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El vuelo dos de Trans America, El Bajel Dorado, estaba a quince kilómetros del aeropuerto, entre nubes, volando a quinientos metros.

Anson Harris conducía otra vez, después de un breve descanso.

El Control de llegada del aeropuerto —cuya voz no era desconocida para Vernon Demerest, aunque no tenía tiempo para pensar en quién podía ser— los iba guiando en el descenso, indicándoles la ruta más conveniente.

Los dos pilotos sabían que los habían llevado a la mejor posición factible para evitarles grandes maniobras antes de aterrizar en cualquiera de las dos pistas de que dispondrían. Pero en cualquier momento les dirían hacia cuál ir.

Al acercarse ese momento aumentaba su nerviosismo.

Cy Jordan estaba de vuelta en la cabina, por orden de Demerest, para preparar un cálculo de peso bruto de aterrizaje, teniendo en cuenta el combustible que habían consumido y el que quedaba. Cuando terminó su trabajo como ingeniero de vuelo volvió a su puesto de emergencia en la cabina de pasajeros.

Harris, con la ayuda de Demerest, completó los preparativos de emergencia para aterrizar con el estabilizador obstruido.

Cuando terminaban, el doctor Compagno hizo una breve aparición para decirles:

—Creo que les gustará saber que la azafata Miss Meighen, mejor. Si podemos llevarla pronto a un hospital, estoy casi seguro de que se salvará.

Demerest, sin poder ocultar su emoción, prefirió no hablar Harris dio media vuelta y contestó:

—Gracias, doctor. Ya faltan pocos minutos para llegar.

En ambas cabinas de pasajeros se habían tomado todas las precauciones posibles. Los heridos, excepto Gwen Meighen, estaban atados a sus asientos. Dos médicos se estacionaron a ambos lados de Gwen, listos a sostenerla al aterrizar. A los otros pasajeros se les mostró cómo sostenerse para el aterrizaje, que podía ser muy pesado y tener consecuencias imprevisibles.

La anciana pasajera clandestina, mistress Quonsett, un poco asustada, por fin, se agarraba de la mano de su amigo oboísta. Estaba también muy cansada, después de todo lo que había pasado aquel día excepcional.

Poco antes se había sentido animada al escuchar el breve mensaje del capitán, comunicado por una azafata: le daba las gracias por su ayuda, y como había cumplido su parte del convenir él cumpliría la suya al desembarcar, consiguiéndole pasaje para Nueva York. ¡Qué maravilla de hombre, acordarse de eso cuando tenía tantas cosas en qué pensar…! Pero ahora pensaba si viviría para hacer ese viaje.

Judy, la sobrina del inspector de Aduanas Standish, seguía sosteniendo al bebé cuyos padres ocupaban asientos inmediatos. Ahora se lo pasó a la madre; el niño, ajeno a todo lo ocurrida bordo, dormía.

En la cabina de vuelo, asiento derecha, Vernon Demerest revisó los datos de peso preparados por el segundo oficial comparándolos con la relación peso-velocidad que figuraba en el panel de instrumentos, y anunció:

—La velocidad peligrosa es de 150 nudos.

Era la que debían usar al entrar en el campo de aviación teniendo en cuenta el peso que llevaban y el fallo del estabilizador.

Harris hizo un gesto afirmativo y, con expresión desanimada, marcó ese punto de alarma en su indicador de velocidad. Demerest hizo lo mismo.

Ni la pista más larga les evitaba riesgos al aterrizar.

La velocidad mencionada, más de doscientos sesenta kilómetros por hora, era diabólicamente exagerada para un aterrizaje. Los dos sabían que, después de tocar tierra, ese factor los obligaría a un recorrido mayor de lo habitual, pues el gran peso conspiraba contra una rápida pérdida de velocidad. De este modo el peso era un elemento adverso por doble partida. Pero adoptar una velocidad menor de la computada por Demerest equivaldría al suicidio: el avión, sin control, se precipitaría a tierra sin poderlo evitar.

Demerest tomó su micrófono de radio, pero antes de que pudiera transmitir, la voz de Keith Bakersfeld anunció:

—Trans America dos, derecha a dirección dos ocho cinco. La pista tres cero está abierta.

—¡Y ya era tiempo, por Jesucristo! —gritó Demerest.

Contestó por el micrófono.

Los dos pilotos revisaron su lista preaterrizaje, juntos. Cuando descendió el tren de aterrizaje todo el avión se estremeció.

—Entraré volando bajo —dijo Harris— para tocar tierra pronto. Necesitamos cada milímetro de terreno que tengan allá abajo.

Demerest gruñó su asentimiento. Miraba hacia delante tratando de ver, entre las nubes y la oscuridad, las luces del aeropuerto que ya no podían tardar en aparecer. Su aparente calma ocultaba su preocupación por los daños sufridos: no sabían con exactitud su importancia, ni el efecto que en ellos había tenido el vuelo que acababan de cumplir. ¡Ese maldito agujero! Y el aterrizaje pesado y rápido… ¡Dios mío, si toda la cola podía desprenderse…! «Si eso pasa —pensó—, no salimos vivos a una velocidad de ciento cincuenta nudos… ¡Ese hijo de puta que disparó la bomba!». ¡Lástima que hubiera muerto! Le hubiera gustado matarlo con sus propias manos, quitarle él mismo su asquerosa vida…

Harris, utilizando el sistema de aterrizaje por instrumentos, aumentó la velocidad de descenso de doscientos treinta a doscientos setenta metros por minuto.

Demerest sintió unas ganas terribles de estar en su lugar. De haber sido cualquier otro capitán excepto Harris, alguien más joven o de menos categoría; no habría vacilado en hacerlo. Pero no tenía ningún reproche que hacerle a Harris… Esperemos que en el aterrizaje sea lo mismo… Volvió con el pensamiento a la cabina de pasajeros. ¡Gwen, casi llegamos! ¡Sigue viviendo! Seguía convencido de que entre los tres, él Gwen y Sarah, llegarían a un acuerdo sobre el chico.

—Trans America dos —dijo por radio la voz de Keith Bakersfeld—, van muy bien de ruta y descenso. En la pista la nieve está entre liviana y mediana. Viento noroeste, treinta nudos. Son los primeros para aterrizar.

Segundos después emergieron de entre las nubes y vieron las luces de pista en línea recta.

—Control de llegada Lincoln —dijo Demerest—, ya vemos la pista.

—De acuerdo, vuelo dos —la nota de alivio era inconfundible—. Tienen permiso de la torre para aterrizar; cuando estén listos hablen con ellos. Buena suerte, y adiós.

Vernon Demerest apretó dos veces el botón del micrófono forma taquigráfica de agradecer para un piloto.

—Encender luces de aterrizaje —ordenó Harris—. Flaps cincuenta grados.

Demerest obedeció.

Descendían con rapidez.

—Podría necesitar ayuda con el timón —avisó Harris.

—Bien. Demerest puso los pies en los pedales, listo para actuar. Al aminorar la velocidad, el timón —como consecuencia de su mecanismo destruido— estaría rígido. Después del aterrizaje podía ser necesario que ambos pilotos hicieran fuerza juntos para no perder el control de la dirección.

Pasaron a escape sobre el límite del campo; las luces de pista parecían collares de perlas convergentes. A ambos lados, pilas de nieve acumulada; más allá, la oscuridad. Harris volaba lo más bajo que se atrevía; la cercanía del suelo acentuaba lo excepcional de su velocidad. A ambos, los tres kilómetros de pista que tenían delante nunca les habían parecido más cortos.

Harris niveló el avión y cerró los aceleradores. El zumbido de jet disminuyó y en su lugar se oyó el viento aullante. Al cruzar el límite de la pista Vernon Demerest entrevió confusamente lo vehículos de emergencia preparados que los seguirían a lo largo de la pista, y pensó:

¡Ojalá no los necesitemos! ¡Animo, Gwen!.

Seguían flotando, a velocidad casi igual que antes.

Tocaron tierra con pesadez y sin aminorar.

Sin perder tiempo, Harris levantó los frenos de ala y de un golpe elevó las palancas de reversión. Con un rugido los motores cambiaron de signo operativo; ahora su fuerza, convertida en freno, se ejercía en dirección opuesta a la que llevaba el avión.

Ya les quedaba sólo un cuarto de longitud de pista y aminoraban, pero no lo suficiente.

—¡Timón derecho! —gritó Harris. El avión se inclinaba a la izquierda. Con Demerest y Harris empujando juntos, mantuvieron la dirección, pero se acercaban demasiado al final de la pista, más allá de la cual no había otra cosa que un montón de nieve y una caverna oscura.

Harris aplicó a fondo los frenos de pie. El metal crujía, chirriaban los neumáticos. La oscuridad estaba cada vez más cerca. Pero disminuyeron…, gradualmente…, menos velocidad.

El vuelo dos se detuvo a descansar a un metro del final de la pista.