Epílogo
Ériu
Ceara, hija de Murchad. Imlech.
Marchamos al norte, al territorio de los Corcu MoDruad. Mi maestro cree que en sus acantilados encontraremos las fronteras últimas de nuestra misión, las espaldas de la tierra. Escríbeme allí.
El rey Óengus ha sido generoso con nosotros y nos ha puesto como escolta a su propio hermano, Ailill. Sé que es un hombre que desprecia a los cristianos, no me gusta, pero confío en que sus guerreros intimiden a los bandidos y nos dé la protección necesaria.
Pienso mucho en ti y en las mujeres que están en tu situación. Lucharé por que eso cambie. Por que cada una pueda escoger la virginidad o el celibato, incluso después de casadas o viudas, incluso siendo esclavas. Es un derecho dado por Dios, amparado por su palabra, que nadie les puede arrebatar.
Ojalá pudiera estar allí para protegerte.
Paz para el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. AMÉN.
Finn enrolló el vellum cuidadosamente, lo cubrió con una capa de cuero grueso y lo ató con una tira de tripa, blanca y flexible. Lo había escrito en ogam para que Ceara lo pudiera leer. Quizás algún día podría enseñarle también el latín.
—Vamos, Finn. Hay que ponerse en camino.
Patricio ya se había puesto sus ropas de viaje y cargaba el gran zurrón cruzado sobre el hombro.
Finn se levantó y posó su mano en la piedra que tenía delante. Ninguna inscripción. Él lo había querido así.
Le habían enterrado en pie, un enterramiento guerrero, con las lanzas de Murchad, las Hijas de Lug. Finn se dio media vuelta y se despidió de su padre y de las tierras de Bróenán, en la Llanura del Cisne.
Segontium, Alba
—Permíteme hablar, Cunedda, y juro que jamás diré una palabra en tu contra.
El rey estaba en su tienda, dándose un baño, y Niam había aprovechado para arrodillarse y hablarle por primera vez, en britano-romano.
Corótico estaba ausente y el guerrero de guardia se adelantó, alerta, pero el rey le hizo un gesto con la mano para apaciguarle.
—Quiero prevenirte contra Corótico —siguió ella—. Está demasiado cerca y sabes que me desea. Apártale de mí.
—Es de mis mejores capitanes… —respondió Cunedda—. Le necesito para protegerme.
—De esa protección estoy hablando. Porque si se excede ya no te serviré y quedarás en manos de tus enemigos. Me vigila y me acosa día y noche. No sé por cuánto tiempo me respetará si la campaña se alarga…
Cunedda frunció el ceño. En verdad no parecía que Mona fuera a caer en breve. Serigi se reorganizaba bien y deprisa y contaba con la ayuda de colonos y escotos de su tierra natal. El monarca conocía bien el capricho de Corótico por la muchacha. Había escuchado que Niam pertenecía a los visionarios. ¿Y si hubiera visto algo? ¿Y si la traición de su capitán estaba más cerca de lo que pensaba?
Como si hubiera escuchado sus pensamientos, Niam le hizo una oferta.
—Llévame contigo, Cunedda, día y noche. No me separes de ti porque yo puedo ver cosas que otros no ven. Puedo anticipar un ataque cuando no es más que un gusano, apenas una larva, en los pensamientos de tu enemigo. Puedo prevenirte. Y tu protección es también la mía, pues solo tú me salvas de ser rapiña entre tus guerreros. Nuestras vidas están unidas. Necesito tenerte a salvo por mi bien.
Niam pudo ver en sus ojos que había conseguido un aliado. A partir de ahora contaría con su protección y Corótico estaría vigilado, al menos mientras durase la guerra y Mona estuviera aún en pie. Rogaría a Macha día y noche por la protección del jefe Serigi.
Llanura de las Espadas, Ériu
Ciar y Áedán se sentaron junto al fuego, frente aquella anciana a la que llevaban días buscando. Las palabras de Máelcenn les habían llevado directamente a la Llanura de las Espadas, al otro lado de las Montañas de los Juncos y, finalmente, a una pequeña choza donde se refugiaban los esclavos del rey Marcán, el sobrino de Coirpre. Las manos de la mujer temblaban frente a la pequeña hoguera. Estaba ciega.
—¿Eres tú la madre de Cathal, el que fuera rey de la tribu Barr? —preguntó Ciar.
La mujer levantó el rostro y les dirigió su mirada inexpresiva. Permaneció en silencio.
—Soy Ciar, tu bisnieto. El hijo de Ciarán, que a su vez era hijo de Cathal.
La mujer bajó el rostro de nuevo, decepcionada.
—No había ningún Ciarán. El hijo de Cathal se llamaba Eochaid.
La anciana se retorció las manos artríticas frente al fuego.
—Ellos se lo llevaron —continuó—. Bróenán se lo llevó.
Ciar se acercó más a la anciana, tomó sus manos trémulas y las puso sobre su joven rostro. La mujer, torpemente, pasó las yemas de los dedos por las cejas, la nariz y las mejillas del muchacho.
—El fuego azul —dijo, negando con la cabeza—. La mirada era la marca más visible.
Siguió bajando las manos por el cuello hasta que rozó la cuenta de ámbar y sus dedos se cerraron en torno a ella. Entonces comprendió, de repente, que estaba ante su auténtico descendiente.
—Has venido… al final…
—Diles a los esclavos que se reúnan y que estén alerta. Que junten guadañas, cuchillos, hondas… Espadas y escudos, si pueden robarlos. En tres días volveré con un ejército y el pueblo de los Barr será libre de nuevo. Diles que su rey ha regresado.