2

El capitán Vernon Demerest se apartó del armario que acababa de abrir, y silbó largamente.

Seguía en la cocina del departamento de Gwen Meighen. Ella todavía no había aparecido, después de su ducha y mientras esperaba siguió su sugerencia de hacer té. Había abierto la puerta del armario buscando tazas y platitos.

Frente a él tenía cuatro apretados estantes de botellas en miniatura, del tamaño servido a los pasajeros en aviones. Casi todas tenían pequeñas etiquetas de compañías aéreas por encima de la marca, y todas estaban cerradas. Un rápido cálculo le dijo que había cerca de trescientas.

En otros apartamentos de azafatas había visto botellas semejantes, pero nunca tantas al mismo tiempo.

—Y tenemos más guardadas en el dormitorio —dijo Gwen alegremente detrás de él—. Son para una fiesta. Creo que ya son suficientes, ¿no?

No la había oído entrar en la cocina; se dio vuelta y como siempre, desde la primera vez, al verla se sintió contento y refrescado. Era extraño, pero a pesar de su éxito con las mujeres, nunca dejaba de sentirse maravillado, en momentos como éste, de haber llegado a poseer a Gwen. Llevaba un elegante uniforme de falda y blusa que la hacía más joven. Su rostro animado, de pómulos marcados, miraba a lo alto, y su abundante pelo negro brillaba bajo las luces. Los ojos profundos y oscuros lo miraban con aprobación y simpatía.

—Puedes besarme a gusto porque todavía no me he arreglado —le dijo.

Él sonrió, encantado otra vez por la voz inglesa, clara y melodiosa. Como la mayoría de las muchachas inglesas de clase media que habían ido a escuelas de internado, Gwen reunía todo lo bueno de la forma de hablar inglesa, y evitaba todo lo malo. A veces él la hacía hablar nada más que por el gusto de oírla.

Ahora no hablaban; se abrazaban y sus labios se buscaban ansiosos.

En seguida ella se apartó.

—No —insistió—; aquí no, querido.

—¿Por qué no? Tenemos tiempo —su voz estaba ronca de impaciencia.

—Ya te lo he dicho: quiero que hablemos, y no tenemos tiempo para las dos cosas —Gwen se arregló la blusa, que se había separado de la falda.

—¡Al diablo! —gruñó él—. Primero me haces hervir y después… Está bien: esperaré hasta Nápoles —la besó más suavemente—. Todo el camino a Europa piensa en mí, solo en cubierta, a fuego lento.

—Prometo que te haré hervir de nuevo —rió ella y acercándose le pasó los dedos largos y delgados por el pelo y la cara.

—¡Por Dios, no vuelvas a empezar!

—Entonces, basta —le tomó las manos, que le rodeaban la cintura, y lo apartó sin contemplaciones, cerrando luego el armario que él observara.

—Eh, un momento. ¿Y todo eso? —señaló las miniaturas llenas de bebidas, con sus etiquetas de compañías aéreas.

—¿Eso? —miró los cuatro estantes repletos, alzó las cejas y puso cara de inocencia ofendida—. Son unas pocas sobras que los pasajeros no quisieron. Supongo, señor capitán, que usted no me va a denunciar por unas sobritas.

—¿Tantas? —preguntó escéptico.

—Claro —levantó una botella de ginebra, la dejó de nuevo e inspeccionó otra de whisky «Canadian Club»—. Lo bueno que tienen las compañías es que siempre compran las mejores marcas. ¿Quieres algo?

—Ya sabes que no —sacudió la cabeza.

—Ya sé, pero te veo tan acusador.

—No quiero que te pesquen.

—Casi todas lo hacen y no pescan a nadie. Mira: todo pasajero de primera clase tiene derecho a dos de estas botellitas, pero algunos usan sólo una y siempre hay algunos que no quieren nada.

—El reglamento dice: devolver las botellas que no se usen.

—¡Por favor! Y es lo que hacemos: un par, para guardar las apariencias, pero el resto nos lo dividimos entre las chicas. Y lo mismo exactamente pasa con el vino —agregó con una risita—. Preferimos a los pasajeros que piden más vino hacia el final del viaje, porque así podemos abrir oficialmente otra botella, llenarle el vaso…

—Y llevarse el resto a casa, ya lo sé.

—¿Quieres ver? —abrió otra puerta y mostró una docena de botellas de vino, llenas.

—¡Caramba! —pero sonreía al decirlo.

—No todo esto es mío. Mi compañera y una chica de al lado guardan aquí las suyas para la fiesta que pensamos dar —la tomó del brazo—. Vendrás, ¿verdad?

—Si me invitan, supongo que sí.

—Te invitarán —y cerró las dos puertas.

Se sentaron en la cocina y ella sirvió el té; la observó con admiración. Ella tenía el secreto para hacer que, hasta un momento de rutina como éste, pareciese una ocasión importante.

Le divirtió ver que las tazas, sacadas de una pila en otro armario, llevaban las insignias de Trans America. Se usaban en los viajes. Pensó que lo de las botellas no tenía importancia; después de todo no era nada nuevo, pero el tamaño del botín seguía asombrándolo.

Sabía que toda azafata aérea descubre al principio de su carrera cómo maniobrar en la cocina del avión para ahorrarse gastos en casa: subían al avión con maletas de su propiedad persona casi vacías, y las llenaban de comida, siempre de la mejor cálida porque las aerolíneas no compraban más que lo mejor. Un termo, vacío podía llenarse de crema o de champaña. Si la azafata tenía verdadera iniciativa, le aseguraron una vez a Demerest, se ahorraba la mitad de los gastos domésticos. En los vuelos internacionales, como la ley exigía que todo alimento, usado o no, fuera quemado al llegar, tenían que ser más cuidadosas.

Los reglamentos de todas las compañías prohibían estrictamente todas estas actividades, pero eso no impedía que existieran.

Otra cosa que las azafatas descubrían era que, al terminar un vuelo, nunca se tomaba inventario de los artículos movibles, en parte porque el tiempo no alcanzaba y en parte porque resultaba más barato aceptar la pérdida que protestar por ella. Por eso muchas azafatas se apropiaban de cosas como mantas y frazadas, almohadas, toallas, servilletas, vasos, platería, en cantidades sorprendentes. Vernon Demerest conocía nidos de azafatas donde la mayoría de las cosas usadas a diario provenían de esas fuentes.

—Lo que iba a decirte, Vernon —interrumpió Gwen— es que estoy encinta.

Lo dijo con tanta calma que, al principio, él no comprendió y repitió:

—¿Estás qué?

—Embarazada: e-m-b-a…

—Ya sé cómo se escribe —saltó irritado y sin comprender todavía del todo—. ¿Estás segura?

Ella rió su bonita risa de plata y sorbió su té; sabía que se estaba burlando de él y que nunca había estado más encantadora y deseable que en este momento.

—Acabas de pronunciar una frase hecha, querido —dijo ella—. Nunca he leído una escena como ésta en que el hombre no pregunte: ¿estás segura?

—¡Está bien, maldición! —levantó la voz—. ¿Lo estás?

—Claro que sí, o no te lo diría —señaló la taza—. ¿Más té?

—¡No!

—Lo que pasó —dijo ella con calma— es muy sencillo. En San Francisco, ¿recuerdas?, paramos en ese hermoso hotel de Nob Hill, con la vista tan bonita; ¿cómo se llamaba?

—El «Fairmont». Sí, me acuerdo; sigue.

—Bueno, me temo que no tomé precauciones. Ya no tomaba píldoras porque me hacían engordar; creí que ese día no necesitaba cuidarme, pero parece que me equivoqué. Pero por ese descuido llevo dentro un Vernon Demerest pequeñito que se volverá más y más grande.

—Supongo que no debería preguntar —dijo él tras un silencio, con dificultad—, pero…

—Sí que deberías —interrumpió ella—. Tienes derecho a preguntar —los ojos profundos y oscuros lo miraron con patente honradez—. Lo que quieres saber es si hay alguien más y si estoy segura de que es tuyo, ¿no es cierto?

—Mira, Gwen…

—No te avergüences de preguntar —le tomó la mano—. Yo también preguntaría si la cosa fuese al revés.

—Lo siento; olvidemos que lo dije.

—Pero yo quiero decírtelo —ahora hablaba con más rapidez y menos confianza—; no hay ni podría haber nadie más, porque sucede que… te quiero.

Por primera vez bajó los ojos y continuó:

—Creo que ya te quería… estoy segura… antes de esa vez en San Francisco. Cuando lo pienso me alegro, porque tienes que querer a aquel de quien vas a tener un hijo, ¿no te parece?

—Escúchame, Gwen —le cubrió las manos con las suyas, fuertes y sensibles, acostumbradas a la responsabilidad y el control, pero capaces de precisión y suavidad; ahora eran suaves, como siempre que trataba con una mujer que quería, en contraste con la rudeza brusca que empleaba con los hombres—. Tenemos que hablar seriamente y hacer planes —pasada la primera sorpresa podía pensar con orden; el próximo paso le parecía muy claro.

—No tienes que hacer nada —Gwen alzó la cabeza, la voz ya firme—. Y no pienses que habrá dificultades por mi parte, o que te pondré en apuros. Nada de eso. Sabía lo que hacía, y que esto podía pasar, aunque en realidad no lo esperaba. Quise decírtelo esta noche porque el bebé es tuyo, parte de ti, y debes saberlo. Ahora ya lo sabes y no tienes que preocuparte. Yo lo arreglaré.

—No seas tonta; claro que te ayudaré. No supondrás que me iré como si nada hubiera pasado —comprendió que la rapidez era esencial; los fetos incómodos había que liquidarlos pronto. Se Preguntó si Gwen tendría escrúpulos religiosos contra el aborto; ella nunca había hablado de religión pero a veces los más insospechados resultaban devotos; le preguntó—: ¿Eres católica?

—No.

Menos mal, pensó. Quizá lo mejor fuese un vuelo rápido a Suecia; con unos días sería suficiente. La compañía ayuda como siempre con tal de no aparecer oficialmente comprometida: la palabra «aborto» podía insinuarse pero nunca mencionarse. Gwen volaría directamente a París por Trans America, de allí a Estocolmo por Air France con pase recíproco de empleada. Claro que una vez en Suecia la operación costaría mucho; la gente del oficio decía que los suecos, cuando se trataba de clientes extranjeras, les sacaban algo más que el feto al hacerlas abortar, las dejaban limpias del todo. En Japón salía más barato; muchas azafatas volaban a Tokio y se hacían abortar allí por cincuenta dólares. Se suponía que todo era muy higiénico, pero Demerest desconfiaba; Suecia o Suiza eran más seguras. Una vez había dicho: cuando una azafata tiene que abortar por culpa mía, todo se hace en primera clase.

Para él resultaba muy incómodo que a Gwen se le ocurriera tener un bollo en el horno precisamente ahora, cuando en su casa estaban construyendo un anexo que ya pasaba del presupuesto previsto. Bueno, vendería unas acciones: «General Dynamics», de preferencia; se había acumulado un beneficio que convenía liquidar. Hablaría con el comisionista apenas regresara de Roma… y de Nápoles.

—¿Vienes a Nápoles conmigo como proyectamos? —preguntó.

—Sí; lo estoy deseando. Y además me compré una nueva camisa de noche. La verás mañana por la noche.

—Eres una desvergonzada —se levantó y sonrió.

—Una desvergonzada encinta que te ama sin vergüenza. ¿Me quieres?

La besó en la boca, la cara y una oreja. Buscó su lengua con la suya, sintió endurecerse los brazos de ella y murmuró:

—Sí, te quiero.

En ese momento, pensó, era cierto.

—Vernon, querido.

—¿Qué?

Sentía su mejilla suave. La voz salió ahogada de su hombro.

—Lo dije de veras. No tienes que ayudarme. Pero si de veras quieres hacerlo, ya es otra cosa.

—Quiero, sí —decidió hablarle del aborto camino del aeropuerto.

Ella se separó y miró el reloj; indicaba las veinte y veinte.

—Ya es hora, señor capitán. Vamos.

—Ya sabes que no hay verdadera razón para preocuparse —le dijo Vernon mientras conducía—. Las compañías están acostumbradas a los embarazos de las azafatas solteras. Pasa a cada momento. El término medio anual en todo el país es el diez ciento.

Comprobó con satisfacción que la conversación se volvía cada vez más práctica. Mejor: había que quitarle cualquier tontería sentimental de la cabeza. Si se ponía emotiva, Demerest sabía que podía ocurrir cualquier contratiempo, sin dejar lugar al sentido común.

Conducía el «Mercedes» con cuidado y con el toque delicado pero firme que era su segunda naturaleza cuando controlaba cualquier cosa mecánica, auto o aeroplano. Las calles suburbanas, recién limpiadas cuando fue del aeropuerto al departamento de Gwen, estaban cubiertas otra vez de una nieve espesa, que seguía cayendo sin pausa; en los lugares expuestos al viento, sin la protección de los edificios, los remolinos se amontonaban. El capitán Demerest evitaba los más grandes. No quería quedar varado, ni tampoco salir del auto hasta llegar al refugio de estacionamiento de Trans America.

—¿Es cierto eso? —preguntó Gwen incrédula, acurrucada en su asiento de cuero—. ¿Que cada año, diez de cada cien azafatas quedan embarazadas?

—Varía cada año, pero más o menos, sí —le aseguró—. Con la píldora las cosas han cambiado un poco pero no tanto como uno creería. Como oficial del sindicato tengo acceso a ese tipo de información.

Esperó que ella hiciera algún comentario y como no lo hizo siguió:

—Lo que debes recordar es que casi todas son chicas jóvenes, del campo o de hogares modestos de las ciudades. Se criaron tranquilamente y vivieron como la mayoría. De repente tienen un trabajo sofisticado; viajan, conocen gente interesante, paran en los mejores hoteles. Prueban por primera vez «la dolce vita». Y a veces eso les deja un sedimento en el vaso.

—¡No digas esas cosas! —por primera vez desde que la conocía asomó el temperamento de Gwen. Continuó, indignada—: Hablas con tanta superioridad; típico de un hombre. Si hay sedimento en mi vaso, o en mi cuerpo, recuerda que es tuyo y aunque no lo dejara allí procuraría darle un nombre mejor que ése. Y si quieres tratarme como a una de esas chicas que decías, del campo y «hogares modestos de la ciudad», tampoco me gusta.

Tenía las mejillas rojas y los ojos le brillaban de rabia.

—¡Vamos! Me gusta ese espíritu.

—Si sigues hablando así ya verás.

—¿Tan mal he estado?

—Has estado insufrible.

—Pues lo siento —Demerest aminoró la marcha y paró ante una luz roja que brillaba con mil destellos y reflejos a través de la nieve que caía. Esperaron en silencio hasta que, con un efecto de tarjeta de Navidad, el color cambió a verde con un guiño. Otra vez en marcha le dijo suavemente—: Tú eres una excepción y no te comparo con nadie. Eres una buena chica que se descuidó como tú misma dijiste. Creo que los dos nos descuidamos.

—Bueno —su enojo se disipaba—. Pero no me pongas en grupos ni categorías; soy yo y nadie más.

Callaron por un rato y ella agregó pensativa:

—Supongo que podríamos llamarlo así.

—¿Llamar cómo a quién?

—Me hiciste recordar de algo que dije antes: el pequeño Vernon Demerest dentro de mí. Si es varón lo llamaremos Vernon Demerest segundo, como hacen los americanos.

Su nombre nunca le había gustado demasiado. Empezó decir:

—No quisiera que mi hijo… —y se interrumpió. Estaba en terreno peligroso.

—Lo que quería decirte, Gwen, es que las compañías están acostumbradas a estas cosas. ¿Conoces el Programa de Embarazos en Tres Puntos?

—Sí —con sequedad.

Claro que lo conocía; la mayoría de las azafatas sabía lo que las compañías harían por ellas si quedaban embarazadas, siempre que aceptasen ciertas condiciones. En Trans America llamaban familiarmente al sistema PE3P. Otras compañías usaban nombres diferentes y las cosas se hacían de otro modo aunque sin variar mucho, pero el principio básico era siempre el mismo.

—Conozco a chicas que utilizaron el PE3P pero nunca creí que yo lo necesitaría.

Supongo que ellas creerían lo mismo. Pero no necesitas preocuparte: las compañías no quieren publicidad y todo se hace sin ruido. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Suficiente —contestó poniendo el reloj pulsera a la luz del tablero.

Movió el «Mercedes» a una pista central de la ruta sin forzar la velocidad, por miedo a patinar en la superficie húmeda y cubierta de nieve, y dejó atrás un enorme camión de carga, que llevaba varios hombres agarrados de los costados; probablemente un equipo de emergencia. Se les veía cansados, mojados y desanimados. Pensó cómo reaccionarían si supieran que Gwen y él estarían tomando el sol en Nápoles dentro de pocas horas.

—No sé —dijo Gwen—; no sé si podría decidirme a hacerlo.

Sabía, igual que Demerest, el razonamiento en que se basaba ese programa; a ninguna compañía le gustaba perder azafatas, por ninguna razón. Costaba mucho entrenarlas; una azafata calificada representaba una considerable inversión, y además era difícil encontrar muchachas del tipo adecuado: bonitas, elegantes y de personalidad simpática.

Los programas eran sencillos y prácticos. Si una azafata quedaba embarazada y no tenía intenciones de casarse, podía volver al trabajo pasado el embarazo y, por lo general, la compañía se alegraba de verla de vuelta. Para ello se le concedía licencia oficial que no afectaba su tiempo de servicios. Para su bienestar, el departamento de personal disponía de una sección especial que, entre otras cosas, se ocupaba de encontrar médicos y sanatorios, en el lugar de residencia o en otro sitio más distante, como ella prefiriese. También les prestaban ayuda psicológica para que sintieran que alguien se preocupaba por ellas y cuidaba sus intereses. A veces había préstamos. Después de tener al hijo, si no querían volver a su trabajo anterior se las transfería sin problemas a otro lugar que podían elegir.

A cambio de todo esto pedían tres cosas; de ahí el nombre del programa.

Primero, informar al departamento de personal de su paradero durante todo el embarazo.

Segundo, entregar el bebé para su adopción inmediatamente después de su nacimiento, sin saber nunca quiénes lo adoptarían para cortar todo lazo. Le garantizaban que la adopción se haría legalmente y el niño se entregaría a gente buena.

Tercero, ante todo, la interesada debía informar a su compañía el nombre del padre. Una vez hecho esto un representante de personal, con experiencia de la materia, se comunicaba con el padre tratando de obtener su ayuda financiera. Se buscaba conseguir una promesa por escrito de que entregaría dinero suficiente para los gastos de médico y sanatorio y, de ser posible, para cubrir los sueldos perdidos. Las compañías preferían que todo esto se hiciera de modo amigable y discreto. Pero si era necesario podían ponerse firmes y utilizar su considerable influencia para presionar a los individuos que no cooperaban.

Rara vez ocurría esto si el padre era miembro de la tripulación: capitán, primero o segundo oficial. En estos casos una suave persuasión y el deseo del padre de que se supiera lo menos posible, bastaban. La compañía contribuía a mantener todo en secreto, permitiendo que los pagos se hicieran a plazos o simplemente descontando el importe de los sueldos. Para evitar problemas domésticos, las deducciones figuraban bajo título: «miscelánea personal».

El dinero reunido en esta forma, se pagaba enteramente a la azafata embarazada. La compañía no retiraba nada para sus propios gastos.

—La base del programa —dijo Demerest— es que no te dejan sola y recibes toda clase de ayuda.

Hasta ahora había evitado toda mención de un aborto. Ésa era otra historia, porque ninguna compañía podía ni quería complicarse directamente en tales asuntos. Si pedían consejo lo recibían, extraoficialmente, de las supervisoras que aprovechaban la experiencia anterior para orientarlas. Si la muchacha estaba decidida a abortar, buscaban que se hiciera en condiciones de seguridad e higiene médicas, evitando a toda costa los profesionales peligrosos y sin escrúpulos, que la desesperación obligaba a veces a consultar.

—Una cosa —Gwen lo miró curiosamente—: ¿Cómo sabes tanto de estos asuntos?

—Ya te dije, soy funcionario del gremio…

—Te ocupas de los pilotos, no de las azafatas… al menos de ese modo.

—Quizá no directamente.

—Vernon, esto te ha sucedido antes… una azafata embarazada… Vernon, ¿no es cierto?

—Sí —dijo sin ganas.

—Te debe ser fácil conquistarlas: campesinas crédulas. ¿O eran de «hogares modestos»? —Había amargura en su voz— ¿Cuántas hubo en total: una docena, dos? Dame una idea en números redondos.

—Una, nada más —suspiró.

Había tenido una suerte increíble, en realidad. Podrían haber sido muchas más, pero estaba diciendo la verdad. Bueno… casi verdad; esa otra vez, la del aborto natural, no contaba…

A medida que se acercaban al aeropuerto el tránsito se hacía más denso; faltaban pocos centenares de metros. Las brillantes luces de la gran terminal, aunque atenuadas por la nieve, todavía llenaban el cielo.

—Esa otra chica. No quiero saber quién era…

—Ni te lo diría.

—¿Usó esa cosa… el programa de tres puntos?

—Sí.

—¿La ayudaste?

—Ya te lo dije: ¿qué clase de hombre crees que soy? —dijo impaciente—. Claro que la ayudé. La compañía me lo descontó de mi sueldo. Así supe cómo lo hacen.

—¿Miscelánea personal? —sonrió ella.

—Sí.

—¿Lo supo tu esposa?

—No —contestó después de vacilar.

—¿Y el bebé?

—Lo adoptaron.

—¿Qué era?

—Un bebé.

—Sabes muy bien lo que quiero decir: ¿nene o nena?

—Creo que nena.

Crees.

—Bueno, lo sé.

Las preguntas lo ponían un poco incómodo, reviviendo recuerdos que prefería olvidar.

Cuando llegaron a la imponente entrada principal guardaban silencio. Muy arriba, brillantemente iluminados, surgían los arcos parabólicos de diseño futurista, que habían triunfado en un concurso mundial y que simbolizaban, según se decía, los nobles sueños de la aviación. Más allá, había un conjunto impresionante y complicado de camiones, túneles y pistas para que el incesante tráfico saliera y entrara a la velocidad deseada, aunque esta noche las consecuencias de tres días de tormenta no permitían tanta rapidez. Varias partes del camino normalmente usadas por los vehículos estaban ocupadas ahora por grandes montones de nieve. Los limpianieves y camiones, que trataban de abrir los caminos, constituían otro elemento de confusión.

Tras varias demoras breves, Demerest enfiló el camino de servicio que los llevaría al cobertizo principal de Trans America, desde donde irían en ómnibus hasta la terminal.

—Vernon —Gwen se movía inquieta.

—¿Qué?

—Gracias por ser honrado conmigo —le tocó una mano, en el volante—. Yo me arreglaré. Creo que al principio me sentí un poco aturdida. Y quiero ir contigo a Nápoles.

Él sonrió y movió la cabeza, apartó la mano del volante y apretó la de Gwen.

—Ya verás qué bien lo pasaremos: será inolvidable.

Haría lo posible para que fuese cierto. Para él no sería difícil. Gwen lo atraía más, lo hacía sentirse más afectuoso y mejor comprendido que ninguna otra mujer que recordara. Si no estuviera casado… Pensó, y no por primera vez, en romper con Sarah y casarse con Gwen. Pero apartó el pensamiento. Conocía a demasiados en su profesión que habían hecho lo mismo: dejar a la esposa de muchos años por mujeres más jóvenes. Y casi siempre terminaban con esperanzas frustradas y pensiones abultadas que pagar.

Pero en algún momento del viaje, en Roma o en Nápoles, tenía que hablar seriamente con Gwen. Hasta ahora la conversación no había sido del todo de su gusto, y el problema del aborto no estaba planteado.

Pensando en Roma, recordó que lo principal, por ahora, era su trabajo de comandante en el vuelo dos de Trans America.