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La noticia de que los ciudadanos de Meadowood estaban reunidos, comunicada antes por el jefe de torre a Mel Bakersfeld, era exacta.

La reunión se celebraba en el salón de la escuela dominical de la Iglesia Bautista —situada a quince segundos, a vuelo de jet, del extremo de la pista dos cinco— y llevaba media hora de sesión. Había comenzado más tarde de lo previsto porque la mayoría de los seiscientos adultos presentes tuvo que luchar contra la nieve, en auto o a pie. Pero lo cierto era que habían llegado.

Era una concurrencia heterogénea, común en cualquier comunidad más o menos próspera. Entre los hombres había algunos ejecutivos de mediano nivel, artesanos y comerciantes. La cantidad de hombres y mujeres era casi la misma. Por ser viernes a la noche, comienzo del fin de semana, la mayoría vestía sencillamente, con la excepción de media docena de visitantes forasteros y algunos periodistas.

La sala resultaba incómoda por lo colmada, calurosa y llena de humo. Todas las sillas disponibles estaban ocupadas, y por lo menos cien personas estaban de pie.

El hecho de que tantos hubiesen salido de casa en tal noche, renunciando a la comodidad casera, era prueba elocuente de su preocupación y fortaleza. También los unía, por el momento, un enojo común, tangible como el humo del tabaco o poco menos. Tenía dos fuentes: Primero: la amargura de larga data causada por ese subproducto del aeropuerto, el ruido tonante y ensordecedor de la propulsión a chorro que invadía sus hogares día y noche, impidiendo toda paz y sosiego durante el sueño y la vigilia. Segundo: la frustración más inmediata que significaba el no haber podido oírse mutuamente durante gran parte de la reunión.

Puesto que ésa era la razón de haberse reunido, se esperaba cierto grado de dificultad auditiva y se pidió a la iglesia, en préstamo, el sistema portátil de comunicación. Lo que nadie previó fue que esa misma noche los jets despegarían tan cerca, inutilizando los oídos humanos y el sistema. La causa, que la asistencia no conocía ni le importaba, era el bloqueo de la pista tres cero por el Aéreo-Mexican 707, por lo cual otros aviones debían usar la pista dos cinco, dirigida como una flecha sobre Meadowood; mientras que la tres cero, por lo menos, se desviaba ligeramente a un costado cuando estaba en uso.

Aprovechando un momento de silencio, el presidente gritó congestionado:

—Señoras y señores, hace años que tratamos de convencer a la gerencia del aeropuerto y compañías aéreas de que cometen una violación de nuestros hogares. Hemos probado, con testimonios imparciales, que con la invasión de ruido que nos obligan a soportar, la vida normal se hace imposible. Hemos señalado que nuestra misma integridad mental está en peligro, que nuestras mujeres, nuestros hijos y nosotros mismos vivimos al borde de un colapso nervioso, que algunos ya han sufrido, por otra parte.

Hablaba Floyd Zanetta, mofletudo y calvo, gerente de una imprenta y residente en Meadowood en casa propia. Tenía unos sesenta años, se destacaba por su espíritu cívico y su chaqueta sport ostentaba en la solapa el distintivo que los Kiwanis concedían a sus socios distinguidos.

Ocupaba una pequeña plataforma en la parte anterior de la sala, y a su lado estaba sentado un hombre más joven muy bien vestido: Elliot Freemantle, abogado. Junto a él, un portafolio abierto de cuero negro.

—¿Y qué hacen el aeropuerto y las compañías? —Floyd Zanetta golpeó el atril que tenía frente a sí—. Yo les diré lo que hacen. Fingen escucharnos. Y mientras fingen hacen promesas y más promesas que no tienen intención de cumplir. La gerencia del aeropuerto, la F. A. A. y las compañías mienten y engañan…

La última palabra no se oyó.

La tragó una increíble avalancha de sonido, un monstruosa rugido mecánico bajo el cual el edificio entero pareció temblar y sacudirse. Muchos se taparon los oídos en instintivo ademán protector. Algunos miraban arriba con inquietud. Otros, con rabia, en los ojos, hablaron enojados con los que tenían más cerca, pero sólo leyéndoles los labios se hubiera podido saber lo que decían: ni una sola palabra era audible. En la plataforma, la jarra de agua tembló y hubiese caído al suelo haciéndose pedazos, de no haberla cogido Zanetta a tiempo para evitarlo.

Con la misma rapidez el ruido disminuyó y cesó. El vuelo 58 de Pan American ya estaba a muchos kilómetros y a miles de metros de altura, atravesando tormenta y oscuridad en busca de zonas más altas y despejadas, camino de Frankfurt, Alemania. Ahora Continental Airlines 23, con destino a Denver, Colorado, listo para partir, recorría los últimos metros de la misma plataforma dos cinco, por encima de Meadowood. Otros vuelos esperaban turno para seguirlo.

Toda la tarde había sido lo mismo, desde antes de comenzar la reunión. Y, durante la misma, había que hablar en los breves intervalos que dejaba el tremendo ruido.

—Digo que mienten y engañan —continuó Zanetta con rapidez—. Lo que está sucediendo en este momento es prueba concluyente. A lo menos que tenemos derecho es a que disminuyan el ruido, pero esta noche ni siquiera…

—Señor presidente —interrumpió una voz de mujer—, todo eso ya lo sabemos. No ganaremos nada con repetirlo una y otra vez.

La mujer se había puesto de pie y todos los ojos convergían en ella. Tenía una cara fuerte, inteligente; se sacudió hacia atrás con impaciencia el pelo castaño, que le llegaba hasta los hombros.

—Lo que quiero saber, igual que los otros, es qué más podemos hacer, y cómo seguiremos luchando desde ahora.

Aplausos y vítores le respondieron.

—Si tiene la bondad de dejarme terminar… —dijo Zanetta irritado.

Pero no pudo terminar.

Una vez más el rugido impresionante dominó la sala invadiéndolo todo.

La coincidencia de palabras y hechos provocó las primeras risas de la noche. El mismo presidente sonrió mientras levantaba las manos en un ademán resignado.

—¡Vamos, siga! —gritó una voz de hombre.

Zanetta asintió. Siguió hablando, eligiendo las palabras como un alpinista elige sus puntos de apoyo y aprovechando los instantes de tregua que le dejaba el terrible ruido. Lo que la comunidad de Meadowood debía hacer, declaró, era dejar a un lado los buenos modales y las palabras razonables al tratar con los responsables. Desde ahora la orden era: atacar con armas puramente legales. Los residentes de Meadowood tenían sus derechos como ciudadanos, y esos derechos no eran respetados. Uno de ellos era apelar ante los tribunales; por lo tanto, debían prepararse a luchar en ellos, con todo el rigor implacable que fuese necesario. En cuanto a la forma que esta ofensiva legal debía tomar, casualmente un famoso abogado, míster Elliot Freemantle, con oficinas en la ciudad, había consentido en concurrir a la reunión. Era experto en las leyes sobre ruidos molestos, en especial con relación a la aeronáutica y, muy pronto, los que a pesar del tiempo habían concurrido, tendrían el placer de oír a ese distinguido caballero, quien presentaría una propuesta…

Elliot Freemantle parecía incómodo bajo la lluvia de lugares comunes. Se pasó una mano por el pelo grisáceo, bien peinado, por el mentón y las mejillas suavizadas por el afeitado una hora antes de la reunión, y su agudo sentido del olfato le confirmó que los efectos de la exclusiva loción facial que siempre usaba después de afeitarse y la aplicación de rayos ultravioleta, todavía persistían. Volvió a cruzar las piernas, observando que sus zapatos de cocodrilo —precio, doscientos dólares— seguían brillando como espejos, y tuvo cuidado de no estropear la raya del pantalón de su traje azul hecho a medida. Había descubierto, mucho antes, que la gente prefería a los abogados de aspecto próspero, al contrario de los médicos. La prosperidad en un abogado significaba éxito en su carrera, garantía previa para los que utilizaban sus servicios.

Elliot Freemantle consideraba a los concurrentes como posibles clientes, en un futuro próximo. Mientras llegaba ese momento, deseaba que ese imbécil de Zanetta terminara de una vez para que él pudiese hacerse cargo del asunto. No había medio más seguro para perder la confianza del público, o de un jurado, que dejarlos pensar con más rapidez que uno mismo, anticipando lo que iba a decir antes de que lo dijera. El refinado instinto de Freemantle le dijo que eso estaba sucediendo ahora. Cuando le llegara el turno le sería más difícil establecer su competencia y su intelecto superior.

Algunos colegas no estaban muy seguros de que el intelecto de Elliot Freemantle fuera, en realidad, superior. Hasta podrían objetar la descripción del presidente: un caballero.

Otros abogados lo miraban a veces como un exhibicionista que obtenía sus elevados honorarios gracias a su instinto de empresario para atraer la atención. Admitían, eso sí, que tenía un envidiable don para adivinar qué causas terminarían siendo espectaculares y provechosas, identificándose con ellas desde un principio.

El asunto de Meadowood estaba hecho a su medida.

Había leído algo sobre el problema y pronto utilizó sus relaciones para que sugirieran su nombre a varios propietarios de la localidad, como el abogado más indicado para prestarles ayuda. En consecuencia, un comité de residentes le pidió una entrevista y ese hecho, evitándole tener que ir en busca de ellos, le dio la ventaja psicológica que había buscado. Entretanto, estudió las leyes pertinentes sin profundizar mucho, así como recientes decisiones legales sobre el tema, que para él era nuevo; de ese modo, cuando tuvo a la delegación frente a sí, pudo hablarles con la seguridad de un experto de larga trayectoria.

Después presentó su proposición, que le valió ser invitado a la reunión que, a su vez, se debía a esa misma propuesta.

¡Gracias a Dios! Parecía que Zanetta estaba terminando su interminable introducción. Trivial hasta el fin, declamaba:

—… y es para mí un honor y un placer, presentarles…

Casi sin esperar a que pronunciara su nombre, Elliot Freemantle se puso de pie de un salto. Comenzó a hablar antes de que Zanetta estuviese en contacto con su silla. Según su costumbre, omitió todo preliminar.

—Si esperan que les tenga lástima, pueden irse ahora mismo, porque no la tendré. Ni en esta sesión, ni en las que le sigan, si las hay. No vendo pañuelos ni toallas, de modo que si los necesitan les sugiero que traigan los suyos, o se los presten mutuamente. Yo me ocupo de leyes. Leyes, y nada más.

Había hablado con aspereza y sabía que su objetivo de ponerlos en guardia estaba logrado.

Tampoco dejó de notar que los periodistas lo miraban con atención. Había tres en la mesa reservada para ellos: dos jóvenes de la ciudad y una mujer de edad, de un semanario local. Para sus planes todos eran importantes, y se había tomado el trabajo de averiguar sus nombres y de hablarles unas palabras antes de comenzar la reunión. Ahora escribían a toda velocidad. ¡Mejor! La cooperación de la prensa ocupaba un lugar destacado en cualquier proyecto suyo, y sabía por experiencia que para lograrla lo mejor era darles material interesante y un nuevo punto de vista. En general lo conseguía. Los periodistas se lo agradecían, mucho más de lo que agradecen la bebida y comida gratis con que se les inunda habitualmente; cuanto más interesante y colorida fuese la historia, más favorables y amistosos serían sus comentarios.

Su atención volvió a fijarse en el público.

—Si decidimos todos juntos —continuó con un tono algo menos agresivo— que yo voy a representarlos, tendré que hacerles preguntas sobre el efecto del ruido de los aviones en sus hogares, sus familias, su salud física y mental. Pero no se imaginen que les preguntaré todo eso porque esas cosas, o ustedes como individuos, me interesen personalmente. Francamente, no me importan. Vale más que sepan que soy egoísta. Si les hago esas preguntas será para descubrir qué daño legal han sufrido. Ya estoy convencido de que ese daño existe —quizá considerable— y siendo así tienen derecho a una compensación legal. Pero quiero que sepan que por más que me ocupe del caso, no me quita el sueño el bienestar de mis clientes cuando no estoy en mi oficina o en el tribunal. Sin embargo… —hizo una pausa dramática y movió el índice como un puñal para subrayar sus palabras— en mi oficina y en el tribunal, como clientes míos, tendrán toda mi atención y toda mi capacidad a su disposición, en cuestiones legales. Y en esas ocasiones, si trabajamos juntos, les prometo que se alegrarán de tenerme como amigo y no como enemigo.

Ahora era el dueño de la atención de todos. Algunos, hombres y mujeres, estaban sentados en el borde de sus sillas para no perder ni una palabra cuando el ruido las cubría y él se detenía aunque por un mínimo de tiempo. Algunas caras, no muchas, reflejaban hostilidad. Pero ya era tiempo de aflojar un poco la presión. Sonrió por un momento y continuó seriamente:

—Les informo de estas cosas para que nos entendamos. Algunos me dicen que soy desagradable. Quizá tengan razón, aunque personalmente les diré que si alguna vez necesito un abogado, lo elegiré malo y desagradable; y duro… para bien mío. —Algunas cabezas aprobaron y hubo sonrisas.

»Claro que si prefieren a un tipo más simpático, que los compadezca pero que se ocupe menos de las leyes —se encogió de hombros— están en su derecho.

Su atento estudio del público le reveló el movimiento de un hombre de aspecto responsable, con pesados anteojos, al inclinarse hacia su compañera y murmurarle algo. Por las expresiones adivinó lo que él decía: «¡Así me gusta!, esto queríamos oír». La mujer, probablemente su esposa, aprobó. Otras caras reflejaban la misma impresión.

Como siempre en momentos tales, había juzgado con acierto el ambiente y de allí había derivado el tono de sus palabras: esta gente estaba cansada de bienintencionadas pero inútiles frases hechas y lástima por sus problemas. Sus propias palabras, rudas y brutales, les hicieron el efecto de una refrescante ducha fría. Ahora, antes de que la atención se perdiera, tenía que seguir otro camino. Había llegado el momento de ser específico: explicarles la ley sobre ruidos. El truco para conservar la atención del público, especialidad de Freemantle, era mantenerse a medio paso mental más adelante; eso y no más, para que pudieran seguir lo que decía, pero con cierto esfuerzo que los mantuviera alerta.

—Préstenme atención —les ordenó— porque voy a hablarles de su problema.

La ley de ruidos, dijo, estaba en estudio porque los antiguos conceptos cambiaban. Las decisiones recientes de los tribunales establecían que el ruido excesivo podía equivaler a una violación de la intimidad y de la propiedad privada. Además, la tendencia actual era establecer prohibiciones y conceder recompensas financieras, siempre que se pudiese probar la intrusión, incluso por medio de aviones.

Elliot Freemantle dejó de hablar para dar lugar a otra explosión de truenos y luego hizo un ademán hacia arriba:

—No creo que tengan dificultad en probarlo.

Los tres periodistas tomaban notas.

La Suprema Corte, prosiguió, ya había sentado un precedente. En la causa de Estados Unidos contra Causby el tribunal decidió que un criador de pollos de Greensboro, North Carolina, tenía derecho a compensación por la «invasión» de aviones militares que volaban a baja velocidad sobre su casa. Al hacer conocer la decisión sobre Causby, el juez William O. Douglas declaró:

—… «Si el terrateniente aspira a disfrutar totalmente de su tierra, debe tener exclusivo control sobre la zona inmediata de la atmósfera que la rodea».

En otro caso sometido a la Suprema Corte, Griggs contra Condado de Allegheny, se sustentó un principio similar. En tribunales estatales de Oregón y Washington, Thornburg contra Puerto de Portland y Martin contra Puerto de Seattle, se concedieron daños y perjuicios por excesivo ruido de aviones, aunque no hubo violación del espacio aéreo directamente por encima de los demandantes. Otras comunidades ya habían emprendido, o pensaban hacerlo, acciones legales similares, y algunas empleaban grabadores y cámaras como medios de probar sus alegaciones; los grabadores eran de un tipo especial que registraba los menores matices del ruido y las cámaras reflejaban la altura de los aviones. Con frecuencia quedaba demostrado que el ruido era mayor y la altura menor de lo declarado por compañías y aeropuertos. En Los Angeles un propietario demandó al Aeropuerto Internacional, declarando que éste, al permitir aterrizajes en una pista nueva cercana a su casa, violaba su propiedad sin permiso legal. Reclamaba diez mil dólares, valor en que estimaba la depreciación de su propiedad. En otras partes estaban apareciendo casos semejantes.

La enumeración resultó sucinta y convincente. La mención de una suma exacta: diez mil dólares, provocó un interés inmediato, como lo deseaba el orador. Todo lo que decía parecía indicar hechos, autoridad en la materia, años de estudio. Sólo él sabía que sus «hechos» no eran fruto de desvelos analizando informes legales, sino de dos horas pasadas la tarde anterior estudiando los recortes sacados del archivo de un diario.

Había hechos que no mencionó: por ejemplo, el criador de pollos era un caso juzgado más de veinte años atrás, y la suma pagada por daños era apenas de trescientos setenta y cinco dólares, valor de los pollos muertos. El caso de Los Ángeles era una demanda todavía sin juzgar y que podía no llegar nunca a los tribunales. Freemantle conocía un caso más significativo, Batten contra Estados Unidos juzgado por la Suprema Corte en 1963, pero prefirió no mencionarlo porque la decisión decía que solamente la «invasión física» propiamente dicha constituía delito legal; el ruido por sí solo, no lo era. Como en Meadowood la invasión no existía, el precedente Batten indicaba que, de llegar a tomarse medidas legales, la causa podía fácilmente perderse antes de empezar.

Pero el abogado Freemantle no quería que eso se supiera, al meros por ahora; tampoco le importaba mucho, una vez en el tribunal, ganar o perder. Lo que quería era tener como clientes —cobrándoles lo más posible por sus servicios— a ese grupo de propietarios de Meadowood.

Hablando de sus honorarios, ya había contado a los presentes y hecho sus cálculos mentales: el resultado le deleitó.

De las seiscientas personas allí reunidas, estimó que unas quinientas o quizá más tenían propiedades en Meadowood. Contando los matrimonios, quedaba un mínimo de doscientos cincuenta clientes en perspectiva. Si podía convencer a cada uno de esos doscientos cincuenta de que firmara un convenio pagándole cien dólares como anticipo de honorarios —y Freemantle esperaba que eso ocurriera esta misma noche— no era imposible reunir una cantidad superior a veinticinco mil dólares.

No era la primera vez que lograba algo parecido. Era notable a lo que se podía llegar con audacia, especialmente con gente ciega a lo que no fuera su interés o su comodidad. El portafolio contenía una amplia provisión de formularios:

Este es un convenio entre…………, denominado en adelante el (los) demandante(s), y Freemantle y Sye, abogados, quienes asumirán la representación legal de los anteriores para lograr el pago de daños y perjuicios debidos al uso excesivo de aviones en el Aeropuerto Lincoln Internacional. El (los) demandante(s) acepta(n) pagar a los mencionados Freemantle y Sye la suma de cien dólares, en cuatro plazos de veinticinco dólares, el primero pagadero inmediatamente y los otros tres cada tres meses. Asimismo, si la causa se gana, Freemantle y Sye recibirán el diez por ciento del monto bruto de la suma concedida como daños y perjuicios.

El diez por ciento era un tiro al aire porque era muy poco probable que se cobrasen daños y perjuicios. Pero de todos modos, cosas raras sucedían a veces en los asuntos legales, y Elliot Freemantle era hombre previsor.

—Estos son los antecedentes legales. Y ahora un consejo —otra de sus infrecuentes, rápidas sonrisas—. Es una muestra gratis, pero lo mismo que con el dentífrico, los tubos posterior habrá que pagarlos.

Un ademán brusco cortó las risas.

—Mi consejo es éste: no queda tiempo para otra cosa que actuar; ahora.

Más aplausos y aprobación.

Muchos tendían, continuó, a considerar toda acción legal como algo lento y tedioso. A menudo era cierto, pero a veces, con firmeza y habilidad, se podían apresurar las cosas. En este caso había que empezar en seguida, para evitar que las compañías y el aeropuerto, utilizando la existencia del ruido durante un período de varios años, pudiesen recurrir al truco de usos y costumbres. Como para subrayar lo dicho, otro avión sacudió la iglesia al levantar vuelo. Cuando todavía se escuchaba el ruido, Freemantle gritó:

—¡Lo repito: no esperen más! ¡Actúen esta noche, ahora mismo!

En unas de las primeras filas de público, un hombre joven con chaqueta de alpaca y pantalón de sport dio un salto:

—¡Eso mismo: díganos cómo empezar!

—Empiecen —si quieren— contratando mis servicios como abogado.

—Sí, queremos —respondió un coro instantáneo de varios cientos de voces.

El presidente, Floyd Zanetta, estaba otra vez en pie, esperando a que cesaran los gritos. Parecía contento. Dos periodistas observaban la sala, llena ahora de inocultable entusiasmo. La tercera miraba la plataforma y sonreía amistosamente.

Había resultado. El resto era pura rutina. En media hora muchos de los formularios estarían firmados; otros se los llevarían a casa, discutirían el asunto y seguramente los mandarían por correo mañana, también firmados. A esta gente no le asustaba firmar papeles ni iniciar demandas legales; al comprar sus casas habían pasado por eso. Tampoco les parecería excesiva la suma de cien dólares; a algunos hasta les sorprendería que fuese tan poco. Sólo unos pocos estarían haciendo los mismos cálculos mentales que Freemantle y aunque el total les pareciese demasiado, podía decirles que se justificaba por asumir la responsabilidad de mucha gente.

Además, les daría algo a cambio del dinero: un buen espectáculo, con fuegos artificiales y todo, en el tribunal y en otros lugares. Miró su reloj: no quedaba mucho tiempo. Ahora que estaba seguro de intervenir en el caso, quería consolidar las cosas poniendo en escena el primer acto del drama. Como todo lo que había hecho hasta ahora, era parte de un plan y estaba destinado a convertirlo en centro de la atención, figurando en los diarios de mañana en lugar mucho más prominente que la misma reunión.

También serviría para confirmarles que cuando habló de no perder tiempo sabía o que decía.

Los actores del drama serían los residentes de Meadowood, aquí reunidos, y esperaba que todos los presentes estuviesen dispuestos a dejar la sala y a volver tarde a sus casas.

El escenario sería el aeropuerto.

La época: esta noche.