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—Traigan esos micrófonos —ordenó Elliot Freeman Pueden hacernos falta.
La reunión comunal de Meadowood estaba en ascuas gracias a las hábiles maniobras del abogado Freemantle. Ahora estaban a punto de trasladarse al aeropuerto.
—Y no me vengan con tonterías de que es muy tarde, o que no quieren ir —fue la exhortación de Freemantle a su público de seiscientas personas, poco antes. Los dominaba con su aplomo tan impecable como siempre en su elegante traje azul y resplandecientes zapatos de cocodrilo; ni un cabello, arreglado por peluquero, fuera de sitio; irradiaba confianza en sí mismo. La reunión era suya, rebosaba entusiasmo, y se le entregaban más cuanto peor era su vocabulario.
—Ni tampoco quiero escuchar pretextos de cobardes para no ir —continuó—. Nada de niñerías, ni suegras que se quedan solas, ni estofados que se van a quemar en la cacerola, porque no me importa un comino nada de eso; y en este momento a ustedes tampoco tiene que importarles. Si el auto se les quedó atascado en la nieve, lo dejan allí y se meten en otro. La cuestión es que yo voy ahora al aeropuerto para molestarlos todo lo que pueda en nombre de ustedes —calló mientras otro avión rugía sobre sus cabezas—. ¡Y por Dios, que ya es tiempo de que alguien lo haga! —observación contestada con aplausos y risas—. Necesito su apoyo y los quiero ver allí a todos. Ahora les haré una pregunta muy sencilla: ¿vienen o no?
La respuesta afirmativa hizo vibrar la sala. Puestos en pie lo aclamaban.
—Bueno —dijo Freemantle, y la sala se calló—. Antes tenemos que aclarar algunas cosas.
Ya les había dicho que la acción legal era la base de cualquier intento para lograr que la comunidad de Meadowood se viera libre, o por lo menos aliviada, del insoportable ruido de aviones. Pero esa acción legal no tenía que pasar inadvertida ni tener lugar en un tribunal alejado y sin público. No: todo debía hacerse a luz de la opinión pública, para que la gente estuviera de su parte y los compadeciera.
—¿Y cómo conseguiremos esa atención, esa simpatía? —preguntó, para contestarse a sí mismo:
»La conseguiremos difundiendo nuestro punto de vista, haciéndolo conocer en forma tal, que los diarios lo consideren noticia interesante. Entonces y sólo entonces, los medios de difusión que acaparan la atención de todos: Prensa, Radio y Televisión nos darán lugar prominente, como queremos y necesitamos.
»Los periodistas son buena gente. No les pedimos que compartan nuestra idea, sino que la publiquen con fidelidad, y mi experiencia es que siempre lo hacen. Pero es mejor si la causa que defienden tiene posibilidades dramáticas; así consiguen material más interesante.
Los tres periodistas presentes sonrieron cuando añadió:
—Vamos a ver si podemos darles algo dramático esta noche.
Mientras hablaba no perdía de vista lo que sucedía con sus formularios legales, que lo proponían como abogado en forma individual para cada propietario, y que ahora circulaban por la sala. Calculó que muchos de ellos, por lo menos cien, ya estaban firmados. No se le escapó la aparición de lapiceros, con maridos y mujeres inclinados sobre el papel para firmar en común, comprometiendo a cada familia al pago de cien dólares para él. No estaba mal por una sola noche de trabajo, y el total definitivo sería mucho más.
Decidió seguir hablando unos minutos, mientras durase la circulación de los papeles.
Lo que sucedería en el aeropuerto, informó a su auditorio, era cuenta suya; que lo dejaran actuar. Esperaba un enfrentamiento directo con alguien de la gerencia; pero en todo caso organizaría una demostración dentro de la terminal que no se olvidaría fácilmente.
—Lo único que les pido es que no se separen y que griten nada más que cuando yo se lo ordene.
Por encima de todo, les advirtió, no quería desórdenes. Nadie podría decir al día siguiente que la delegación antirruido de Meadowood había violado alguna ley.
—Claro que —añadió con sonrisa pícara— es probable que seamos un obstáculo y un inconveniente; creo que allá están muy ocupados. Pero eso no podemos evitarlo.
De, nuevo hubo risas. Estaban listos para salir.
Otro avión reverberó en el aire y esperó hasta que el sonido cesara.
—¡Muy bien: en marcha! —alzó las manos como un Moisés de la era supersónica y citó, erróneamente:
«Pues tengo promesas que cumplir,
con mucho trabajo antes de dormir».
Las risas se trocaron en aclamaciones renovadas y la gente empezó a caminar hacia las puertas.
Fue entonces cuando notó el sistema portátil de micrófonos prestados por las autoridades de la Iglesia Bautista y les pidió que lo llevaran consigo. Floyd Zanetta, el presidente de la reunión, prácticamente arrumbado desde que Elliot Freemantle lo eclipsara, se apresuró a obedecer.
El abogado estaba metiendo formularios firmados en su portafolio. Un rápido cálculo reveló que se había quedado corto: había más de ciento sesenta, o sea más de dieciséis mil dólares de honorarios cobrables. Más aún: muchos que habían venido a estrecharle la mano le aseguraron que le enviarían sus formularios por correo, junto con sus cheques, a la mañana siguiente. Freemantle estaba radiante.
Lo principal era convencer a estos propietarios de Meadowood —y mantenerlos en esa convicción— de que contaban con un conductor dinámico que les daría resultados positivos. La duración de esa convicción debía extenderse hasta que él cobrara los cuatro pagos trimestrales especificados en los contratos firmados. Después de eso, con el dinero en el Banco, importaba menos lo que pudieran opinar. O sea, pensó, que la situación debía mantenerse en movimiento durante diez u once mes; él podía hacerlo. Les daría todo el dinamismo que quisieran. Harían, falta otras reuniones y demostraciones como ésta, para crear noticias. Pocas veces lo sucedido en los tribunales lograba esto último. A pesar de que les había dicho que la base eran los tramites legales, las sesiones jurídicas no serían, según toda probabilidad, ni espectaculares ni provechosas. Claro que él haría lo posible por darles un toque histriónico, pero varios jueces ya sus tácticas para llamar la atención y no lo dejaban seguir.
Con todo, no tendría verdaderos problemas, siempre que recordara —y no lo olvidaba nunca— que en estos asuntos el factor más importante era el cuidado de Elliot Freemantle.
Uno de los periodistas —Tomlinson, del Tribune— hablaba en un teléfono público a la entrada de la sala; otro periodista es cerca de él. ¡Bien! Eso significaba que los diarios recibirían aviso y publicarían lo que pudiese suceder en el aeropuerto. Si ciertos arreglos hechos antes por Freemantle resultaban, también la TV se ocuparía del asunto.
Quedaba poca gente dentro. ¡Adelante!