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Era la llave del cuarto 224 en la «Posada O’Hagan».
En el vestuario semioscuro, junto a la sala de control por radar, Keith Bakersfeld se dio cuenta de que hacía ya minutos que estaba mirando la llave y su rótulo de plástico. ¿O habían sido nada más unos segundos? Todo era posible. En estos últimos tiempos las horas, como casi todo, eran algo inconsciente y desorientado. A veces, en casa, Natalie lo sorprendía en pie, inmóvil, la vista fija en la nada. Y cuando le preguntaba, preocupada: ¿Qué haces?, él despertaba de su trance y adquiría conciencia y movimiento.
En esos momentos y poco antes, suponía Keith, lo oscuridad era que su mente, cansada, exhausta, dejaba de funcionar. En alguna parte del intrincado mecanismo cerebral: vasos sanguíneos, tendones, pensamientos y emociones acumulados, había un botoncito, un mecanismo de defensa como en los motores eléctricos cuando quedaba desconectado el control térmico: para evitar un incendio había que apagar el motor cuando trabajaba a temperatura demasiado elevada. Pero la diferencia entre el motor y el cerebro era que el primero dejaba de funcionar si era necesario.
El cerebro, no.
Los reflectores todavía daban luz suficiente para ver, aunque para lo que hacía, no era necesaria. Sentado en un banco de madera, sin tocar los bocadillos preparados por Natalie, en la mano la llave de la «Posada O’Hagan» y pensando, reflexionaba en la paradoja que es un cerebro humano.
Algo capaz de alcanzar las cimas de la imagen poética, de concebir poemas y radares, de crear la Capilla Sixtina y un Concorde[7] supersónico. Pero también, como contenía memoria y conciencia, el cerebro podía convertirse en un enemigo incansable, implacable, una tormenta constante que sólo la muerte podía aliviar, poniendo fin a la eterna persecución.
La muerte: el olvido, el descanso final.
Por eso, Keith Bakersfeld había decidido suicidarse esta noche.
Pronto debía volver a la sala de radar; le quedaban varias horas de trabajo y había hecho consigo mismo el pacto de terminar su guardia de hoy. No sabía bien por qué, a menos que fuese por corrección profesional, y porque siempre había procurado obrar bien, concienzudamente. Quizás eso fuese un rasgo de familia; por lo menos tenía eso en común con su hermano Mel.
Una vez libre —terminada la obligación definitiva— podría ir a la «Posada O’Hagan» donde tenía reservada habitación desde al anochecer. Una vez allí, sin perder tiempo, tomaría las cuarenta cápsulas de nembutal que contenía el tubo guardado en su bolsillo. Las había reunido a lo largo de varios meses. Se las habían prescrito para dormir, y de cada entrega había guardado la mitad. Pocos días antes había visitado una biblioteca, consultando un texto médico sobre toxicología clínica para asegurarse de que ya disponía de una cantidad de nembutal mucho mayor que la dosis mortal.
Terminaba de trabajar a medianoche. Poco después, ya tomadas las cápsulas, llegaría el sueño rápido y final.
Miró su reloj a la luz de afuera. Eran casi las nueve. ¿Volvería ya? No, unos minutos más aquí. Quería volver tranquilo, los nervios preparados para lo que pudiera presentarse en estas últimas horas.
Sus dedos palparon otra vez la llave: habitación 224.
Era extraña la coincidencia de números; raro que una habitación reservada por azar contuviera las cifras «24». Algunos creían en esas cosas, la numerología, el significado oculto de los números. El no, aunque si creyera diría que esas dos últimas cifras, precedidas por un «2», podían interpretarse como 24 por segunda vez.
El primer 24 era una fecha que databa de año y medio. Sus ojos se humedecieron, como tantas otras veces, recordando. Una fecha grabada a fuego en su memoria, símbolo de angustia y reproches a sí mismo. La fuente de sus oscuridades, su absoluta desolación. La razón de que su vida terminase hoy.
Una mañana de verano. El jueves veinticuatro de junio.
Era un día para poetas, para amantes y para aficionados a la fotografía en colores; un día para atesorar en la memoria, para abrirlo como un álbum de recuerdos que, años después, les devolvería lo mejor de tiempo y lugar. En Leesburg, Virginia, no lejos del sitio histórico Harper’s Ferry, amanecía con cielo claro; los pronósticos decían TYVI «techo y visibilidad ilimitados»; y el tiempo se mantuvo así, a pesar de algunos cúmulos que aparecieron por la tarde, como trocitos de algodón. El sol quemaba sin oprimir. Una suave brisa venía de las Montañas Azules, cargada de aroma a madreselva.
Mientras iba en auto a trabajar al Centro Washington de Control Aéreo, en Leesburg, vio rosas silvestres en flor. Recordó un verso de Keats, aprendido en la escuela secundaria: «Pues el verano se ha desbordado…». Resultaba apropiado para un día así.
Había seguido el camino acostumbrado, cruzando la frontera de Virginia desde Adamstown, Maryland, donde vivía en una bonita casa alquilada con Natalie y los dos muchachos. Había corrido el techo del convertible «Volkswagen» y conducía sin prisa, disfrutando del aire y del sol, y cuando tuvo a la vista los edificios bajos y modernos del Centro, su tensión fue menor de la habitual. Luego se preguntó si eso mismo no habría sido la causa de lo que siguió.
Aún dentro del Ala de Operaciones —de paredes gruesas y sin ventanas, donde nunca llegaba la luz del día—, tuvo la impresión de que el luminoso día había encontrado alguna manera de infiltrarse. Los operadores de radar que ya trabajaban en mangas de camisa, eran setenta o más, parecían alegres, al revés de lo que ocurría casi todos los días del año. Eso podía deberse también a que hoy el tránsito era menor por lo excepcional del tiempo. Muchos vuelos no comerciales, privados o militares, operaban con el sistema VFR (Reglas de Vuelo Visual), o sea el método ver y ser visto que permitía a los pilotos seguir su propia ruta sin necesidad de informar por radio al Centro de control.
El Centro de Washington en Leesburg era un punto clave de control. Desde la sala principal de operaciones observaba y dirigía todo el tránsito de las rutas aéreas de seis estados de la costa Atlántica: en total, una superficie controlada de más de 250.000 kilómetros cuadrados, dentro de la cual todo avión que salía de un aeropuerto en vuelo comercial, o todo aquel que lo hubiese pedido, entraba en el área de observación y control de Leesburg y permanecía en ella hasta terminar su viaje o hasta pasar más allá de los límites de observación. Los aviones que entraban dentro de esta área procedían de otros centros de control: veinte en la parte continental de Estados Unidos. El de Leesburg era uno de los más activos porque incluía el extremo sur del «corredor nordeste», por el que pasaba cada día la mayor concentración de tránsito aéreo de todo el mundo.
No obstante estaba situado lejos de cualquier aeropuerto y más de sesenta kilómetros de Washington, cuyo nombre llevaba; se encontraba en los campos de Virginia, un racimo de edificios modernos y poco elevados con el consiguiente lugar para estacionar autos, rodeado por tres lados de campos de cultivo suavemente ondulados. Cerca estaba el arroyo de Bull Run, centro de dos famosas batallas de la Guerra Civil. Keith había visitado el lugar una vez, al terminar su trabajo; le inspiró reflexiones sobre el contraste, tan extraño como absoluto, entre el pasado y el presente de Leesburg.
Esta mañana su influencia exterior no impedía que en la espaciosa sala de control, con algo de catedral, el trabajo siguiera como siempre. El sector de control, más grande que un campo d fútbol, estaba apenas iluminado, según la costumbre, para permitir una vista mejor de las docenas de pantallas de radar, dispuestas en hileras. Lo que impresionaba de entrada a un visitante era el nivel de ruido. De las computadoras electrónicas y teletipos automáticos surgía el rumor incesante de las máquinas. Cerca, desde los puestos ocupados por los operadores que dirigían el tránsito aéreo, se elevaba el murmullo sin fin de las conversaciones por radio en innumerables frecuencias. Las voces mecánicas y humanas se mezclaban en un ruido que lo invadía todo, pero las paredes y cielorraso especiales lo absorbían en su bien estudia acústica.
Por sobre el nivel de trabajo de la sala se encontraba el puente de observación que la atravesaba toda a lo ancho; allí los ocasionales visitantes observaban el cuadro. Desde arriba la actividad no era muy diferente a la de una Bolsa de valores. Rara vez un operador levantaba la vista; parte de su trabajo era no hacer caso de nada que significase menos concentración; como eran muy pocos los visitantes privilegiados que llegaban hasta allí, los encuentros entre los operadores y otras personas de fuera eran muy poco frecuentes. Eso hacía que el trabajo, aparte de sus inherentes dificultades, tuviese también mucho de monástico, sobre todo por la ausencia total de mujeres. En el anexo, Keith se quitó la chaqueta y entró en la sala en camisa, blanca y muy limpia, que era como el uniforme de los operadores de radar. Nadie sabía las razones de esa preferencia, que ninguna disposición justificaba, pero la mayoría se inclinaba a favor de esa prenda. Mientras se dirigía a su puesto, algunos compañeros le desearon «buenos días» en tono amistoso, cosa no corriente. Lo normal era que la presión de trabajo no dejase tiempo ni ganas para otra cosa que una rápida inclinación de cabeza o un «hola» apenas murmurado; a veces, ni eso.
El sector de control donde Keith trabajaba casi siempre comprendía un segmento de la zona Pittsburgh-Baltimore, dividida en tres partes. Keith hacía el control por radar, manteniendo contacto con los aviones y dándoles instrucciones por radio. Dos ayudantes se ocupaban de los detalles de vuelo y comunicaciones con el aeropuerto; un supervisor coordinaba las actividades de los tres. Hoy, además, el equipo incluía un aspirante a operador que desde semanas antes recibía, a intervalos, enseñanzas de Keith.
Iban llegando otros empleados, relevando a los del turno anterior, tras algunos minutos para absorber mentalmente el «cuadro». En toda la gran sala se reproducía la misma situación.
Parado en su sector, detrás del operador que estaba a punto de terminar su trabajo, Keith ya sentía agudizarse su capacidad mental y pensaba con más rapidez. Durante las próximas ocho horas necesitaría esas ventajas sin otra interrupción que dos pausas breves.
Notó que para esa hora el tránsito era normal, tomando en cuenta el buen tiempo reinante. En la superficie oscura de la pantalla unos quince puntitos de brillante luz verde —«blancos» como ellos los llamaban— indicaban aviones en vuelo. Allegheny tenía un Convair 440 a dos mil quinientos metros y pico, aproximándose a Pittsburgh. Por detrás, a varias alturas, un National DC-8, un American Airlines 727, dos aviones privados —un jet Lear y un Fairchild F-27—, y otro National, un Electra de turbina. Observó que otros vuelos entrarían pronto en campo desde otros sectores y por salidas del Aeropuerto de la Amistad (Friendship Airport) en Baltimore. En dirección opuesta, hacia Baltimore, un Delta DC-9 estaba a punto de ingresar en el área de control de ese aeropuerto; detrás, un TWA, un Piedmont Airlines Martin, otro vuelo privado, dos United y un Mohawk. La separación de altura y distancia entre todos ellos era satisfactoria, excepto los dos United en ruta a Baltimore, un poco juntos. Como si el colega a quien iba a reemplazar le hubiese leído el pensamiento, ordenó al segundo United que se apartara un poco.
—Ya tengo el cuadro —dijo Keith en voz baja. El otro asintió y se apartó.
El supervisor Perry Yount se colocó los auriculares y echó un vistazo a la pantalla de Keith. Era negro, alto y delgado, unos años más joven que éste. De memoria rápida y retentiva, acumulaba datos y los repetía, todos o en parte, con la exactitud de una computadora. Era bueno tenerlo cerca cuando había problemas.
Keith ya se había hecho cargo de varios vuelos nuevos y había pasado otros a sus respectivos sectores, cuando el supervisor le tocó el hombro.
—Nos falta un hombre y tengo que cubrir dos puestos; éste y el siguiente. ¿Puedo dejarte solo un rato?
—Claro —hizo una corrección por radio a un Eastern 727 y señaló al aspirante, George Wallace, que se había sentado junto a él—. George me vigilará.
—Okay —Perry se sacó los auriculares y se dirigió a la mesa adyacente. Ya había sucedido lo mismo a veces y no había habido dificultades. Perry y Keith trabajaban juntos hacía varios años y sabían que podían confiar uno en el otro.
—George, empieza a estudiar el cuadro —dijo Keith al aspirante.
George Wallace se acercó a la pantalla. Tenía unos veinticinco años y hacía casi dos que estaba en entrenamiento; antes había hecho su servicio en la aviación. Ya había demostrado poseer agilidad y rapidez mental y la capacidad de mantener la calma en situaciones difíciles. Dentro de una semana obtendría su título de operador, aunque prácticamente ya lo era.
Adrede, Keith dejó que el espacio entre un American Airlines BAC-400 y un National-727 fuese menos del debido; estaba listo a transmitir instrucciones en caso necesario. Wallace advirtió en seguida la irregularidad y avisó a Keith, que la corrigió.
Ese tipo de ejercicio práctico era la única manera de juzgar la habilidad de un nuevo operador. Asimismo, cuando el aspirante estaba en la pantalla y se veía en dificultades, había que dejarlo resolverlas solo para que demostrara sus recursos. En esos momentos el instructor no debía intervenir, aunque tuviera los puños cerrados y sudara. Alguien había llamado a eso «colgar de una pared agarrado con las uñas». Había que decidir exactamente el momento de intervenir; la decisión era fundamental. Si el instructor se hacía cargo, corría el riesgo de destruir para siempre la confianza en sí mismo del aspirante, perdiéndose así un posible buen operador. Pero si no intervenía podía ocurrir una horrible colisión en el aire.
Los factores en juego con su resultante presión mental eran tales que muchos operadores no querían enseñar, diciendo que ese trabajo era ingrato, no se pagaba bien y nadie lo apreciaba. Además, si sucedía algo malo, ellos eran los únicos responsables. ¿Para qué sufrir tanto a cambio de nada?
Keith, sin embargo, tenía probadas aptitudes de instructor y la paciencia necesaria. Y aunque también sufría y sudaba a veces, hacía este trabajo porque lo consideraba su obligación. En este momento sintió orgullo por lo bien que había respondido George Wallace. Este dijo con calma:
—Yo llevaría a United 284 a la derecha hasta separarlo de la altura de Mohawk.
Keith movió la cabeza afirmativamente mientras apretaba el botón del micrófono.
—Vuelo United 284, de centro Washington. Vuelta derecha, dirección cero seis cero.
—Control Washington, habla United 284 —llegó rápida la respuesta—. De acuerdo, cero seis cero. A kilómetros de distancia, muy arriba, en medio de la brillante y clara luz del sol, mientras los pasajeros dormitaban o leían, el avión poderoso y ágil daba una vuelta suave y bien dirigida. En la pantalla, United 284 —o el puntito minúsculo que lo simbolizaba— empezó a cambiar de dirección.
Por debajo del área de control, en otro cuarto dedicado a grabaciones y lleno de filas de enormes grabadoras, había quedado registrada la conversación entre tierra y aire, para futura referencia en caso necesario. Lo mismo se hacía con todo lo dicho en los puestos de control. De vez en cuando los supervisores escuchaban lo grabado con espíritu crítico. Si se había cometido algún error, se le comunicaba al responsable, que nunca sabía qué grabaciones podrían elegirse para ser analizadas. En una de las puertas de la sala de grabación lucía la leyenda jocosa: «El Hermano Mayor escucha».
Fue transcurriendo la mañana.
De cuando en cuando, aparecía Perry Yount, siempre a cargo de dos puestos, y se quedaba lo suficiente para supervisar la situación del momento. Lo que veía pareció satisfacerlo y se quedó menos tiempo en la posición de Keith que en la otra, donde al parecer se habían presentado varios problemas. A mitad de la mañana el volumen de tránsito se hizo algo menor; poco antes de mediodía volvería a aumentar. A eso de las diez y media Keith y George cambiaron posiciones. Ahora éste miraba la pantalla y Keith lo controlaba, sin intervenir porque no resultó necesario; el joven Wallace actuaba con decisión e inteligencia. Keith relajó su tensión, dentro de lo que las circunstancias permitían.
A las once menos diez Keith sintió necesidad de ir al baño; hacía varios meses que sufría del intestino y sospechó que comenzaba otro período de molestias. Llamó con el gesto a Perry y se lo dijo.
—¿Va bien George?
—Como un veterano —dijo Keith en voz alta para que George lo oyera.
—Yo me ocuparé. Puedes ir, Keith.
—Gracias.
Keith firmó la plantilla del sector y marcó la hora. Perry garabateó su inicial en el renglón siguiente, aceptando la responsabilidad de vigilar a Wallace. Cuando Keith volviera se repetiría la misma ceremonia.
Cuando salió éste de la sala, el supervisor estudiaba la pantalla, con la mano descansando apenas en el hombro de George Wallace.
Para llegar al baño tenía que subir; aquí, una ventana vidrio opaco dejaba pasar algo de la hermosa luz exterior. Cuando terminó y se lavó para refrescarse abrió la ventana, pensando si el tiempo seguiría tan soberbio como a su llegada. Así era.
Desde este rincón en la parte posterior del edificio veía, más allá de las dependencias, praderas verdes, árboles y flores silvestres. Ahora hacía más calor. Lo rodeaba un zumbido soñoliento de insectos.
Keith siguió mirando, sin ganas de apartarse del sol y volver a la triste penumbra de la sala de control. Recordó que esa sensación le había asaltado muchas veces en los últimos tiempos, demasiadas, para decir la verdad. Y lo peor, honradamente, no era la penumbra sino la presión mental. En otra época esa tensión, aunque incesante, nunca le preocupaba. Pero ahora sí, y veces tenía que hacer un verdadero esfuerzo para ponerse en situación.
Mientras Keith Bakersfeld pensaba asomado a la ventana, un jet Northwest Orient 727, procedente de Minneápolis-Saint Paul, se acercaba a Washington. En su interior una azafata se inclinaba sobre un anciano pasajero cuya cara se había puesto color ceniza y que parecía incapaz de hablar. Ella supuso que había sufrido, o estaba sufriendo, un ataque cardíaco. Fue corriendo a cubierta para informar al capitán. Instantes más tarde, siguiendo sus órdenes, el primer oficial del Northwest pidió al Centro Washington vía libre especial para descender de preferencia en el Aeropuerto Nacional de Washington.
Keith se preguntó —y no por primera vez— cuántos años más podría resistir. Hacía quince años que trabajaba con el radar; tenía treinta y ocho.
Lo más deprimente era que en este trabajo, a los cuarenta cinco o cincuenta años, uno podía quedar mentalmente agotado como un viejo, sin poder retirarse hasta dentro de diez o quino años más. Para muchos esos últimos años eran una prueba demasiado difícil, y no llegaban al final.
Keith sabía —como casi todos sus compañeros— que las tensiones de su trabajo no eran desconocidas. Los archivos de los cirujanos aéreos rebosaban de pruebas. Las historias clínicas de casos directamente atribuibles al trabajo incluían alta presión, ataques cardíacos, úlceras estomacales, taquicardia, ataques nerviosos y muchas enfermedades más, de menor importancia. Otros médicos independientes confirmaban esos resultados en sus estudios. Uno de ellos había dicho: «El operador de radar pasa cada noche horas de nervios e insomnio pensando cómo pudo hacer para que todos esos aviones no chocaran entre sí. Hoy se ha evitado el desastre, pero ¿tendrá la misma suerte mañana? Tarde o temprano algo se rompe, sin remedio, en su interior: algo físico, mental y muchas veces las dos cosas».
Sabiendo todo esto, la Agencia Federal de Aviación urgía al Congreso para que permitiera que los operadores de radar se retirasen a los cincuenta años, o a los veinte de servicios, que según la mayoría de los médicos equivalían a cuarenta en otros trabajos. La FAA advirtió a los legisladores que estaba en juego la seguridad de la población; los operadores, después de más de veinte años de servicio, representaban un peligro en potencia. Keith recordó que el Congreso hizo caso omiso y no tomó ninguna medida al respecto.
Más tarde, una Comisión Presidencial volvió a plantear el asunto, y la FAA, entonces dependiente de la Presidencia, recibió instrucciones de no insistir en su petición. Ahora lo había hecho, oficialmente. Pero en privado, como Keith y otros sabían. Sus directivos seguían tan convencidos como siempre y aseguraban que la cuestión volvería a surgir pero sólo después de algún desastre aéreo, o de varios, debidos al cansancio de uno o más operadores, con el consiguiente furor de público y prensa.
Los pensamientos de Keith volvieron al paisaje campestre. Era realmente hermoso; los campos eran una tentación, aun contemplados desde la ventana de un baño. Sintió deseos de salir y dormir al sol. Pero no podía, y no había nada que hacer. Ya era tiempo de volver. Sí… pero dentro de un momentito.
El Northwest Orient 727 ya había iniciado su descenso, autorizado Por el Centro Washington. A menor altura, otros vuelos tenían que cambiar su ruta o volar en órbita a distancias apropiadas. En el denso tránsito del mediodía se abría un hueco oblicuo que serviría para el descenso del Northwest. El control de llegada del Aeropuerto Nacional de Washington estaba avisado y empezaría a funcionar cuando aceptase del Centro la responsabilidad por el jet Northwest. En este momento, esa responsabilidad que se extendía a otros aviones, era del sector próximo al de Keith; el sector extra supervisado por el joven negro Perry Yount.
Quince aviones, a varias velocidades que totalizaban de once a doce mil kilómetros por hora, tenían que maniobrar en un espacio de pocos kilómetro de extensión. Ninguno de ellos debía acercarse a otro. El vuelo del Northwest tenía que bajar sin contratiempos atravesando todo eso.
Situaciones similares se producían varias veces al día; y cada hora si hacía mal tiempo. A veces había varias emergencias juntas y los operadores las numeraban: emergencia uno, dos, tres…
Ahora, como siempre, Perry Yount —tranquilo y competente— hacía frente con toda su experiencia y capacidad. Junto con otros del sector, coordinaba las maniobras de urgencia sin alzar la voz, para que nadie, escuchándolo, supiese lo que ocurría. Los otros aviones no podían oír las transmisiones al vuelo Northwest, advertido de que operara en otra frecuencia de radio.
Todo iba bien. El vuelo descendía sin tropiezos. Pocos minutos y todo habría pasado.
Perry Yount hasta encontró tiempo para llegarse a la posición ocupada por George Wallace, que en otro momento le hubiera reclamado toda atención. Todo parecía normal, aunque Perry sabía que se sentiría tranquilo al volver Keith. Miró hacia la puerta de la sala pero no lo vio.
Keith no se había apartado de la ventana abierta ni había dejado de mirar al campo de Virginia; ahora pensó en su esposa y suspiró. Habían tenido varios desacuerdos últimamente, debido también a su trabajo. Había puntos de vista que ella no quería o no podía comprender; le preocupaba la salud de Keith y quería que dejara su trabajo y eligiese otra ocupación mientras todavía le quedaba juventud y salud para hacerlo. Ahora comprendía que había cometido un error al confiarle a ella sus dudas, al describirle lo que había visto en otros compañeros, viejos y enfermos antes de tiempo. Ella se había alarmado, no sin razón, pero para dejar un trabajo, despreciando los años de experiencia duramente adquirida, había que tomar en cuenta factores que Natalie —o cualquier otra mujer, en realidad— encontraría difícil comprender.
Por encima de Martinsburg, en Virginia Occidental —a unos cinca ta kilómetros del Centro—, un avión Beech Bonanza particular de cuatro asientos, a menos de 2.500 metros de altura, salía de la ruta aérea V 166 para entrar en la V 44. El pequeño avión, identificable a la vista por su cola de mariposa, iba a unos 270 kilómetros por hora camino a Baltimore. Llevaba a bordo la familia Redfern: Irving Redfern, especialista en ingeniería económica, su esposa Merry, y sus dos hijos: Jeremy, de diez años, y Valeria, de nueve.
Irving Redfern era un hombre cuidadoso, metódico. Con el tiempo favorable de hoy, podía haber volado con el método puramente visual, pero pensando que era más prudente registrar su vuelo, desde su aeropuerto origen, Charleston, Virginia Occidental, se había mantenido en contacto con el Control aéreo, volando en rutas comerciales. Minutos antes el Centro Washington le había asignado la ruta V 44; ya estaba en ella y su compás magnético, antes un poco oscilante, ya se asentaba.
El viaje era en parte de negocios y en parte de placer, incluyendo la asistencia de toda la familia al teatro aquella misma noche. Mientras el padre piloteaba, la madre sobre lo que pensaban almorzar en el Aeropuerto de la amistad.
Las últimas instrucciones recibidas por Irving Redfern provenían de George Wallace, aspirante a operador casi graduado, reemplazante de Keith Bakersfeld. Había identificado el Beechcraft de los Redfern al aparecer en su pantalla, un puntito verde brillante más pequeño y menos rápido que casi todos sus compañeros: la mayoría jets comerciales, en ese momento. El Beechcraft no tenía nada cerca y disponía, al parecer, de abundante espacio. Perry Yount, supervisor de sector, estaba otra vez en la posición de al lado, ayudando a arreglar la confusión surgida una vez que el Northwest Orient 727 había entrado en la órbita del control de llegada del Aeropuerto Nacional de Washington. De vez en cuando Perry echaba un vistazo a George y una vez le preguntó si todo iba bien; él contestó que sí aunque empezaba a sudar un poco. El tránsito denso de mediodía empezaba a acumularse antes de tiempo.
Sin que lo supieran George Wallace, ni Perry Yount, ni Irving Redfern, un avión-escuela, jet Air National Guard T-33, volaba en círculo pocos kilómetros al norte de la ruta V 44. Procedía del Aeropuerto Martín, cercano a Baltimore, y su piloto era un vendedor de automóviles de nombre Hank Neel.
El teniente Neel, en cumplimiento de sus obligaciones de entrenamiento militar, practicaba en vuelo sin acompañante. No se había registrado el vuelo parque se le había advertido que no saliese del área especialmente autorizada para el caso al noroeste de Baltimore; por ello, el Centro Washington ignoraba la presencia en el aire del T-33, lo cual no habría tenido importancia si Neel, piloto poco cuidadoso, no se hubiese sentido aburrido. Una mirada, mientras describía perezosos círculos, le reveló que se había desviado al Sur mientras practicaba sus maniobras, aunque en realidad estaba mucho más lejos de lo que creía, tan al Sur que pocos minutos antes había entrado en el área controlada por Wallace y ahora aparecía en su pantalla, en Leesburg, en forma de punto verde algo mayor que el Beech Bonanza de la familia Redfern. Un operador de más experiencia hubiera reconocido en seguida el origen del nuevo punto, pero George, ocupado con otros aviones, no observó inmediatamente esta señal nueva, no identificada.
El teniente Neel, a casi cinco mil metros de altura, decidió que como broche final de su práctica haría un poco de acrobacia: dos loops, un par de vueltas lentas; después volvería a su base. Dio media vuelta bruscamente y volvió a volar en círculo mientras se cercioraba de que por encima o por debajo de su avión no había otros. Se acercaba más y más a la ruta V 44.
Lo que su esposa no comprendía, pensó Keith, era que un hombre no puede dejar su trabajo sin más ni más, por era capricho, aunque quisiera hacerlo. Especialmente si tenía que mantener a su familia, educar a sus hijos, y si el trabajo era tan especializado que no servía para ninguna otra cosa. En algunas ramas del Gobierno, los empleados podían abandonar su puesto y buscar otro en el que sus conocimientos les fueran útiles. Pero un operador de radar no podía hacer eso. La industria privada no tenía nada equivalente para ellos; nadie más los aceptaba.
Encontrarse atrapado en esa forma —y de eso se trataba admitió Keith— era una desilusión más que acompañaba a otras. El dinero, por ejemplo. Cuando uno era joven, entusiasta y deseoso de formar parte de la aviación, los sueldos del Gobierno parecían aceptables o algo más. Con el tiempo no quedaban dudas de que, para un trabajo de tanta responsabilidad, la remuneración no era justa. En esta época, los puestos más especializados eran los de piloto y operador de radar; pero los primer ganaban treinta mil dólares por año y los agentes nunca pasaban de diez mil. Nadie decía que los pilotos debieran ganar menos pero todos, hasta los pilotos, egoístas y preocupados de sí mismos, creían que los operadores de radar debían ganar más.
Y un operador —a diferencia de los que ocupaban otros puestos— no podía contar con ascensos. Los puestos de supervisor eran pocos y sólo los muy afortunados podían llegar a ellos.
Con todo, no había salida, a menos que uno fuese descuidado o desaprensivo: cosas que un operador, por la índole misma de su trabajo, no podía ser. Keith decidió, por ende, que no renunciaría. Hablaría otra vez con Natalie, haciéndole comprender que ya era tarde para cambiar. No quería empezar de nuevo a luchar por la vida, sin armas adecuadas para hacerlo.
Tenía que volver. Una mirada al reloj le dijo que había pasado casi quince minutos en su refugio, casi todos invertidos en un sueño despierto, cosa poco frecuente en él; sin duda efecto somnífero del día de verano. Cerró la ventana del baño, salió al corredor y se dirigió con pasos apresurados a la gran sala de control.
Sobre el Condado de Frederick, Maryland, el teniente Neel enderezó su National Guard T-33 y enfiló en línea recta. Completada su desganada inspección sin haber visto otros aviones, comenzó su primer loop y vuelta lenta, colocando al avión-escuela en pronunciada posición de picado.
En cuanto entró en la sala de control Keith percibió un cambio. El murmullo de voces, la rapidez del trabajo eran mayores. Otros controles estaban demasiado absortos para levantar la vista —como esta mañana— cuando pasó junto a ellos. Keith firmó en la planilla y marcó la hora, colocándose luego detrás de George Wallace para percatarse del cuadro, dejando que sus ojos se adaptaran a la semioscuridad del cuarto, que contrastaba con el luminoso sol de afuera. George murmuró un saludo y siguió transmitiendo instrucciones. Pocos minutos más y Keith lo reemplazaría ocupando su asiento. Pensó que le habría hecho bien estar solo un rato; así tendría más confianza en sí mismo. Desde el sector inmediato Perry Yount tomó nota de su vuelta.
Keith estudió la pantalla y sus puntitos movibles, los «blancos» identificados por George y anotados en señaladores movibles. Le llamó particularmente la atención uno sin identificar y le preguntó:
—¿Qué es eso cerca del Beech Bonanza 403?
El teniente Neel terminó su primer loop y vuelta lenta y volvió a su altura anterior, casi cinco mil metros, siempre sobre el Condado Frederick, pero un poco más al Sur. Enderezó el jet T-33 y comenzó su picado con vistas a un segundo loop.
—¿Qué es qué? —George siguió con la vista lo que Keith le mostraba en la pantalla; respiró con agitación y agregó con voz estrangulada—: ¡Dios mío!
Con un solo movimiento Keith le arrancó los auriculares y lo empujó a un lado; abrió el interruptor de frecuencia, apretó el botón de transmisión y dijo:
—Beech Bonanza NC-403, Centro Washington. Vehículo no identificado a su izquierda. ¡Vuelta inmediata derecha ahora mismo!
El Guard National T-33 estaba en lo más bajo de su picada. El teniente Neel lo niveló y con todos los motores en marcha comenzó a trepar la áspera pendiente. Inmediatamente por encima estaba, el pequeño Beech Bonanza de Irving Redfern siguiendo su ruta en la V 44.
En la sala de control, sin aliento, sin voz, rogando con fervor, los dos miraban los dos puntitos verdes y brillantes que se acercaban más y más.
—Centro Washington, habla Beech —estalló la radio entre ruidos estáticos y la transmisión cesó abruptamente.
Irving Redfern era especialista en ingeniería económica y buen piloto aficionado; no era un piloto comercial.
Un piloto de compañía aérea, al recibir el mensaje del Centro Washington, hubiera dado la vuelta a la derecha sin perder un segundo, espoleado por la nota de urgencia en la voz de Keith; hubiera actuado sin esperar, ni dar explicaciones; sin vacilaciones ni demoras de ninguna clase, sin tener en cuenta las consecuencias, pensando sólo en la desesperada urgencia de escapar del peligro indicado sin ambages por el operador de radar, sin importarle que a sus espaldas, en la cabina de pasajeros, el café hirviendo se volcara, la comida se desparramara y algunos resultaran con heridas leves. Después vendrían las quejas, las disculpas, las denuncias y quizás una investigación de la Junta Nacional de Aeronáutica. Pero, con un poco de suerte todos estarían vivos gracias a esa acción rápida y decisiva; lo mismo pudo ocurrir en el caso de la familia Redfern.
Los pilotos profesionales por entrenamiento y hábito tenían reflejos instantáneos y certeros. Irving Redfern no los tenía. Era un hombre estudioso y exacto, acostumbrado a pensar antes de obrar y a obrar con corrección. Ante todo pensó en contestar el mensaje, con lo que perdió dos o tres segundos: todo el tiempo de que disponía. El National Guard T-33, subiendo como una flecha desde el fondo de su picado, golpeó al Beech Bonanza de Redfern por la izquierda, arrancándole un ala con el primer movimiento, acompañado del terrible chillido del metal destrozado. El T-33, también herido de muerte, subió un poco más por el impulso adquirido mientras su frente se deshacía. Dándose apenas cuenta de lo que le sucedía, pues había entrevisto el otro avión sólo por un segundo, el teniente saltó y esperó que se abriera su paracaídas. Mucho más abajo, perdido el control y girando enloquecido, el Beechcraft Bonanza, con la familia Redfern dentro, se precipitaba a tierra.
—Beech Bonanza NC-403, Washington habla. ¿Me oye? —insistía Keith, temblándole las manos.
A su lado George Wallace movía en silencio los labios. Su cara había perdido todo color.
Mientras miraban horrorizados, los puntitos convergieron, formaron una flor abierta y desaparecieron.
—¿Qué pasa? —preguntaba Perry Yount, presintiendo algo malo.
—Creo que un choque en el aire —contestó Keith, seca la boca.
Sucedió en ese momento: el sonido de pesadilla que los que lo oyeron jamás podrían olvidar ni borrar de sus vidas.
En el asiento del piloto del Beech Bonanza que giraba como un trompo condenado a la destrucción, Irving Redfern, sin saber lo que hacía o como último gesto de desesperación, apretó el botón transmisor del micrófono y lo mantuvo en posición. La radio seguía funcionando.
En el Centro, lo oyeron por un altavoz de mesa que Keith había conectado cuando empezó a transmitir de urgencia. Al principio sólo se oyó la estática y en seguida una sucesión de gritos penetrantes, frenéticos, escalofriantes. Las cabezas se dieron vuelta en la sala. Las caras palidecieron. George Wallace sollozaba histéricamente. Los supervisores se acercaron con premura desde otras secciones.
De repente, por encima de los gritos, una sola voz se oyó claridad, llena de miedo, abandonada y suplicante. Al principio no se entendía bien, pero después, mucho después, cuando oyeron muchas veces la grabación de esa postrera transmisión, cuando cada palabra pudo oírse, la voz se identificó; pertenecía a Valerie Redfern, de nueve años.
—… Mamita, papito, ¡haced algo! No quiero morir… ¡Ay, Jesús querido!, he sido buena… Por favor, yo no quiero…
Compasivamente, la transmisión se detuvo.
El Beech Bonanza se estrelló y ardió cerca de la aldea de Lisbon, Maryland. Lo que quedó de los cuatro cadáveres era irreconocible y fue enterrado en la fosa común.
El teniente Neel aterrizó sin dificultad con su paracaídas ocho kilómetros de distancia.
Los tres operadores implicados en la tragedia: George Wallace, Keith Bakersfeld y Perry Yount, fueron suspendidos sin tardanza mientras se investigaba lo ocurrido.
Wallace fue declarado técnicamente no culpable porque al suceder el accidente no estaba graduado. Pero se le despidió de su puesto —y de cualquier otro como empleado público— con prohibición definitiva de trabajar como operador de radar.
El joven supervisor negro, Perry Yount, fue declarado único responsable. La junta investigadora, después de días y semanas de escuchar grabaciones, examinar pruebas y revisar las decisiones que Yount había debido tomar en pocos segundos, bajo presión, decidió que habría debido dedicar menos tiempo a la emergencia del Northwest Orient 727 y más a supervisar a George Wallace durante la ausencia de Keith Bakersfeld. El hecho de que Perry Yount hacía un trabajo doble (que podía haber rehusado si hubiera estado menos dispuesto a cooperar) no se consideró importante. Recibió una reprimenda oficial y perdió su grado como empleado público.
A Keith Bakersfeld lo liberaron de toda responsabilidad. La junta investigadora aclaró con insistencia que había solicitado una corta licencia, solicitud razonable, y que no olvidó seguir el reglamento al marcar su salida y retorno. Además, en cuanto volvió advirtió la posibilidad de un choque aéreo y trató de evitarlo. Por su rapidez de pensamiento y de acción —aunque no logró lo que se proponía— la junta lo felicitó.
Al principio no se habló de la duración de su ausencia, pero casi al final de la investigación, cuando comprendió lo que iba a suceder con Perry, Keith trató de mencionarla y de aceptar la mayor parte de culpa. Lo dejaron hablar y lo trataron con bondad, pero era evidente que la junta lo consideró un gesto caballeresco y nada más. Cuando comprendieron lo que se proponía con su testimonio no lo dejaron terminar, y su intento no figuró en el informe final de la junta.
La investigación separada de Air National Guard demostró que el teniente Neel era culpable, por descuido y por haberse desviado de la proximidad de su base aérea en Middletown, así como por haber acercado demasiado su avión a la ruta V 44. Pero como no había forma de probar con exactitud su posición en el momento del accidente, no se le acusó de nada. El teniente siguió vendiendo automóviles y volando los fines de semana.
Al conocer la decisión de la junta, el supervisor Perry Yount sufrió un colapso nervioso. Fue hospitalizado y puesto bajo el cuidado de psiquiatras. Parecía próximo a la recuperación cuando recibió por correo, de fuente anónima, un folleto impreso por un grupo californiano de derechas que se oponía, entre otras cosas, a los derechos civiles de los negros. El folleto contenía un relato, ferozmente deformado, de la tragedia de Redfern. Describía a Perry Yount como un incompetente estúpido, indiferente a sus responsabilidades y a la muerte de la familia Redfern. Todo el incidente, razonaba el folleto, debía ser una advertencia para los «liberales de corazón tierno» que ayudaban a los negros a ocupar puestos de responsabilidades, para los que carecían del equipo mental necesario. Pedían con urgencia una «limpieza» de empleados como operadores de radar, «antes de que vuelva suceder lo mismo».
En cualquier otra ocasión, un hombre de la inteligencia de Perry Yount hubiera considerado el folleto como la insana diatriba que realmente era. Pero en su estado, después de leerla sufrió una recaída y su tratamiento amenazaba prolongarse por tiempo indefinido, pero una decisión oficial se negó a seguir pagando gastos de hospital, sosteniendo que su trastorno mental no se debía a su trabajo como empleado público. Le dieron de alta en el hospital, pero no volvió a trabajar en control aéreo. Según últimas noticias que tenía Keith Bakersfeld, trabajaba en un bar de Baltimore, en la zona portuaria, y bebía mucho.
George Wallace desapareció del mapa. Decían que se había enganchado nuevamente —en la Infantería y no en la Fuerza Aérea, esta vez— y ahora tenía problemas serios con sus superiores. Según los rumores, Wallace se complicaba a menudo peleas y discusiones, tratando al parecer de que lo castigaran lo más posible. Estos rumores no tuvieron confirmación.
Por un tiempo Keith Bakersfeld pudo creer que la vida continuaría como antes. Al terminar la investigación quedó sin efecto su suspensión, que no afectó su grado y prerrogativas. Volvió a trabajar en Leesburg, y sus compañeros, conscientes de que lo mismo podía haberles ocurrido a ellos, le ofrecieron amista y simpatía. Al principio su trabajo no le originó problemas.
Después de su intento frustrado de plantear la cuestión a la junta investigadora, no confió a nadie —ni a Natalie— la razón de su ausencia demasiado larga en el día fatal, pero él lo sabía nunca podría olvidarlo por completo, ni dejar de pensar en ello por mucho tiempo.
Su esposa le ofrecía, como siempre, comprensión y amor. Presentía que él necesitaba tiempo para reponerse de su shock traumático, y trató de adaptarse a sus estados de ánimo, mostrándose animada y locuaz, o callando, según el caso. A los muchachos, Brian y Theo, les pidió en secreto que fueran considerados con su padre, explicándoles el porqué.
Sin prestar mucha atención, Keith no dejó de comprender y valorar el esfuerzo de Natalie, que podría haber triunfado con tiempo, salvo por una cosa: un operador necesitaba dormir, y Keith dormía cada vez menos.
Cuando lograba conciliar el sueño, tenía siempre la misma pesadilla: una reconstrucción de la escena en el Centro Washington, momentos antes de la colisión aérea; los puntos luminosos chocando en la pantalla… su último mensaje desesperado… gritos… la voz de la pequeña Valerie Redfern…
A veces el sueño tenía variantes. Él trataba de llegar a la pantalla, para quitarle a George Wallace sus auriculares y transmitir una advertencia, pero sus miembros se le resistían y se movían con exasperante lentitud, como si en vez de aire estuviesen rodeados por una materia espesa y pantanosa. Pensaba: si pudiese moverme evitaría esta tragedia, pero aunque luchaba y se desesperaba con el cuerpo rígido, siempre llegaba a su meta demasiado tarde. Otras veces conseguía los auriculares pero no podía hablar. Sabía que si pudiese articular las palabras bastaría con un aviso para salvar la situación. La mente se agitaba, los pulmones y la laringe explotaban con el esfuerzo, pero no pronunciaba ni un sonido.
Pero siempre, con variaciones o sin ellas, todo terminaba igual, con la última transmisión del Beech Bonanza, tantas veces oída durante la investigación. Después, Natalie dormida a su lado, él despierto, pensaba, recordaba, ansiaba lo imposible: cambiar la forma de las cosas pasadas. Más tarde aún, luchaba contra el sueño, buscaba la vigilia, para no sufrir otra vez la tortura de esa pesadilla.
Era entonces, en la soledad nocturna, cuando su conciencia le recordaba los minutos robados, dilapidados en el baño; minutos cruciales, durante los cuales pudo volver a su puesto, y debió volver, pero por pereza y egoísmo no lo hizo. Keith sabía lo que los otros ignoraban: que la verdadera responsabilidad de la tragedia de Redfern era suya y no de Perry Yount, sacrificado por las circunstancias: una víctima en el sentido teórico, técnico.
Perry había sido su amigo, había confiado en él ese día, había contado con su rápida vuelta al trabajo. Y él, sabiendo que su amigo trabajaba el doble, sabiendo qué presiones se ejercían sobre él, había tardado dos veces más de lo necesario y le había fallado, de modo que al final Perry Yount fue acusado y condenado en lugar suyo.
Perry en lugar de Keith: el cordero del sacrificio.
Pero Perry, aunque víctima de una terrible injusticia, estaba vivo. La familia Redfern estaba muerta porque Keith había soñado despierto al sol, dejando a un semientrenado aspirante solo durante demasiado tiempo con responsabilidades que no eran suyas sino de él. No había duda de que, si no hubiera tardado tanto, el intruso T-33 habría sido detectado mucho antes de chocar con el avión de Redfern. Y la prueba era que apenas entró lo había visto, pero demasiado tarde para servir de algo.
Una y otra vez… toda la noche… como dando vueltas a una noria… el cerebro de Keith se torturaba, se enfermaba de pena, de recriminaciones. Terminaba durmiendo un poco por cansancio, soñaba de nuevo y despertaba.
De día lo mismo que de noche, no lo abandonaba el recuerdo de los Redfern. El padre, la madre, los hijos —aunque nunca los había conocido— lo perseguían como espectros. La presencia de sus propios hijos, Brian y Theo, vivos y sanos, era un reproche personal. Cada vez que respiraba, que se sentía vivir, se acusaba a sí mismo.
El efecto de las noches de insomnio, el torbellino mental, se hicieron sentir pronto en su trabajo. Reaccionaba con lentitud y decidía sin seguridad. Un par de veces, en momentos difíciles, «perdió el cuadro» y necesitó ayuda. Después comprendió que estaba bajo estrecha vigilancia. Sus superiores sabían por experiencia lo que podía suceder y esperaban señales de esa tensión.
Siguieron conversaciones amistosas, particulares, en oficinas de alto nivel, con resultado nulo. Más tarde, por sugerencia de Washington y con su consentimiento, lo transfirieron de la costa atlántica al centro del país como operador en la torre del Lincoln Internacional, en la creencia de que el cambio de ambiente lo curaría. Las autoridades humanizándose, sabían también que el hermano mayor de Keith, Mel, era gerente general de ese aeropuerto y quizá su influencia también fuera un factor positivo. Natalie, encariñada con Maryland, se trasladó, sin embargo y no tuvo una queja.
Pero la idea no había resultado.
Su sentido de culpa persistía, como las pesadillas, que cambiaron y se expandieron, aunque sin desaparecer nunca la original. Para dormir debía tomar barbitúricos, que le prescribía un médico amigo de Mel.
Este comprendía parte del problema de su hermano, pero no todo, pues Keith seguía manteniendo en secreto su demora culpable en el baño de Leesburg. Cuando vio que su hermano empeoraba, Mel le pidió que viese a un psiquiatra, pero él negó, por razones que le parecían muy sencillas; ¿por qué buscar alguna panacea, una tontería pomposa que eliminaría su culpa, puesto que esa culpa era real, y nada terrestre, celestial ni psiquiátrico podía jamás cambiar ese hecho?
Su depresión se acentuó hasta que ni siquiera Natalie, con su gran adaptabilidad, pudo soportar sus caprichos. Sabía que no dormía bien, pero no que tenía pesadillas, ni en qué consistían éstas. Un día, enojada e impaciente, le preguntó:
—¿Tenemos que hacer penitencia toda la vida? ¿Nunca podremos divertirnos ni reír como antes? Si piensas seguir así es mejor que comprendas una cosa: yo no tengo esa intención y no quiero que los chicos crezcan en esta atmósfera miserable.
Él no contestó y ella continuó:
—Ya te lo dije antes: nuestras vidas, nuestro matrimonio, los hijos, son cosas más importantes que tu trabajo. Si lo que haces ahora es demasiado para ti —¿y por qué seguir si te exige tanto?— déjalo ahora, consigue otra cosa. Ya sé que te pagarán menos y que perderás la pensión. Pero eso no lo es todo; ya nos arreglaremos. No me importará sufrir privaciones, y quizá me queje un poco, pero no mucho porque cualquier cosa será mejor que esto.
Casi llorando, logró terminar:
—Te lo advierto; no puedo seguir así mucho más. Tendrás que quedarte solo si no cambias.
Ésa fue la única vez que aludió a la posibilidad de romper su vínculo matrimonial, y también la primera vez que Keith pensó en el suicidio.
Con el tiempo, la idea se convirtió en firme resolución.
La puerta del vestuario, a oscuras, se abrió. Se oyó el ruido del interruptor de la luz. Keith estaba nuevamente en la torre de control de Lincoln Internacional, parpadeando bajo la luz demasiado fuerte.
Keith guardó los emparedados que no había tocado, cerró su ropero y volvió a la sala de radar sin hablar con el compañero que había entrado poco antes en el vestuario; éste lo miró con curiosidad.
Keith se preguntó si ya habría pasado la crisis del KC-135 Fuerza Aérea, cuya radio había fallado. Lo más probable era que sí, y que el avión y su tripulación estuvieran a salvo. Así lo esperaba: que esta noche le sucediera algo bueno a alguien.
Al entrar volvió a tocar la llave que llevaba en el bolsillo para asegurarse de que seguía allí. Pronto la necesitaría.