3

El vuelo dos de Trans America Airlines llevaba veinte minutos fuera del aeropuerto y seguía subiendo hasta alcanzar casi once mil metros, cerca de Detroit, dentro de once minutos. Ya estaba en la ruta aérea que lo llevaría a Roma describiendo una enorme curva. Volaban en medio de un aire tranquilo, con las nubes de tormenta y consiguiente turbulencia mucho más abajo. Una luna casi llena colgaba sobre el avión como una linterna torcida y alrededor brillaban nítidas las estrellas.

En la cabina de comando todo estaba más tranquilo que antes. El capitán Harris había hecho su anuncio a los pasajeros informándoles del espacio recorrido y los tres pilotos se preparaban a un vuelo de rutina, largo, pero sin sorpresas.

Bajo la mesa del segundo oficial, detrás de Harris y Demerest, sonó con fuerza una campanilla y en el mismo instante guiñó una lucecita ambarina cerca de las válvulas, en el panel de la radio. Ambas cosas indicaban una llamada por el sistema que permitía hablar separadamente con casi cualquier avión, como si se tratara de un teléfono privado. Cada máquina de Trans America y demás compañías importantes poseía un código propio, transmitido y recibido en forma automática. Las señales destinadas al avión N-731TA no eran vistas ni oídas en ningún otro.

—Trans America dos —dijo Anson Harris en la frecuencia apropiada.

—Vuelo dos, habla Cleveland, despacho Trans America. Tengo un mensaje para el capitán, del gerente Lincoln Int.

¿Listos a copiar?

Harris observó que Demerest también escuchaba en la misma frecuencia; tomó un cuadernillo de notas y le hizo signo de que sí.

—Listos, Cleveland; siga.

El mensaje, escrito por Tanya Livingston, se refería al polizón del vuelo dos, mistress Ada Quonsett. La descripción de la viejecita hizo sonreír a ambos capitanes. Terminó pidiendo confirmación de que se encontraba a bordo.

—Comprobaremos y avisaremos —prometió Harris. Terminada la transmisión, volvió a sintonizar la frecuencia de control de ruta.

Vernon Demerest y el segundo oficial Jordan, que también había oído el mensaje por un micrófono colgante cercano a su asiento, reían en voz alta.

—¡No lo creo! —aseguró Jordan.

—Yo sí. —Demerest rió entre dientes—. Esos estúpidos de abajo, y una gallina vieja los engaña a todos —apretó el botón para llamar al personal, y cuando contestó una azafata le pidió que hiciera venir a Gwen.

Cuando ésta entró seguía riéndose. Le leyó el mensaje y le preguntó si había visto a la vieja.

—No; apenas entré un minuto en clase turista.

—Vuelve allá y fíjate si la ves. Debe de ser fácil distinguirla.

—¿Si la encuentro, qué quieres que haga?

—Que vuelvas a decírmelo, nada más.

Gwen tardó pocos minutos. Cuando volvió se reía como los otros.

—¿Estaba allí?

Demerest dio media vuelta sin levantarse.

—Sí, en el asiento 14-B. Es igual a la descripción, pero todavía más.

—¿Qué edad tendrá? —preguntó el segundo oficial.

—Por lo menos setenta y cinco y quizá más. Parece un personaje de Dickens.

—Más bien de Arsénico y encaje antiguo —dijo Harris por encima del hombro.

—¿Es realmente clandestina, capitán?

—De abajo dijeron que sí. —Harris se encogió de hombros—. Supongo que eso explica lo de la cuenta que no salía bien.

—Es fácil asegurarnos —ofreció Gwen—. Basta con pedirle el talón de pasaje.

—No, no hagamos eso —negó Vernon.

Aunque no podían verlo muy bien con tan poca luz, lo miraron con curiosidad, pero casi en seguida Harris volvió los ojos a sus instrumentos y Jordan a sus gráficos de combustible.

—Un momento, Gwen —dijo Demerest.

Mientras ella esperaba transmitió unas informaciones de control por la radio de la Compañía. Cuando terminó añadió:

—Nuestras instrucciones son cerciorarnos de que va a bordo, nada más: ya sabemos que sí, y se lo comunicaré al despacho. Supongo que en Roma habrá alguien esperándola; eso no podemos evitarlo, aunque quisiéramos. Pero ya que hasta ahora la vieja consiguió lo que quería, y nosotros no vamos a dar la vuelta, ¿para qué amargarle las ocho horas que le quedan? La dejaremos en paz. Quizá decida, casi al llegar, avisarle que está descubierta. Eso la impresionará menos. Pero por ahora que disfrute de su vuelo. Denle de cenar a la abuela y que vea tranquila la película.

—¿Sabes? —Gwen lo miraba pensativa—. A veces me gustas.

Cuando ella salió de la cabina, Demerest, todavía sonriente, habló en persona con el despacho de Cleveland.

—No creí que te interesaran tanto las damas de edad.

Anson Harris encendió su pipa y levantó la vista; su tono era seco, pero con inconfundible ironía en las dos últimas palabras.

—Prefiero las de menos edad.

—Así me han dicho.

El informe sobre la pasajera clandestina, y su propia contestación, lo habían puesto de muy buen humor. Añadió, jovial:

—Las cosas van cambiando. Pronto tú y yo tendremos que conformarnos con las no-tan-jóvenes.

—Yo ya lo hice hace tiempo —Harris chupó su pipa.

Los dos pilotos tenían un audífono echado hacia arriba, lo que les permitía conversar y al mismo tiempo oír las llamadas por radio. El ruido de la cabina, persistente, pero no excesivo, bastaba para asegurarles reserva en lo que dijeran.

—Siempre fuiste fiel en el matrimonio, ¿no? —preguntó Demerest—. Nada de tonterías; en los descansos entre vuelos te he visto con libros.

—A veces voy al cine —Harris sonrió.

—¿Lo haces por alguna razón especial? Lo de la fidelidad, digo.

—Mi esposa era azafata en los DC-4; así nos conocimos. Ella sabía lo que pasaba aquí: dormir con cualquiera, embarazos, abortos y todo eso. La ascendieron a supervisora y vio muchos casos. Cuando nos casamos le hice una promesa, la que puedes suponer, y siempre la he cumplido.

—Te habrán ayudado todos los hijos que habéis tenido.

—Puede ser.

Harris volvió a ajustar el piloto automático, ocupación interrumpida por las frases que habían cambiado. Mientras hablaban ninguno apartaba los ojos, por hábito, de los tableros de instrumentos que tenían delante, a los costados y arriba. Una lectura incorrecta de esos instrumentos significaría que algo funcionaba mal en el avión. Por ahora todo iba bien.

—¿Cuántos hijos son: seis?

—Siete. Cuatro deseados y tres no. Pero todo salió bien.

—Los que no deseasteis…, ¿alguna vez pensasteis hacer algo, antes de que nacieran?

—¿Abortar? —Harris echó una mirada rápida de costado.

Demerest le había hecho la pregunta obedeciendo a un impulso, sin saber muy bien a cuál. Por supuesto que sus dos conversaciones con Gwen lo habían hecho pensar en chicos o hijos en general. Pero no era corriente en él pensar tanto en algo —como el aborto posible de Gwen— que por esencia era simple y directo. De todos modos tenía curiosidad por conocer la reacción de Harris.

—Sí —le contestó—. A eso me refería.

—La respuesta es negativa —la voz sonaba fría—. Es un tema muy importante para mí —añadió, más humanizado.

—¿Por motivos religiosos?

—No soy creyente.

—¿Entonces?

—¿Seguro que quieres oírlo?

—La noche es larga. ¿Por qué no?

Escucharon, por la radio, una conversación entre Control de ruta y un vuelo a París de TWA que había despegado poco después de vuelo dos. El jet de TWA que iba quince kilómetros más atrás y centenares de metros más abajo. De ellos dependía que el segundo avión pudiera subir, al dejarle espacio.

Los buenos pilotos, escuchando las transmisiones de otros aviones, se formaban una idea, parcial, pero exacta, del tránsito aéreo que los rodeaba. Demerest y Harris añadieron la información a la que ya poseían. Terminada la conversación, Demerest pidió a su compañero que siguiera hablando.

Harris comprobó la ruta y la altura, y cargando otra vez la pipa, siguió:

—Yo estudié mucha Historia; en la Universidad me interesó y después continué solo. Quizá tú has hecho lo mismo.

—Nada más que lo necesario.

—Bueno: si uno sabe Historia ve que hay una cosa que se destaca del resto. Cada paso del progreso humano se produjo por una razón, única y sencilla: el valor concedido al individuo, a la persona. Cada vez que la civilización creó condiciones un poco mejores, más inteligentes o mejor informadas que las precedentes, fue porque a la gente le importaba más que los otros y el individuo era más respetado. Cuando no fue así todo retrocedió, volvió atrás. El resumen más breve de historia mundial —si lo lees— te demostrará que es así.

—Acepto tu palabra.

—No hace falta: sobran ejemplos. Abolimos la esclavitud porque respetábamos el derecho a la vida de cada uno. Por lo mismo dejamos de ahorcar niños, y más o menos al mismo tiempo inventamos el habeas corpus, y ahora tenemos justicia para todos, o lo que más se le aproxima dentro de nuestras posibilidades. No hace mucho que casi todos los que piensan y razonan están en contra de la pena capital, no tanto por los criminales ejecutados sino por lo que el derecho de disponer de una vida —cualquier vida humana— representa para la sociedad, que somos todos nosotros.

Harris calló y se inclinó para mirar la noche que los rodeaba. A la luz de la luna vio, muy abajo, el techo de un grupo de nubes. Con el pronóstico de cielo nublado en todo el trayecto hasta mitad del Atlántico, esta noche no se podrían ver las luces de tierra. Muchos cientos de metros por encima, las luces de otro avión que iba en dirección opuesta, brillaron un segundo y desaparecieron.

Desde su asiento, detrás de los otros dos, Cy Jordan ajustó los aceleradores para compensar el aumento de altura del avión.

Demerest esperó hasta que Jordan hubo terminado y protestó:

—Pero Anson, la pena capital está muy lejos del aborto.

Creo que no, si uno lo piensa bien. Todo se relaciona con el respeto por la vida de cada individuo; y eso determina el camino que sigue la civilización: de dónde venimos y a dónde vamos. Lo raro es que hay gente que pide la supresión de la pena de muerte y con el mismo aliento habla de legalizar el aborto. No comprenden la anomalía de ensalzar la vida humana por un lado, y destruirla por otro.

Demerest recordó sus palabras a Gwen, y las repitió:

—Un niño no nacido, no tiene vida, vida individual. Es un feto, no una persona.

—Te haré una pregunta: ¿viste alguna vez el resultado de un aborto?

—No.

—Yo sí, una vez. Un médico conocido me lo mostró, guardado en un tarro de vidrio, en formol; mi amigo lo tenía en un armario. No sé de dónde lo sacó, pero me dijo que si el bebé hubiera vivido, no abortado, habría sido un varón normal. Claro que era un feto, como tú dijiste, pero también un ser humano. Tenía todo formado: una carita linda, manos, pies, dedos, hasta un pequeño pene. ¿Sabes qué sentí al verlo?

Vergüenza; me pregunté dónde diablos estaba yo, y toda la gente decente y sensible, cuando estaban asesinando a este niño que no podía defenderse. Porque no es otra cosa, aunque casi nunca nos atrevemos a usar esa palabra.

—¡Al diablo! Yo no digo que saquen al bebé cuando está tan avanzado.

—¿Sabes? Ocho semanas después de la concepción, el feto ya posee todos los elementos de un bebé nacido a término normal. En el tercer mes el feto tiene aspecto de bebé. ¿Dónde trazas la línea divisoria?

—Tendrías que haber sido abogado —gruñó Demerest—, no piloto.

Pero también pensó cuánto tiempo de embarazo tendría Gwen: si concibió en San Francisco, como dijo, serían ocho o nueve semanas. Por lo tanto, si Harris decía la verdad, el bebé ya casi tenía forma.

Había que hacer otro informe para control de ruta; Vernon lo hizo.

Estaban cerca de los once mil metros, casi el límite fijado, y muy pronto cruzarían la frontera canadiense y volarían sobre el sur de Ontario. Detroit y Windsor, las ciudades gemelas a ambos lados de la frontera, eran siempre un brillante conjunto de luces, visibles desde varios kilómetros a la redonda. Pero hoy no había más que oscuridad envolviendo a las ciudades en algún punto a estribor, allá abajo. Demerest recordó que el Aeropuerto Metropolitano de Detroit había cerrado poco antes de salir ellos. Ahora las dos ciudades sufrirían al máximo los efectos de la tormenta, que se desplazaba hacia el Este.

En las cabinas de pasajeros Gwen Meighen y las demás estarían sirviendo la segunda ronda de tragos y, en primera clase, bocadillos calientes sobre fina porcelana Rosenthal.

—Te previne que tenía ideas al respecto —dijo Anson Harris—. Para creer en la ética humana no hay necesidad de tener religión.

—Ni para tener ideas locas. Pero los que piensan como tú llevan las de perder. Todo tiende a facilitar el aborto; al final quizá llegue a ser legal y se haga abiertamente.

—Si eso sucede daremos otro paso atrás para aproximarnos a los hornos de Auschwitz.

—¡Tonterías! —Demerest levantó los ojos de la hoja de vuelo, donde estaba anotando su posición, ya indicada por radio. Comenzaba a mostrar su irritabilidad, siempre a flor de piel—. Hay muchos argumentos para justificar el aborto sin dolor: niños no deseados que nacerán pobres y nunca tendrán una oportunidad; y los casos especiales, violación, incesto, la salud de la madre.

—Siempre hay casos especiales. Es como decir: «Bueno, le permitiremos este pequeño asesinato, siempre que nos convenza de su derecho a cometerlo». Y lo que dijiste de hijos que no se desean: para eso está el control de la natalidad. Hoy la gente de todos los niveles económicos dispone de esa facilidad. Pero si nos descuidamos o no sabemos cómo proceder y empieza una vida humana, un nuevo ser humano, no tenemos ningún derecho moral de condenarlo a muerte. En cuanto a si nacemos pobres o ricos, el riesgo lo corremos todos sin saberlo, pero cuando ya estamos en el mundo, bueno o malo, tenemos derecho a seguir en él, y no hay muchos dispuestos a abandonarlo, por malo que sea. La solución de la pobreza no es matar bebés antes de que nazcan, sino hacer una sociedad mejor.

—Y la economía —siguió Harris, después de pensar un momento—: hay argumentos económicos para cualquier cosa. En ese terreno económico es lógico matar a los deficientes mentales y mongólicos en cuanto nacen; practicar la eutanasia en los enfermos muy graves; eliminar a los viejos y a los inútiles como en África, dejándolos en la selva para que se los coman las hienas. Pero nosotros no hacemos esas cosas porque damos valor a la vida y a la dignidad humana. Lo que te digo, Vernon, es que si queremos de veras progresar tenemos que darle un poco más de valor a esas dos cosas.

Los altímetros —uno frente a cada piloto— llegaron a once mil metros; no debían ascender más. Anson Harris colocó al avión en posición equilibrada y Jordan se inclinó otra vez para reajustar los aceleradores.

—Lo que tú tienes en el cerebro son telarañas —dijo Demerest, agriado—. Tráenos unos bocadillos antes de que los pasajeros de primera clase se los engullan todos —llamó a la azafata para terminar la conversación, comprendiendo que él la había iniciado y arrepintiéndose de ello.

—Buena idea —aprobó Harris.

A poco, en respuesta a la orden telefónica, Gwen Meighen les trajo tres platos de aromáticos bocadillos, y café. En Trans America, como en casi todas las compañías, el servicio más rápido era para los capitanes.

—Gracias, Gwen —le dijo Demerest.

Cuando ella se inclinó para servir a Harris, su vista le confirmó lo que ya sabía: la cintura de Gwen era tan esbelta como siempre sin mostrar nada todavía. Y después tampoco habría signos, tuviera lo que tuviera allí dentro. ¡Al demonio con Harris y sus ideas de vieja! Claro que Gwen tendría un aborto, en cuanto estuvieran de vuelta.

A unos veinte metros de la cabina de mando, en clase turista, mistress Ada Quonsett mantenía una animada conversación con el pasajero de su derecha: había descubierto que se trataba de un oboe de la Sinfónica de Chicago, maduro y amable.

—¡Qué maravilla ser músico, y tan creativo! Mi difunto esposo adoraba la música clásica. Tocaba un poco el violín, aunque no era profesional, por supuesto.

El jerez que había tomado —pagado por su amigo oboísta— la puso alegre. El músico le preguntó si quería otro y ella contestó, radiante:

—Muy amable, y no creo que deba aceptar, pero me parece que sí.

El pasajero de la izquierda —el hombre de cuello flaco y bigotito rubio— resultó menos comunicativo; es más: un desengaño.

Sus intentos de conversar con él fracasaron ante las respuestas breves y secas, apenas audibles; se mantenía sin moverse ni expresar nada, las manos prendidas al portafolio que tenía sobre las rodillas.

Cuando todos, incluso él, pidieron bebidas, supuso que el de la izquierda se ablandaría un poco, pero no. Aceptó el whisky escocés, lo pagó con un montón de monedas que tuvo que contar y se lo bebió casi de un trago. Su propio jerez la inclinó a la benevolencia y pensó: «Pobre hombre, debe de tener sus problemas y no tengo que molestarlo».

Pero el hombre de cuello flaco prestó mucha atención, sin embargo, cuando el capitán hizo su anuncio, poco después de salir, referente a velocidad, ruta, tiempo de vuelo y todas esas cosas que ella casi nunca se molestaba en escuchar. Su vecino, en cambio, tomó sus notas en el dorso de un sobre y sacó un mapa: Calcule su posición de vuelo, que la compañía regalaba, extendiéndolo encima del portafolio. Lo estudiaba y hacía marcas con un lápiz, mirando su reloj a intervalos. A mistress Quonsett todo esto le pareció más bien tonto, infantil, porque estaba bien segura de que delante iba el navegante cuidando de que el avión fuera por donde debía ir, en el momento apropiado.

Mistress Quonsett volvió a centrar su atención en el oboísta, quien le explicó que hacía unos días, sentado entre el público durante la ejecución de una sinfonía de Bruckner, comprendió por fin que en el momento en que su parte de la orquesta tocaba «Pum-tara-pum-pum», los violoncelos sonaban «adira-da-da». Tarareó ambos pasajes para ilustrar su tesis.

—¿De veras? ¡Muy interesante! Nunca se me ocurrió eso —exclamó mistress Quonsett—. A mi difunto esposo le hubiera encantado conocerlo, aunque usted es mucho más joven que él, claro.

Casi había terminado el segundo vaso de jerez y disfrutaba a más no poder. Qué lindo vuelo había elegido; un avión y tripulación de primera, azafatas bien educadas y serviciales, y pasajeros tan simpáticos, menos el hombre de la izquierda, que en realidad no tenía importancia. Pronto servirían la comida, y luego le habían dicho que darían una película con Michael Caine, uno de sus astros favoritos. ¿Qué más podía pedir?

Mistress Quonsett se equivocaba al pensar que la cabina de vuelo llevaba un navegante. La mayoría de las líneas aéreas importantes ya no los utilizaban, ni siquiera en vuelos internacionales, dada la enorme cantidad de sistemas modernos de radar y radio. Los pilotos, con la ayuda constante del control de ruta, se ocupaban de la poca navegación necesaria.

Pero si el vuelo dos hubiese llevado un navegante a la antigua, éste habría marcado en sus gráficos una posición del avión casi igual a la lograda por D. O. Guerrero con métodos primitivos, casi por instinto. Calculó que estaban cerca de Detroit en el momento exacto. Sabía, por haberlo oído en el aviso del capitán, que luego pasarían por Montreal, Frederickton, Cabo Ray y Saint John, en Terranova; el capitán había mencionado las dos velocidades relativas del avión: terrestre y aérea, contribuyendo así a la exactitud de los cálculos de Guerrero.

Este supuso que pasarían sobre la costa oriental de Terranova dentro de dos horas y media; pero antes de eso el capitán haría otro anuncio de posición y vería si hacía falta cambiar sus cálculos. Luego de ese momento esperaría otra hora para asegurarse de que estaban en medio del Atlántico, tiraría del cordón y haría explotar la dinamita. Ahora mismo, anticipando lo que ocurriría, se le pusieron rígidos los dedos que sostenían el portafolio.

Quería que la culminación llegara pronto. Quizá ni esperara tanto como había pensado. Una vez pasada Terranova, lo mismo sería esperar o no.

El whisky le había hecho bien. Aunque al subir a bordo estaba casi tranquilo, al despegar volvió a sentirse muy nervioso, más que nada por los intentos de entablar conversación de la gata vieja sentada al lado. No quería hablar con nadie, ni ahora ni después: ninguna comunicación con nadie en este mundo. Lo único que quería era sentarse y soñar en trescientos mil dólares, más dinero del que había poseído nunca en un momento dado, para que lo disfrutaran Inés y los chicos dentro de pocos días, según imaginaba.

En este momento le vendría bien otro whisky, pero no le quedaba dinero. Después del costo inesperado de la póliza, apenas le sobraron las monedas suficientes para su único trago; tendría que pasarse sin beber.

Volvió a cerrar los ojos. Ahora pensaba en lo que sentirían su mujer y sus hijos cuando supieran lo del dinero. Lo que él hacía iba a ganarle el cariño de ellos, aunque no sabrían toda la verdad: que se sacrificaba dando su vida por su familia. Pero a lo mejor adivinaban algo.

Si era así, esperaba que apreciasen su gesto, aunque no estaba muy seguro, sabiendo por experiencia que cuando uno hace algo por los demás, éstos no reaccionan siempre como se espera o desea.

Lo raro era que, con tanto pensar en ellos, no podía recordar claramente qué cara tenían. Casi parecía que estaba pensando en desconocidos.

Se consoló conjurando visiones del signo del dólar seguido por un tres y multitud de ceros. Debió de quedarse dormido al poco rato porque, cuando abrió los ojos, un vistazo al reloj le mostró que habían pasado veinte minutos; una azafata se inclinaba desde el pasillo; una morena bonita que hablaba con acento inglés:

—¿Desea comer, señor? Si es así, permítame su portafolio, por favor.