negativa. Pero aquí estaban, rodeados de muchos espectadores curiosos, y ni un policía a la vista.

Esto no tenía sentido, se dijo Freemantle una vez más.

Pero lo tenía, y la explicación no podía ser más simple.

Después de la entrevista con Bakersfeld, gerente general del aeropuerto, la delegación, al mando de Elliott Freemantle, volvió desde el entresuelo al salón de la planta baja, donde habían instalado sus equipos los técnicos de televisión con los que el abogado hablara antes de la entrevista.

El resto de los ciudadanos, por lo menos quinientos, y seguían llegando más, observaban de cerca esa actividad televisiva.

Representaban a dos canales, cada uno de los cuales filmaría por separado entrevistas que aparecerían en los programas del día siguiente. Con su habitual penetración, el abogado ya había averiguado en qué programas sucedería eso, para planificar su conducta según la respuesta que recibiera. Le dijeron que la primera entrevista iría en un programa popular, de muy buen horario, donde se ofrecían debates, polémicas y hasta shocks nerviosos a los espectadores. No tendría dificultad en entregar todo ese material.

El animador, joven apuesto con el pelo cortado a lo Ronald Reagan, le preguntó:

—¿Por qué están ustedes aquí, míster Freemantle?

—Porque este aeropuerto es una cueva de ladrones.

—¿Quiere explicarnos eso, por favor?

—Con mucho gusto: los propietarios y los residentes de la comunidad de Meadowood son víctimas de un robo: les roban su tranquilidad, sus derechos privados, su bien ganado descanso y su sueño. Les roban el derecho a emplear su tiempo libre como mejor les parezca, su salud mental y física y la de sus hijos. Todo esto —que nuestra Constitución garantiza sin reservas— se lo están robando sin vergüenza, sin que reciban recompensa o compensación alguna, las autoridades del Aeropuerto Lincoln.

El animador abrió la boca para sonreír, mostrando dos hileras de dientes impecables.

—Son palabras de un luchador, abogado.

—Así es, mis clientes y yo tenemos ganas de luchar.

—¿Eso se debe a algo sucedido aquí esta noche?

—Sí, señor. Nos han demostrado la cruel indiferencia que la gerencia de este aeropuerto siente ante los problemas de mis clientes.

—¿Cuáles son sus planes?

—En los tribunales —si es necesario, en el Tribunal Supremo— buscaremos la manera de lograr el cierre de ciertas pistas, o de todo el aeropuerto, durante las horas de la noche. En Europa, donde son más civilizados para estas cosas —en el aeropuerto de París, por ejemplo—, se observa el toque de queda. Si no conseguimos eso, exigiremos compensación adecuada para los ciudadanos tan penosamente perjudicados…

—Supongo que lo que hace ahora significa que también busca el apoyo del público.

—Sí, señor.

—¿Cree que el público le dará ese apoyo?

—Si no lo prestan, los invito a pasar veinticuatro horas en Meadowood, si pueden resistirlo sin volverse sordos o locos.

—Entiendo que los aeropuertos emplean sistemas para disminuir el ruido.

—¡Un fraude, señor, un engaño, una mentira pública! El gerente general de este aeropuerto me confesó que ni siquiera esas miserables, inadecuadas medidas se llevan a la práctica.

Y así sucesivamente.

Luego Freemantle se preguntó si había hecho mal en no mencionar, como lo hiciera Bakersfeld, que las medidas antirruido no se habían cumplido aquella noche por impedirlo la circunstancia excepcional de la tormenta. Pero sus palabras, verdad sólo a medias, cobraban así más fuerza, y dudaba de que alguien las pusiera en tela de juicio. De todos modos su actuación había sido buena en las dos entrevistas. En las filmaciones las cámaras tomaron varias vistas de las caras serias y expresivas de la gente de Meadowood. Freemantle esperaba que al verse mañana en sus casas, recordaran a quién le debían toda la atención que se les prodigaba.

Le asombraba comprobar cuántos lo habían seguido al aeropuerto, como al flautista del cuento. Unos seiscientos habían concurrido a la reunión en la escuela dominical. Teniendo en cuenta la hora y la mala noche, creía que tendría suerte si la mitad lo seguía al aeropuerto, pero no sólo habían venido casi todos sino que varios debían de haber telefoneado a parientes o amigos que a su vez se agregaron luego. Hasta le pidieron más formularios para contratarlo como representante legal, y los entregó complacido. Nuevos cálculos le demostraron que su esperanza inicial de recibir honorarios equivalentes a veinticinco mil dólares había sido, al parecer, modesta.

Terminadas las entrevistas de TV, Tomlinson, del Tribune, que había tomado notas durante las mismas, le preguntó:

—¿Qué sigue ahora, míster Freemantle: alguna manifestación aquí mismo?

—Por desgracia —sacudió la cabeza—, la gerencia no cree en la libertad de palabra y nos han negado el derecho elemental a reunirnos en público. Pero yo debo informar a estas damas y caballeros —con un gesto hacia los reunidos.

—¿Y eso no es lo mismo que una reunión pública?

—No, no lo es.

Pensó que la distinción era más bien imaginaria, porque tenía la firme intención, si le era posible hacerlo, de dar a sus palabras el carácter de un acto público. Empezaría con un discurso agresivo, la Policía lo haría callar y él no pensaba ofrecer resistencia ni hacerse arrestar. Bastaría esa intervención policial —de preferencia en lo más inspirado del discurso— para darle categoría de mártir en Meadowood y, de paso, dar material para una interesante crónica más a los diarios de mañana (los matutinos ya habrían cerrado la edición y llevarían la información anterior; los vespertinos le agradecerían esta nueva fuente de noticias).

Y lo más importante de todo: sus clientes reforzarían su convicción de que habían contratado al mejor abogado, que se ganaba sus honorarios…, y empezarían a mandarle muchos cheques desde mañana o pasado.

—Podemos empezar —declaró Floyd Zanetta, presidente de la reunión anterior.

Mientras Freemantle hablaba con el reportero del Tribune, varios residentes instalaron a ritmo rápido los altavoces traídos de la escuela. Uno de ellos le entregó un micrófono de mano con el cual se dirigió a la multitud.

—Amigos míos, hoy venimos aquí movidos por la razón, con ideas constructivas, deseando comunicarlas a la gerencia del aeropuerto, convencidos de que nuestro problema es real y urgente, digno de ser considerado con atención. En nombre de ustedes yo traté, en términos firmes, pero razonables, de explicar ese problema. Esperaba decirles a lo más que había recogido promesas de ayuda o, por lo menos, simpatía y comprensión. Lamento decirles que la delegación no recibió nada de eso, sino hostilidad, insultos y la seguridad cínica y despreocupada de que el ruido del aeropuerto encima y alrededor de sus hogares va a empeorar, no a mejorar.

Se oyeron gritos de reprobación. Freemantle levantó una mano y siguió:

—Pregunten a los que me acompañaron. Ellos les dirán lo mismo —y señaló las primeras filas de gente—. ¿Nos dijo o no nos dijo el gerente que el futuro sería peor que el presente? —primero sin muchas ganas y después con más entusiasmo, los miembros de la delegación asintieron.

Logrado su propósito de deformar, sin comprometerse, la honradez y franqueza exhibidas por Mel Bakersfeld ante la delegación, Freemantle continuó:

—Veo que otros, aparte de mis amigos y clientes de Meadowood, se han acercado con curiosidad para ver qué pasa. Les damos la bienvenida. Permítanme informarles… —y continuó con su estilo acostumbrado de arenga.

La cantidad de gente era cada vez mayor. Viajeros a punto de salir, camino de los portones, no podían pasar. El ruido ahogaba los anuncios de vuelo. Entre los de Meadowood, varios enarbolaban carteles improvisados con frases garrapateadas a escape, pero legibles: «¿Primero están los aeroplanos o las personas?…». «¡Fuera de Meadowood los jets!…». «Nada de ruidos molestos…». «Meadowood también paga impuestos…». «Pongamos pleito al Aeropuerto Lincoln».

A cada pausa de Freemantle crecían los gritos y la confusión. Un hombre canoso, de rompevientos, gritó:

—¡Le devolvemos al aeropuerto un poco del ruido que nos hacen tragar! Sus palabras recibieron una acogida triunfal.

Sin lugar a dudas, el «informe» mencionado por Freemantle era ya una demostración en gran escala. Esperaba de un momento a otro la intervención policial.

Ignoraba que mientras se desarrollaban las entrevistas televisivas y la gente de Meadowood iba congregándose, empezaba la preocupación por el vuelo de Trans America. Poco después todos los policías buscaban a Inés Guerrero, y la demostración quedaba a un lado, sin interesar a nadie.

Después de encontrar a Inés, el teniente Ordway siguió ocupado con la sesión de emergencia en la oficina de Mel Bakersfeld.

Por consiguiente, pasados otros quince minutos Freemantle empezó a perder la calma. Por más lograda que estuviese la demostración, si las autoridades no la dispersaban no serviría para nada. ¿Dónde diablos estaba la Policía del aeropuerto y por qué no cumplía con su deber?

Fue entonces cuando Ordway y Mel bajaron juntos del entresuelo administrativo.

La reunión se había dispersado poco antes. Después de interrogar a Inés Guerrero y enviar el segundo mensaje de advertencia al vuelo dos, nada se ganaría siguiendo juntos. Tanya Livingston y su jefe, con el piloto principal de la Compañía, volvieron ansiosos a las oficinas de Trans America, en la terminal, para esperar allí noticias frescas. Los otros, menos Inés Guerrero, detenida para que la interrogara la Policía de la ciudad, volvieron a sus respectivos lugares de trabajo. Tanya prometió informar al inspector Standish, muy preocupado por su sobrina que viajaba en el avión, en cuanto supiera algo nuevo.

Mel, sin saber dónde se quedaría a esperar, salió de su oficina con Ned Ordway.

Este fue el primero que se dio cuenta de lo que ocurría abajo al distinguir a Elliott Freemantle.

—¡Ese maldito abogado! Le prohibí organizar actos públicos aquí —con paso rápido fue hacia la multitud—. En seguida disperso esto.

—Creo que eso es lo que quiere él —le advirtió Mel—, para hacer el papel de héroe.

Cuando se acercaban, Ordway abriéndose paso a codazos entre la gente, Freemantle proclamaba:

—A pesar de lo dicho por el gerente, el tránsito pesado, ensordecedor e insoportable como siempre, sigue activo a esta hora tan avanzada. Ahora mismo…

—Déjese de eso —cortó Ned Ordway, brusco—. Ya le dije que en esta terminal no quiero manifestaciones.

—Pero, teniente, le aseguro que esto no es una manifestación. —Freemantle tenía el micrófono en la mano y sus palabras se oían con claridad—. Lo único que pasó es que concedí una entrevista para Televisión después de mi conferencia con el gerente del aeropuerto —una conferencia muy poco satisfactoria— y después informaré a esta gente…

—¡Infórmeles en otra parte! —dio media vuelta y se encaró con los que tenía más cerca—. ¡Vamos, circulen!

Miradas hostiles y murmullos indignados le respondieron. Cuando se volvió otra vez hacia Elliott Freemantle brillaron las luces de los fotógrafos, y las de Televisión, apagadas, volvieron a encenderse cuando las cámaras enfocaron a los dos. Por fin, pensó Freemantle, las cosas iban bien.

Sin mezclarse con la gente, Mel hablaba con un hombre de TV y con Tomlinson; este último consultaba sus notas y le leía un pasaje. Escuchando, Mel se puso lívido de rabia.

—Teniente —decía Freemantle—, tengo el mayor respeto por usted y por su uniforme, pero le advierto que ya tuvimos nuestra reunión más temprano en otra parte —en Meadowood—, pero por el ruido del aeropuerto no pudimos oír lo que decíamos.

—No estoy aquí para sostener un debate, míster Freemantle —replicó Ordway—. Si no me obedece lo arrestaré. Le ordeno que saque a este grupo de aquí.

—¿Y si no nos vamos? —gritó alguien.

—¡Nos quedamos aquí! —urgió otra voz—. No pueden arrestarnos a todos.

—¡No! —con ademán modesto, el abogado alzó una mano—. ¡Por favor, escúchenme! No quiero desórdenes ni desobediencia. Mis amigos y clientes, este oficial de Policía nos ha ordenado desistir y marcharnos y obedeceremos su orden, aunque pensemos que es una grave restricción a la libertad de palabra… —vivas y silbidos se mezclaron—, pero que nadie pueda decir que violamos la ley en ningún momento. —Y en otro tono añadió—: Haré declaraciones a la Prensa fuera.

—¡Un momento! —la voz de Mel Bakersfeld cortó el aire por encima de las cabezas. A empujones se abrió paso—. Freemantle, me interesa saber qué piensa decir en esa declaración a la Prensa. ¿Más deformación y falsedad? ¿Más dosis de casos legales falseados y retorcidos para engañar a la gente que no sabe de qué se trata? ¿O las viejas intenciones que usted sabe fabricar tan bien?

Mel hablaba en voz bien alta y sus palabras llegaban a los que tenía cerca, que reaccionaron con interés. Los que habían empezado a alejarse se detuvieron.

—¡Son calumnias maliciosas! —fue la automática reacción de Freemantle—. Pero no pienso contestarlas —añadió en seguida, presintiendo el peligro.

—¿Por qué? Si son calumnias, usted debe saber cómo contestarlas. —Mel lo miró a la cara—. ¿O tiene miedo de que le demuestre la verdad?

—No tengo miedo de nada, míster Bakersfeld. Pero este policía nos dijo que se acabó la fiesta. Si me disculpa…

—Dije que se acabó para ustedes —señaló Ned Ordway—. Lo que haga míster Bakersfeld es diferente. El tiene autoridad aquí —se colocó junto a Mel y juntos impidieron pasar al abogado.

—Si fuera policía de veras —objetó éste—, nos trataría igual a los dos.

—Creo que tiene razón —fue la inesperada réplica de Mel. Ordway lo miró curioso—. Debe tratarnos igual a los dos. Y en lugar de clausurar este acto, debe concederme a mí también el privilegio de hablar con esta gente, como acaba de hacerlo míster Freemantle. Digo, si quiere ser policía de veras.

—Creo que sí quiero serlo —el robusto policía negro, que los dominaba con su estatura, sonreía—. Empiezo a ver las cosas como usted… y como míster Freemantle.

—¿Ve? Nos da la razón —le dijo irónico Mel a Freemantle—. Y ya que estamos todos aquí vamos a aclarar unas cuantas cosas —levantó la mano—. Déme ese micrófono.

Ya no mostraba la indignación de unos minutos antes. Cuando Tomlinson le había leído el resumen de lo expresado por Elliott Freemantle en sus entrevistas televisivas y después de éstas, su reacción fue violenta. El reportero y el productor de TV le pidieron un comentario y les aseguró que lo haría.

—¡Ah, no! —el signo negativo de Freemantle fue firme. El peligro presentido poco antes era cercano y real, de pronto. Ya otra vez había subestimado a este hombre y no tenía intención de cometer otra vez el mismo error. Ahora la gente de Meadowood le obedecía sin vacilar y para sus fines era esencial que siguieran haciéndolo. Por el momento lo único que esperaba de ellos era que se dispersaran cuanto antes.

—Ya se ha dicho más de lo suficiente —declaró altivo—. Vamos a desarmar todo esto, y a casa —agregó, prescindiendo de Mel Bakersfeld y pasando el micrófono a un habitante de Meadowood.

—Yo cojo éste —intervino Ned Ordway interceptando el micrófono—. Y dejen el resto donde está —hizo un signo a otros policías que habían aparecido detrás de la gente, y que se acercaron. Mientras Freemantle miraba impotente, Ordway le pasó el micrófono a Mel.

—Gracias. —Mel se enfrentó a la gente de Meadowood, muchos con caras hostiles y otros que pasaban por la terminal y se pararon a escuchar. Aunque eran las doce y veinte, sábado de madrugada ya, la incesante actividad, el ir y venir del salón principal no disminuían. Con tantos vuelos demorados todo seguiría igual durante el resto de la noche y la actividad mayor, propia de un fin de semana, no mejoraría las cosas hasta que los horarios volvieran a normalizarse. Si los de Meadowood se proponían, entre otras cosas, ocasionar molestias al aeropuerto, no se podía negar que lo habían logrado. Las mil personas extra reunidas allí ocupaban un lugar muy necesario en el salón y los pasajeros que llegaban y salían tenían que hacerse sitio por la fuerza como una marea que choca de repente con un banco de arena. Esa situación no podía prolongarse más de unos minutos.

—Seré breve —dijo Mel, hablando en el micrófono y diciéndoles quién y qué era.

—Hace poco hablé con una delegación que los representa a todos ustedes. Les expliqué algunos problemas del aeropuerto y les dije que comprendíamos y simpatizábamos con el de ustedes. Esperaba que mis palabras fueran repetidas, si no con exactitud, por lo menos sin traicionarlas. Pero veo que las han deformado para engañarlos.

—¡Mentira! —rugió Freemantle con rabia, rojo y con el pelo en desorden por primera vez.

—¡Vamos, cállese! —Ordway lo cogió con fuerza del brazo—. Ya ha hablado antes.

Frente a Mel ya no había sólo el micrófono de mano que usaba; se le unió otro de radio y las luces de TV se encendieron una vez más mientras seguía diciendo:

—Míster Freemantle me acusa de mentiroso. Esta noche no se anda con miramientos en lo que dice —consultó sus notas—. Entiendo que empleó las palabras «robo», «indiferencia», dijo que recibí a su delegación con «hostilidad e insultos», y que las medidas antirruido que tratamos de emplear son «un fraude, un engaño, una mentira pública». Bueno, vamos a ver lo que ustedes piensan sobre quién está mintiendo, o por lo menos deformando la verdad, y quién no.

Su error, comprendió, había consistido en hablar con la delegación y no con este grupo principal. Se había propuesto crear comprensión mutua y evitar trastornos en la terminal: en ambos objetivos había fallado.

Pero todavía podía buscar comprensión.

Permítanme que les resuma la política del aeropuerto en lo referente a la supresión del ruido.

Volvió a describir brevemente las limitaciones operativas impuestas a los pilotos y las compañías que los empleaban y añadió:

—En tiempos normales estas restricciones se cumplen, pero con una tormenta como ésta hay que darles margen a los pilotos y lo primero es la seguridad de los aviones.

En cuanto a las pistas —prosiguió— se evitaban en lo posible los despegues por encima de Meadowood en la pista dos cinco, pero a veces era indispensable usarla, como ahora que la pista tres cero no podía prestar servicios.

—Hacemos lo posible en favor de ustedes —insistió— y no somos indiferentes como se ha dicho. Pero nuestro negocio es mantener funcionando un aeropuerto y no podemos olvidar nuestras responsabilidades básicas, ni nuestra preocupación por la seguridad de la Aviación.

No había desaparecido la hostilidad, pero ahora había también interés.

Freemantle, furioso y con una mirada fulminadora dirigida a Mel, se percató también de ese nuevo interés.

—Por lo que he oído —dijo Mel—. míster Freemantle no les comunicó algunas observaciones mías sobre el tema de los ruidos en general. No las hice con un espíritu de —otra vez consultó las notas— «cinismo indiferente», como él dijo, sino de honradez y franqueza. Y a ustedes les hablaré exactamente con esa misma franqueza.

Volvió a admitir que no quedaba mucho por hacer para disminuir esos ruidos; expresiones desanimadas aparecieron cuando describió sus razones para creer que los nuevos aviones harían todavía más ruido, pero sintió que su sinceridad objetiva era apreciada a pesar de todo. Fuera de frases aisladas no hubo interrupciones y sus palabras se oyeron sobre los ruidos de fondo del a terminal.

—Hay dos cosas que no dije antes, pero que diré ahora —su voz se hizo dura—. Dudo de que les guste oírlas.

La primera, prosiguió, concernía al pueblo de Meadowood.

—Hace doce años ese pueblo no existía. Era tierra vacía, casi sin valor hasta que el progreso y la vecindad del aeropuerto llevó los precios de esa tierra a las nubes. En eso Meadowood se parece a miles de pueblos brotados como hongos alrededor de todos los aeropuertos del mundo.

—Cuando vinimos a vivir aquí —gritó una voz de mujer— no sabíamos el ruido que hacían los jets.

—¡Nosotros lo sabíamos! —Mel la señaló con el dedo—. Las autoridades de los aeropuertos sabían que los jets estaban en camino y qué ruido iban a hacer; por eso advertimos a la gente y a los agentes inmobiliarios y a todos los que tuvieron algo que ver con la adjudicación de tierras, en Meadowood y todos los lugares similares, y les rogamos que no construyeran casas. Yo no estaba aquí entonces, pero en los archivos tenemos pruebas, cartas, fotografías. Este aeropuerto colocó carteles donde ahora está Meadowood: Los aeroplanos despegarán y aterrizarán sobre esta ruta. Otros aeropuertos hicieron lo mismo. Y cada vez que aparecían esos carteles, los interesados los destruían: vendedores, agentes y demás. Y les vendieron terrenos y casas a gente como ustedes, sin decir una palabra del ruido y de la expansión prevista en toda la Aviación —casi siempre sabían todo eso—, y creo que al final ellos nos engañaron a todos nosotros.

Nadie contestó, pero tenía frente a sí un mar de caras pensativas, y adivinó que sus palabras les habían llegado hondo. Lo lamentó profundamente porque no eran antagonistas que deseara derrotar. Eran gente decente con un problema auténtico y urgente; vecinos, a los que hubiera querido ayudar más.

—Bakersfeld, me imagino que estará contento de su viveza —se burló Freemantle, quien volvió la vista para gritar sin micrófono—: ¡No crean todo eso! ¡Los está ablandando! ¡Si me siguen a mí tendrán que pagar, y pagar bien!

Por si algunos no oyeron bien —dijo Mel en el micrófono—. Míster Freemantle les decía que lo siguieran. Sobre eso también tengo algo que decir.

»Mucha gente, como ustedes —siguió en medio de la atención general—, ha sido víctima de engaños al venderles terrenos o casas en lugares que nunca debieron usarse para eso, sino para uso industrial en el que el ruido del aeropuerto no tiene importancia. Pero no perdieron del todo porque tienen los terrenos y las casas, aunque lo probable es que su valor haya disminuido.

—¡Muy cierto, por desgracia! —dijeron varios.

—Ahora hay otro plan para sacarles dinero. Abogados de todo el país corren a los pueblos cercanos a los aeropuertos porque «hay oro en ese ruido[14]».

El abogado, rojo y descompuesto, chilló:

—¡Una palabra más y lo demando!

—¿Por qué? —gritó Mel—. ¿O ya ha adivinado lo que voy a decir? —Era posible que Freemantle cumpliera su amenaza, aunque lo dudaba. De todos modos sentía retornar su antigua inquietud, su deseo de decir la verdad sin importarle las consecuencias, de mandar, de decidir. En el último año —o dos años, quizá— la sensación se había hecho poco frecuente.

—Los habitantes de esos pueblos oyen ahora que pueden demandar a los aeropuertos y ganar. Les prometen que al final de cada pista hay un jarro lleno de dólares. No digo que no se pueda demandar a un aeropuerto ni que falten abogados buenos y serios que se ocupan en esos asuntos. Pero les advierto que también hay muchos de la otra clase.

—¿Y cómo lo hacemos para distinguir a unos de otros? —preguntó, en tono más suave, la mujer que había interrumpido antes.

—Sin tener un programa, es difícil: en otras palabras, si no conocen las leyes correspondientes, los engañarán con una lista unilateral de precedentes legales —vaciló un instante, pero prosiguió—. Esta noche oí mencionar varias decisiones legales. Si quieren les diré algo más sobre eso.

—Veamos cuál es su versión, señor —dijo un hombre en primera fila.

Varios miraban curiosos a Elliott Freemantle.

Mel no se decidía porque había hablado más de lo que se había propuesto. Pero resolvió que unos minutos más no cambiarían nada.

Allá lejos, entre la multitud distinguió a Tanya Livingston.

—Los casos legales que ustedes y yo oímos citar con tanto aplomo, son cosa vieja para los que dirigen aeropuertos. Creo que el primero fue EE. UU. contra Causby.

Les explicó que este caso, pilar del discurso de Freemantle ante el grupo de Meadowood, tenía más de veinte años de antigüedad; se trataba de un criador de gallinas y aeroplanos militares que volaban siempre sobre su casa a una altura demasiado baja, veinte metros; ningún aeroplano se acerca tanto a Meadowood, ni mucho menos. Las gallinas se asustaron y algunas murieron.

Después de varios años de pleito el caso llegó al tribunal Supremo. Mel insistió en que el total de compensación no llegó a cuatrocientos dólares, correspondiente al valor de las gallinas muertas.

No hubo jarro lleno de dólares para ese criador ni lo habrá para ustedes.

El color de la cara de Freemantle pasaba del carmesí al blanco; la furia lo sacudía. Ned Ordway había vuelto a cogerlo del brazo.

Hay un caso legal —prosiguió Mel— que míster Freemantle prefirió no mencionar. Fue importante y también se sustanció ante el Tribunal Supremo, lo que le dio difusión; es muy conocido. Por desgracia para míster Freemantle, no confirma sus argumentos sino que los contradice.

Explicó que se trataba de Batten contra Batten», y que en 1963 el Supremo emitió un fallo dictaminando que el único motivo para conceder indemnizaciones o aplicar castigos era la «invasión física» debidamente demostrada. El ruido, por sí solo, no bastaba.

Otro fallo similar fue el del Club Cívico Loma Portal contra American Airlines, dado en 1964 por el Tribunal Supremo de California, e informó que en éste el tribunal dictaminó que los propietarios no tenían derecho a restringir el vuelo de aviones sobre las casas cercanas a un aeropuerto. El interés público en el mantenimiento de los viajes aéreos, expresaba el fallo, era la consideración principal y más importante…

Mel citó los casos legales sin vacilación ni consulta de notas. Sus oyentes no pudieron ocultar el impacto recibido. Ahora, sonriendo, terminó:

—Los precedentes legales son como las estadísticas: manipulándolos un poco se puede demostrar cualquier cosa. No acepten mi palabra. Consulten. Todo está escrito y archivado.

—Usted no nos dijo eso —reprochó una mujer próxima a Freemantle—. Nos contó su versión para impresionarnos bien.

Parte de la hostilidad dirigida antes contra Mel se transfirió hacia el abogado.

Freemantle se encogió de hombros. Después de todo le quedaban más de ciento sesenta formularios firmados, depositados en un portafolio cerrado con llave en la maleta de su auto. Nada de lo que se dijera aquí cambiaría ese hecho.

Pero a poco ya no estaba tan seguro.

Varias personas hacían preguntas a Mel Bakersfeld sobre los formularios de contrato legal que habían firmado. No cabía duda de que los modales de Mel y sus palabras les habían hecho fuerte impresión. La gente se dividía en grupitos y entablaba animadas discusiones.

—Me preguntan sobre cierto contrato —anunció Mel. Otras voces callaron mientras añadía—: Creo que ya saben a cuál me refiero. He visto un ejemplar.

—¿Y qué? —El abogado, a empujones, se abrió paso—. Usted no es abogado; ya lo dijimos antes y por lo tanto no es ninguna autoridad en contratos —esta vez su proximidad al micrófono hizo que se le oyera mejor.

—¡Vivo entre contratos! —replicó Mel—. Todos los concesionarios del aeropuerto, desde la Compañía más grande hasta el hombre que vende tabletas para el dolor de cabeza, tienen contratos aprobados por mí y redactados por mis empleados.

»Míster Freemantle señala, con razón, que no soy abogado —otra vez hablaba con la gente—. Por eso les daré un consejo de hombre de negocios, lo que sí soy. En ciertas circunstancias los contratos que firmaron esta noche tendrían absoluta validez. Un contrato es un contrato. Podrían citarlos ante el tribunal de deudores y obligarlos a pagar. Pero opino que, si hacen la denuncia inmediatamente, nada de eso sucederá. No recibieron mercancías ni les prestaron ningún servicio, y habría que demandarlos por separado —sonrió—. Eso solo ya sería un trabajo bastante grande. Y otra cosa —miró cara a cara a Elliott Freemantle—. No creo que ningún tribunal tenga opinión favorable de honorarios legales aproximados a los quince mil dólares por servicios legales que, en el mejor de los casos, son nebulosos.

—¿Y qué hacemos? —preguntó el hombre de antes.

—Si han cambiado de opinión, pero de veras, les sugiero que hoy o mañana escriban una carta dirigida a míster Freemantle, diciéndole que ya no desean su representación legal, y dándole las razones. No dejen de guardar copia. Y vuelvo a darles mi opinión: nunca oirán nada más del asunto.

Había sido más duro de lo que se proponía y también muy imprudente en llevar las cosas tan lejos. Si Freemantle quería podía causarle trastornos. En un asunto que interesaba tanto al aeropuerto —y por ende a Mel—, éste se había interpuesto entre un abogado y sus clientes, sembrando dudas sobre la probidad de aquél. A juzgar por el odio que reflejaban sus ojos, le encantaría hacerle todo el daño posible. Pero el instinto le decía que lo que menos deseaba Freemantle era un detallado examen público de los métodos que usaba en su trabajo y para obtener clientes. Un juez sensible a la ética de la profesión podría hacer preguntas incómodas, y si el Colegio de Abogados imitaba su ejemplo, como depositario general de la ética abogadil…, cuanto más lo pensaba Mel, menos se preocupaba.

Aunque Mel no lo sabía, Freemantle había llegado por su lado a la misma conclusión.

Fuera lo que fuera, Freemantle era partidario del método pragmático. Había comprendido tiempo atrás que en la vida algunas jugadas se ganan y algunas se pierden. A veces la pérdida era repentina e ilógica. Un azar, algo imprevisto, lo más insignificante podía bastar para que un éxito casi seguro, al alcance de la mano, se convirtiera en mortificante derrota. Pero por suerte para Freemantle y sus semejantes, lo contrario también era cierto, a veces.

Bakersfeld, el gerente, que parecía una hierba inofensiva, le había resultado ortiga. Después del primer choque, que ahora comprendía debía haber aceptado como advertencia, siguió subestimando la capacidad de su oponente al quedarse en el aeropuerto en lugar de irse y conservar la ventaja ganada. Otra cosa que descubrió demasiado tarde era que Bakersfeld, astuto y todo, era tan jugador como él. Sólo un jugador se hubiera arriesgado tanto como él, hacía un momento. Y ahora el único que estaba seguro del triunfo de Mel era Elliott Freemantle.

Este sabía que el Colegio de Abogados vería con desagrado sus actividades de esta noche; aún más: ya había tenido un roce con la comisión investigadora de esa institución; y no tenía intención de provocar otro.

Pensó que Bakersfeld tenía razón: los formularios no bastaban para cobrar legalmente el dinero; era demasiado inseguro y largo.

Claro que no abandonaría del todo la lucha. Mañana escribiría una carta a todos los habitantes de Meadowood que habían firmado los formularios; en ella haría todo lo posible para persuadirlos de que siguieran contratándolo como representante legal, a los honorarios estipulados…, pero no tenía esperanza de recibir muchas contestaciones favorables. La sospecha que Bakersfeld (¡maldito!), les había metido en la cabeza estaba ya demasiado profunda. Podía sacar algún dinero de los pocos dispuestos a continuar; ya decidiría si valía la pena aceptar eso. Pero la perspectiva de forrarse de oro estaba liquidada.

Ya se presentaría otra cosa, como siempre.

Ned Ordway y varios policías más dispersaban a la gente; la actividad del gran salón recobraba su aspecto habitual. Desmontaron y se llevaron los micrófonos y altavoces.

Mel vio a cercarse a Tanya. Una mujer de Meadowood en la que ya se había fijado varias veces se paró frente a él: cara inteligente y fuerte, pelo castaño hasta los hombros.

—Míster Bakersfeld —dijo tranquila—. Todos hemos hablado mucho y ahora comprendemos algunas cosas mejor que antes. Pero nadie me ha dicho nada que pueda repetirles a mis hijos cuando lloran y preguntan por qué el ruido no se calla, para que puedan dormir.

Mel sacudió la cabeza apenado. En pocas palabras la mujer había resumido la futilidad de todo lo sucedido esta noche. No tenía respuesta que darle. Ni creía poder tenerla nunca, mientras la gente viviera cerca de aeropuertos.

Seguía buscando palabras cuando Tanya le tendió una hoja de papel doblada. La abrió y leyó un mensaje escrito de prisa a máquina:

vuelo dos tuvo explosión en el aire.
daño estructural y heridos.
ahora viene hacia aquí para aterrizaje
emergencia, hora probable llegada 01,30.
capitán dice necesita urgente pista
tres cero.
torre informa esa pista sigue bloqueada.