3

En un saloncito privado que a veces se utilizaba para los VIPs[2], una jovencita uniformada, empleada de pasajes de Trans America, sollozaba histéricamente.

—Ponte cómoda y no te apresures —le dijo Tanya Livingston, sentándose en una silla—. Cuando se sienta mejor, hablaremos.

Tanya también se sentó, alisándose la ajustada falda de su uniforme. No había nadie más en la habitación y, aparte del llanto, no se oía nada más que el leve zumbido del acondicionador de aire.

Entre las dos mujeres había unos quince años de diferencia. La muchacha apenas pasaba de los veinte y Tanya estaba al final de la treintena.

Mientras la miraba, Tanya se sintió más vieja; supuso que sería por haber estado casada, aunque brevemente y hacía mucho tiempo o, al menos, así le parecía.

Recordó que ésa era la segunda vez en el día que había pensado en su edad. La primera fue al peinarse por la mañana; cuando vio las acusadoras hebras grises entre su pelo rojo, corto y brillante. Había más que la última vez que las había mirado, un mes antes, y las dos veces le habían recordado que la cuarentena, ese momento en que una mujer debe saber hacia dónde va y por qué, estaba más cerca de lo que ella quería admitir. También pensó que dentro de quince años, su propia hija tendría la edad de la chica que estaba llorando.

Patsy Smith se secó los ojos enrojecidos con un gran pañuelo de hilo que Tanya le había dado y habló con esfuerzo, conteniendo nuevas lágrimas.

—No hablarían así… malvados, groseros… en sus casas… a sus esposas.

—¿Los pasajeros?

La muchacha hizo un gesto afirmativo.

—Algunos, sí. Cuando te cases, Patsy, lo descubrirás, aunque espero que no. Pero si me dices que los hombres se portan como adolescentes brutos cuando se les complican sus planes de viaje, estoy de acuerdo.

—Yo hacía todo lo posible… Todo… Todo el día, hoy y ayer… y anteayer… Pero si me hablan así…

—¿Quieres decir que se portan como si tú misma fueras responsable de la tormenta, con la intención de molestarlos a ellos en especial?

—Sí… Y ese hombre, al final… Antes, todo iba bien…

—¿Qué ha sucedido exactamente? Cuando me llamaron, ya había pasado todo.

La chica estaba recobrando el control de sí misma.

—Bueno… tenía pasaje para el vuelo 72, y se canceló por el tiempo. Le conseguimos asiento en el 114 y lo perdió. Dijo que estaba en el comedor y no oyó el aviso de salida.

—Los avisos de salida no se hacen en el comedor. Hay un letrero grande que lo explica, y está impreso en todos los menús.

—Se lo expliqué, mistress Livingston, cuando volvió de la puerta de salida. Pero no se conformó y siguió protestando como si hubiera perdido el avión por culpa mía, no suya. Dijo que todos éramos unos dormidos inútiles.

—¿Llamaste a tu jefe?

—Traté de hacerlo pero estaba ocupado; como todos nosotros.

—¿Y qué hiciste?

—Le conseguí un asiento en la sección extra, 2122.

—¿Qué más?

—Quería saber qué película pasaban en ese vuelo. Lo averigüé y dijo que ya la había visto. Otra vez se enojó, porque la película que quería ver iba en el primer vuelo, el cancelado. Me preguntó si podía conseguirle otro vuelo con esa misma película. Y mientras tanto había otros pasajeros amontonándose contra el mostrador. Algunos decían en alta voz que yo era muy lerda. Y cuando me dijo lo de la película, yo… —vaciló— creo que algo me estalló dentro.

Tanya le preguntó:

—¿Fue cuando le tiraste el horario?

—Sí —movió la cabeza con desconsuelo; parecía a punto de llorar de nuevo—. No sé lo que me pasó, mistress Livingston… Cayó al otro lado del mostrador. Le dije que él mismo se arreglara su vuelo.

—Lo único que te digo es que ojalá le hayas acertado con el golpe.

—Ah, sí, le di… —la chica alzó los ojos y mostró, en lugar de lágrimas, el comienzo de una sonrisa. Pensó un momento y dijo con una risita:

—Si le hubiera visto la cara: estaba tan sorprendido. Y después… —se puso seria.

—Ya sé lo que sucedió después. Te pusiste a llorar, cosa muy natural. Te mandaron aquí para que lloraras a gusto, y ahora que ya lo has hecho te vas a casa en un taxi.

—Y… ¿nada más? —la muchacha parecía perpleja.

—Claro que nada más. ¿Esperabas que te despidiéramos?

—Yo… no estaba segura.

—Tendríamos que hacerlo, contra nuestra voluntad, si volvieras a hacer lo mismo. Pero eso no sucederá, ¿verdad? Nunca más.

—No, nunca —negó con fuerza—. No puedo explicarme, pero me basta con haberlo hecho una vez.

—No hay nada más que hablar, entonces. Sólo que a lo mejor quieres saber lo que ocurrió después de que te fuiste.

—Sí, por favor.

—Se presentó un hombre, que estaba en la cola, para declarar que había oído y visto todo lo sucedido. También dijo que tenía una hija de tu edad, y que si el otro le hubiera hablado a ella como te habló a ti, él le hubiera dado un puñetazo en la cara. Dejó su nombre y dirección y agregó que si el otro hacía cualquier denuncia o queja se lo avisáramos, que él declararía la verdad de lo ocurrido.

Tanya sonrió.

—Ya ves: también hay gente buena.

—Ya sé. No son muchos, pero cuando se encuentra uno que es amable y está de buen humor, dan ganas de abrazarlo.

—Es una lástima que no podamos hacerlo, ni tampoco tirar horarios. Estamos para tratar igual a todos y ser corteses aunque ellos no lo sean.

—Sí, mistress Livingston.

Tanya decidió que Patsy Smith no tendría más problemas. Al parecer, no se le había ocurrido renunciar, como a otras, en situaciones parecidas. Ahora que había dominado su emoción, Patsy aparentaba poseer la resistencia que le sería útil en el futuro.

Y Dios sabe que era necesario ser resistente, pensó Tanya, e incluso dura, para tratar con el público viajero, cualquiera que fuese el puesto que uno ocupase.

Reservas, por ejemplo.

En el Centro, sabía que la situación a ese respecto era aún más tensa que en el aeropuerto. Desde el comienzo de la tormenta, los empleados de reservas habían hecho miles de llamadas avisando a los pasajeros de las demoras y reajustes. Todos odiaban ese trabajo porque las personas a quienes llamaban siempre estaban de malhumor, y a menudo los insultaban. Se hubiera dicho que las demoras de un avión despertaban el salvajismo latente en ellos. Los hombres insultaban a las telefonistas, y hasta los que normalmente eran corteses y de buenos modales se volvían gruñones y desagradables. Lo peor ocurría en los vuelos a Nueva York. Muchos empleados se negaban a comunicarles por teléfono la demora o cancelación a los pasajeros con ese destino, arriesgando su empleo antes que afrontar el torrente de invectivas que sabían les esperaba. Tanya había pensado a menudo en qué tendría esa ciudad para contaminar a los que a ella se dirigían con esa especie de fervor demoníaco por llegar allá.

Pero cualquiera que fuese la razón, estaba segura de que se producirían renuncias en el personal de las compañías —de reservas y otras secciones— al quedar atrás la actual emergencia. Siempre las había; también se podía contar con varios ataques de nervios, en general entre las chicas más jóvenes y, por ello, más sensibles a la grosería y mal humor de los pasajeros. La cortesía constante, aunque uno estuviera entrenado para mantenerla, requería un gran esfuerzo que dejaba sentir sus consecuencias.

Con todo, se alegró de pensar que Patsy Smith no sería una de las víctimas.

Llamaron a la puerta, que se abrió dando paso a Mel Bakersfeld, con sus botas y abrigo polar.

—Pasaba por aquí. Si prefieres puedo venir más tarde.

—No, quédate. —Tanya sonrió su bienvenida—. Ya casi terminamos.

Lo siguió con la vista mientras cruzaba la habitación para sentarse en una silla. Parecía cansado.

Volvió su atención a la muchacha, a la que, después de llenarlo, entregó un certificado.

—Dale esto al encargado de los taxis y te mandará a casa. Descansa bien y vuelve mañana fresca y alegre.

Ya solos, Tanya dio vuelta a su silla para colocarla frente a la de Mel.

—Hola —le dijo con vivacidad.

—Hola —respondió él con una sonrisa, apartando la vista del diario que estaba mirando.

—¿Recibiste mi nota?

—Vengo a agradecértela. Aunque lo mismo creo que habría venido. ¿De qué se trataba? —agregó con un gesto en dirección a la puerta—. ¿Fatiga de guerra?

—Sí —y le contó lo sucedido.

—Yo también estoy cansado —rió Mel—. ¿Me mandas a a casa en un taxi, también?

Tanya lo miró con expresión interrogante. Sus ojos —de azul brillante y claro— eran honrados, directos. Con la cabeza a un lado, la luz del cielorraso arrancaba fulgores rojos a su pelo. De cuerpo esbelto pero lleno, lo que el uniforme ponía de relieve… Como otras veces, Mel sintió que era cálida y deseable.

—Podría ser —dijo ella—. Si el taxi me lleva a casa y dejas que te prepare algo de comer. Una cazuela de corderito, por ejemplo.

Él sopesó el pro y el contra del asunto y terminó por negarse, a pesar suyo.

—Ojalá pudiera, pero aquí hay problemas y después tengo que ir al Centro —se levantó—. Pero por lo menos podemos tomar café.

—Muy bien.

Mel abrió la puerta y salieron al salón, ruidoso y agitado.

En Trans America había mucha gente, más que al llegar Mel.

—No puedo quedarme mucho —dijo Tanya—. Trabajo dos horas más.

Mientras avanzaban con trabajo a través de la multitud y de los equipajes cada vez más numerosos, ella adaptó sus pasos a los de Mel, más lentos. Notó que cojeaba más que de costumbre y sintió deseos de tomarlo del brazo y ayudarlo, pero no se decidió. Todavía llevaba el uniforme de Trans America y los chismes viajaban solos sin necesidad de ayudarlos. Últimamente los habían visto juntos con frecuencia, y Tanya estaba segura de que la máquina de rumores del aeropuerto —que funcionaba como el sistema de tambores africanos, pero a velocidad de «IBM»— ya había tomado nota del hecho. Era probable que pensaran que se acostaban juntos, aunque en realidad eso no fuese cierto. Iban hacia la cafetería «Capitán de las Nubes», en el salón central.

—Esa cazuela de corderito —preguntó Mel—: ¿podríamos hacerla alguna otra noche? ¿Pasado mañana, por ejemplo?

La súbita invitación de Tanya lo había sorprendido. Aunque varias veces habían salido juntos a comer o a tomar algo, nunca ella había sugerido una visita a su apartamento. Claro que no podía ser más que para comer, pero… siempre existía la otra posibilidad.

En los últimos días Mel había pensado que si seguían viéndose fuera del aeropuerto, las cosas seguirían un curso natural y obvio; pero había sido cauto por instinto, seguro de que un amorío con Tanya no habría sido tal, sino un sentimiento profundo que los implicaría sentimentalmente a ambos. También estaban de por medio sus propios problemas con Cindy, que no se resolverían con facilidad, si es que llegaban a resolverse, y él no podía afrontar demasiadas complicaciones al mismo tiempo. Era extraño, pero resultaba más fácil tener una aventura cuando el matrimonio era sólido que cuando no lo era. Con todo, la invitación de Tanya era demasiado tentadora para pasarla por alto.

—Pasado mañana es domingo —advirtió ella—. Pero no trabajo, y si tú puedes, tendría más tiempo.

—¿Velas y vino? —sonrió Mel.

Se había olvidado de que sería domingo, pero de todos modos tenía que venir al aeropuerto porque, aunque la tempestad hubiese pasado, quedarían sus consecuencias. En cuanto a Cindy, había salido más de un domingo sin dar explicaciones.

Por un momento quedaron separados cuando ella se hizo a un lado para evitar a un hombre de cara colorada, muy apresurado, seguido de un mozo que empujaba una carretilla repleta de bultos, coronados por palos de golf y raquetas de tenis. Todo eso iba, con seguridad, muy al Sur, pensó Tanya con envidia.

—Okay —dijo cuando volvieron a juntarse—. Velas y vino.

Al entrar en la cafetería una pizpireta camarera reconoció a Mel y le enseñó el camino, antes que a otros que esperaban, hacia una mesa pequeña, al fondo, marcada «Reservada», que los funcionarios del aeropuerto utilizaban a menudo. Al ir a sentarse tropezó fugazmente y se cogió del brazo de Tanya. La camarera, notándolo, los recorrió con la mirada y sonrió a medias: la máquina de rumores está por recibir un boletín de noticias, pensó Tanya.

—¿Has visto cuánta gente? —expresó en cambio, en alta voz—. No recuerdo otros tres días tan locos.

Mel echó una mirada a la cafetería repleta, un infierno de voces con ruido de platos como signo de puntuación. Con el gesto mostró la puerta, al otro lado de la cual los dos podían ver una muchedumbre en movimiento, siempre cambiante.

—Si la horda de ahora te parece grande, espera a que los Lockheed L-500 entren en servicio.

—Ya sé: apenas podemos arreglarnos con los 747, pero mil pasajeros que lleguen al mismo tiempo… ¡Dios nos ayude! —y se estremeció—. Imagínate lo que sucederá cuando quieran retirar los equipajes. Ni quiero pensarlo.

—Tampoco quieren pensarlo muchos otros… y algunos tendrían que estar pensando justamente en eso, ahora mismo —le divirtió comprobar que la conversación había derivado ya a temas de aviación: aviones y aerolíneas eran para Tanya temas fascinantes, y la encantaba hablar de ellos. A Mel también; ésa era una de las razones por las que le agradaba su compañía.

—¿Quiénes no piensan?

—Los que controlan la aviación comercial, en aeropuertos y compañías. Actúan como si los jets de hoy pudieran volar eternamente. Parece que creen que, si nadie dice ni hace nada, esos nuevos aeroplanos grandotes y malos se irán y nos dejarán tranquilos. En esa forma, no necesitamos tener en tierra las instalaciones adecuadas.

—Pero se construye mucho en los aeropuertos —contestó Tanya, pensativa—. Lo ves en todas partes.

Mel le ofreció un cigarrillo y ella lo rechazó. Antes de contestarle, encendió uno para él.

—Casi todas las construcciones son remiendos: cambios y agregados en aeropuertos construidos en la década del cincuenta o a principios de la del sesenta. No hay casi visión de futuro. Hay excepciones: Los Angeles, Tampa, Dallas-Fort Worth… serán los primeros aeropuertos del mundo preparados para los nuevos mastodontes de jets y supersónicos. Kansas City, Houston y Toronto también pueden servir; en San Francisco tienen buenos planes, aunque la política podría arruinarlos. En el resto de Norteamérica no hay mucho más que me impresione.

—¿Y en Europa?

—La rutina, menos en París: el nuevo aeropuerto del Norte para remplazar a Le Bourget, va a ser uno de los mejores. En Londres hay un lío terrible, como sólo los ingleses pueden crear —se detuvo a pensar—. Pero no hablemos mal de otros países cuando lo nuestro ya es bastante malo. Nueva York es algo que da miedo, aún con los cambios que están haciendo en el «Kennedy»; sencillamente, no hay espacio aéreo suficiente encima de Nueva York: cuando tenga que ir allí tomaré el tren. Washington está debatiéndose: el Aeropuerto Nacional es como el pozo negro de Calcuta. El «Dulles» fue un enorme paso en falso; y Chicago se despertará un buen día para comprobar que tiene veinte años de atraso. ¿Te acuerdas hace unos años, cuando comenzaron a volar los primeros jets? ¿Qué pasó en los aeropuertos construidos para DC-4 y Constellations?

—Me acuerdo. Trabajé en uno de ellos. En días normales había tanta gente que uno no podía moverse; y en los días de mucho movimiento, no se podía ni respirar. Decíamos que era como jugar la Serie Mundial de béisbol en la arena.

—Y la década del setenta será peor, mucho peor —pronosticó Mel—. No solamente por exceso de gente; también habrá congestión de otras cosas.

—¿Cuáles?

—Rutas aéreas y control de tránsito, pero ésa es otra cuestión. Lo más importante, y lo que casi nadie comprende todavía, es que pronto llegará el momento en que las cargas aéreas serán más cuantiosas que el tráfico de pasajeros. Lo mismo ha sucedido con todas las formas de transporte, desde la canoa de troncos. Primero transportan gente y un poco de carga; pero al poco tiempo hay más carga que gente. Y en nuestro negocio ese momento está más cerca de lo que muchos creen. Cuando la carga domine el panorama —como sucederá dentro de unos diez años— muchas ideas actuales sobre aeropuertos quedarán anticuadas. Si quieres un síntoma de las tendencias actuales, fíjate en los jóvenes que se inician en la aviación administrativa. No hace mucho nadie quería trabajar en carga porque eran puestos secundarios; el prestigio lo daban los pasajeros. ¡Pero ya no! Ahora los muchachos inteligentes buscan trabajo en la carga porque saben que el porvenir y los buenos sueldos están allí.

—Yo soy anticuada y me quedo con la gente —rió Tanya—. La carga…

—No queda más plato del día. Y si llega más gente no queda nada —gruñó la camarera que se había acercado a servirlos.

Pidieron café, Tanya unas tostadas y Mel huevos fritos.

—Me parece que estaba pronunciando un discurso —dijo Mel en broma cuando la camarera se alejó—. Perdóname.

—Quizá te haga falta practicar —lo miró con curiosidad—. Hace tiempo que no pronuncias ninguno.

—Es que ya no soy presidente del Consejo de Aeropuertos. No voy tanto a Washington, ni a ninguna parte —pero no era ése el único motivo para no hablar ni aparecer en público, y sospechó que Tanya conocía la verdad.

Precisamente había sido uno de sus discursos lo que los acercó en un principio. En una de las esporádicas reuniones celebradas entre las líneas aéreas, había hablado del futuro de la aviación, y del retraso de la organización de tierra comparada con los progresos del aire. La ocasión le había servido de pretexto para probar un discurso que pensaba pronunciar en un congreso nacional, una semana más tarde. Tanya figuraba en la delegación de Trans America, y al día siguiente le envió una de sus notas en minúsculas:

míster b

gran discurso. todos esclavos tierra lo aclamamos x decir que administradores aeropuertos duermen en reuniones. alguien debía decirlo. ¿permite sugerencia?, todos saldrían ganando si hubiera — estadísticas y + datos sobre la gente… pasajero dentro barriga (avión o ballena, ¿recuerda Jonás?), piensa sí mismo no sistemas. seguro orville wilbur pensaron igual al despegar. ¿correcto[3]?

La nota le hizo gracia y le obligó también a pensar. Comprendió que era cierto: se había concentrado en los hechos y sistemas, excluyendo a la gente como individuos. Releyó sus notas para el discurso y siguió las sugerencias de Tanya, haciendo algunos cambios en ese sentido. Resultó la más brillante de todas sus presentaciones, le valió una ovación y amplia difusión internacional. Después la llamó para darle las gracias y empezaron a verse.

El recuerdo de ese primer mensaje le trajo a su vez el del último.

—Gracias por el aviso del informe, y me gustaría saber cómo pudiste leerlo antes que yo.

—No es ningún misterio. Lo escribieron en la oficina de Trans America. Vi a nuestro capitán Demerest revisándolo, entre risitas de satisfacción.

—¿Vernon te lo mostró?

—No, pero lo había desplegado y yo soy experta en leer al revés. Y eso me recuerda que no me contestaste: ¿por qué no te quiere tu cuñado?

—Porque sabe que yo tampoco le adoro, supongo —Mel hizo una mueca.

—Si quieres puedes decírselo ahora. Allí está el gran hombre en persona. —Con el mentón indicó la caja, y Mel volvió la cabeza.

El capitán Vernon Demerest, de Trans America, estaba contando monedas para pagar su consumición. Alto, ancho de hombros, imponente, dominaba a los que lo rodeaban. Estaba vestido de sport: chaqueta de tweed Harris y pantalones de raya impecable, pero eso no le impedía irradiar autoridad, como un general en jefe, pensó Mel, que por el momento llevara ropa de civil. Sus rasgos fuertes y aristocráticos estaban serios al dirigirse a otro capitán de la misma compañía —pero uniformado y con cuatro franjas— que lo acompañaba. Al parecer, Demerest le daba instrucciones; el otro asentía. Aquél paseó una mirada rápida por la cafetería y, al ver a Mel y Tanya, les hizo un saludo seco y frío de cabeza. Luego miró su reloj, dijo una última palabra a su interlocutor y salió a grandes pasos.

—Parece que tenía prisa —observó Tanya—. Aunque no puede quedarse mucho en ninguna parte porque sale esta noche para Roma en el Vuelo Dos.

—¿En El Bajel Dorado? —Mel sonrió.

—Ni más ni menos. Veo, señor, que usted lee nuestra publicidad.

—Es difícil no leerla —Mel sabía, al igual que los millones que admiraban los anuncios de dos páginas a cuatro colores en Life, Look, Good Housekeeping, Post y otras revistas de circulación nacional, que el vuelo dos de Trans America, El Bajel Dorado, era prestigio y orgullo de la compañía. Sabía también que su mando sólo se confiaba a los capitanes más veteranos de la línea.

—Creo que la opinión general —continuó Mel— es que Vernon es uno de los mejores pilotos existentes.

—Ya lo creo: existentes y arrogantes. —Tanya vaciló y agregó—: Si estás con ganas de chismes, no eres el único que no adora a tu cuñado. No hace mucho le oí decir a uno de nuestros mecánicos que lamentaba que ya no hubiese hélices, porque siempre esperó que el capitán Demerest se topara con una.

—La idea es de un salvaje —dijo Mel secamente.

—De acuerdo. Personalmente prefiero la que le atribuyen a nuestro presidente, míster Yougquist; parece que dijo refiriéndose a Demerest: «Que ese bastardo arrogante no me moleste, pero que pilote cuando yo vuele».

Mel rió entre dientes. Conociendo a los dos hombres en cuestión, estaba seguro de que la frase era auténtica. Comprendió que había hecho mal en seguir la conversación sobre Vernon Demerest, pero le dolía la noticia del informe adverso y las molestias que le traería. Por un momento pensó dónde iría su cuñado en ese momento, y si se trataría de una de sus aventuras amorosas, que según se decía eran muchas. Pero en el salón la muchedumbre ya se lo había tragado.

Tanya se alisó la falda con su gesto habitual, decisivo y seguro, que Mel ya conocía y que le agradaba. Era un hábito femenino y le recordó que pocas mujeres parecían bien en uniforme, que a menudo les daban un aspecto asexual, pero con Tanya sucedía todo lo contrario.

En algunas compañías las jefas de pasajes no llevaban uniforme, pero Trans America prefería la autoridad que conferían sus colores azul y dorado. En los puños, dos anillos dorados rodeados de círculos blancos proclamaban la jerarquía de Tanya.

—A lo mejor me saco pronto el uniforme —dijo ella como si adivinara sus pensamientos.

—¿Por qué?

—A nuestro gerente del Distrito lo transfieren a Nueva York; lo remplazará su ayudante, y yo he solicitado el puesto de éste.

—Y creo que lo conseguirás —la miró con mezcla de admiración y curiosidad—. Y que no pararás ahí.

—¿Crees que podría llegar a vicepresidenta?

—Creo que sí. Si es lo que deseas. Ser una dama ejecutiva y todo eso.

—No estoy segura si lo deseo o no —contestó ella en voz baja.

La camarera les trajo la comida. Cuando se alejó, Tanya dijo:

—A veces nosotras, las que trabajamos, no podemos elegir mucho. Si el trabajo que tenemos no nos gusta —como nos pasa a muchas— y no queremos seguir en él hasta jubilarnos, la única salida es ascender.

—¿Excluyes el matrimonio?

—No lo excluyo —eligió una tostada—. Pero a mí no me resultó la primera vez, y la segunda podría ser lo mismo. Y además, una novia de segunda mano con hijita no encuentra muchos candidatos que le agraden.

—Podrías dar con una excepción.

—Podría ganar la lotería irlandesa, pero la experiencia, querido Mel, me dice que a los hombres les gustan las mujeres libres, sin cargas. Pregúntale a mi ex marido… si puedes encontrarlo; yo nunca pude.

—¿Te dejó después de nacer la nena?

—¡No, por Dios! Eso hubiera equivalido para Roy a seis meses de responsabilidad. Creo que fue un jueves cuando le dije que estaba embarazada; no habría podido guardar el secreto mucho más. El viernes, cuando volví del trabajo, faltaba la ropa de Roy. Y faltaba Roy.

—Y eso me facilitó mucho el divorcio —explicó, sacudiendo la cabeza—. Deserción, abandono: nada de complicaciones, como otra mujer. Pero debo ser justa. Roy no era del todo malo. No se llevó ningún dinero de la cuenta que teníamos en común en el Banco, aunque podría haberlo hecho. Tengo que reconocer que a veces pienso que si sería por bondad o porque no se acordó de hacerlo, nada más. Pero de todos modos, los ochenta dólares fueron todos para mí.

—Nunca me lo habías contado.

—¿Debía hacerlo?

—Para que te consolara, tal vez.

—Si me entendieras mejor —sacudió la cabeza— sabrías que si te lo digo ahora es porque no necesito consuelos. Todo ha salido bien —sonrió—. Hasta puedo llegar a vicepresidenta de la compañía, como acabas de decir.

—¡Oh, miren la hora que es! —gritó una mujer en una mesa vecina.

Mel miró, por instinto. Hacía tres cuartos de hora que dejara a Danny Farrow en su escritorio de control. Se levantó de la mesa y le dijo a Tanya:

—No te vayas. Tengo que hacer una llamada.

Había un teléfono en la caja; Mel llamó a uno de los números privados de control. La voz de Danny Farrow dijo: «un momento» y poco después agregó:

—Iba a llamarte. Acaban de informarme sobre el 707 varado de Aéreo-Mexican.

—Adelante.

—¿Sabías que la compañía pidió auxilio a TWA?

—Sí.

—Pues bien, han mandado camiones, grúas y sabe Dios qué más, han bloqueado completamente la pista, pero lo que no han hecho es mover el maldito aeroplano. La última noticia es que TWA mandó llamar a Joe Patroni.

—Me alegro —admitió Mel—, aunque deberían haberlo llamado antes.

Joe Patroni era jefe de mantenimiento de TWA y especialista en arreglar dificultades. Dinámico, realista y muy amigo de Mel.

—Parece que quisieron llamarlo en seguida, pero estaba en su casa y les fue difícil localizarlo desde aquí. La tormenta ha inutilizado muchas líneas telefónicas.

—¿Estás seguro de que ya le avisaron?

—En TWA están seguros. Dicen qué viene para aquí.

Mel hizo sus cálculos: Joe Patroni vivía en Glen Ellyn, a casi cuarenta kilómetros del aeropuerto, y otros tantos minutos de viaje en condiciones ideales. Esta noche, con los caminos llenos de nieve y el tránsito a velocidad de tortuga, el jefe de mantenimiento tendría suerte si podía llegar en el doble de tiempo.

Si hay alguien que pueda mover ese aeroplano esta noche —reconoció Mel— es Joe Patroni. Pero mientras tanto no quiero que nadie se quede sentado sin hacer nada. Que todos entiendan que necesitamos urgentemente disponer de la pista tres cero —recordó con disgusto que, aparte de la necesidad operativa, los vuelos tenían que seguir despegando sobre Meadowood. ¿Habría comenzado ya la reunión comunal mencionada por el jefe de torre?

—Ya les dije todo eso —confirmó Danny—, pero volveré a decírselo. ¡Ah!, una buena noticia: encontramos el camión de United.

—¿El chófer está bien?

—Estaba sin conocimiento, bajo la nieve. El motor estaba funcionando aún y despedía monóxido de carbono, como pensábamos. Pero le aplicaron un inhalador y no le pasará nada.

—¡Me alegro! Ahora voy al campo para ver cómo andan las cosas. Te llamaré por radio desde allí.

—Abrígate bien. La noche es terrible.

Tanya seguía en la mesa cuando Mel volvió, aunque se preparaba a partir.

—Un momento —le pidió—, yo también me voy.

—¿Y tu comida? —mostró su sandwich sin tocar—. Si es que lo era.

—Por ahora bastará con esto —engulló un bocado, lo bajó rápidamente con café, y recogió su abrigo—. De todos modos comeré en el Centro.

Mientras Mel pagaba, dos empleados de pasajes de Trans America entraron en la cafetería. Uno de ellos era el supervisor con el que Mel había hablado antes. Al ver a Tanya se acercó.

—Perdón, míster Bakersfeld; mistress Livingston, el gerente de Distrito la busca. Tiene otro problema.

—¿A ver si adivino? —preguntó Mel guardándose el cambio que le dio la cajera—. Alguien más tiró un horario.

—No, señor —el empleado sonrió—. Si alguien lo tira esta noche, seré yo. Ahora se trata de un polizón, un pasajero clandestino en el vuelo 80, desde Los Angeles.

—¿Nada más? —Tanya parecía sorprendida. Los clandestinos, aunque ninguna compañía estaba libre de ellos, no causaban en general grandes problemas.

—Según me lo contaron —dijo el empleado— esta vez es diferente. El capitán mandó un mensaje radial y un oficial de seguridad fue a esperar el avión. De todos modos, mistress Livingston, sea lo que sea, la llaman a usted. —Y con un saludo amistoso volvió junto a su compañero.

Mel acompañó a Tanya hasta el salón central. Se detuvieron frente al ascensor que llevaría a Mel al garaje del sótano, donde tenía su auto.

—Ten cuidado al conducir —aconsejó ella—. No te cruces con ningún aeroplano.

—Si lo hago estoy seguro de que te lo contarán. —Se puso el pesado abrigo y añadió—: El polizón parece interesante. Trataré de pasar un momento antes de irme para ver de qué se trata. Así tendré un motivo para verte otra vez esta noche —terminó, tras una vacilación.

Estaban muy próximos uno al otro. Cada uno hizo el mismo movimiento y sus manos se tocaron. Tanya murmuró:

—¿Quién necesita motivos?

Bajando en el ascensor, seguía sintiendo la cálida suavidad de su carne y oyendo su voz.