17
La hora de los pactos
Llanura del Cisne, Ériu, primavera del 452 d. C.
—¿La has encontrado? —preguntó Diarmait a su mensajero. Llevaban ya tres días buscando a Ablach. La muchacha había ido a lavar al río de madrugada, a pesar de que la habían reprendido innumerables veces por aquella costumbre de acudir sola. Era fundamental que las mujeres de la familia fuesen juntas a lavar para salvaguardarse mutuamente. Siempre debía haber algún testigo por si ocurría algo. Pero en el caso de Ablach no lo había y no se había vuelto a saber de ella.
—Hemos buscado en todas partes. No hemos encontrado nada.
Diarmait suspiró, cansado. ¿Qué nueva calamidad era aquella? Esperaba que no hubiera rebasado la frontera, pues allí no tendría protección alguna.
—Cruza el río —ordenó Diarmait—. Pregunta entre la Gente del Cisne.
El mensajero se tensó ante él. La relación con la Gente del Cisne, los Aes Eala, era difícil desde hacía décadas. Ellos eran el bastión más cercano de Iarmumu, y su rey, Elatha, era hijo biológico de Coirpre de los Juncos. Sin embargo, y a pesar de la complicada situación, Diarmait había tenido un gesto diplomático y había invitado a Elatha a la reciente boda de Áine.
—También la Gente del Cisne tiene que lavar —siguió Diarmait—. Y si las piedras de nuestro lado son buenas para ello también lo serán las del suyo. Busca una lavandera y hazle las preguntas.
Al día siguiente el mensajero se presentó en la casa de reunión con una muchacha muy joven, apenas una niña.
—Tenía miedo de contestar. Por eso la he traído.
—No he hecho nada malo —dijo ella—. Tengo prohibido cruzar el Cisne.
—Pronto volverás a tu casa, en cuanto me contestes. Hace varios días que una muchacha, mi hija, desapareció del reino. Dicen que la vieron dirigirse al río. Que iba sola, aunque las mujeres siempre van juntas a lavar o a bañarse. Y no la hemos vuelto a ver.
—Es con el rey Elatha con quien tienes que hablar y no conmigo.
—¿Con el rey?
—Fueron sus hombres los que se la llevaron. La estaban esperando y la subieron a un caballo. Pero la chica no estaba sola. Había alguien más.
—¿Con quién estaba entonces?
—Con esa de ahí.
Señaló a Áine, que estaba junto a la silla de su padre, guardando sus armas. Todos en la sala de reunión la miraron, incluyendo a Ciar, que también estaba presente.
—¿Tú sabías de esto y no me dijiste nada? —preguntó su padre.
La muchacha levantó la barbilla con intención desafiante. Su rostro era una máscara pétrea.
—¿Por qué lo has hecho? —exigió Diarmait, indignado—. ¡Traicionaste a tu propia hermana!
—No la traicioné. Solo le di un hombre en el que ocuparse. —Miró a Ciar de soslayo y continuó—. Elatha se fijó en ella durante la boda. No dejaba de mirarla. Así que hablé con el rey y arreglé el encuentro.
Diarmait enmudeció ante la gravedad de aquello. Sus manos se crisparon. Si solo hubiera sido una boda por rapto no habría resultado tan catastrófico. Recordó aquel extraño momento en que Áine y Elatha habían hablado durante el banquete, a salvo de oídos ajenos, cuando él pensaba que solo le estaba dando la enhorabuena.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho?
Diarmait lo dijo muy despacio. Casi en un susurro, casi para sí mismo. Intentaba asimilar todo lo que aquello significaba. Se levantó de su asiento y se puso frente a ella, cara a cara.
—No la quiero cerca de aquí —se defendió Áine—. Además, no se la he dado a un porquero. Va a ser la esposa de un rey…
Diarmait la abofeteó.
—Estúpida niña. No era tuya para dársela a nadie, ¡sino mía! ¡Esto es lo que llevan esperando durante años! Cualquier intento de recuperarla nos llevará a la guerra. Y si renunciamos, estallará igualmente. Ablach no será reina, sino solo un rehén de Coirpre de los Juncos. Le sacarán los ojos si no nos rendimos. Le cortarán la lengua. La matarán…
Áine respiró profundamente, pero se mantuvo altiva, con los dientes apretados.
—La prefiero muerta que cerca de Ciar.
Los ojos de Diarmait se dilataron debido al horror. Miró a Ciar y luego a su hija. ¿En qué momento se le habían escapado tantos secretos terribles? Se abalanzó sobre la muchacha, pero Ciar se interpuso, amenazante. Su mano en el puño de Echrí.
—No te atrevas…
Diarmait les miraba atónito, alternativamente, como si ya sintiera la emboscada de ambos para arrebatarle la soberanía, además de la autoridad.
—Monstruos. Habéis condenado a mi hija con vuestros juegos. A una muchacha inocente. Habéis condenado a este reino entero. Yo te maldigo, Áine. Ambos estáis hechos el uno para el otro.
—Traeré guerreros —dijo Ciar, intentando aplacarle—. Formaré un ejército. Y cuando llegue la batalla estaremos preparados.
Diarmait negó con la cabeza, triste. Ellos no comprendían. Coirpre ya había hecho desaparecer a su sobrino y no tendría reparos en ejecutar a su hija. Al final Áine se había rebelado contra él, al igual que Ciar lo había hecho contra Ciarán. Los dos se habían llevado lo peor de ambas familias.
El corazón de Ciar latió deprisa aquella noche en los brazos de Áine. Estaba fascinado con su fiereza y su ambición. Nunca había estado tan loco por ella.
La muchacha tenía dentro un fuego oscuro, una mezcla semidivina de amor y muerte, que le excitaba. Se había librado de su rival como lo hubiera hecho un aspirante a la regencia, con una voluntad que sobrepasaba lo humano. Ella era fuego y era agua, pero sobre todo era tierra, una tierra inconquistada. Había dentro de ella algo que no se rendiría jamás.
Creidne se lo había advertido: un hombre que lo tiene todo ya está muerto. Y en los brazos de Áine él se sentía radicalmente vivo. Allí, sobre su cuerpo, entre sus piernas, era su lugar. Era verdad que juntos podrían conquistar el mundo.
Campamento de Cunedda en Segontium, Alba
—¿Estas dos son las únicas mujeres que habéis conseguido?
El rey Cunedda se encontraba de viaje, pero no había renunciado ni un ápice al esplendor de su corte. Viajaba con sus mejores cocineros, con una tina de baño que podía albergar a dos hombres, con sus tableros de juego y sus esclavas favoritas. Cunedda arrastraba una extraña superstición familiar, inherente a su condición regia: mientras permaneciera lejos de su territorio era necesario que siempre durmiera con una virgen a sus pies. Era su protectora en tierras extrañas. Su última virgen había enfermado hacía dos días.
—Estas y la esposa de Serigi, pero ella no te servirá —dijo Corótico.
—No creo que quede ni una sola virgen en Mona. —El hombre que estaba en pie junto al asiento de Cunedda escupió hacia el lado opuesto. Era su hijo, Einion, que la historia llamaría el Impetuoso.
—En verdad son demasiado hermosas. Tendrían que ser niñas para estar enteras —dijo Cunedda. Una mujer que llevaba una gruesa trenza rubia a modo de diadema le sacó las botas y acercó un balde con agua caliente a sus pies enrojecidos.
—La morena es una bruja. Afilada con las palabras. Birach bríathar —se adelantó un noble que había permanecido junto a la puerta. Se trataba de Dorb, el mismo al que Faílenn había satirizado por encargo. Sin duda había ayudado a los invasores por odio a Serigi—. Muy peligrosa. Prohibidle el habla. Su corazón está lleno de veneno.
—No es cierto —la defendió Niam—. También hace grandes alabanzas…
—¡Silencio! —gritó Einion, abandonando su puesto y adelantándose hasta ellas—. ¡No vuelvas a hablar! Lo tenéis prohibido las dos. Está claro que tendremos que seguir buscando. Quizás entre las hijas de los pescadores…
—Ella sí es virgen —dijo Faílenn—. Puedes comprobarlo…
No pudo terminar porque Einion la golpeó tan fuerte que le partió los labios y la dejó temblando.
—¿No has oído lo que acabo de decirte?
—Envíala a mi médico mañana para que la examine —zanjó Cunedda—. No perdemos nada con ello. Mientras tanto mantenedlas en aislamiento.
Cuando se llevaron a Niam, Corótico se dirigió a Cunedda:
—Cunedda, hijo de Eterno, nieto de Paterno de la Túnica Roja, bisnieto de Tácito.
—¿Qué quieres de mí, que me nombras por toda mi familia?
—A esa mujer, la virgen, la he capturado yo. Y me gustaría que me la dieras algún día. Cuando ya no la necesites.
—Da igual quien la haya capturado. Estamos aquí por órdenes de Vortigern y todos los prisioneros son suyos. ¿No te es suficiente con las tierras que vamos a entregarte, Guletic[12]? Tu padre estará orgulloso de que vuelvas con las manos llenas…
—La mujer. Cuando haya terminado la conquista de Mona. Hasta entonces te juro que la respetaré.
—Está bien —suspiró Cunedda—. Cuando todo haya acabado podrás llevártela. No voy a discutir por una simple cautiva.
—Yo también quiero algo… —intervino Dorb— además de las tierras de Serigi.
—Déjame adivinar… Es la otra mujer.
Y Dorb se quitó los guantes con tal rabia que pareciera que quisiera arrancarse los dedos.
Las encerraron en una pequeña choza temporal para pasar la noche. Dagán ya estaba allí.
—Niam, acércate. Siéntate junto a mí.
Faílenn respetó la distancia y se acostó junto a la pared de mimbre. No les habían permitido un fuego, por miedo a que decidieran usarlo para quemar la choza o bien para quemarse ellos mismos. Era bien conocido que sus antepasados preferían morir con sus propias espadas antes que dejarse apresar vivos. Los cronistas romanos lo habían registrado muchas veces. Al menos les habían dado algunas mantas viejas, que olían a caballo y a humedad.
—Me queda poco tiempo —siguió el druida—. Mañana me colgarán.
—Maestro, quizá consigamos… —dijo Niam angustiada—. Quizá venga alguien…
—Muchacha… —le dijo con dulzura—, no soples sobre un ascua a la que no le queda fuego. No tengo miedo de la muerte. He vivido mucho.
Niam no pudo reprimir su tristeza. La vida de Dagán era muy valiosa, más aún por cada año cumplido. Sus conocimientos tenían un valor que aquellos hombres de armas eran incapaces de apreciar. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Tenemos mucho que hacer antes de que amanezca —dijo Dagán, resuelto—. El conocimiento del Imbas Forosnai se te negó injustamente. Yo te lo enseñaré esta noche. Te convertiré en un fantasma.
Imlech, Ériu
Cuando llegaron a Imlech estaba anocheciendo. Los pájaros piaban en solitario, anunciando la oscuridad, y les recibió el penetrante olor a leña ardiente de las muchas hogueras que se estaban encendiendo.
Finn había logrado convencer a Patricio de que la expedición se encaminara hacia allí. Conocía a una de las familias. Y con suerte el obispo Ailbe ya habría vuelto de Roma.
El obispo, sin embargo, seguía de viaje, por lo que acudieron a Ceara y a su marido en busca de hospitalidad. El corazón de Finn latía acelerado durante la marcha hacia su granja.
Sabía que verla sería como un golpe en el pecho y podía anticipar su impresión. Aquella había sido la razón más importante, aunque no la única, que le había empujado a seguir a Patricio: la perspectiva de que podría verla de nuevo. Se le erizaba el vello de pensar en su cabellera de ola nocturna, y en la piel nacarada como las entrañas de una ostra.
Patricio, que le conocía bien, pudo percibir su inquietud. En su forma de mirar a un lado y a otro, en la manera en que se retorcía las manos. Pero pensó que solo estaba nervioso por encontrarse entre desconocidos.
Cuando llegaron a la casa principal apenas había luz. El cabeza de familia y otros hombres habían salido a recibirles, portando antorchas. Los efluvios de la cerveza manaban de sus barbas y de sus ropas de una forma tan agresiva que saturó el olfato de Finn. Entre los anfitriones se adelantó un hombre anciano que se presentó como el marido de Ceara:
—Ella está en la casa pequeña, con los niños y las abuelas. Puedes ir a buscarla allí.
El resto de la familia eclesiástica se acomodó en la casa principal, donde humeaba la cerveza tibia. Juan tomó el primer trago y utilizó su desparpajo para hacer una alabanza del alcohol, en un irlandés muy precario que hizo reír a sus anfitriones. Finn aprovechó para escabullirse y recorrió en la oscuridad la escasa distancia hasta la choza secundaria, por un camino que apestaba a orines.
Al asomarse al interior encontró un círculo de niños sentados junto al fuego, escuchando a una abuela que contaba una historia. Había también dos ancianas más, otras dos mujeres encintas y finalmente Ceara, en un lateral, con un bebé en los brazos.
A la muchacha se le iluminó el rostro al ver a Finn. Del niño que había conocido solo quedaba ya la mirada azul, llena de vitalidad y frescura.
Finn le sonrió, satisfecho, aliviado porque el tiempo apenas la hubiera dañado. Seguía igual de hermosa, a salvo, infinita.
—¿Es tuyo? —le preguntó con dulzura.
Ella asintió, devolviéndole aquella sonrisa llena de paz. Nunca había conocido una calidez como la de Finn en un hombre. Alguien que comunicara tanta bondad solo con los ojos. Le dio los tres besos de saludo y le hubiera abrazado también, de no llevar en los brazos a su hijo. Finn besó al bebé en la frente y recorrió sus rasgos con la mirada. Era precioso.
Ella se sentó en el suelo, cruzando las piernas, y él hizo lo mismo. Entonces Ceara se aflojó el vestido, se sacó la manga izquierda y luego el pecho y acercó al bebé para que se alimentara. Finn contempló aquel ritual con respeto y silencio, pero no apartó la vista de ella. Un hormigueo nacido en su estómago se extendió por todo su cuerpo y lo anestesió.
Durante unos instantes simplemente estuvieron así, uno frente al otro sin decir nada, mientras escuchaban de fondo el relato de la abuela:
—Clidna de la Cabellera rubia, la reina de la buena gente bajo la colina de Mumu, tenía los pájaros más hermosos del Otromundo. Su canto era tan bello y tan dulce que tenía el poder de curar a todos los niños enfermos.
—¿Y por qué? —dijo uno de tres años.
—¡Shhhh…! —Se le abalanzaron, como en un coro, todos sus mayores. Habían aprendido hacía mucho que no se podía interrumpir durante las narraciones.
—Los pájaros cantaban así de bien porque comían manzanas de un árbol del Otromundo, que les daba su poder. Una tarde que Clidna paseaba por su jardín bajo la colina, escuchó cómo algo se removía en lo alto y observó una punta metálica y brillante que asomaba por entre las nubes. Decidió venir a nuestro mundo para ver qué era aquello que había logrado traspasar la barrera y observó a un joven guerrero que se estaba echando la siesta en la cima del síd.
Finn quedó completamente abstraído escuchando aquella historia mientras miraba el hombro descubierto de Ceara, dorado en la intermitencia de la hoguera, recortado por la cabellera negra que le caía por detrás. Y le sorprendió no sentirse agitado por el deseo sino más bien deslumbrado, rendido a la devoción. Inundado por una sensación de paz. Aquella imagen era perfecta, de una belleza que nada podía contaminar. Ceara, en su papel de madre, había trascendido y ya no era solo la madre de aquel bebé, sino una gran madre universal. Se había convertido en un símbolo. En una especie de Virgen María con un niño Jesús que representara a toda la humanidad.
—El guerrero se llamaba Ciabhán —siguió la abuela— y era muy hermoso. Tanto como lo fueron los guerreros de la Rama Roja. Antes de caer dormido había clavado su espada en la tierra. Él no lo sabía, pero aquella era una espada del Otromundo y por eso había podido traspasar el suelo y asomar por el manto de nubes de la buena gente. Clidna se agachó a su lado y le besó.
—Al final nos han permitido quedarnos aquí —dijo Patricio, que acababa de entrar con el resto del grupo—. Así estaremos más tranquilos.
Finn asintió. La casa principal estaría llena de parejas casadas que, además, estarían borrachas.
—Os prepararemos las camas en la parte izquierda —dijo Ceara mientras se incorporaba, con el niño aún prendido. La parte izquierda, el norte, era el lugar más noble de la casa. Finn se levantó también y la ayudó a preparar las camas.
—Juntos se fugaron hasta la costa del Oeste. —De fondo, la abuela continuaba su historia, mientras los niños la observaban encandilados—. Querían hacer juntos el viaje hasta la Tierra de la Promesa, donde Ciabhán, que era mortal, podría vivir para siempre con Clidna.
Ceara dejó al bebé con otra mujer y, por un momento, Finn y ella parecieron dos niños haciendo un juego. Se sonreían mientras amontonaban los juncos, empujándolos el uno contra el otro, y luego se subieron a aplanarlos con los pies, como en un baile torpe. Él la cogió de las manos cuando estuvo a punto de caer, al escurrirse sobre los montones, y ella se rio. Finalmente extendieron las pieles, tomándolas de los extremos, sin apartar la mirada el uno del otro.
—Ciabhán marchó a cazar para conseguir comida para el viaje. El cielo estaba gris y a Clidna le entró mucho sueño. Estaba agotada porque había recorrido una gran distancia desde su síd y en nuestro mundo no tenía tantas fuerzas y poder como en el suyo. Se recostó en la barca de bronce, que debía llevarles a través del mar, y cayó en un sueño muy profundo. Soñó con el canto de sus pájaros, que la acunaban y la mantenían en una inconsciencia completa, de la que no podía despertar. La tormenta se desató. Y una inmensa ola se levantó, una de las más grandes de Ériu, y se tragó la barca y a Clidna con ella. Y desde entonces a aquel lugar se le llama la ola de Clidna.
Los niños se quedaron silenciosos un momento, pero ya estaban acostumbrados a que las leyendas tuvieran un final trágico. Casi todas las aventuras acababan, como en la vida, con la muerte de sus protagonistas.
—Pobre Ciabhán —dijo una niña.
—Sí, qué ola tan mala.
Dieron un beso a la abuela y se acostaron, unos junto a otros, los más pequeños acurrucados junto a los cuerpos de las mujeres. Los compañeros de la expedición de Patricio también se echaron sobre los montones de juncos y se cubrieron con las pieles.
Durante mucho rato no se escuchó nada, aparte del crepitar del fuego y los susurros y quejidos ocasionales de algún niño, seguidos de la respuesta tranquilizadora de la abuela.
A Finn comenzaron a cerrársele los ojos mientras intentaba mantener la vista fija en Ceara, que estaba en la pared opuesta de la choza, envuelta en pieles de yegua tan negras como su melena.
De pronto, cuando ya estaba muy cerca del sueño y la hoguera casi se había extinguido, advirtió una figura asomada a la puerta. Era un hombre corpulento y su hedor a cerveza le precedía.
Se acercó a Ceara trastabillando y le dijo algo en voz baja, a lo que siguieron los susurros de protesta de ella.
—Los levantaré a todos, uno por uno, hasta que consiga que vengas —acertó a oír Finn.
Los susurros de la conversación fueron en aumento hasta que Ceara finalmente se levantó y se envolvió en una manta, camino de la puerta.
Finn se volvió hacia arriba y escrutó la oscuridad, con los ojos tan abiertos como para tragar la noche entera. Tenía el estómago atenazado. Recordó la noche en que solo era un niño y Ciar había bajado a la playa para vengarse de sus enemigos.
Solo había una razón para requerir a Ceara a aquellas horas. No conseguía ponerle rostro a la corpulenta sombra que se la había llevado, pero sabía que no pertenecía a su marido. El tiempo fluyó lento, como grasa líquida, y Finn se puso a rezar.
Finalmente, Ceara reapareció en el umbral. Se dirigió hacia el lugar donde dormía, pero se desvió en el último momento hacia la parte izquierda de la casa.
Finn pudo intuir entonces los pies descalzos de ella, aquellos pies que amaba, cercanos a su propio rostro. Le envolvió el fuerte olor marino de su sexo y la certeza de lo que había pasado le ahogó en un océano de pesadumbre.
Ceara se arrodilló junto a él, muy despacio, sigilosamente, y luego se acostó moviéndose lo menos posible, como si tuviera miedo de cortarse con el aire. Finn extendió su mano hacia la de ella, sin llegar a tocarla, y Ceara fue a encontrar la suya.
El silencio era absoluto. Finn contenía la respiración y la soltaba muy lentamente, como si su propio aliento le resultara ensordecedor. Aquel momento era tan frágil que hasta un suspiro podía romperlo.
Sintió que una corriente de calor le inundaba a través de aquella mano. El símbolo había desaparecido y Ceara nunca había sido tan carnal para él como entonces. Ella también sentía algo: aquel contacto era la prueba. Era algo real, que no estaba solo en su cabeza. Ambos eran una misma cosa, separada por dos cuerpos, por dos vidas, que parecían demasiado distantes en un mar de circunstancias. A través de su mano sintió el leve temblor de su cuerpo y pudo imaginar que Ceara estaba llorando. Por primera vez deseó haber escogido la vía del guerrero, en lugar del camino de Dios, y no temer a los caballos para poder fugarse con ella.
Segontium, Alba
Dagán se sentó muy cerca de Niam, de manera que pudiera susurrarle y no le oyeran ni Faílenn ni los guardias:
—El Imbas Forosnai es la técnica para provocar un sueño iluminador, la respuesta a una pregunta. Es tu tótem el que la conoce. La yegua intentará apoderarse de ti. Crecerá en tu interior.
Niam se inclinó un poco más hacia delante, sobre las piernas cruzadas. Por fin iba a tener acceso al conocimiento más alto, al último peldaño.
—La vía para provocar ese sueño ya la iniciaste el día de tu nacimiento como poeta. Tienes que desprenderte de los sentidos. Para ello será necesario que te aísles completamente, en una cámara, como si estuvieras muerta. A medias entre mundos. Otro poeta deberá acompañarte y aguardar fuera.
Era similar a lo que había hecho bajo el dolmen, solo que ahora traería una pregunta concreta. Era una consulta directa a los dioses.
—Allí podrás permanecer hasta tres días con sus noches, en el transcurso de los cuales la verdad te será revelada. Deberás invocar a Macha depositando el aliento sobre las palmas de tus manos. Una vez que hayas cantado sobre ellas, estarán llenas de poder. Serán el recipiente de tu pregunta.
Las antorchas de junco flamearon en las manos de los guardianes, cuando se abrió la puerta de golpe.
—¿Quién ha encerrado aquí a este prisionero? ¡Cunedda dejó claro que su virgen tiene que estar aislada! —gritó, enojado, el guerrero—. ¡Aislada, imbéciles! ¡No puede estar con ningún hombre!
—¡No! —gritó Niam—. ¡No os lo llevéis!
Dagán, ignorando los gritos a su alrededor, tomó suavemente las manos de Niam y las puso sobre sus propias mejillas.
—Esta es la postura ritual —susurró concentrado, asintiendo—. Pero aún te falta algo. Niam, escúchame…
—¡No la toques, cerdo! —El guardia propinó una patada a Dagán, antes de agarrarle de la muñeca y arrastrarle hacia la puerta.
—¡Lo más importante es el tótem! —gritó Dagán desde la puerta—. ¡El tótem es tu llave y tu cabeza! ¡La carne del tótem lo es todo!
El cuello de Dagán se rompió al amanecer, tal y como él mismo había anunciado. «La yegua tratará de hacerse fuerte en ti. Deberás dejarla ir cuando llegue el momento. Alguien deberá vigilarte para que no te des la vuelta. Lo que sepa la yegua, lo sabrás tú también». Sus palabras se repetían una y otra vez en la mente de Niam, que trataba de atesorar aquello que se le había revelado del Imbas Forosnai. Retenerlo para que no se hundiera en la oscuridad como el aliento de Dagán. Grabarlo con la precisión de un nombre ogam sobre la piedra de su mente. «La carne del tótem lo es todo», había dicho. Ella debía transformarse en yegua, estaba claro. Confundir su carne con la del animal, pero ¿cómo? ¿Cómo podía una persona, alguien que no fuera un dios, transformarse físicamente?
La separaron de Faílenn y se la llevaron a la tienda de Cunedda, donde tendría que permanecer día y noche para proteger el sueño del rey. Mientras tuviera esa posición en la corte itinerante ningún hombre podría tocarla, bajo pena de muerte. Su labor era demasiado importante, una cuestión sagrada, y su virginidad debía permanecer intacta.
Cuando salió la luna, ella se echó a los pies de la cama y cerró los ojos, esperando a que terminaran los encuentros amorosos del líder con sus esclavas. «La yegua intentará apoderarse de ti. Crecerá en tu interior. Y cuando ambas seáis una, te dará sus secretos». Aún estaba fascinada por aquella revelación. Que allí, en la oscuridad de las cámaras de piedra, los druidas hubieran desarrollado la técnica para conseguir un poder semejante: el de fundirse físicamente con un animal. Aquello era lo que siempre habían buscado, lo que los guerreros también perseguían. Lo que en las sagas solo podían hacer los dioses.
Mientras pensaba en ello sintió la mirada de Corótico, que estaba en pie, guardando la tienda. Observándola.
Cuando el rey se durmió, ella hizo una seña al guerrero para que se acercara y él no dudó.
—¿Qué le pasará a mi amiga? —le preguntó en voz baja, en britano-romano.
Él se acercó aún más y se sentó junto a ella.
—No le pasará nada. No te preocupes.
Corótico le miraba el rostro como hechizado. Igual que la primera vez que la había visto, en el bosque.
—Cunedda ha tenido mucha suerte al encontrar una virgen tan hermosa —dijo el capitán, en irlandés—. ¿Cómo te llamas?
Niam se sorprendió de que aquel hombre conociera su lengua. Quizá tenía alguna ascendencia al otro lado del mar.
—Me llamo Niam. Necesito encontrar a Faílenn, la mujer que trajeron conmigo… Ella es muy importante para mí.
—Si es así, yo la protegeré.
—¿Puedes hacer eso?
—Por ti lo haré. Algún día acabará esta guerra y Cunedda ya no te necesitará. Antes de que acabe el invierno habremos tomado la Montaña Sagrada. Entonces vendrás conmigo a la Altura de la diosa Clota, donde reina mi padre. Quiero que seas mi esposa. Mi reina, algún día.
Niam se estremeció al imaginar su futuro junto a aquel hombre, del cual nada sabía, en un lugar extraño, entre gentes desconocidas. Clota estaba en Caledonia, al otro lado del Muro. Pero era su única oportunidad de hacer un pacto y en aquellos momentos era lo único que le importaba: que ella y Faílenn pudieran protegerse mutuamente. La muerte de Dagán era demasiado real, demasiado cercana.
—Prométeme que la ayudarás a escapar. Que la salvarás. Y si lo haces, me iré contigo de buen grado.
Corótico hablaba como en un sueño, como si su voluntad ya no le perteneciera.
—Así se hará.
Imlech, Ériu
—Déjame que lo haga. Simboliza la humildad de Jesús.
Había llegado la mañana y los rezos habían restaurado la paz de Finn.
Ceara, que estaba sentada sobre una roca, alargó el pie y Finn lo desnudó del calzado de cuero.
Se le reveló de nuevo aquel pie blanquísimo, divino como el ala de un ángel. Se sentía indigno de tocarlo, humillado por su blancura, y era en su estómago donde se concentraba la tensión que le procuraba aquel pensamiento. La oscuridad de la noche anterior le había dado confianza para coger su mano, pero ahora se veía incapaz de rozarle la piel. Le había pedido a Patricio que le dejara encargarse del pediluvio anterior al bautismo de la muchacha, pero ahora no sabía si podría llevarlo a cabo.
Fue ella quien rompió el hechizo al sumergir el pie en el cubo de agua. Allí, bajo las ondas, disimulaba su forma perfecta y Finn pudo finalmente meter las manos y abarcarlo.
—Mi maestro me ha dado permiso para ser tu confesor. Y también para resolver tus dudas, si es que las tienes…
Ceara bajó la vista. La de sus ojos era una pena profunda y submarina.
—Me hiere verte así de triste. —Finn no pudo contenerse ante aquella expresión desolada, que parecía haberse impuesto por un instante a la máscara de la corrección—. Deja que te ayude. Eso es lo que más me importa. —Se quedó callado un momento y levantó los ojos de forma tímida, para volver a ocultarlos de nuevo en su tarea—. Tú eres lo que más me importa.
Ceara le dedicó una mirada compasiva, como si todavía tuviera delante al Finn niño al que había conocido en las playas de Demet.
—¿Por qué?
A Finn no le salían las palabras. Pensaba que con la última frase ya lo había dicho todo. Se le exigía el último paso, el definitivo, pero sus labios se abrían y no llegaban a pronunciar una palabra. Sus ojos, por contraste, estaban llenos de firmeza, de un amor devoto, que era la única clase de amor que conocía. Recordó el primer mandamiento y supo que estaba muy cerca de quebrantarlo, que estaba rozando un terreno reservado tan solo a la fe. Pero aquel amor, aunque igual de intenso, le parecía también puro y no tuvo miedo de él.
—Te amo, Ceara. Y eso no lo cambiará nada que puedas decirme.
Ella le miró y asintió despacio.
—Está claro que has dejado de ser un niño —dijo ella, recuperando la seriedad y el respeto por él— y que te has convertido en un hombre valiente. Pero no puedes ayudarme.
—La confesión purifica. —Se agarró a las fórmulas aprendidas para poder seguir hablando—. Si yo no puedo ayudarte, Dios lo hará. Hasta que no descargues tu alma en la mía no estarás preparada para recibir tu bautismo. Mediante él renacerás. El bautismo lo lavará todo. Será como si nunca hubiera pasado…
—Debes prometerme que no hablarás a nadie de esto.
—Estás bajo secreto de confesión.
Ella desvió la vista y él hizo lo mismo. Sabía que era mejor no mirar a los fieles mientras se confesaban. Continuó lavando los pies de la muchacha, ahora confiado, como si hubiera empezado también a lavar los pecados.
—Ya sabes lo que pasó anoche. No es la primera vez.
—Tu esposo debería defenderte…
—No lo hará. Es un hombre muy viejo. Ya no puede hacer hijos. Pero yo sí.
Los dedos de Finn se tensaron sobre la piel de Ceara.
—Ya has tenido uno. Deberían dejarte en paz.
Finn sabía que Fand, la madre de Ceara, era cristiana. Y no había conocido a su padre, Murchad, pero estaba seguro de que le habría disgustado aquella situación.
—Ceara, tengo que sacarte de aquí.
—No puedes.
—Sí que puedo. Yo soy tu familia también. El hijo adoptivo de tu hermana. Tengo que ayudarte…
Ceara negó con la cabeza.
—Esto no durará siempre. A mi marido no le quedan muchos años. Después de su muerte me dejarán tomar el velo. Seré libre entonces…
Finn negó también, luchando por encontrar las palabras, pero sin conseguir encontrarlas.
—Debes esperar —insistió ella—. Manteniendo el silencio. Recuerda el secreto de confesión. Hazlo por mí.
—¿Y permitir que te sigan explotando como si fueras una res? ¿Como a una de sus esclavas? ¿Metiéndote en el lecho de cualquier hombre?
—Sabes que no es necesario ser esclava para esto.
Finn lo sabía. Las mujeres eran una propiedad más de la familia. Cada ciclo fértil que una mujer joven pasaba sin concebir se consideraba un desperdicio. Incluso se habían establecido las multas por cada mes perdido, si resultaban heridas por cualquier vecino y caían en cuidado de enfermos. Los hijos eran la mayor riqueza de una familia y de una granja y, a esos efectos, no importaba quién fuera el padre biológico, sino tan solo el legal.
—Mi maestro tiene que darse prisa… Todo en esta isla está podrido. Habría que prenderle fuego hasta las estacas.
Finn apretaba los puños con rabia. Hasta entonces no se daba cuenta de lo importante y urgente que era su misión. Pero ante el sacramento de la confesión estaba atado.
—Puedes romper el contrato… —Finn negó con la cabeza, incapaz de terminar la frase, incapaz de aceptarlo—. Con la ley en la mano, por incapacidad. Seguro que puedes.
—Finn… Muchos de los hombres que toman una segunda esposa lo hacen cuando están ya muy viejos. Si se pudiera romper el contrato tan fácilmente esos matrimonios no tendrían lugar.
«Va a ser como tragar piedras —pensaba él—, como beber veneno a diario». Sabía que le iba a causar un dolor lento y constante: el mayor que hubiera llevado dentro hasta entonces.
—Utilízalo como inspiración —siguió ella—. Para cambiar las cosas. Escríbeme siempre, allá donde vayas. Y yo te avisaré cuando todo termine.
Finn vio como el pie de Ceara se escapaba de entre sus manos. Suave y húmedo, a pesar de que él había intentado secarlo con la manga de su túnica. Arrugado y tierno del agua, blanco y libre y desnudo. No le pertenecía, era incapaz de retenerlo. Quizá nunca sería suyo. Su dueña lo ocultó, apresándolo en el cuero del calzado, velándolo de nuevo. Y su voz blanca se silenció.
Mirando aquel pie, ahora oprimido y oculto, le pareció que el mundo se había vuelto un poco más oscuro.
—Padre…
—Dime, Finn.
Patricio mantuvo la mirada fija en los conejos que estaba cocinando. Juan era el que se dedicaba a aderezar los guisos y a hacerlos sabrosos, pero Patricio se ocupaba personalmente de la parte más sucia y de mayor faena. Despellejaba los conejos, destripaba los cerdos y despiezaba los terneros con mayor habilidad que ninguno de ellos. Era el que mejor sabía cómo lavar la ropa, cómo hacer remiendos, cómo talar la leña. Tenía tanta fuerza en los brazos como un herrero y no le asustaba el trabajo. Sus años de esclavitud le habían hecho inmensamente capaz.
—Padre, ¿nunca ha estado enamorado?
Patricio detuvo su quehacer ante aquella pregunta tan inesperada. Permaneció confuso, sin saber qué decir, mientras buscaba una respuesta en su interior.
Finn pensó que quizá se había extralimitado. Que, para un hombre que apenas hablaba de su pasado, aquella era una pregunta en exceso personal.
—Hubo un tiempo, cuando era más joven, en que pensé que sí lo estaba —respondió, al fin, Patricio—. O que iba camino de estarlo. Pero con el tiempo me di cuenta de que aquello no era amor en absoluto. Solo fue una estupidez. —Vio cómo Finn se retorcía las manos, nervioso—. Y después… Después de… —Iba a decir después del secuestro, del rapto, de la esclavitud. Pero no se le ocurría ninguna palabra que pudiera describir con justicia lo que le había pasado—. Después creo que ya no tenía posibilidades de enamorarme ni de formar una familia. Ya no tenía ganas, ni interés, ni tiempo. El ministerio eclesiástico lo es todo para mí.
—Ah…
Patricio dejó entonces lo que estaba haciendo. Una contestación tan breve solo era un síntoma de preocupación.
—Finn… Hijo, sabes que no es imposible dedicar tu vida a Dios y tener una mujer, ¿verdad? El celibato es la opción más elevada, pero no es obligatorio. No tienes por qué seguir mi camino ni el de ninguno de los que estamos aquí. Tú todavía estás a tiempo. Puedes dejar esto. Este lío en el que te has metido. Volver a Alba o incluso quedarte con alguna de estas comunidades. Siempre les vendrá bien un hombre como tú. No estás tan lejos de conseguir la ordenación.
—Eso no es lo que yo quiero, padre. Yo quiero quedarme a su lado. Esta misión es muy importante.
—No tienes por qué sacrificarte. Mi padre era diácono y mi abuelo sacerdote. Y ambos tuvieron familia y carrera. No es incompatible. Además… Yo no te necesito tanto.
Lo de no necesitarle era una broma tierna. Por supuesto que le necesitaba. Por su ayuda, por su servicio eclesiástico y sus exorcismos, por su dominio de la lengua y de las costumbres irlandesas. Por encima de todo, por su compañía y su amistad tan familiar. Pero los sacrificios debían ser voluntarios. No quería arrastrar a nadie a los límites a los que él estaba dispuesto.
—Es incompatible con esto que estamos haciendo —resolvió Finn—. Esto es lo que yo quiero. Esta es mi elección. —Se levantó y se alejó ligeramente, con la excusa de echar un leño a la hoguera, para que Patricio no le viera la cara—. Y además está casada.
La palabra pareció desgranarse en su boca como si la masticara y luego se la tragó con la saliva, como si fuera una medicina amarga.
—Oh —respondió Patricio en un murmullo—. Casada.
El maestro no pudo aconsejarle más. Casada era una palabra tabú que silenciaba todo argumento. Ignorarla solo podía llevarle al pecado mortal y a la desgracia. Como a él le había llevado con Claudia.
Aquella palabra fue su confirmación de que Ceara, la joven madre, era la que ocupaba el corazón de Finn. Había advertido la complicidad de ambos y había visto a Finn cerrar los ojos durante su bautismo, mover los labios rezando, para evitar su desnudo. Era el único que no la había mirado mientras la bautizaban. Esperó que Dios le ayudara a borrar a aquella mujer de su mente.
Segontium, Alba
En la oscuridad del pabellón, Niam sentía su sangre expandirse con cada latido dentro del pecho. Amenazaba con anegar hasta las más remotas orillas de su cuerpo.
Podía oír de fondo las risas y los cantos que provenían del lugar de banquetes. El olor de la grasa animal saturaba el aire de la noche. Era la celebración del fuego de Bel: el festival de Beltine. El momento que habían estado esperando.
De repente escuchó el susurro de los matorrales al abrir paso, de la tierra al ser pisada, del roce del cuero de la tienda al abrirse. Contuvo la respiración.
Corótico apareció primero. Sus ojos llevaban aún el brillo de la luna. Ojos azules, abiertos, al igual que monedas de plata.
Los rizos de Corótico eran negros y sus ojos eran claros, pero no de un color intenso que pareciera atravesar la carne sino redondos y dulces como los de los mosaicos y estatuas del emperador Constantino. Tenían el brillo suave de una perla. Una caricia astral, distante y desconocida.
Niam se sorprendió de verse abstraída, fascinada por aquella mirada. Incluso en un momento como aquel.
Cuando Corótico hubo comprobado que no había nadie más en el interior de la tienda, dio un paso al frente y tiró de la muchacha que escondía afuera, entre los pliegues de la noche.
Faílenn se echó, exhausta, en los brazos de su amiga. Le faltaba el aliento debido al temor.
—Te sacará de aquí. Es un capitán y me lo ha prometido —intentó tranquilizarla Niam.
Ella asentía deprisa, con los ojos inseguros, sin atreverse a hablar.
—La dejarás con los colonos, ¿verdad? —dijo Niam, dirigiéndose a Corótico—. Una vez allí estará a salvo. Estoy segura de que su padre les recompensará.
—¿Y tú qué harás? —habló Faílenn finalmente. Su tono era de súplica—. Huye conmigo ahora. No habrá otro momento.
Niam sonrió triste y negó con la cabeza. Sabía que era imposible. Era demasiado valiosa para el rey. Además de que debía pagar a Corótico su parte del trato.
—No puedo… Lo siento…
Le partía el corazón separarse de Faílenn.
—Debemos irnos ya. —Corótico, tajante, se asomaba levemente por la rendija que permitía el cuero de la entrada.
Faílenn tomó fuertemente las manos de Niam. Sus nudillos se volvieron blancos bajo las antorchas.
—Te buscaré. En Demet o en Mona, en donde sea. Te encontraré y juntas veremos crecer a nuestros hijos.
Y entonces se dio la vuelta y desapareció.