4
Casi a primera vista Mel Bakersfeld detestó por instinto al abogado Elliott Freemantle, jefe de la delegación de residentes de Meadowood. Ahora, que llevaban diez minutos en su oficina, la antipatía estaba convirtiéndose en verdadero odio.
El abogado parecía dispuesto a molestar y ofender todo lo posible. Aun antes de empezar la discusión había hecho Freemantle una desagradable advertencia sobre la insinceridad, a la cual Mel contestó cortés, pero resentido. Y desde entonces cada palabra suya había tenido la misma respuesta escéptica y grosera. Su instinto le decía que las provocaciones de Freemantle eran deliberadas, para hacerle perder la paciencia y decir cosas imprudentes, que los periodistas no dejarían de anotar. Si era ésa su estrategia, no lo ayudaría a triunfar. Aunque no sin trabajo, continuó mostrándose amable y cortés.
Freemantle protestó contra lo que llamaba «la cruel indiferencia de las autoridades de este aeropuerto para con la salud y bienestar de mis clientes, los buenos ciudadanos de Meadowood y sus familias».
Mel contestó, sin perder la calma, que ni el aeropuerto ni las compañías que lo utilizaban habían sido nunca crueles o indiferentes.
—Al contrario, admitimos que el problema del ruido es auténtico y lo hemos resuelto lo mejor posible.
—Entonces, señor, ese «mejor posible» es un esfuerzo débil y miserable. ¿Y qué han hecho? Por lo que mis clientes y yo vemos —y oímos— no han hecho más que promesas vacías y sin significado. Es bien evidente —y por eso tomaremos medidas legales— que a nadie de aquí le importa un bledo el asunto.
Mel replicó que esa acusación no era cierta. Nunca se usaba la pista dos cinco —la más cercana al pueblo— para despegar si había cualquier otra disponible. Esa pista se usaba en especial para aterrizajes, mucho menos ruidosos, aunque así la eficiencia operativa del aeropuerto perdía mucho. Además, los pilotos de todas las aerolíneas tenían instrucciones de utilizar un procedimiento especial para disminuir el ruido de los motores si habían despegado de cualquier pista cercana a Meadowood, aunque el avión se alejara del pueblo en seguida después de levantar vuelo. El Control aéreo cooperaba para alcanzar estos objetivos.
—Usted debe darse cuenta, míster Freemantle —añadió Mel—, que no es ésta la primera vez, ni mucho menos, que hablamos con residentes locales. Hemos tratado de nuestros problemas mutuos en muchas ocasiones.
—Puede ser que en estas ocasiones nadie habló claro —saltó Freemantle.
—No sé, pero en todo caso usted habla muy claro en esta ocasión.
—Es que deseamos recobrar muchas cosas: el tiempo perdido, los esfuerzos inútiles por la mala fe, y no por parte de mis clientes.
Mel decidió no contestarle. Nadie ganaría nada con arengas semejantes, excepto publicidad a favor de Elliot Freemantle. Mel vio correr los lápices de los periodistas; el abogado sabía muy bien qué clase de táctica usar para aparecer en los diarios.
A la primera oportunidad terminaría con esta reunión. Sentía más que nunca la presencia de Cindy, todavía sentada sin moverse y ahora con aspecto aburrido, cosa natural puesto que se trataba de algo relacionado con el aeropuerto. Esta vez, sin embargo, Mel le daba la razón. Teniendo en cuenta lo serio del asunto que discutían ambos, toda esta cuestión de Meadowood no podía parecerles otra cosa que una intrusión.
Su preocupación por Keith tampoco lo había abandonado. Pensó cómo le iría a su hermano en su trabajo de control aéreo. ¿Había hecho mal en no insistir para que dejara de trabajar y siguieran hablando, ya que hasta la intervención del jefe de torre y la consiguiente interrupción, parecía que esa conversación iba dando buenos resultados? Aún ahora quizá no fuera demasiado tarde… Pero estaba Cindy, que tenía derecho a pasar antes que Keith; y ahora este venenoso abogado Freemantle que no paraba de gritar…
—Ya que mencionó esos procedimientos para disminuir el ruido (así los llaman, por lo menos…) —preguntó Freemantle con sarcasmo—, ¿qué sucedió con ellos esta noche?
—Hace tres días que dura la tormenta —suspiró Mel—. Estoy seguro de que nadie ignora que nos ha traído trastornos y emergencias de toda clase —agregó mirando a los demás. Prosiguió explicando el bloqueo de la pista tres cero, que obligaba a despegar por ahora desde la dos cinco y a molestar sin poder evitarlo a la gente de Meadowood.
—Todo eso está muy bien —dijo un miembro de la delegación, calvo y pesado, que Mel ya conocía de otras veces—. Ya sabemos lo de la tormenta, míster Bakersfeld. Pero si uno vive directamente debajo, el saber por qué los aviones lo vuelven loco todo el día y toda la noche no le sirve de nada, con tormenta o sin ella. A propósito, me llamo Floyd Zanetta y presidía la reunión.
—Perdón —interrumpió Freemantle, ahora en tono suave—, pero antes de seguir hay otra cosa —era obvio que no tenía intención de dejar escapar el control de la delegación ni por un momento. Se dirigió a Mel, sin perder por eso de vista a los reporteros—. No es únicamente el ruido lo que llena los hogares y los oídos de Meadowood, aunque ya eso es bastante malo porque destroza los nervios, destruye la salud y priva a los niños del sueño que tanto necesitan. Pero hay una invasión física…
—¿Sugiere en serio —interrumpió Mel— que como alternativa a lo sucedido esta noche, el aeropuerto debe cerrar?
—Ahora se lo sugiero; después podríamos obligarlo. Hace un momento hablé de invasión física y es lo que probaré ante los tribunales, en nombre de mis clientes. ¡Y ganaremos!
El resto, incluyendo a Floyd Zanetta, prodigó signos de aprobación.
Mientras esperaba que sus palabras hicieran todo el efecto deseado, Elliott Freemantle pensaba que ya había ido casi tan lejos como podía. La tranquilidad del gerente lo decepcionó, pero había usado esa táctica a menudo, muchas veces con éxito, y en principio era buena porque la gente que perdía la paciencia nunca salía bien librada en los diarios, y después de todo era ésa su principal preocupación. Pero Bakersfeld, aunque molesto, había sido demasiado inteligente para dejarse atrapar. No importaba, siguió pensando; de todos modos había triunfado. Él también había visto cómo los periodistas no perdían ni una de sus palabras, y éstas (desprovistas del tono mandón y sarcástico) estarían muy bien una vez impresas; mejor, incluso, que su discurso de la reunión.
Claro que todo esto no pasaba de ser un ejercicio, y no conducía a nada. Aunque pudiera convencer al gerente Bakersfeld de que tenía razón —cosa muy poco probable—, él mismo no podía hacer casi nada al respecto. El aeropuerto era algo tan sólido como un fenómeno natural y nada lo haría cambiar de lugar ni de época: estaba ahí, ahora, y ahí seguiría. No: el valor de haber venido esta noche consistía, en parte, en ganar la atención del público, pero sobre todo (desde el punto de vista de Freemantle) en convencer a los vecinos del pueblo de Meadowood de que tenían un valiente defensor, para que esos formularios (y esos cheques) no dejaran de llegar a las oficinas de «Freemantle y Sye».
Lástima que el resto de los habitantes, que esperaba abajo, no pudiese oírlo derrochando firmeza y energía ante Bakersfeld, y todo por ellos. Pero lo leerían mañana; además, con seguridad que lo sucedido ahora no sería la última entrada en la agenda del aeropuerto para esta noche. Ya les había prometido a los de TV, que esperaban porque no los habían dejado entrar con su equipo, sus declaraciones al término de esta reunión. Esperaba que —como les había sugerido— se colocaran con sus cámaras en el salón principal, y aunque un policía negro había prohibido toda demostración allí, Freemantle sospechaba que la intervención de TV, bien manejada, podía dar pie para lograr sus fines.
Poco antes había hablado de medidas legales, y según sus declaraciones anteriores a la gente de Meadowood, en eso consistiría la parte principal de su actividad.
—Mi negocio es la ley —les había dicho.
No era cierto, por supuesto; pero acostumbraba cambiar de políticas y de principios según las exigencias del momento.
—Lo que ustedes hagan por vía legal —señaló Mel— es asunto suyo. Pero recuerden que los tribunales fallaron en favor de aeropuertos, basándose en que prestan servicios públicos aunque a los vecinos no les guste.
—No sabía que también era abogado. —Freemantle alzó las cejas.
—No, y usted lo sabe muy bien.
—Por un momento dudé… —su sonrisa era desagradable—, porque yo sí lo soy, ¿sabe?, y no me falta experiencia en estas cosas. Le aseguro que hay precedentes legales a favor de mis clientes —volvió a repetir la lista enunciada en la reunión—: EE UU contra Causby, Griggs contra Condado de Allegheny, Thornburg contra Puerto de Portland, Martin contra Puerto de Seattle.
Mel ocultaba su regocijo. Conocía esos casos y otros, de resultados diametralmente opuestos, que Elliott Freemantle ignoraba o evitaba mencionar por astucia; más bien esto último. Él no tenía intención de iniciar su debate legal; si llegaba el caso, lo haría en los tribunales.
Pero no había por qué dejar que el abogado —cada vez más antipático— se saliera en todo con la suya. Dirigiéndose a la delegación en conjunto les explicó su razón para no hablar de leyes y añadió:
—Ya que estamos aquí, quiero decirles algo sobre los aeropuertos y el ruido en general.
Notó que Cindy bostezaba.
—No creo que haga falta —respondió Freemantle al instante—. El próximo paso es…
—¡Ah! —por primera vez Mel descartó la suavidad y atacó con fuerza—. ¿Quiere decir que después de escucharlos con toda paciencia, usted y su grupo no tendrán la misma cortesía conmigo?
—Creo que debemos… —comenzó a decir Zanetta, mirando a los otros.
—Que conteste míster Freemantle —cortó Mel.
—Realmente no es necesario que nadie levante la voz ni sea descortés —sonrió con finura el abogado.
—Así, ¿por qué ha hecho las dos cosas desde que entró?
—Que yo sepa no…
—Que yo sepa, sí.
—Cuidado con ese genio, míster Bakersfeld…
—Lamento decepcionarlo, pero estoy muy tranquilo —sonrió Mel—. Usted ha hablado mucho, míster Freemantle —continuó, seguro de su ventaja por la sorpresa sobre el otro—, y no con muy buenos modales, pero yo también tengo algo que decir y estoy seguro de que la Prensa es imparcial, aunque nadie más lo sea, y tendrá interés en oírme también a mí.
—Nosotros también lo tenemos, créame. Pero ya oímos muchas veces lo que va a decirnos: excusas pasadas por agua. Como de costumbre, Freemantle se recobró muy pronto, pero reconoció que la suavidad anterior de Bakersfeld lo había desarmado, dando pie a que el súbito contraataque lo cogiera por sorpresa. El gerente era más astuto de lo que parecía.
—Yo no dije nada de excusas —señaló Mel—, sino que pensaba pasar revista a los ruidos aéreos en general.
Freemantle se encogió de hombros. Lo que menos quería era comenzar una discusión que podía ser interesante para los periodistas y por ende desviar la atención de su persona. Pero no veía cómo evitarlo.
—Señoras y señores —comenzó Mel—, cuando ustedes entraron se habló de decir la verdad sin rodeos por ambos lados. Míster Freemantle ya lo hizo: ahora yo seré tan franco como él.
Sintió que era dueño de la atención de las dos mujeres y los cuatro hombres de la delegación y que también los reporteros lo escuchaban; hasta Cindy lo miraba con disimulo; prosiguió, siempre tranquilo:
—Todos ustedes conocen, o deberían conocer, las medidas que hemos tomado en el aeropuerto para hacer más fácil, más soportable la vida de nuestros vecinos, reduciendo el ruido de los aviones. Ya hablamos de algunas de ellas y hay otras, como el uso de lugares alejados para probar motores, y nunca fuera de las horas permitidas.
—Pero usted admitió que todos esos seudosistemas fallan en la práctica —interrumpió Freemantle, inquieto.
—No admití nada por el estilo —retrucó Mel—. Casi siempre funcionan tan bien como es dable esperar. Esta noche no, por las circunstancias excepcionales, y francamente, si yo fuera piloto y tuviera que salir con un tiempo así, me resistiría a disminuir la fuerza de los motores mientras tengo que ganar altura. Son cosas inevitables que ocurren de vez en cuando.
—¡Casi siempre!
—¡No, señor, y por favor, déjeme terminar! —sin darle tiempo a contestar Mel siguió—: Lo cierto es que este aeropuerto y los demás han hecho todo lo posible para disminuir el ruido. No sé si les gustará oír lo que voy a decir y no todos mis colegas lo dicen, pero la verdad es ésta: no podemos hacer casi nada más en ese sentido. Una máquina de esa fuerza, que pesa casi 150.000 kilos, no puede andar de puntillas. Cuando un reactor grande entra o sale, los que están cerca se estremecen, y no puede ser de otro modo: una sacudida del demonio —hubo varias sonrisas, pero no en la cara de Freemantle—; si necesitamos aeropuertos —y eso es obvio— alguien tiene que aguantar el ruido o mudarse.
Le había llegado el turno de que los periodistas estuvieran pendientes de sus palabras.
—Es cierto —prosiguió— que los fabricantes tratan de solucionar el problema pero para ser sincero con ustedes, son pocos los que toman el asunto muy en serio; nadie trabaja en eso en la misma escala que para diseñar nuevos tipos de aviones, por ejemplo. En el mejor de los casos se obtendrán paliativos. Si no me creen, piensen que aunque usamos camiones mucho antes que aviones, nadie ha inventado nada para que hagan menos ruido.
»Y no olvidemos tampoco que si conseguimos disminuir el ruido de un tipo de motor —cosa problemática—, para entonces ya se usarán motores nuevos, más poderosos y más ruidosos que los anteriores, aunque les pongan cualquier clase de silenciadores. Repito que hablo con toda franqueza.
—Ya lo creo —murmuró en tono pesimista una de las mujeres delgadas.
—Y eso me trae al problema del futuro —siguió Mel—. Vienen nuevos modelos de aviones: otra familia de reactores después de los Boeing 747, incluso mastodontes como el Lockheed 500 que se usará pronto; luego los transportes supersónicos: el Concorde y los que le seguirán. El Lockheed 500 y sus semejantes serán subsónicos, o sea que operarán a velocidad menor que la del sonido y nos darán ocasión de oír el mismo ruido que ahora, sólo que mayor. Los supersónicos también harán mucha bulla con los motores, más el zumbido sónico al romper la barrera del sonido; ese problema será el más difícil de resolver.
»Ustedes habrán leído o escuchado —como yo— informes optimistas como éste: esa explosión sónica tendrá lugar a gran altura, lejos de ciudades y aeropuertos, con poco efecto en tierra. ¡No lo crean! A todos nosotros nos esperan líos y molestias: los dueños de casa como ustedes; gerentes de aeropuertos como yo; compañías aéreas que invirtieron billones de dólares en equipos que si no los usan las arruinará sin remedio. Créame, se acerca la época en que los ruidos que nos han reunido aquí nos parecerán un sueño dorado.
—¿Qué les está diciendo a mis clientes? —inquirió sarcásticamente Elliott Freemantle—. ¿Que se internen ahora mismo en el manicomio en lugar de esperar a que usted y sus mastodontes los arrojen allí por la fuerza?
—No, no les estoy diciendo nada de eso —la respuesta de Mel fue firme—. Les hablo con toda franqueza (como usted me pidió) y les digo que no tengo para darles ninguna respuesta clara ni sencilla, y que no puedo prometerles cosas que el aeropuerto no podría cumplir. También les digo que, a mi modo de ver, el ruido que hace un aeropuerto aumentará en vez de disminuir. Pero recuerden que el problema no es nuevo: existe desde que hay trenes, camiones, ómnibus y automóviles; lo mismo sucedió cuando se construyeron carreteras atravesando sectores residenciales, al entrar en existencia los primeros aeropuertos, que fueron creciendo. Todas esas cosas buscan el bien público —por lo menos eso creemos—, pero todas crean ruidos y ningún esfuerzo ha podido evitarlo. El hecho es que los camiones, los trenes, las carreteras, los aviones y todo el resto existen, y están en nuestro derredor. Son parte de nuestro modo de vivir y si no cambiamos éste, tendrá que incluir todos esos ruidos.
—En otras palabras, mis clientes deben abandonar toda aspiración a la tranquilidad, al sueño sin sobresaltos ni interrupciones, al silencio, por el resto de su vida.
—No. Lo que sí tendrán que hacer, es mudarse tarde o temprano. No hablo con carácter oficial, claro, pero estoy convencido de que, a la larga, este aeropuerto y los otros se verán obligados a adquirir, a un costo de muchos billones de dólares, los sectores residenciales que los rodean. Muchos de ellos podrán convertirse en zonas industriales donde el ruido importe menos. Y los dueños de casas que deban abandonarlas recibirán compensaciones razonables.
Freemantle se levantó, haciendo signo a los demás de que lo imitaran.
—Esta última frase —dijo en tono informativo— es lo único sensato que le oí esta noche. Sin embargo, la compensación podría llegar antes de lo que usted cree, y ser más importante también. Tendrá noticias y nos veremos en el tribunal —terminó con una seca inclinación de cabeza.
Salió, seguido por los otros. A través de la puerta que daba a la antesala Mel oyó la exclamación femenina:
—Ha estado usted magnífico, míster Freemantle; se lo diré a todos.
—Gracias. Muchas gra… —la voz se perdió.
Mel fue a la puerta para cerrarla.
—Lo siento —le dijo a Cindy. Ahora que volvían a estar solos, no estaba seguro de que tuviesen nada que decirse.
—No me sorprende. Tendrías que haberte casado con un aeropuerto —fue la frígida respuesta.
En el umbral Mel notó que uno de los periodistas había vuelto a la antesala. Era Tomlinson, del Tribune.
—¿Podría verlo un momento?
—¿Qué desea? —dijo Mel, cansado.
—Tengo la impresión de que no le gustó mucho míster Freemantle.
—¿Publicará mi respuesta?
—No, señor.
—Entonces, acertó.
—Pensé que le interesaría esto.
«Esto» era uno de los formularios distribuidos por Freemantle en la reunión comunal de Meadowood.
—¿Dónde lo consiguió? —preguntó Mel.
El reportero se lo explicó.
—¿Cuánta gente había en la reunión?
—Unos seiscientos; los conté.
—¿Y cuántos firmaron estos formularios?
—No estoy seguro, pero creo que unos ciento cincuenta, entregados en el acto. Otros dijeron que los enviarían firmados por correo.
Mel pensó, desalentado: Ahora entiendo la táctica teatral de Freemantle, por qué la empleó y a quién buscaba impresionar.
—Supongo que estará haciendo el mismo cálculo que hice yo —dijo Tomlinson.
—Sí; el total no es nada despreciable.
—Seguro que no. Me gustaría apropiarme de una parte.
—A lo mejor nos equivocamos los dos de profesión. ¿Usted tomó nota de lo sucedido en la reunión, también?
—Sí.
—¿Y a ninguno de los presentes se le ocurrió decir que el abogado se aseguraba un mínimo de quince mil dólares como honorarios?
—O no se le ocurrió a nadie o no les importó. Además, Freemantle tiene mucha personalidad: yo lo llamaría un hipnotizador. Los tenía hechizados, como si fuera Billy Graham[11].
—¿Hablará de esto en su crónica? —preguntó al devolverle el formulario impreso.
—Sí, pero no creo que en el diario me lo dejen pasar. Le tienen miedo a todo lo que sea jurisprudencia. Y en realidad la cosa no tiene nada de malo, pensándolo bien.
—No, le falta ética, y no le haría ninguna gracia al Colegio de Abogados, pero no es ilegal. Lo que debería haber hecho la gente de Meadowood era contratar a un abogado en conjunto, como grupo. Pero si la gente es crédula y tiene ganas de que los abogados se enriquezcan, supongo que es asunto de ellos.
—¿Puedo publicar eso? —rió Tomlinson.
—Me acaba de decir que el diario no lo publicaría. Y dijimos que esta conversación no se publicaba; ¿recuerda?
—Okay.
Si hubiera servido de algo —pensó Mel—, habría dicho lo que pensaba sin miramientos, lo publicaran o no. Pero sabía que sería inútil, y que en todo el país, aventureros sin escrúpulos como Elliott Freemantle conseguían firmas de la gente y molestaban con ellas a los aeropuertos, las aerolíneas y en algunos casos hasta a los pilotos.
Mel no tenía objeción a sufrir molestias y a que lo atacaran por medio de la ley: todos tenían derecho a hacerlo. Pero en muchos casos se engañaba a los propietarios, se les llenaba de falsas esperanzas, se les leían fallos favorables de casos similares, ignorando los precedentes adversos, como si lo hiciera Freemantle. Como resultado surgían pleitos y procesos largos y costosos, la mayoría destinados al fracaso, de los cuales sólo se beneficiaban los abogados.
Ojalá Tomlinson le hubiera dicho antes lo de los formularios; de saberlo habría hablado con los delegados en tono muy diferente, poniéndolos en guardia contra Freemantle y lo que éste traería aparejado con su intervención para los residentes de Meadowood. Ahora era demasiado tarde.
—Míster Bakersfeld, quiero preguntarle algunas cosas sobre el aeropuerto. Si tiene unos minutos…
—En otro momento, con mucho gusto. —Mel alzó las manos en un gesto impotente—. Pero ahora suceden quince cosas a la vez.
—Comprendo. Pero me quedaré un rato por aquí, de todos modos. Creo que Freemantle y su gente preparan algo allá abajo. Si después puedo verlo…
—Haré lo posible —dijo Mel; pero estaba decidido a no hablar con nadie más.
Le parecía respetable el deseo de Tomlinson de llegar al fondo de las cosas para escribir la verdad, pero por aquella noche ya bastaba de delegaciones y de periodistas.
En cuanto a lo que «Freemantle y su gente preparaban allá abajo», que se ocuparan el teniente Ordway y sus hombres.