22
La noche más larga
Montañas de los Juncos, Ériu
—¡Los fíana han acudido! —Ciar arrojó la frase al interior de la sala, como si se tratara de una jabalina.
Había tomado el caballo inmediatamente después de que se iniciase la tregua y había cabalgado sin descanso. Debían hacer sonar todos los cuernos y buscar en todas las cortes. Un puñado más de guerreros podía suponer la diferencia entre la victoria o la derrota.
Creidne le miró desde su silla regia. Estaba sudoroso por la carrera, esperando una palabra suya, jadeante en el centro de la choza. Su maestra le ofreció el silencio y una expresión vacía por toda respuesta.
—Las bandas nos han dado su apoyo, ¡ahora tenemos una oportunidad! —insistió Ciar—. ¿Te vas a quedar al margen mientras los demás luchamos?
—Mientras los demás morís, querrás decir. Incluso si ganáis hoy, Coirpre no se conformará. He tratado antes con él y es un hombre codicioso. Traerá a muchos más…
—No sobrevivirá a esta batalla porque pienso ocuparme personalmente de él.
Creidne sonrió ante tan tierna fanfarronería. En verdad Ciar era un muchacho especial. Podía igualarse en ambición a cualquiera de los Eóganachta. Nunca había entrenado a un guerrero con tanta sed de poder.
—¿Y qué hay para mí… para nosotros?
—Se os pagará en ganado, como a todos, una vez que la batalla termine…
—Eso no es suficiente.
—¿Qué quieres entonces? ¿Tierras?
—Tierras para aquellos de mis hombres que las deseen. Y para mí quiero tributos. Pagos anuales. Los robos de ganado forman parte de la iniciación de todos mis guerreros, pero no quiero depender de ellos. Esto es para mí. Y para mis hijos.
Creidne miró a su derecha y un muchacho se adelantó y puso la mano encima de su único brazo. En verdad se parecía mucho a ella. «No quiero tener más hijos», le había dicho a Ciar, pero nunca le había hablado de sus hijos anteriores, los biológicos. En la banda todos recibían el trato de hijos de acogida.
—Así se hará. Tendrás tus tierras y tus vacas anuales. Te doy mi palabra. Y tú me ayudarás a matar al de los Juncos.
—¿Qué pasó, Toro? Cuéntamelo. Mañana ya no importará.
Bressal, el brazo izquierdo de Creidne, removió la hoguera con una gran rama. Ciar se las había vuelto a arreglar para interrogarle, aunque esta vez no beberían.
—¿Me lo dirás por las buenas o voy a tener que emborracharte otra vez? Combatir bajo los efectos de una muerte por cerveza será mucho más difícil…
—Pasó lo que tenía que pasar —dijo Bressal, que inspiró profundamente y pareció darse finalmente por vencido. Al fin y al cabo Ciar ya no estaba en acogida en la escuela. Ya no era el hijo adoptivo de Creidne—. Que era demasiado hermosa, demasiado brillante. Lo dicen siempre las mujeres sabias: no es bueno destacar demasiado. Los dioses no lo ven con buenos ojos. Eso fue lo que pasó.
Ciar le dio tiempo. Bressal se mostraba de nuevo apesadumbrado, pero esta vez estaba sobrio. Esta vez se lo contaría.
—Creidne volvió de su período de acogida, poco antes de Samain, y el rey debía encontrarle un candidato adecuado a su estatus, a la altura de una princesa. Aprovechando la feria se presentaron varios príncipes, cada uno con sus ofertas de alianza y precios de novia. Pero el rey parecía no prestarles atención. Ninguno le convencía. Ninguno le parecía suficiente para ella.
Ciar arriesgó un poco y le ofreció un odre de cerveza, pero él lo rechazó con un gesto de la mano.
—Una tarde fue a verla y todo el mundo pensó que ya había tomado una decisión, especialmente yo, que era el protector de la casa donde la estaban guardando hasta que se casara. Pero el rey tenía otros planes. La quería para él.
Ciar no se sorprendió al oírlo. Detrás de una mujer como Creidne tenía que haber una historia trágica. Era imposible que fuera de otra forma.
—Muchas veces me he reprochado el no haberla ayudado en aquel mismo instante —continuó Bressal con el sufrimiento en el rostro—. Todavía hoy lo hago. Pero era mi rey y le había jurado una lealtad absoluta. ¿Cómo iba a defenderla? No pude hacer nada, solo estremecerme al intuir lo que estaba pasando dentro de la casa. Al día siguiente anunció a toda la corte que no la casaría y la tomó como concubina, de forma pública, sin secretos. Era ilegal que él mismo se casara con ella, así que la muchacha quedó poco más que como una esclava, sin derecho ninguno. La reina llegó a odiarla más que a nadie en el mundo.
—¿Su propia madre?
—Dudo que para entonces recordara siquiera que la había parido…
—Eso es imposible…
—Los celos y la humillación pudieron más. Al cabo de unos años, cuando el interés del rey hubo decaído, la reina le convenció de que aquello era una vergüenza, de que tenía que terminar. Y en cierto modo tenía razón: lo era. Pero la solución que encontró no pudo ser más cruel e injusta. En lugar de reparar sus faltas fue a ahondar todavía más en ellas.
—La desterró…
—A ella y a los tres hijos que le había hecho en aquel tiempo, a los cuales dejó sin nada. El resto de los que tuvo, con la reina, con otras nobles, con las esclavas… todos conservaron sus derechos. Todos excepto los de Creidne, que era su propia hija. El recuerdo de las normas que había transgredido.
Bressal se frotó los ojos. Había pasado el umbral del cansancio y empezaba a sentirse desorientado en aquel mar de recuerdos.
—Su única vía posible fue la guerra. Ella quería recuperar los derechos de sus hijos a cualquier precio. Era ya lo único que le importaba. Yo la seguí. Deserté de mi rey y rompí mi juramento. La llevé a la banda donde yo mismo me había entrenado, cuando era joven. Creidne nunca ha necesitado de nadie, pero en aquellos momentos me necesitaba de verdad. Yo la entrené, le di su torques y la ayudé a formar una banda entre los enemigos de su padre. A todos les prometió tierras y ganado si conseguía el reino para cualquiera de sus hijos. Y lo consiguió… Vaya si lo consiguió.
—Como Macha la Pelirroja… —asintió Ciar.
—Como Macha la Pelirroja.
Llanura del Cisne, Ériu
Ciarán se acercó en solitario hasta la granja que tantas veces había visitado en su infancia. No podía quedarse con Ciar y con Áine, en la granja de Diarmait. Tampoco quería ver a la muchacha, que no le gustaba. Le provocaba una desconfianza y antipatía inevitables. Tenía la opción de quedarse con el resto de los guerreros y sus esposas, a los que habían acomodado en distintas hospederías. Pero sabía que tenía un encuentro pendiente antes de que la muerte le reclamase. Había visto a la familia de Olwen en la batalla: el gesto de tristeza de los padres, la mirada de rencor de Brecc.
Al acercarse a la muralla de tierra que circundaba el asentamiento, una imagen le asaltó, viva y real, un mordisco en el corazón: una niña de unos diez años, trenzas pálidas enmarcando el rostro. Ojos grises, labios como brotes apenas. Olwen regresaba de un pasado lejano a pisar descalza sobre la tierra húmeda y a perseguir el rastro del viento sobre la cebada. Le miró con aquellos ojos que parecían comprenderlo todo y luego desapareció a la carrera en el interior de una de las casas. Poco después salía de nuevo, llevando de la mano a Oissíne, señalando con su dedo al extraño que esperaba.
La niña guio al padre, que no llevaba ira en sus ojos ni espada en su mano. Habían pasado dieciocho años desde que se separaran y ahora Oissíne era un hombre adulto, de barba rubia, melena lacia y manos fuertes y hábiles, besadas por el fuego. Su expresión era serena y paciente. La niña, jugando, cruzó corriendo entre ambos hombres como si fuera un fantasma, el habitante onírico de aquel silencio que les separaba. El recuerdo hecho carne de sus deudas pendientes.
—He venido a ver a tus padres. Y a tus hermanos… a Brecc —logró decir Ciarán, recurriendo a las reservas del honor para sacar la voz.
—No quieren verte.
Ciarán mantuvo la cabeza erguida. Se había estado preparando para aquello.
—¿Y tú?
Para Ciarán era evidente la gran tensión que Oissíne soportaba. Apenas le dejaba respirar.
—¿Qué diferencia haría?
—La haría, para mí.
Oissíne pudo leer en el rostro de Ciarán las secuelas de su lucha con la vida: los tiempos del saqueo y de las armas, el sabor amargo del exilio, la pérdida de Olwen. Aquel último dolor les unía profundamente. A Oissíne le dolía como el primer día y no solo su muerte sino el hecho de que no hubiera conseguido ser feliz con Ciarán y vivir la vida que soñaba. Le dolía haber tenido que presenciar la destrucción de su amor.
—No hay un solo día en que no haya pensado en Olwen. Y también en ti. Ojalá que la lluvia pudiera llevarse tanta desgracia… He querido verte y todavía quiero.
Oissíne le abrazó y Ciarán sintió que su espíritu se desmoronaba, recordando días en que se había encontrado tan cansado de ánimo que no había podido sentir nada. Sintió ahora por aquellos días, en que no había podido hablar ni pensar.
—Siento lo de Fiachu. Siento haberte abandonado en Caisel… Y Olwen… Hay tantas cosas que tendrían que haber sido… diferentes.
—Esa fue la vida y no tú.
Si había alguien que podía conocerle bien ese era Oissíne, pues lo hacía a través del dolor compartido. Las penas de Ciarán habían sido, al final, también las suyas propias.
Se separaron del abrazo y Oissíne le indicó que le siguiera a la casa. La niña tomó a Ciarán de la mano y le guio tras los pasos de su padre.
Una vez dentro Ciarán no podía dejar de mirarla. Revoloteaba por el interior, ayudando a su madre mientras canturreaba una canción.
—Tu hija… es como arrancarle un trozo al pasado.
—¿Grian? Ya lo sé. A mí también me parece estar viéndola. —Se deshizo de la capa de lana y la colgó en un saliente del mimbre—. Esta es mi esposa, Finnmaith del Lago Léin. Mi hijo mayor, Áedán, y mis dos hijas de acogida. Tengo dos hijas más que están fuera y luego a este cachorro de aquí —dijo aupando a un niño de dos años que se revolvía incómodo, buscando volver a sus juegos en la arena.
Una vez hechas las presentaciones, Ciarán dejó a un lado las armas y la capa y se sentó junto al fuego, mientras las hijas de Oissíne servían la comida y su hijo Áedán terminaba de examinar las armas que tendrían que presentar en la batalla.
—Sé que tengo una deuda de sangre muy alta con los tuyos.
—Has traído un ejército. Muerto no les sirves de nada, pero vivo y con guerreros nos das una oportunidad. Si el túath se salva será gracias a ti. Lo tienen muy presente. Intenta olvidar todo lo demás. —Tomó un cuenco de madera, sirvió cerveza y lo tendió a Ciarán—. ¿Todavía bebes solo agua?
Ciarán negó con la cabeza y sonrió, tomando el trago que le ofrecía.
—No he visto a Suibne entre los hombres —continuó Oissíne—. ¿Sabes algo de él?
Ciarán sintió aflicción al recordar a la muchacha. Hacía mucho que les había revelado su verdadera identidad.
—Étaín se inauguró como guerrera, pero no sobrevivió a los asaltos.
Oissíne asintió. Siempre había pensado que le aguardaría un mal final. Decidió cerrar la puerta a aquello, que ya no tenía solución.
—Sé que Olwen te dio mellizos —continuó Oissíne—. Os seguimos hasta el Gran Riñón, aunque ya te habías marchado.
—Los dos están bien. A la niña le pusimos Niam, como a la diosa del río, y al niño, Finn.
—Como mi padre. Le gustará saberlo.
—Finn se parece mucho a ti.
Oissíne apuró entonces su vaso hasta la mitad.
—No debemos beber mucho. Mañana será un día de esos en que se echa todo al fuego y puede salir cualquier cosa. Uno de esos en que los dioses se muestran creativos.
Echó entonces al fuego el resto del alcohol y contempló como las llamas reaccionaban a su contacto, enfureciéndose, excitándose. El fuego era una criatura bella que nunca dejaría de fascinarle. Esperaba que aquella no fuera la última noche en que pudiera verlo bailar.
Cuando Ciar regresó al túath la luz ya se había extinguido por completo. Los días aún eran largos, pero después de la cosecha siempre se intuía el frío latente del otoño, como un mal secreto a punto de ser revelado. Como madera de ciénaga que se desprende del fondo y sube sin remedio a la superficie. Como los cuerpos de los muertos.
Podía sentirlo en las hojas de los árboles, cuyos bordes amarilleaban como tocados por el fuego; en la atmósfera azulada, con su corazón de escarcha; en el sabor de la fruta y en los llantos de los animales. El camino hacia Samain, la noche de los fantasmas. Nunca se podía saber con certeza si, después de su muerte, el año sería capaz de renacer. En el caso de que no lo consiguiera, los hombres permanecerían atrapados en aquel espacio innombrable, donde el mundo de los vivos quedaría definitivamente entrelazado con el de los muertos para no volver a separarse. ¿Vería el túath otro día después de la batalla? ¿O darían sus habitantes el paso hacia un Samain definitivo?
Cerca del poste de frontera distinguió una figura familiar que se inclinaba, sujetándose al marcador antropomorfo del ancestro Necht. ¿Qué hacía su padre allí?
Llegó justo en el momento en que Ciarán perdía el equilibrio, a tiempo para sostenerle en sus brazos.
—Padre, ¿qué es lo que pasa?
Ciarán no dijo nada, pero Ciar pudo distinguir, a la luz de las antorchas que flanqueaban el marcador, su expresión de dolor, con los ojos fuertemente apretados y la mano sobre la parte inferior del vientre.
—No… —susurró Ciar—. Ahora no…
Le ayudó a sentarse en el suelo.
Tenía que ser aquella noche entre todas. Ya había visto antes a su padre en un trance semejante, atacado por la extraña enfermedad que iba y venía, que teñía su orina de sangre y le mantenía doblado de dolor durante horas. Pero precisamente aquella noche, la víspera de la batalla…
Recordó la maldición de Macha: la diosa, embarazada de mellizos, había sido obligada a correr contra los caballos más veloces de la provincia y los había derrotado. Junto a la línea de meta había dado su último grito de vida y de muerte y todos los hombres que lo habían escuchado cayeron víctimas de su maleficio:
—En vuestro momento de mayor necesidad, en la víspera de la batalla, sufriréis los mismos dolores de parto que yo he sufrido.
Y así fue como los hombres de Ulaid fueron incapaces de combatir cuando la reina Medb invadió el norte e inició la Gran Guerra.
Aquel mal que aquejaba a su padre era sin duda la maldición de Macha, pero ¿por qué? ¿Por qué él tenía que llevar semejante herencia? Era injusto que la diosa se lo quitara aquella noche, aquel día… Le necesitaban.
—Es… es… —intentó decir Ciarán, con la frente empapada de un sudor frío, mientras se apoyaba en el tronco de un aliso. Sentía el dolor atenazando el vientre y el bajo de la espalda. Al orinar había tenido de nuevo la sensación de arañazos recorriendo su cuerpo.
—Ya lo sé, padre. Es la maldición. Ven, apóyate en mí. Iremos a buscar ayuda.
—Abrid paso. Dejad pasar al druida.
Una de las hospederías la habían habilitado como casa de la pena y estaba ya preparada con una pila de linos limpios, hierbas y musgo, leña para mantener el hogar ardiendo y agua, mucha agua, almacenada contra la pared en calderos y barriles. Allí es donde habría que restañar las heridas, coser las brechas, sellar la piel con fuego… después de la batalla. Las mujeres se extrañaron cuando vieron llegar a Ciarán, con ayuda de su hijo. Aún no se habían desenfundado los hierros y ya llegaban heridos.
El cuero que cubría la entrada se desplazó y el resplandor de una de las antorchas iluminó las facciones de un amigo. Uno poderoso.
—Ciarán… —exclamó sorprendido—. No me imaginaba que podrías necesitarme tan pronto.
Ciarán estaba tan desconcertado que en aquellos momentos olvidó el dolor. Era la voz del único amigo verdadero que había tenido Bróenán. La de Máelcenn, el druida.
—Derdriu me envió un mensaje —dijo Máelcenn mientras machacaba juntos en el mortero los frutos de madroño y las raíces de rubia; Ciarán le había descrito sus síntomas y él tenía claro el remedio—. Pensé que apenas llegaría a tiempo para despedir a los muertos en combate, pero por lo que veo no me he perdido nada… ¿Desde cuándo te pasa esto?
—Desde hace muchos años. A veces dura tan solo un par de horas y otras veces… —tomó aire, recordando el cansancio de tardes interminables, llenas de incertidumbre— mucho más.
Máelcenn asintió e hizo una seña a una mujer para que le trajera agua hirviendo.
—Creo que es por la maldición de Medb. —Ciarán tomó aliento profundamente mientras el dolor pasaba de largo—. Olwen y yo luchamos contra ella y la retuvimos lo suficiente como para que nacieran los niños. Pero ahora temo que pueda vencerme del todo.
Ciar se extrañó de oír aquello. ¿De qué estaba hablando su padre?
—Intenta que la muerte me espere. Al menos hasta que la batalla termine. Intenta que Macha me espere…
Máelcenn asintió.
—Te esperará. Una madre siempre espera a su hijo, no importa lo mucho que tarde.
Cuando Ciar despertó a la mañana siguiente, su padre ya se había marchado. Máelcenn, sentado en el suelo, avivaba las brasas de la hoguera con un atizador. Ciar le dio una patada a las pieles como cuando era pequeño, se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas.
—Máelcenn, ¿qué quiso decir mi padre cuando habló de la maldición de Medb? ¿De qué Medb estaba hablando?
—Medb era tu bisabuela, la madre de Bróenán.
Su familia. Su linaje. Su tribu. Aún le resultaban desconocidos. Y, sin embargo, sabía que nunca había pertenecido tanto a un lugar. Por las mañanas, al aspirar el aire de los campos, le dolía el pecho como si el cisne aleteara violentamente dentro de él, golpeándole con sus gigantescas alas. Sintió ganas de saberlo todo.
—Maldijo a Ciarán para que los Barr murieran con él… —siguió Máelcenn, adivinando sus pensamientos—. «Que no tenga descendencia ni parientes. Que sea abandonado y extinto». Una maldición terrible, la de infertilidad. Los poetas y los druidas la tenemos prohibida hasta que alcanzamos el grado máximo… Aunque ella era solo tu bisabuela de adopción, en realidad. La verdadera, la madre de Cathal, está en la Llanura de las Espadas. O al menos allí es donde se la llevaron.
—Eso es imposible —dijo Ciar, atónito—. Mi padre era el último de los Barr. Los mataron a todos…
—Hombres, mujeres y niños, ¿verdad?… O al menos eso fue lo que juramos decir. Bróenán quería que Ciarán fuese solo suyo, que olvidara su pasado. Que Medb quedara contenta con esa… venganza monumental que quería consumar contra sus vecinos. Pero en realidad hicimos lo que se hace siempre: Fir gontair, mná bertair, baí aegtair. Los hombres se reducen, las mujeres se abducen y las vacas se reconducen. Solo matamos a los guerreros. Y, por desgracia, a tu abuela Muirenn. Dicen que fue el mismo de los Juncos quien la mató. Lo demás era innecesario, cruel y caro. Así que todo se repartió: los Necht nos quedamos con el ganado y Coirpre le dio la tierra a uno de sus hijos, Elatha, y al otro, Marcán, le dio los esclavos.
Máelcenn se puso en pie y con la punta del atizador trazó en ogam, en el suelo de la casa, los cinco caracteres BAIRR: perteneciente a los Barr.
—Los Barr, la gente de tu padre, siguen vivos.
Aquella mañana, Ciarán había acudido solo al Cisne. Los remedios de Máelcenn y sus palabras habían dado resultado: el ataque a su cuerpo había durado poco y el dolor había pasado tan inesperadamente como había llegado. Cuando volvía a sentirse libre le parecía inexplicable que momentos antes se hubiera encontrado tan mal. Era como si se retorciera en el puño de un gigante invisible y de repente, volando, pudiera escapar.
Aquella mañana, pájaros de todos los tamaños y colores —cucos, mirlos, petirrojos— competían entre sí por saturar el cielo de voces. Sus cantos encontraban ecos en la lejanía hacia todos los puntos cardinales. Solo los cuervos no se habían presentado aún, pues se reservaban para el momento en que los ejércitos estuvieran reunidos y levantaran sus hierros. El sol amanecía borroso, en combustión azul y dorada, difuminado tras un velo que era como una venda sobre una herida. Había llovido y Ciarán sentía el olor fresco de la lluvia sobre el techo de junco de las casas y también sobre las tierras extensas de los Necht. Todo el bosque parecía sublimar su esencia y exhalar el más profundo de sus perfumes, a planta y a tierra, gracias al estímulo vivificador del agua.
Se desnudó y entró en el río, que se cerró en torno a él y le envolvió con sus brazos helados. Cuando se sumergía, una parte de él pertenecía al Otromundo, que ya no le resultaba espectral y hostil sino, por el contrario, nutriente y receptivo, más propio que ajeno. Siempre se había sentido reconfortado en las aguas, como si los espíritus femeninos que las habitaban se mostraran maternales y generosos con él.
Una vez hubo fortalecido y protegido su espíritu, salió del río y comenzó a vestirse. Empezó por el pantalón y las botas de cuero negro. Dio varias vueltas a sus cintas de piel y ató varios nudos para asegurarlas. Sobre la piel fresca se puso una túnica negra como un pozo, que estaba rematada por un dibujo granate. Aífe la había bordado personalmente y reservado para aquel día. Las ropas oscuras disimulaban la sangre en el campo de batalla.
Sobre la túnica llevaba una pieza ancha de cuero que le protegía desde la axila hasta la cintura y se ajustaba con cintas en los laterales. Encima de todo ello llevaba una túnica de cuero ennegrecido, de varias capas de piel prensada y rígida, que era como una coraza. Cerró las correas de los costados para ceñírsela y terminó de vestirse con un cinturón de cuero oscuro. Sobre él estrechó la cadena de la que colgaba la vaina en la que dormía Echrí.
En la casa de reunión, la actividad era frenética. Las esposas de los guerreros se encargaban de que todo estuviera preparado y de que los hombres estuvieran en las mejores condiciones. Llevaban transportando agua del río desde el día anterior y contaban con provisiones suficientes para abluciones antes, durante y después del combate, que sería cuando más trabajo tendrían. Habían encendido varios fuegos en el exterior, donde tenían puestos calderos con agua y leche, y en las casas aireaban las pieles y las sacudían y cepillaban, para después tenderlas y poner linos limpios sobre ellas. Las hospederías estaban preparadas para atender a los heridos según fueran llegando y Maélcenn paseaba entre ellas para observar que todo estuviese correcto, mientras que, de vez en cuando, echaba vistazos rápidos al cielo, buscando cualquier cambio en el movimiento de las aves.
En el interior de la casa de reunión el alboroto semejaba al de un hormiguero. Las muchachas estaban muy organizadas e iban y venían, se pedían hilo y agujas, cizallas, cintas, linos e incluso cuentas de adorno. Los hombres apenas hablaban porque, aunque quisieran, no iban a poder oírse entre las voces de las mujeres que tenían alrededor. Había más ajetreo que en cualquier festival. Varias mujeres sacaban brillo a las trompetas, los cuernos y los hermosos y antiguos carnyces que el ejército de Caisel había traído.
Un par de mujeres tenían un balde de agua y jabón por donde habían pasado ya varias melenas y, en la esquina opuesta, dos más tenían las navajas a punto para recortar y apurar barbas y bigotes. Otras atendían una mesa ancha en el exterior, donde reponían constantemente leche, mantequilla, cuajada, requesón, agua en abundancia y pan de cebada, así como gachas de avena y todos los frutos que habían podido reunir. Era un pequeño adelanto del gran banquete que se reservaba a los guerreros a su vuelta.
A Ciarán le hicieron pasar para ajustarle dos brazaletes oscuros, formados por varias capas de piel escogida de entre las mejores partes de varios terneros. Una mujer rubia, de brazos anchos, le ajustó las cintas con ganas.
—Para que se mantengan en su sitio con lluvia, viento o nieve. Estas ya no las mueve ni la cornada de un toro. —Sonrió mientras le daba palmaditas sobre las ataduras, visiblemente satisfecha. Ciarán recorrió con la mirada los dibujos en relieve sobre el cuero. La mujer rubia se apartó y permitió el paso de unas manos ancianas, que Ciarán conocía bien. Derdriu tomó el segundo de los brazaletes y le ató las cuerdas mientras él la miraba con ternura. Tenía los cabellos blancos. Ciarán le tomó las manos y las puso en su propio rostro y ella le acarició las mejillas y los párpados. Luego, Derdriu le besó las palmas, que habían de empuñar las armas.
El más espléndido y elaborado de los trajes de batalla era el de Conaire. Sobre una reluciente túnica de seda púrpura, el capitán llevaba otra túnica más, de piel encerada, y una coraza de cuerno excepcional. Se trataba de una loriga escamada con cientos de piezas imbricadas y cosidas una a una, que relucían al sol y hacían a su portador visible a gran distancia. Daba la impresión de ser uno de esos objetos que no se podían comprar con vacas ni esclavas sino tan solo con actos. Ninguno de los presentes había visto nada igual en trajes de combate. La esposa de Conaire terminó de entallarla con un ancho cinturón, de cuero de toro, donde se engarzaban unos hermosos granates.
—Estás hermoso —le piropeó su esposa, besando su mejilla con orgullo.
Lejos del tumulto que se había reunido en torno a la armadura marfil, vestido con una túnica del color del vino joven, estaba Eochaid, con Eithne en sus brazos. Parecían ajenos al resto del mundo y ella enterraba su rostro surcado de lágrimas en el cuello de él. El príncipe le susurraba al oído y, tomándola del rostro, la besaba y luego se miraban y durante largo rato no apartaban los ojos el uno del otro. Ciarán les observaba desde lejos. Mo Eochu, leía en los labios silenciosos de ella. La imagen de ambos le atrapó durante un momento.
Llegaron entonces Diarmait y Ciar, también preparados y armados y el primero se dirigió a Conaire:
—Dejo en tus manos el liderazgo de todos. Es preferible que haya un solo mando y tú eres el que tiene más experiencia.
Cuando llegó la hora avanzaron al completo, unos pocos jinetes y el grueso de infantería, detrás de su lanza hacia el campo de batalla. Y no iban con pena o en silencio, sino cantando las canciones de los fíana, con el espíritu enaltecido y dispuesto para la fiesta de la guerra. Cath Maige Eala, la batalla de la Llanura del Cisne, estaba a las puertas.