16
El nacimiento de Finn
Corinium, Alba, primavera del 452 d. C.
Finn extendió la mano tembloroso y trató de acariciarle el morro al animal. Repasó mentalmente todos los consejos de su padre, las lecciones que había intentado transmitirle innumerables veces. «No hay de qué tener miedo. El caballo es tu protector».
Recordó la primera vez que Ciarán le había subido al lomo de un viejo caballo de tiro que apenas se movía. Tenía solo tres años y había llorado a lágrima viva hasta que le bajaron. A medida que el tiempo pasó, sus hermanos se atrevieron con caballos más fuertes y de carácter más difícil, mientras que él se ponía a sudar solo de pensarlo.
Pero, ahora que había ascendido un grado más dentro del bajo clero, necesitaba enfrentarse de nuevo a sus propios demonios. Como acólito tenía entre sus principales funciones la de entregar las epístolas y los mensajes verbales de sus superiores.
Estaba dispuesto a cumplir su cometido de forma excelente, como había hecho siempre en su servicio a Dios. Sin embargo, sabía que no podría ser buen mensajero si no superaba su fobia. «Señor, ayúdame».
El caballo relinchó e hizo saltar el corazón del muchacho. Había retrocedido de una vez todos los pequeños pasos que tanto le había costado dar.
Tomó aire y decidió que aún no estaba preparado para ello. Las patas del animal eran demasiado fuertes. Estaba seguro de que aquellos cascos podían triturar los huesos de un hombre adulto. El lomo también era alto en exceso. Le parecía imposible controlar a un animal así.
Desistió, decepcionado de sí mismo. Por una semana completa hizo el intento de entenderse con el caballo. El séptimo día, finalmente, consiguió subirse al lomo y mantenerse sobre él, tenso e inmóvil.
Intentó respirar con normalidad. Sabía que un caballo podía oler el miedo igual de bien que un perro. Unas riendas flojas, unas rodillas que temblaban en lugar de apretar firmes. Todo ello era una invitación al desastre.
Contempló el mundo alrededor desde aquella perspectiva única. Tenía una percepción distinta del paisaje: más rica, más completa. Comprendió por qué Ciar y Niam solían decir que a caballo se sentían los dueños del mundo. Alcanzar la tierra con la vista era también poseerla, en parte. Le resultó un pensamiento muy propio de la soberbia humana. El territorio, el mundo, solo podía pertenecer a Dios. Igual que él pertenecía al suelo y no al aire, al paso humilde de los mamíferos y no al vuelo sobrenatural de las aves. El montar a caballo le pareció por un momento una actividad pagana, impropia de un buen cristiano.
El caballo se puso al trote sin previo aviso. Finn se inclinó hacia atrás y luego cayó violentamente hacia delante, casi golpeándose con el cuello del animal, intentando torpemente hacerse con las riendas.
Sus piernas hicieron fuerza contra los flancos, en un intento desesperado de sujetarse. El caballo notó sus rodillas clavándose y se lanzó al galope.
Finn estaba paralizado por el terror. El mundo daba vueltas ante sus ojos, que estaban desesperadamente abiertos. Su respiración se aceleró y notaba su corazón a punto de estallar.
Quería gritar algo que lo hiciera parar, pero una voz quizá le animaría aún más. Temía caer y matarse. Al galope sentía que no tenía apoyo, que iba arrastrado como un fardo, rebotando, remolcado entre el polvo del camino. No tenía control sobre su cuerpo. No tenía control sobre sí mismo.
Sentía cómo le afectaba, cómo le transformaba de forma muy sutil, pero inevitable. Iba en su busca. Echaba raíces muy deprisa. Algo le estaba pasando y él solo quería que parase.
Finalmente, incapaz de verlas en medio de una realidad borrosa, consiguió palpar las riendas y tiró de ellas con todas sus fuerzas, como si quisiera arrancarse del animal, desgarrarse de golpe de aquella sensación.
El caballo se detuvo y se hizo el silencio. El mundo entero pareció en suspenso. Finn desprendió sus manos temblorosas, que estaban agarrotadas alrededor del cuero. Se las había dañado con profundas rozaduras.
Se bajó del lomo muy despacio, evitando sobresaltar de cualquier manera al caballo. Luego lo ató a una rama y se sentó en el suelo, de espaldas.
Tragó saliva mientras intentaba tranquilizarse. Nunca, ni cuando se había enfrentado cara a cara a los demonios, había sentido tanto miedo.
Patricio encontró a Valerio arrodillado junto a los cestos de mimbre en cuyo interior las abejas habían hecho sus colmenas. Las estaba ahumando con boñiga seca y maderas podridas y los insectos huían, formando una nube por encima de él. Patricio sonrió al verle vestido con sus ropas de apicultor: su túnica de lana gruesa, los brazos y las manos vendados, la cabeza cubierta y el rostro embozado por un largo pañuelo blanco. Le sorprendía verle siempre rodeado de aquellas criaturas diminutas, poniendo toda su paciencia y empeño en comprender los ciclos de las colonias para obtener la mayor cantidad de miel. No era extraño encontrarle lavando y removiendo los panales en su caldera de cobre, derritiendo la cera que luego colaba en los juncos y dejaba enfriar en los moldes. Gracias a Valerio en la mansio nunca faltaban las velas ni el buen encerado en las tablillas de escribir.
Al advertirle, Valerio se incorporó y se acercó hasta él. Apartó las telas que le cubrían la nariz y la boca, como si fuera a decir algo, pero fue Patricio el primero en hablar:
—Ha llegado el momento de que me vaya.
A Valerio se le cayó el alma a los pies. Patricio acababa de recibir su beso de ordenación. Apenas se había estrenado como sacerdote.
—¿Por qué? —le preguntó, incrédulo—. ¿Adónde quieres ir? ¿En dónde puedes ser más necesario que aquí, con nosotros?
—Es algo que tengo que hacer. Lo sé desde hace mucho tiempo. Desde que entré aquí a estudiar. —Esperó un momento, recuperó el resuello y dio el último paso—. Debo volver al lugar del que me escapé. Tengo que regresar a Hibernia.
Valerio le miró como si fuera un desconocido. Sus ojos le recorrían el rostro, intentando desentrañar aquel misterio, y el silencio se hizo más denso. Su expresión se endureció, sus pupilas se dilataron y sus dientes se apretaron tras sus labios a medida que comprendía que Patricio hablaba completamente en serio.
Respiró profundamente, sintiendo el peso invisible del adiós, dándose por derrotado incluso antes de iniciar batalla.
—No tienes por qué atravesar el infierno para llegar al cielo. No es eso lo que Dios nos pide. No por segunda vez. No…
Patricio le tomó las manos.
—Amigo, ahí es donde te equivocas. Dios sí que me lo ha pedido. Y yo soy feliz de que lo haya hecho y le entrego mi vida de buena gana. Dios me ha escogido para ello. Me escogió ya en mi adolescencia. Solo puedo hacerlo yo.
—¿Es que no has cumplido ya tu parte de martirio? ¡Morirás allí! Te matarán nada más pisar la costa. ¡Es un desperdicio! Tú deberías llegar a obispo…
Las lágrimas se asomaron a los ojos de Patricio, de emoción ante lo que tenía por delante y el encuentro final con su destino. Pero sabía que Dios le protegería, aunque no fuera fácil explicárselo a Valerio. Le protegería al menos hasta que hubiera logrado su misión. Tenía fe. Al fin todo iba a tener sentido: su sufrimiento, los desvíos que su camino había tomado.
—Falta muy poco, Valerio. El reino de Dios está casi aquí.
Valerio le miró, sin comprender. Patricio estaba casi extático, como si estuviera compartiendo una revelación divina, largo tiempo oculta. Pensó en los profetas más antiguos, en Isaías y Jeremías, en Ezequiel y Daniel. Aquellos de los que hablaba la Biblia.
—¿No lo entiendes? —Siguió Patricio. La expresión de clarividencia no le abandonaba—. Dios nos envió a predicar su mensaje a todos los lugares del mundo. Ya quedan muy pocos sitios donde el nombre de Cristo no signifique nada. Y cuando ese mensaje haya alcanzado los confines de la tierra, entonces, Valerio, solo entonces, llegará el fin.
Valerio tuvo la sensación de que Patricio estaba experimentando una alucinación. Su convencimiento era profundo y absoluto. El Apocalipsis era inminente y él era la pieza que faltaba para desencadenar el final de la historia. Sus ojos brillaban. Desprendía una clase de fuerza que no le había visto nunca y supo que sería en vano hacerle preguntas o intentar cambiar su decisión. Simplemente asintió.
—¿Te llevarás al chico?
Patricio bajó los ojos y pareció salir de su estado eufórico. Era como si le hubiese abandonado un espíritu inspirado y volviera a ser humano. Negó con la cabeza, como hubiera hecho cualquier otra persona de carne y hueso.
—Es demasiado joven. Aún tiene mucho que aprender.
—Necesitarás un exorcista. Allí más que en ningún sitio. —Lo dijo convencido, pues Patricio se iba a meter de lleno en el infierno.
—No quiero ponerle en peligro. Ya le has visto. Es demasiado temerario. Y allí habrá mucho a lo que temer.
—Es una pena. Él te admira mucho. Te quiere.
—Allí no podré protegerle. Prométeme que cuidarás de él.
Valerio rebuscó entre los bolsillos de su túnica y extrajo una pequeña bolsita dentro del puño.
—Solo si me prometes cuidarte tú también. —Le tendió el remedio, con el gesto de disgusto pintado en el rostro. Le iba a costar mucho digerir una noticia como aquella—. Llévate esto. Es propóleo… de las abejas. Por si te duele la herida o se te inflama. —Señaló con la cabeza la antigua mordedura de perro, en la piel de su amigo.
Patricio le abrazó y permanecieron así un momento. Y después se separaron y Valerio le dio un beso en los labios, propio de la despedida entre los miembros del clero mayor. El mismo beso frío que se utilizaba para la extremaunción.
Cuando Finn se despertó le dolía la cabeza. Sentía los cabellos húmedos y tenía frío, aunque el año estaba entrando en la segunda mitad y se acercaba el buen tiempo. Se incorporó ligeramente y se sorprendió de encontrar hierba a su alrededor.
Había dormido a la intemperie, en mitad del bosque. A su lado, atado a una rama, estaba el caballo.
Finn no podía reconocer aquel lugar. Nunca lo había visto. No recordaba bien si había llegado a acostarse en su cama o si se había quedado dormido en el prado, después de su enésimo intento fallido de cabalgar. En esos momentos pasó un pastor y Finn lo llamó con un silbido.
—¡Muchacho! ¡Espera!
El joven se aproximó, seguido muy de cerca por su perro ovejero.
—¿Me puedes decir dónde estamos?
—Claro. Estamos en Demet, señor. Antiguo territorio de los démetas y hogar de los Déisi.
Finn frunció el ceño y sintió una nueva punzada en la sien. Aunque pareciera increíble, estaba en casa.
Demet, Alba
—Yo diría que desde este Samain has engordado —dijo Aífe, que estaba feliz de tener a Finn de nuevo junto a su fuego.
Sacó para él, recién mezcladas en la artesa, dos pastas de menadach. Cuando era pequeño era de lo poco que le gustaba. «Queyo minapak» era lo que repetía cuando se levantaba de la cama, cada vez más insistente, con su voz aguda y cantarina de niño. Sus primos y sus tíos también estaban allí. Se había reunido toda la familia, como cada vez que Finn venía a visitarles, en Año Nuevo. Aunque en aquella ocasión no coincidiera con ninguna fiesta.
—Está claro que en esa escuela comes mejor que en casa.
—Ninguna comida es tan buena como la tuya, mamá.
Ciarán estaba afilando una espada en su regazo. No era una mala espada, pero tampoco era tan bella como Echrí, que se había quedado en el otro lado, prisionera de Diarmait. Finn apartó la vista del acero. Le daba náuseas pensar en cómo habría sido la vida de su padre en el pasado.
—Ha sido una sorpresa que decidieras adelantar tu visita.
Finn calló. Él no había decidido nada. Todo aquello estaba siendo un mayúsculo accidente.
—Debes de estar agotado del viaje —le compadeció Aífe—. Mi pobre niño. Cuatro jornadas son demasiadas…
Normalmente Finn llegaba en un carro repleto de mercancías, con el cuerpo magullado de los baches, las ropas empapadas de lluvia, las articulaciones entumecidas y un fuerte dolor en las posaderas. El mercader solía hacer paradas interminables, que no hacían más que alargar la travesía.
—En realidad, no me acuerdo de cómo he llegado hasta aquí. Me imagino que ya es muy tarde para la misa…
—La misa es mañana.
Finn concluyó que había perdido definitivamente la noción del tiempo. Pensaba que el día del Señor había sido dos días atrás. Y, en cambio, descubría que todavía faltaba uno. O bien había logrado llegar a Demet en una sola jornada o bien llevaba más de una semana vagando por la isla. Le preocupaba tener semejante agujero en su memoria.
—Me voy a acostar —dijo. De repente se sentía agotado, además de muy confuso.
El día siguiente lo pasó con el tío Finnén, hablando sobre las dos naturalezas de Cristo y el Concilio de Calcedonia, que se había celebrado en el continente hacía apenas seis meses. También hablaron de Atila, el «azote de Dios», y de las extraordinarias noticias que acababan de llegar del continente: el papa León el Magno se había enfrentado a él a orillas del río Mincio y había salvado Roma, expulsando al invasor con la ayuda de san Pedro y san Pablo. Quizás había logrado exorcizar los muchos demonios que debía de tener el enemigo en su interior. Ya no sería una amenaza para la cristiandad.
—Muchos de los hombres que necesitaban mi ayuda estaban en cárceles o habían sido condenados a muerte —explicó Finn—. Intento que confiesen y que, aunque sea en el último momento, su alma le sea arrancada a Satán y entregada a Dios. Lucho contra los demonios para que esos hombres puedan redimirse, ver la luz antes de morir. Estoy seguro de que el Santo Padre es capaz de conseguir eso mismo, incluso con un ser como Atila.
—Finn, tú es que aún eres muy joven…
—¿Por qué todos me decís siempre eso? —La imagen de Ceara le vino a la mente, como una punzada dolorosa.
—Porque eres inocente, muchacho. No concibes que el hombre pueda ser pura maldad y siempre culpas al demonio. Para ti, su crueldad es como algo ajeno a ellos, que se les ha metido dentro y que tú intentas extirparles, como si fueras un cirujano… Y lo cierto es que hay hombres que son malvados, que no pueden morir en la paz del Señor. Así de simple. Ellos eligieron ser asesinos. Dios les dio el libre albedrío, como a todo el mundo. Y, ¿qué hicieron con él? Lo pisotearon. Le escupieron encima. Bien sabes que soy sacerdote, Finn, pero hay alguna escoria por ahí que no se merece que la salve nadie…
—Muchos no tuvieron otras opciones.
—¿Qué me dices de tu maestro? Ese Patricio, del que tanto me has hablado. Sabes que lleva la marca del esclavo. La has visto en su cuello. Pero él decidió no devolver la violencia. Al contrario, decidió servir a Dios. ¿Dices que no hay otras opciones? Pensando así le quitas todo el mérito. Siempre, siempre hay otra opción.
—¿Y qué me dices de mi padre? —preguntó Finn, exaltado—. ¿Es uno de esos hombres que son simplemente malvados? Él y solo él es responsable de la sangre que ha vertido, de las muertes que ha causado. Tanto como cualquier asesino.
—Tu padre es un guerrero. Y los guerreros son necesarios, también para defender a los cristianos. Cuando tu padre llegó aquí no éramos más que un puñado de mujeres, niños y viejos. Fue un alivio. A veces hay que mirar el mundo con ojos realistas, Finn.
—¿Qué diferencia hay entre unos y otros? ¿Entre guerreros y criminales? ¿No es Dios quien debe protegernos? No debería llevar un arma. Ningún ser humano debería llevarla. Eso es lo único que sé. ¡Lo único!
Finnén suspiró y acarició los cabellos del joven como cuando era niño.
—El alma de tu padre no es asunto tuyo. Déjamelo a mí. Llevo ya muchos años encargándome de ella. Tu padre puede equivocarse, como cualquiera, pero es un buen hombre.
—Pues entonces me estás dando la razón, tío Finnén. El hombre no es malo por naturaleza, lo único que pasa es que, a veces, se equivoca. Ningún hombre nace asesino. Todos fueron bebés y niños antes que eso. La humanidad, toda la humanidad, tiene salvación.
—Y, sin embargo, a veces hablas de tu padre como si fuera el único que no la merece…
Finn no contestó. Bajó la mirada, sombrío.
—¿Por qué te es tan difícil perdonarle? —continuó Finnén.
En el fondo conocía bien la respuesta. Tenía miedo. Como solo lo tienen los hijos cuando temen haber heredado, en su sangre, algo que aborrecen.
Corinium, Alba
—Gracias al cielo. ¿Dónde estabas, por el santo Cristo? —Valerio había llegado sin resuello a recibirle. Llevaba aún sus vendas de apicultura y se había dejado los panales a medio prensar. Finn sintió el sudor de su rostro, ya frío, cuando le abrazó.
—Estuve en mi granja familiar. Siento no haber podido enviar un mensaje…
—¿Por qué te fuiste de repente, sin decírselo a nadie? Estábamos muy preocupados. Pensábamos que te habían secuestrado o que te habías caído del caballo y estabas muerto en el fondo de algún risco.
—Fue un accidente. Me perdí… El instinto me llevó hasta la casa de mis padres.
—¿El instinto? —Valerio nunca se había mostrado tan ceñudo ante Finn. Estaba enfadado de verdad—. Pues usa menos ese instinto tuyo y más la cabeza y empieza a ser prudente de una vez.
—Iré a cambiarme. —La vuelta la había tenido que hacer en carro, como siempre, y llevaba viajando los cuatro días de rigor—. Yo mismo avisaré al maestro Patricio…
—No le encontrarás, muchacho. Ya no está aquí. Se fue la misma mañana en que desapareciste.
Finn sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.
—¿La misma mañana? ¿Por qué no me dijo nada?
—No quería que lo supieras. Hubieras intentado irte con él.
—¿Y por qué no quería? Él es mi anam chara. Necesito su ayuda… Me dijo que me ayudaría…
—Debes terminar tu formación. Es lo correcto. No estabas preparado para semejante viaje.
—¡Eso debería decidirlo yo! —exclamó Finn, desesperado más que enojado.
Valerio torció la boca en una mueca de disgusto. Aquel muchacho estaba adoptando un tono desafiante que no casaba bien con las normas. Empezó a desliarse las vendas que llevaba en las manos y los brazos, que en algunas partes estaban pegajosas de miel.
—Sí que estoy preparado, Valerio —insistió Finn—. Puedo seguir al maestro allá donde vaya.
—A Hibernia no. No es un sitio civilizado.
A Hibernia, había dicho. La imagen de Ceara cruzó como un rayo por su mente. Hibernia estaba llena de paganos. Y de esclavistas. Debía de ser la pesadilla de su maestro.
—¿Le ha desterrado el obispo? —preguntó con temor—. ¿Es por algo que ha hecho?
—No, lo ha decidido él mismo. Pocos tenemos el valor de cumplir el mandato último de Cristo y poner la otra mejilla. Pero él sí lo tiene.
¿Por qué no le había llevado como miembro de su familia eclesiástica? ¿A él, que hablaba el irlandés, que sabía leer el ogam y que sabía limpiar de malos espíritus tanto el paisaje como la carne? La oportunidad de ver de nuevo a Ceara había pasado ante él y se había desvanecido.
—¿Y cuándo volverá?
—¿Vuelven alguna vez del infierno aquellos que entran en él? —Por vez primera en toda la conversación, Valerio pareció triste y atormentado—. Tu maestro Patricio, mi gran amigo Patricio… ya no va a volver. Le hemos perdido.
Desde la cubierta del barco, Patricio reconoció los contornos de la isla que se le aparecía en sueños, noche tras noche.
Intuyó, más allá de la playa, el verde intenso que se extendía sobre sus campos. Cerró los ojos y pudo ver de nuevo, como si estuviera desde el aire, la costa del Oeste, allá donde la roca se desgajaba y solo estaba el mar infinito. Los confines de la tierra. El lugar donde acababan el espacio y el tiempo.
Estaba dispuesto a dejar allí la vida, en aquel suelo extranjero, a morir de agotamiento si era necesario. Pero no sin llegar hasta el final. Tenía que ver aquellos acantilados con sus propios ojos, bendecirlos en el nombre de Dios y cerrar así el círculo de la historia.
Una brisa inspiradora le llegaba a través de las aguas. Imaginaba la niebla disipándose, abriéndole el camino, permitiendo que sus palabras llegaran a todos los hombres que quisieran escuchar.
Ya no tenía miedo. Había logrado arrinconar la visión de aquellos ojos azules, los ojos de su captor, que gobernaban sus pesadillas. Ya no le daba escalofríos recordar aquel nombre, «Ciarán». Se sentía poderoso, capaz de estar erguido ante el embate del viento.
Iba vestido con una túnica blanca de sacerdocio, el alb, ceñida a la cintura por una soga, y le acompañaba una discreta familia eclesiástica en la que se incluía Juan, un cura español que siempre estaba envuelto en dos mantas. El obispo les había ofrecido algunos bienes para que la misión tuviera éxito. Nadie reconocería en él al muchacho que escapó siendo esclavo, jugándose la vida entre ciénagas y bosques deshabitados.
Sabía que el viaje no sería fácil, pero contaba con las armas que Dios le había otorgado: hablaba un irlandés fluido, conocía las leyes más básicas y también la estructura social. Sabía que lo primero que debía hacer era buscar protección, en cualquier lugar al que fuese. Y sabía también que aquella protección tendría que comprarla, como muchas otras cosas.
Se apoyó en la madera de la cubierta y dejó de preocuparse por las cuestiones prácticas. Decidió entregarse a la belleza del lugar que tantas veces le había llamado con los párpados cerrados. La isla entera estaba pidiendo a gritos la bendición. Sus ríos, sus piedras monumentales, sus frondosos bosques. Todos ellos pertenecían a Dios por derecho y Patricio estaba orgulloso de liberarlos, de poder devolvérselos.
En aquellos momentos echó de menos a Finn. El chico había pasado tanto tiempo a su lado que verdaderamente le sentía ya como de su familia, como si le conociera de siempre. Y, sin embargo, pese a que su ayuda como exorcista hubiera sido inestimable, se alegraba de que estuviera a muchas millas romanas de distancia. Aquel lugar, aquella tierra, era como una mujer sirena: con un canto y una belleza irresistibles, pero con el peligro y la muerte a flor de piel.
Él curaría su lado destructivo. La transformaría en el jardín de Dios, en su lugar más amado. Él la salvaría.
Patricio llevaba ya siete días alojado en el Puerto de la Gran Altura de Mumu. Algunos de los cristianos de la tribu Déisi le habían acompañado en su viaje, le habían dado protección y le habían presentado a sus familiares del otro lado del mar. Una vez en Gran Altura, el príncipe Declan de los Déisi le había recibido personalmente. Declan había estado en Roma y, después de un breve servicio como diácono, había sido ordenado obispo por el mismísimo León el Magno.
—Roma es muy hermosa. Y allí tuve mucha ayuda. Fue el obispo Ailbe quien me presentó en la corte papal y habló de mi familia y de mi estatus. Un hombre excepcional. Tiene mucho carisma… y muchos amigos —siguió Declan.
Patricio esperó a que Declan continuara. Su estancia en Roma, desde luego, no había cambiado sus maneras principescas. Era demasiado joven para ser obispo, más todavía por carácter que por edad. El muchacho guardaba silencio mientras hojeaba los libros que él había traído de Britania, con escaso convencimiento, como si estuviera examinando una mercancía sobre la cual quisiera regatear.
—Ya sé que tu intención es viajar por toda la isla, pero deja que te dé un consejo: empieza por el sur y termina por el norte. En nuestra provincia aún hay mucho trabajo, pero al menos se ha hecho algo. El otro patricio, un tal Paladio, ya estuvo aquí por orden de Roma y bautizó a muchos antes de retirarse de viejo… A medida que subas todo será más difícil. Ninguno de nosotros ha ido más allá de El Gran Camino[11].
—¿Nadie?
Declan negó con la cabeza.
—Más allá de esa línea no hay ni un solo cristiano conocido.
Pero Declan no sabía que él, Patricio, sí que había estado allí. Después de seis años de esclavitud había cruzado El Gran Camino hacia el sur, con la intención de no volver nunca.
—Entonces allí es adonde debo ir.
Declan sonrió. En verdad el tal Patricio era capaz de meterse en la boca de un sabueso a contarle los dientes.
—Deberías ir a ver al príncipe Óengus, en Caisel. Su padre es pagano hasta los huesos, pero la madre… es britana, como tú. Y dicen que cristiana, en secreto. Seguro que está dispuesta a escucharte. Además…
—¿Además?
—El príncipe es amante de mi madre.
Patricio no supo qué decir ante aquella chocante declaración. Por lo que había oído, Óengus era todavía un adolescente. Y Declan lo decía con toda naturalidad, sin que le pareciera motivo de secreto o vergüenza. El joven sonreía. Quizá le pareciera incluso un honor.
—¿Y por qué no has ido tú a bautizarle?
Declan se encogió de hombros.
—Ya lo he intentado y prefiere evitarme. Imagino que es por ella. Debe de resultarle un poco… extraño. O bien porque pertenezco a los Déisi y siempre hemos sido rivales de los Eóganachta… Pero si yo fuera tú, empezaría por ahí. Dile que vas de mi parte y te abrirá las puertas de la corte.
En aquellos momentos alguien llamó a la puerta de la choza. Patricio fue a abrir y encontró a una figura empapada, tiritando al otro lado.
—Padre…
Era cierto que hacía apenas unas semanas que había recibido su beso de ordenación, pero nunca le habían llamado así hasta ahora. A Patricio se le encogió el corazón al ver a Finn allí.
—Padre, no me dejes atrás. Quiero ir contigo.
—Le dije a Valerio…
—No lo sabe. Me he escapado y he preguntado mucho. Mi madre también es una Déisi…
La lluvia le empapaba los cabellos, el rostro y la ropa, que ya no podían estar más calados. Patricio hizo algo que normalmente no solía hacer: darse por vencido.
—Ven conmigo, hijo mío.