11

Casi al mismo tiempo que Elliot Freemantle saboreaba su triunfo, un contratista de obras llamado D. O. Guerrero cedía al fracaso, sintiéndose amargado y vencido.

Estaba a unos veinticinco kilómetros del aeropuerto, en un viejo apartamento del barrio sur de la ciudad, cerrado con llave.

Debajo del apartamento había un restaurante ruidoso y pobre; la Calle 51 no estaba lejos de los mataderos.

D. O. Guerrero era un hombre alto y flaco, algo cargado de hombros, de cara amarillenta y mandíbula prominente y estrecha. Ojos hundidos, labios pálidos y delgados y bigote rubio. Cuello nudoso y nuez saliente. Poco cabello, manos nerviosas siempre en movimiento. Fumaba sin cesar, encendiendo el nuevo cigarrillo con la colilla del último. Estaba sin afeitar y llevaba una camisa sucia; el cuarto donde se había encerrado era frío, pero él transpiraba. Aunque tenía cincuenta años, representaba varios más.

Estaba casado hacía dieciocho años; su matrimonio podía considerarse satisfactorio, aunque rutinario. D. O. (casi siempre lo habían llamado así) e Inés Guerrero se aceptaban mutuamente, sin que al parecer, los tentara la idea de cambiar de cónyuge. De todos modos, a D. O. Guerrero nunca le habían interesad mucho las mujeres. Los negocios y las maniobras financieras lo absorbían. Pero durante el último año se había abierto entre los esposos un abismo mental que Inés, aunque lo intentaba, no podía franquear. Era una de las consecuencias de la serie de desastres que los llevó desde su situación relativamente holgada a una casi pobreza, obligándolos a mudarse varias veces de casa: primero dejaron la casa de los suburbios, cómoda y grande, aunque muy hipotecada, pasaron a un domicilio más modesto y luego a este apartamento de dos habitaciones, pobre, mal ventilado y lleno de cucarachas.

Aunque Inés Guerrero naturalmente no estaba contenta con la situación, no se habría quejado si al mismo tiempo su esposo no hubiera estado cada vez más sombrío, de mal humor y a veces tan exaltado que era imposible hablarle. Hacía pocas semanas que, enfurecido, le había pegado dejándole marcas en la cara y, aunque ella estaba dispuesta a perdonarlo, ni se disculpó ni habló más del asunto. Temió que la violencia se repitiera y poco después envió a sus dos hijos adolescentes, un muchacho y una chica, a casa de una hermana casada, en Cleveland. Ella se quedo empleándose como camarera en una cafetería, y aunque trabajaba mucho y ganaba poco, por lo menos tenían para comer. Él apenas pareció notar la ausencia de los chicos, ni la de ella; últimamente no salía de una profunda melancolía, indiferente a todo.

Ahora Inés estaba trabajando. D. O. Guerrero se encontraba solo en el apartamento, y no tenía por qué cerrar con llave el pequeño dormitorio donde se hallaba, pero lo había hecho para estar seguro de evitar interrupciones, aunque no permanecería allí mucho tiempo más.

Lo mismo que otros esa noche, D. O. Guerrero se dirigiría en breve al aeropuerto. Tenía confirmada su reserva y comprado su, billete para volar esa noche a Roma en el vuelo dos de Trans America. El pasaje estaba en un bolsillo del abrigo, junto a él, arrojado sobre una silla de madera de patas desniveladas.

Inés no sabía nada del pasaje a Roma, ni del motivo que había impulsado a su marido a comprarlo.

Era un billete de ida y vuelta, de excursión, y su precio normal era de cuatrocientos setenta y cuatro dólares. Pero D. O. Guerrero lo consiguió a crédito, mintiendo. Pagó cuarenta y siete dólares, producto del empeño de la última posesión de su mujer: el anillo de su madre (ella todavía no lo había echado de menos), y se comprometió a pagar el resto, con el debido interés, en plazos mensuales durante los próximos dos años.

Era muy improbable que esa promesa se cumpliese alguna vez.

Ninguna compañía financiera, ningún Banco que se respetase le habrían prestado ni siquiera el precio de un billete de ómnibus a Peoría[6], y menos el de un pasaje aéreo a Roma. Al pedir los informes habituales sobre sus medios de vida descubrirían que su insolvencia venía desde tiempo atrás, que sus deudas personales eran muchas y que su compañía de contratista se había declarado en quiebra un año antes.

Un examen más detenido de sus complicadas finanzas revelaría que durante los últimos ocho meses —usando el nombre de su esposa— había tratado de reunir capital para especular en tierras, sin lograrlo, pero contrayendo en cambio nuevas deudas. Ahora sus declaraciones fraudulentas y su quiebra no resuelta lo colocaban al alcance de la ley como criminal susceptible de ir a la cárcel. Menos seria pero inmediata era la amenaza de desalojo del apartamento, donde debía tres semanas del miserable alquiler; el casero lo echaría mañana mismo. Y no tenían a dónde ir.

Estaba desesperado: sus recursos estaban por debajo de cero.

Pero las compañías de aviación no piden mucho para conceder créditos; y si no cobran tampoco persiguen tanto al deudor como otras firmas. Claro que lo hacían deliberadamente pensando que los pasajeros de aviones habían demostrado ser, a lo largo de muchos años, más honrados que otras categorías de gente, con un total mínimo de deudas no cobradas. Los desechos como D. O. Guerrero casi nunca se acercaban a ellas y por eso no estaban preparadas —porque no valía la pena molestarse— para descubrir el subterfugio que había usado.

Para evitar investigaciones peligrosas empleó dos recursos muy sencillos: primero, presentó una «referencia de empleo» escrita a máquina por él mismo en hoja con membrete de una compañía suya, difunta ya (no la declarada en quiebra), cuya dirección era su propio apartado de correos; segundo, al escribir la carta cometió adrede un error en su apellido, cambiando la «G» por «B» para que el trámite de rutina no revelase ninguna información, en lugar de los datos desfavorables archivados a su nombre verdadero. Para mayor identificación usó la tarjeta de Seguridad Social y registro de conductor, cambiando también la misma letra con mucho cuidado y volviéndola a cambiar después. Otra cosa que recordó fue asegurarse de que su firma en el contrato de pago resultase indescifrable para que nadie pudiese probar si había escrito «G» o «B».

El error quedó perpetuado cuando el empleado de la compañía le entregó su pasaje a nombre de «D. O. Buerrero» y cuando examinó lo que eso podía significar para sus planes inmediatos, D. O. Guerrero decidió no preocuparse. Si después alguien investigaba, pensaría que el error de una sola letra en la «referencia» y el billete, debía ser genuino. Nada probaba que fuese deliberado. Por otra parte, pensaba hacer corregir la ortografía esta noche en el aeropuerto, tanto en el formulario de Trans America como en su pasaje. Una vez a bordo, era importante asegurarse que no hubiese confusión sobre su verdadera identidad. Eso también era parte de su plan.

Otra parte consistía en hacer imposible el vuelo dos destruyendo el avión. Él también quedaría destruido, factor que no lo detenía porque su vida, pensaba, ya no tenía ningún valor, ni para él ni para nadie.

Pero su muerte sí podía tenerlo, y quería asegurarse de ello.

Antes de la salida del avión sacaría un seguro aéreo por valor de setenta y cinco mil dólares, nombrando como beneficiarios a su esposa e hijos. Hasta ahora poco había hecho por ellos, pero su última acción sería un gesto trascendental para beneficiarlos. Estaba seguro de obrar movido por el deseo de amor y sacrificio.

En su mente enferma y perturbada, empujada por la desesperación, no había lugar para pensar en los otros pasajeros a bordo del avión, ni en la tripulación, todos condenados a morir junto con él. Con la falta total de conciencia propia del enfermo mental, había pensado en los demás sólo como posibles obstáculos a su plan.

Creía haber previsto todas las contingencias.

Lo del pasaje no importaría una vez en camino. Nadie podía demostrar su intención de no pagar los otros plazos; y aunque descubriese la falsedad de su «referencia» —cosa probable— la única conclusión sería su obtención del crédito por medio de engaños. Eso, por sí solo, no bastaba para que el seguro no fuese pagado.

Además, el hecho de sacar pasaje de ida y vuelta daría la, impresión de que no sólo quería llegar a destino sino también volver. Por qué había elegido Roma: tenía un primo segundo en Italia a quien nunca había visto, pero a veces hablaba de visitarlo Inés podía afirmarlo. Por lo menos quedaría a salvo la lógica.

D. O. Guerrero llevaba varios meses estudiando su plan mientras su situación empeoraba; dedicó ese tiempo a estudiar a fondo la historia de los desastres aéreos, con aviones destruidos por individuos deseosos de cobrar el seguro. El número de casos le sorprendió por lo grande. En todos los ejemplos conocidos, la investigación postaccidente había descubierto el motivo y, si el culpable estaba vivo, se le acusaba de asesinato y naturalmente se declaraba inválida cualquier póliza de seguro que pudiese tener.

Claro que era imposible saber cuántas catástrofes se debían a sabotaje. El factor clave era la presencia o ausencia de daños físicos que dejaran restos susceptibles de ser recogidos y analizados: si esto era posible, investigadores especializados trataban de descubrir el secreto y en general lo lograban. Si la explosión se había producido en el aire dejaba rastros que permitían determinar sus causas y su índole. Por lo tanto, razonó Guerrero, su plan debía impedir que quedaran restos o vestigios de ninguna clase.

Por eso había elegido el vuelo a Roma, sin escalas, de Trans America.

Gran parte del viaje —El Bajel Dorado— era sobre el océano, en cuyo fondo nunca se podrían encontrar los restos del avión desintegrado.

Provisto de un folleto de la compañía que detallaba las rutas aéreas, velocidades y un pequeño cuadro para saber dónde se encontraba el avión en cualquier momento del vuelo, Guerrero calculó que después de cuatro horas de vuelo —con vientos normales— el vuelo dos estaría en medio del Atlántico. A medida que el viaje prosiguiera tenía la intención de rectificar sus cálculos, si fuese necesario: primero tomando nota del momento exacto de salida y luego escuchando con mucha atención los anuncios del comandante sobre el camino recorrido. Con esa información no sería difícil averiguar si el vuelo llevaba retraso o iba adelantado, y cuánto. Por fin, en un punto ya decidido por él —a unos mil trescientos kilómetros al este de Terranova— se produciría la explosión y el avión, o lo que quedara de él, se precipitaría en el mar.

Y nadie encontraría nunca los restos:

Lo que quedara del vuelo dos reposaría para siempre escondido y secreto, en el fondo del océano Atlántico. No habría investigación, ni exámenes de material, ni descubrimiento de la causa, podrían pensar, preguntar y especular todo lo que quisieran; podían incluso sospechar la verdad, pero nunca la sabrían.

Los pagos del seguro —no habiendo prueba de sabotaje— se harían sin dificultades.

Todo dependía de una sola cosa: la explosión. Tenía que ser suficiente para destruir el aeroplano, pero —y esto era tan importante como lo otro— tenía que producirse en el momento apropiado. Por eso había decidido llevar el dispositivo a bordo y manejarlo él mismo. Ahora, en el dormitorio cerrado, estaba preparándolo, y a pesar de que, como contratista, tenía mucha familiaridad con los explosivos, no dejaba de sudar hacía un cuarto de hora, desde que empezó a trabajar.

Tenía cinco componentes principales: tres cartuchos de dinamita, la pequeña tapita explosiva con sus cables y una batería de radio de transistores con una sola celda. Los cartuchos de dinamita eran «Du Pont Red Cross Extra», pequeños pero enormemente poderosos con cuarenta por ciento de nitroglicerina; tres centímetros de diámetro y ocho de largo. Estaban unidos por cinta negra adhesiva de la usada por los electricistas y, para ocultar su función, los guardaba en una caja de bizcochos abierta en un extremo.

Sobre la raída colcha de la cama donde trabajaba había otras cosas: una pinza de madera para ropa, dos chinchetas, un cuadradito de plástico y un poco de cordel. El valor total de esos artículos, que destruirían un avión de seis millones y medio de dólares, era menor de cinco dólares. Todo lo había comprado en diversas ferreterías, excepto la dinamita, que provenía de su época de contratista.

Sobre la cama también se veía un portafolio pequeño y chato, de los usados por hombres de negocios para guardar papeles y libros en sus viajes por aire; él lo usaría para instalar su aparato explosivo. Lo llevaría consigo en el viaje.

Todo era increíblemente simple. Tan simple, pensó, que la mayoría, no sabiendo nada sobre explosivos, jamás pensaría que pudiese resultar. Sin embargo, resultaría: funcionaría de modo perfecto y mortal.

Con esparadrapo aseguró la caja de bizcochos con la dinamita al interior del portafolio y luego hizo lo mismo con la pinza y batería, que serviría como detonador, así como la pinza sería conmutador que, en el momento debido, dejaría pasar la corriente procedente de aquélla.

Las manos le temblaban. Sentía correr el sudor debajo de camisa. Una vez que la tapita estuviera en posición, el menor error, cualquier desliz o descuido, lo harían volar a él, a este cuarto y al resto del edificio en un segundo.

Contuvo el aliento mientras conectaba un segundo cable de la tapita a una de las chinchetas.

Hizo una pausa para calmar los latidos de su corazón y secarse el sudor de las manos con un pañuelo. Tenía los nervios, todos los sentidos, de punta. Al sentarse en la cama sintió los nudos de colchón. El elástico vencido chirrió su protesta cuando se movió.

Siguió trabajando: con exquisitas precauciones conectó otro alambre. Ya no quedaba otro recurso que el pedacito de plástico, para evitar el paso de la corriente y la consiguiente explosión.

El plástico, de un milímetro o poco más de espesor, tenía un agujerito por el que Guerrero pasó lo último que quedaba en la cama: el trozo de cordel, atándolo bien, con cuidado de no mover el plástico. El otro extremo del cordel lo pasó por un agujerito poco visible, ya preparado, cerca del asa del portafolio. Dejando el cordel bastante flojo dentro del mismo, hizo por fuera un segundo nudo suficiente para evitar que el hilo se deslizara hacia adentro. Por fin, también por fuera, hizo un ojal del tamaño de un dedo, como el lazo corredizo de verdugo en miniatura, y cortó el cordel sobrante.

Y ya estaba.

El dedo a través del lazo, un tirón del cordel… La corriente pasaría y la explosión sería instantánea, devastadora, final, para todo lo que estuviera cerca.

Ahora que ya estaba hecho, Guerrero aflojó su tensión y encendió un cigarrillo. Tuvo una sonrisa sardónica al pensar de nuevo que el público y los autores de novelas policíacas se imaginaban que la fabricación de una bomba era algo mucho más complicado. En los libros siempre había mecanismos, relojes, fusibles, que latían, silbaban o zumbaban, y que se volvían inofensivos si se les sumergía en el agua. En realidad no hacía falta ninguna complicación: nada más que los sencillos y caseros ingredientes que acababa de emplear. Y nada podía detener la explosión de esta clase de bomba: ni agua, ni balas, ni valor, una vez dado el tirón de la cuerda.

Con el cigarrillo entre los labios, guiñando por el humo, puso algunos papeles en el portafolio cubriendo con cuidado la dinamita, la pinza, los cables, la batería y el cordel. Se aseguró de que los papeles no se moverían pero sí el cordel, por debajo de ellos.

Aunque tuviera que abrir el portafolio por cualquier razón, su contenido no despertaría sospechas. Lo cerró y dio vuelta a la llave.

Consultó el despertador barato colocado junto a la cama. Eran poco más de las veinte; faltaban menos de dos horas para la salida del avión. Tenía que salir. Tomaría el metro hasta la terminal y luego el ómnibus del aeropuerto. Le quedaba dinero para eso y para comprar el seguro. Eso le recordó que necesitaba cierto tiempo para el trámite. Se puso el abrigo con gesto rápido, asegurándose de que el pasaje a Roma seguía en el bolsillo interior.

Abrió la puerta del dormitorio y pasó a la salita, pequeña y mezquina, sin soltar el portafolio, que llevaba con mucho cuidado.

Faltaba lo último: la nota para Inés. Encontró un pedacito de papel y un lápiz y escribió, tras pensar un momento:

No estaré en casa por unos días. Me voy fuera. Dentro de poco tendrás buenas noticias mías que te sorprenderán.

Firmó D. O.

Tuvo un momento de flaqueza, casi de ternura. No era mucho como final de dieciocho años de matrimonio. Pero decidió que no podía decir más: sería un error. Más tarde, aunque no encontraran restos, los investigadores examinarían al microscopio la lista de pasajeros. Estudiarían en detalle la nota, junto con todos los otros papeles que pudiera dejar.

La puso sobre la mesa, donde Inés la vería con facilidad.

Cuando bajaba, oyó voces y música: el restaurante para pobres diablos. Se alzó el cuello del abrigo y sostuvo el portafolio con la otra mano. Bajo el asa sentía el cordel cerca de sus dedos, como el lazo del verdugo.

Seguía nevando cuando salió del edificio del barrio sur y se dirigió al metro.