Prólogo
Su nombre procedía de Alba, de la misma tierra que él ahora pisaba, y significaba Huella Blanca. Se decía que, por donde ella caminara, las flores blancas crecían a su paso. La sonrisa de Olwen, que era contagiosa. Su voluntad de curar los ánimos adversos.
Era la misma tarde en que Ciarán había cumplido los diez años y se había marchado a celebrarlo, él solo, a la parte baja del río. Las brumas, en el cielo, se cerraban lentamente en torno a las cimas de las montañas. Tendían sus brazos formando un círculo perfecto, como si nunca se hubieran desgajado. El verde de la tierra se mostraba misteriosamente vivo, como si una magia antigua, subterránea, lo preservara así.
Cabalgaba sin bridas y era la primera vez que lo había sentido: que podía formar uno con el caballo, que podía fundirse con el mundo. Olwen estaba allí, junto al río, sentada en una piedra tan grande como ella misma y, al verle llegar al galope, saltó y le esperó en el agua. Él fue disminuyendo el brío de Cuchillo para ir a su encuentro, salpicando a un lado y al otro del camino. Tenía solo diez años y ella ocho, pero aquella era su imagen más clara de lo que era un hogar. Ella estaba allí, esperándole, en mitad del río. El olor de la Llanura, del que ya no quedaba el miedo o la desconfianza, sino tan solo el abrazo de Olwen, que había ido a buscarle.
Mucho tiempo había pasado desde que Ciarán grabara su propia piedra ogam, la piedra de su tumba. Y aunque solo Olwen descansara a sus pies, en verdad allí yacía el hombre que había sido, la historia de su vida, el vínculo con sus ancestros Barr y Necht. Allí había enterrado la Llanura entera, la llamada de una tierra de la que había sido pretendiente una vez, cuando aún tenía derechos de ser su regente y amante. Se había jurado a sí mismo que jamás regresaría.
Ahora contemplaba la isla desde el otro lado del mar. Desde las costas del exilio. Era solo un instante, al despedirse el día, cuando miraba hacia el Oeste: el saludo a Macha, su diosa protectora. La calidez dorada de muchos atardeceres había suavizado el iris azul hiriente de sus ojos. Los había hecho más profundos, con el paso de los años.
Aquella noche, en el sueño, la espada estaba lustrosa como el pelaje húmedo de un caballo al galope. El hierro fosfórico del arma la hacía única: los huesos equinos con los que había compartido el horno, en el momento de la forja, se habían fundido a lo largo de su cuerpo y brillaban como un polvo de cristal dorado. Ciarán la vio caer a plomo, en vertical, como si quisiera clavarse en las profundidades del río Cisne. Y allí, en el lecho acuoso, la hoja empezó a sangrar.
El Señor de los Caballos quedó clavada y cautiva, como un tesoro depositado en el umbral del Otromundo: un sacrificio a los dioses cuya sangre no podía ser lavada. El rojo manaba del metal con cada caricia de la corriente hasta alcanzar las piedras de la ribera y las raíces de los árboles que se hundían en el limo.
Su significado se perdió entre las nieblas y los fantasmas que siguen al despertar de un sueño. Pero por un instante, como un destello único en la confusión de la duermevela, Ciarán supo que una nueva tormenta se cernía sobre la Llanura y que le aguardaba todavía una última batalla.
Mientras su conciencia emergía de las profundidades todavía podía oír su propia voz, como un eco angustiado, reclamando: «¿Qué es lo que viste, Niam? ¿Qué es lo que viste?».
Y después abrió los ojos y olvidó.