23
Cath Maige Eala
Las bandas se habían alineado por delante de los demás hombres del túath. Los príncipes Fedlimid y Eochaid encabezaban el ejército por la parte izquierda, en la parte derecha estaba el fían de Creidne y en el centro Conaire encabezaba a los hombres a caballo, entre los que se encontraban Diarmait y Ciarán. Coirpre no había desaprovechado el receso de la noche y había reforzado sus filas a última hora, contratando un gran fían de cuarenta y cinco lanzas. Y sus nobles presentaban una cincuentena de monturas.
—No creo que nosotros podamos marcar la diferencia contra todos esos caballos —dijo Conaire.
—Dicen los sabios que una batalla no se rompe por el número —respondió Ciarán—. Les sacaremos ventaja con las jabalinas. —Se aseguró el escudo a la espalda, comprobando que las correas de cuero eran firmes. Llevaba todo un carcaj de proyectiles colgando del cuello de la Aguja. Recordó los consejos de sus antiguos maestros: el persa Narsés, el capitán Murchad… Los interminables partidos de pulu.
Conaire miró entonces a Ciarán y recordó el día en que le había conocido, cuando todavía era adolescente. La sensación tan extraña que le había causado durante su primera carrera en Caisel. Conocía bien sus habilidades para traspasar el velo del Otromundo. Quizás él había conseguido ver algo que los demás no, obtener un fugaz vistazo del resultado. Mirando en sus ojos azules encontró suficiente decisión como para creer en él.
—Además —continuó Ciarán—, también tenemos a Ciar. Él es tan buen jinete como yo…
—Pero ¿dónde está él?
Ciarán miró desorientado a su alrededor. Le había perdido de vista y no había ni rastro del muchacho. Ni tampoco de Conmáel ni de Áedán. No podía entenderlo. Ciar se había estado preparando a conciencia para aquel momento y ahora que había llegado… su lugar estaba vacío.
—No podemos esperarle —advirtió Conaire—. Coirpre tampoco lo hará. Espero que la diosa esté hoy de tu parte.
Conaire se adelantó entonces, preparándose para la arenga, y se encontró por un momento aislado, en medio de aquel campo en el que se iba a derramar sangre, con el ejército a sus espaldas. Tenía una sensación extraña, como si el aire vibrara por la tensión de la propia tierra, excitada por saber quién sería su próximo amante. Sintió que aquel aire le agitaba los cabellos y las cintas que llevaba atadas al cuello de la gran lanza. Era una corriente que soplaba de este a oeste, hacia el mar.
En aquel momento, en aquel lugar, era como si ese mismo viento intentara deshacer con sus dedos las hebras, ya gastadas, que entramaban toda una era. Aquella brisa ligera, pero inevitable, se llevaba el perfume de las ideas que había amado y honrado, el de tiempos que se habían vuelto antiguos. Se llevaba también una parte de Ériu y de su espíritu: parte de sus plantas y de sus animales, parte de sus ríos y sus montes flotaba, invisible, en el aire. Se habían convertido, de pronto, en extraños en su propia tierra. Todo lo que habían conocido pasaba a formar parte de la tradición oral, de las leyendas, de la voz múltiple y anónima de los poetas. A la luz de las antorchas cristianas que llegaban del este no había refugio para los misterios de los fíana. Su mundo agonizaba y apenas quedaba tiempo. Quizás aquella era la última de las celebraciones. Quizás…
Se volvió para encontrarse con el ejército, alineado y silencioso, aguardando.
—Esta batalla está por encima de tierras, riquezas o tributos. —Conaire abarcó con la mirada al conjunto de sus hombres y vio que hasta el último de ellos tenía el corazón puesto en sus palabras—. Hemos venido libres. El que no quiera estar en el combate puede irse con las vacas o con las ovejas. Con las mujeres no porque me dejáis solo. —Se escucharon varias carcajadas entre las filas, especialmente entre los fénnidi, que le conocían bien y sabían que, ciertamente, el último en abandonar un combate por una mujer sería Conaire. Eochaid sonrió de oreja a oreja—. ¡Nosotros formamos los fíana de Ériu! Nos hicimos guerreros para acabar con las ataduras. De la sociedad, de los reyes e incluso de la tierra. Para ser dueños de nosotros mismos y de los dioses. Pues bien, yo os digo que hacer la guerra es el acto más libre que tenemos. Que no es una necesidad, sino una celebración. ¡Vosotros decidís vuestro destino! ¡Aquí! ¡Hoy!
Cada carnyx abrió entonces su garganta abisal y el clamor brotó como un chorro hacia lo alto y prosiguió en aumento.
—¿Qué es lo que nos mantiene vivos? —gritó Conaire.
—¡La verdad en nuestros corazones, la fuerza en nuestros brazos y el honor en nuestras lenguas! —clamaron los guerreros, renovando su juramento.
Y para entonces se habían sumado las voces de las trompetas y de los cuernos y los gritos de todos los hombres y el tumulto era ensordecedor. Los cuellos de las lanzas chocaban contra los bordes metálicos de los escudos. Los cantos flameaban en el aire como banderas.
Decían los ejércitos foráneos que el paisaje parecía acompañar a los celtas en la batalla. Pareciera ahora que toda la diosa Ériu se levantara, sedienta de sangre, y que llevara en su alma a Badb, a Morrígan, a Macha, a Scáthach, a todas las diosas de la guerra, despiertas al escuchar los bramidos de las astas y los bronces. Pareciera que los árboles fueran más altos y las colinas más llenas, henchidas del poder de los reinos subterráneos. Y que hasta los fenómenos atmosféricos se transformaran para vibrar al unísono con sus hijos. Las ramas de los bosques se mecían violentas al paso del viento, como llamas negras que proporcionaban un siniestro telón de fondo al ejército. Las ráfagas azotaban la hierba y ennegrecían las nubes, que inducían al temor. El espacio entre ambos bandos estaba cargándose de fuerzas telúricas y oscuras.
Coirpre de los Juncos levantó su lanza y esperó. Su ejército, a su espalda, contuvo el aliento en espera de la señal de ataque. De pronto vio, a lo lejos, lo que le pareció un jinete que se desprendía del resto de las filas y galopaba hacia un lateral, lejos del campo.
—Parece que tienen algunos desertores. Espero que a nuestras mujeres les dé tiempo a preparar el banquete —murmuró. Esbozó una media sonrisa que reveló hasta las muelas de uno de sus laterales, contrayendo su mejilla fláccida, pellejuda, deformando la marca morada de su pómulo. Sus ojos oscuros, hundidos en su calavera, intentaban adivinar el desconcierto entre las filas enemigas. Su hijo Maine y su nieto Dauí se adelantaron sobre sus caballos. También su gemelo, Coirpre el Picto. Todos empezaban a darse cuenta de que aquello no era un jinete normal—. Pero ¿qué…? ¿Cómo es posible?
No era solo un caballo lo que había advertido el de los Juncos, sino algo diferente, que no había visto el mundo desde el cambio de milenio.
Ciar se había presentado en el campo de batalla al modo de los reyes antiguos, emparentándose así con Boudicca y Vercingétorix, con Ambiórix y Cunobelino. Subido en un imponente carro de la guerra, como los que habían servido a la conquista desde hacía dos mil quinientos años en ejércitos persas, egipcios, indios y celtas.
El carro estaba recién ensamblado, pintado de un negro profundo, aunque el suelo era blanco igual que el de una tierra sobrenatural. En él iban uncidos dos caballos, también negros, y su auriga los tenía firmemente controlados.
Detrás del carro se agrupaban los ocho jinetes del batallón de Ciar. Entre ellos estaba Conmáel y también Áedán. Y junto a cada guerrero había también un músico. Los carnyces que portaban eran diferentes: cabezas de caballo. Tan aterradoras que sus bocas abiertas, deformes, les daban la apariencia de dragones. Los ojos de esmalte rojo parecían encendidos por un fuego secreto. Las lenguas de madera colgaban sedientas desde sus mandíbulas.
De repente, y en contra de lo que todos esperaban, Ciar y sus hombres salieron a campo abierto.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Conaire, enojado, volviéndose a los demás—. Por todas las diosas de la muerte, ¿alguien me puede explicar qué está pasando?
—Lo quiere para él —dijo Diarmait, casi paralizado.
—¿El qué? —interrogó Eochaid, que veía cómo su propio hijo se alejaba también, saltándose cualquier precaución y jerarquía.
—Al de los Juncos —respondió Diarmait, muy serio. Miró a Ciarán—. Lo quiere para él.
Ciarán asintió. Tenía claro el significado de aquella mirada. Ambos sabían que él era el único capaz de alcanzarle. Ciar ya llevaba una ventaja considerable sobre el resto de sus compañeros, lo que le dejaba solo en el campo de batalla.
—Maldición —masculló Conaire.
Hizo la señal a los portadores de las trompetas y bajó la pesada lanza, emprendiendo el galope hacia el ejército enemigo. Le seguían todos los miembros de los fíana en un grito unánime, que hizo retumbar la tierra.
—¡Pasaremos por encima de ellos como lo haría el agua o el viento! —gritó el de los Juncos en el otro bando.
A un toque de las trompetas y los cuernos, bajó la lanza y los cincuenta caballos que había en la delantera se lanzaron a la carga como una avalancha de piedras. Una nube oscura de pardos y grises se precipitó sobre las tierras de la Llanura, sembrada de resplandores súbitos, nacidos de los filos de escudos y espadas. Frente a ellos, Ciar estaba solo. Una figura única sobre el lienzo borroso a sus espaldas.
La angustia se apoderó de Ciarán y azuzó aún más a la Aguja hacia delante. Los cascos del animal golpeaban tan fuerte que pareciera que quisieran alcanzar el corazón de la tierra, uno que Ciarán estaba ya buscando con desesperación, escarbando en su interior con las manos desnudas de la mente. Deformaba el viento alrededor de él y le pareció que se fuera a fundir con el roce del aire. Había aprendido a ver la barrera del Otromundo ante sí, cada vez más clara, cada vez con menos tiempo y distancia. Esta vez la vislumbró enseguida y se lanzó contra ella, la aferró con todas sus fuerzas.
Macha estaba allí, en el campo de batalla, subida en su yegua nívea. No entendía cómo no la había visto antes. «Madre Macha, ayúdame».
La diosa abrió la boca y de ella salió una canción poderosa y lenta, inaudible para cualquier hombre, excepto para Ciarán, que tenía el espíritu dividido entre ambos planos de existencia. Era una canción formada por tres voces femeninas, las voces de sus tres rostros. Cada una de ellas tenía un tono: la voz de la guerra tenía el tono alegre; la voz de la soberanía tenía el tono dulce que llevaba al sueño y que precedería a un nuevo despertar; la voz de la fertilidad tenía el tono triste de una madre doliente.
Para Ciarán todo lo demás se hizo silencio. Los cuernos, los carnyces, los gritos de los hombres. Solo estaba la voz triple de Macha, hacia la cual todos los caballos giraron, por un momento, sus cuellos robustos.
Ciarán se dio cuenta de que Ciar volvía la cabeza desde su carro, con una lentitud que le pareció sacada de un tiempo paralelo. Tenía los ojos desorbitados por la confusión. Clavó en él sus iris aterrados. Él también podía oírla.
El ejército enemigo parecía un animal con la columna rota. Los caballos habían entrado en pánico. Era como si jamás hubieran llevado hombres sobre sus lomos y no estuvieran dispuestos a permitirlos ahora. Se revolcaban por el suelo, aplastando a sus dueños, buscando quitárselos de encima como si fueran molestos parásitos. Otros huían en desbandada. La caballería de Iarmumu se deshacía como una prenda mal tejida.
Los iris azules de Ciarán vibraron por un momento y en ellos se formó la imagen de su hijo. Era como verse a sí mismo. Le hizo despertar: Ciar se dirigía, resuelto, hacia su muerte.
Los sonidos volvieron y Ciarán se dio cuenta de que el batallón de su hijo había hecho sonar los carnyces equinos que portaban. Las lenguas articuladas se movían frenéticas al paso del aliento. El sonido era estremecedor y se había desatado de súbito sobre las filas enemigas, precedido por aquel carro negro que parecía sacado del mundo de los muertos. Seguramente aquella tormenta acústica era la que había trastornado a los caballos, incluyendo a los de Ciar, que habían sido arrastrados por la locura y se habían descontrolado. El auriga había recorrido el eje hasta el yugo y trataba desesperadamente de hacerles voltear. Se habían acercado demasiado al enemigo.
Las jabalinas silbaron en el aire y Ciar se resguardó completamente tras el escudo, perdiendo por un momento la visión del campo, protegiéndose la cabeza. Avanzó unos metros parapetado y se extrañó de no recibir en la madera los impactos que esperaba y contra los que estaba ya preparado y en tensión. Los caballos proseguían su galopada sin que nada pudiera herirlos, hasta que giraron y el carro derrapó, tirándole al suelo.
Miró hacia la derecha, buscando a su grupo de jinetes, pero no halló ni rastro de ellos. Volvió luego su atención hacia la izquierda y entonces vio a su padre. Comprendió entonces que él se le había cruzado por delante en el momento del ataque, cubriéndole. Tenía el escudo reventado de jabalinas, pero aunque la mayoría habían sido detenidas, algunas se habían abierto paso en su carne. Aun a aquella distancia y a pesar de su túnica negra, pudo ver que sangraba.
En aquel momento las huestes se derramaron a izquierda y a derecha. Como una riada de granos de cereal desfondando un saco se abrieron camino, llenando de sombras el campo verde. Se levantó una blanca niebla de cal y de tiza cuando chocaron los escudos de uno y otro bando, se rompieron lanzas, se abrieron tajos profundos en las carnes y el metal resonó por todas partes.
Ciar avanzó transversalmente, con dificultad, haciendo frente a la marea de hombres armados que ya solo obedecía a la fiebre de la lucha e intentando observar a través de aquella niebla, que le irritaba los ojos.
Cuando llegó hasta la Aguja, sin embargo, el caballo negro estaba ya sin jinete. Ciarán yacía en los brazos de Eochaid, que le había desmontado. No le había perdido de vista ni un momento.
—Estoy bien —le decía Ciarán—. Debéis seguir.
Eochaid se limitó a asentir con decisión pues era consciente de que, en el corazón de la batalla, no había lugar para lamentarse y de que era el momento de la fuerza y no del desánimo. Con la ayuda de Ciar le llevó hasta el límite del campo y le recostó contra un árbol. Comprobó sus heridas. Tenía una jabalina hundida en el muslo y otra, más preocupante, en el costado. La última era de madera negra, de ciénaga.
—No parecen graves —le animó, forzando la media sonrisa a la que solía recurrir a menudo, cuando bromeaba. Pero sus ojos estaban tristes—. Espérame.
Ciarán asintió, mientras descansaba la cabeza en el árbol y cerraba los ojos. Eochaid besó su mejilla y partió en busca de Conaire. Y a cada paso que daba mataba a dos hombres.
Ciar aguardó junto a Ciarán, buscando alternativamente con la mirada la llegada de las mujeres y los ojos de su padre.
—Debes ir con el rey —le susurró él, sin levantar los párpados.
—Creía que le odiabas —respondió Ciar, preocupado.
—Eso es verdad. Pero es el rey, de todas formas. Y aquí no puedes ayudar.
—Padre, ese sonido que oímos…
—Llevar las trompetas hasta el enemigo fue una buena idea. Los animales no lo soportaron…
—Me las dio Creidne. Y también el carro. Pero no fueron las trompetas, padre. Tú la escuchaste a Ella, igual que yo. Lo vi en tu rostro. Era su voz…
Ciarán asintió.
—Macha está aquí. Ha venido a buscarme. Pero a ti aún te queda mucha batalla.
Ciar dudó si decirle la verdad sobre la revelación de Máelcenn, pero pensó que era justo que lo supiera y no sabía de cuánto tiempo disponía.
—Padre… Máelcenn me reveló que los Barr no fueron asesinados. Quería decírtelo después de la batalla… Las mujeres y los niños fueron llevados al norte y hechos esclavos.
Ciarán no contestó. Recordó las palabras de Bróenán: «No quedó nada, ni las tumbas… Los matamos y los quemamos a todos».
—Voy a encontrarles… —siguió Ciar—. Te juro que encontraré a nuestro pueblo.
Llamó entonces a los niños que estaban apartados, cerca del combate, por si era necesario ayudar a los heridos o proporcionar lanzas y espadas frescas y les dejó a su padre al cargo. Tomó entonces a la Aguja y galopó al encuentro de Diarmait.
La batalla se mostraba favorable. El enjambre pardo de la caballería no se había recuperado de aquel único momento de caos y era como si por el campo hubiera pasado una nube borrosa de tormenta. Casi toda la nobleza había perdido ya sus monturas. El gran fían contratado por el de los Juncos encabezaba la primera línea de combate a pie. Una vez rebasados sus hombres, solo quedarían vasallos ligados por contrato.
Los fénnidi de ambos bandos eran fieros y habilidosos. Algunos más jóvenes y otros más experimentados, pero todos con talentos propios. Cada guerrero era único y exhibía con orgullo los símbolos del animal que le protegía y le daba fuerzas. Entre ellos había ciervos veloces, robustos jabalíes, hábiles cuervos, perros salvajes, valerosos caballos y toros fieros… Algunos de ellos eran poetas o músicos. Otros tenían acceso a conocimientos druídicos de curación. Los había herreros y también carpinteros. Y todos ellos tenían el mejor entrenamiento en las armas.
Creidne, que llevaba pintado el antifaz negro, era una imagen inspiradora: como si la misma Morrígan se hubiera puesto a caminar entre los hombres. Su valor para el ejército era más simbólico que práctico, pero Bressal, que guardaba su flanco izquierdo, era letal e iba dejando un reguero de muerte detrás de ella.
Cuando Eochaid llegó junto a Conaire, este ya había encontrado a quien había ido a buscar: Coirpre de los Juncos le miraba fijamente a los ojos mientras ambos esperaban a que el contrario atacase. El capitán había recibido una herida en una pierna, de un tajo contundente que había dañado su cinturón y parte de la armadura de escamas.
Coirpre atacó primero y demostró que, a pesar de los años, su entrenamiento había sido el de un hijo de rey. Ninguno de los contrincantes tenía la fuerza de antaño, pero seguían teniendo arrojo y, en el caso de Coirpre, también odio. Contra su padre, Conall Corcc, contra su hermanastro Nad Froích y su sobrino Óengus. Contra Caisel entero.
Por contra, lo que movía al capitán era la ausencia de miedo: nunca se había imaginado otra muerte que no fuera la del guerrero y, aunque no iba a darle a Coirpre ese placer, era consciente de que aquel sería su último día a este lado del mundo.
Coirpre insistió una y otra vez por el mismo flanco, aquel en el que la coraza estaba desgarrada, pero Conaire siempre le estaba esperando y le desequilibró con facilidad a la tercera embestida.
—Levántate. Solo estás empezando. —Le hablaba como a un muchacho novato en su primer día de entrenamiento.
El de los Juncos se levantó furioso y esta vez intentó sorprenderle por arriba. El capitán frenó el golpe que caía y el filo de su espada resbaló por el del enemigo, haciendo chirriar el metal. Se quedó muy cerca del rostro de Coirpre, en el que la vieja marca amoratada aún era visible. El capitán se apoyó fuertemente sobre la empuñadura, con todo su peso, añadiendo cada vez más presión, y, para sorpresa de todos, al de los Juncos se le saltaron los dos clavos de la guarda.
Conaire retrocedió y muchos de los que estaban alrededor observando el combate se rieron:
—¡Le ha roto la espada!
—¡El lobo se ha quedado sin colmillo!
Coirpre maldijo su suerte y se adentró entre sus hombres, buscando a quien le portaba las armas.
El capitán aprovechó para ajustar las correas de su escudo, pues se habían aflojado. Estaba cansado. Ya no tenía ni la mitad de energía que en otros tiempos, cuando entrenaba a los chicos.
En breve salió otra vez Coirpre, con un arma reluciente y con fuerzas renovadas. Se había limpiado la sangre y parecía que estuviera comenzando la batalla de nuevo. Unos instantes de descanso habían obrado maravillas en él.
El capitán Conaire no perdió el tiempo y se lanzó en su contra, pero se veía más torpe y lento que su adversario, que le paraba todos los golpes sin dificultad. Estaba dejando que se cansara aún más. Trató de darle caza, acosándole una y otra vez, con tajos en horizontal, intentando acabar el combate antes de que sus fuerzas acabaran fallándole irremediablemente.
En un momento en que cruzaron las armas a escasa distancia se percató: al enemigo le faltaba la marca morada bajo el ojo. No se trataba del mismo hombre.
Ciar estaba junto al batallón de Fedlimid, protegiendo a Diarmait como había prometido, cuando los vio: Coirpre, su objetivo, en duelo con el capitán Conaire. Dudó un momento si abandonar su puesto. La protección del rey era fundamental, pero Fedlimid y sus hombres eran guerreros de los pies a la cabeza. Y su orgullo le llamaba contra Coirpre, el asesino de sus antepasados.
—¡Tú eres el Picto! —gritó el capitán Conaire—. ¿Dónde está tu hermano?
La mirada del Picto se desvió más allá de su hombro, donde Coirpre de los Juncos ya esperaba con un arma. Conaire solo tuvo tiempo de darse la vuelta antes de que le rematara, pero el capitán no cedió. Se sujetó a su enemigo y, con sus últimas fuerzas, le hundió la Orgullosa en el centro del pecho.
Maine, el hijo de Coirpre, quiso intervenir, pero Eochaid interpuso el hierro y le desgarró la garganta con una dentellada de su espada cánida. Después intentó alcanzar a Coirpre el Picto, pero este ya había huido a lomos de un caballo.
—¡Traidores! —se lamentó Eochaid, casi escupiendo la palabra.
Ciar llegó entonces sin apenas resuello, montado en la Aguja, y una evidente desilusión se pintó en su rostro cuando vio que Coirpre de los Juncos había sido ya abatido.
—Era mi derecho. Él mató a mi antepasada, a mi abuela Muirenn…
—¿No has hecho ya bastante mal? —le reprochó Eochaid, dolido y aún furioso.
Ciar se tuvo que morder la lengua y se apartó con la Aguja en busca de otros hombres a los que matar.
El resto del ejército enemigo, al verse privado de sus líderes, comenzó la retirada entre la confusión y el desánimo. Tan solo los que pertenecían a las bandas se quedaron hasta dar la vida.
Dauí del Oeste, el nieto de Coirpre, tocó su cuerno en señal de rendición. Desde aquel momento, él era el rey del Lago Léin y la cabeza de Iarmumu, y no tenía previsto perder su reinado por aquel insignificante pedazo de tierra.