13
El secreto en la espada
Mona, Alba, invierno del 450 d. C.
Niam llevaba toda la tarde pidiéndole a la diosa Brigit que compartiera con ella su llama perpetua. El maestro Dagán le había entregado la hermosa espada que conservaba de sus antepasados para que leyera su hoja. Un color bastaría, un animal, un paisaje. Cualquiera de aquellas imágenes podía abrir la puerta al verso y, a partir de ahí, las palabras fluirían solas.
Ante los silencios persistentes, en que ni los objetos ni los árboles ni los pájaros hablaban, los maestros recomendaban acudir a los talleres. Olvidarse por un rato y silenciar la cabeza, dejando que las manos tomaran el liderazgo.
A algunos de sus compañeros les funcionaba, pero Niam sabía desde hacía tiempo que sus puertas interiores solo se abrían a lomos de una yegua.
Cuando el mundo entero parecía mudo, se ponía a cabalgar y allí se comunicaba con las profundidades de sí misma. Normalmente no tenía acceso a imágenes reveladoras o a experiencias sobrenaturales, simplemente le sobrevenía una gran sensación de paz y armonía, la seguridad de que todo estaba bien. Era como si se asomara a un pozo y comprobara que sus aguas seguían siendo claras y sanas.
Sin embargo, aquella tarde interminable no tenía la misma sensación. Sabía que en la espada había algo. Algo que no quería ser visto. Era como si una nube cargada se interpusiera. Y todas las nueces que abría mentalmente las encontraba vacías.
Guardó de nuevo la valiosa espada en su vaina. Tendría que devolvérsela a Dagán con aquella sensación de fracaso. Aquel era el objeto más rico y cargado de historias que le habían encomendado nunca. En un arma tan antigua siempre había numerosas lecturas, revelando la sabiduría del pasado o las posibilidades del futuro. Pero para ella estaba siendo tan muda como un pedrusco.
Aquel año tendría que haber alcanzado el grado de ánruth y ganar la rama de plata. Pero como no venía de familia poética debía doblar sus esfuerzos y méritos y siempre iba un grado por detrás. Asistía a clase con quienes se iban a graduar como ánruth, conocía las 175 historias requeridas para el examen, pero si conseguía pasarlo a ella solo le darían un estatus de clí, para el cual hacían falta 84. Conocía la mitad de la sabiduría de su casta, pero ante la ley sería como si solo conociera un tercio.
Tres vías llevaban al conocimiento y eran imprescindibles en un ánruth:
La vía de la destreza técnica era la primera. Había pasado la mañana completa rompiendo la médula de la sabiduría, buscando su tuétano. Construyendo y destruyendo. Aliterando, rimando, midiendo. Buscando el verso perfecto.
La improvisación, el «canto de las cabezas», tampoco había funcionado. Había compuesto las canciones ante el muro del amanecer, intentando describir su abrumadora belleza, mientras el sol se paseaba por el filo de la espada de Dagán como si fuera un espejo. Pero no había conseguido que los dioses le mostraran nada.
Solo le quedaba la tercera vía: el Imbas Forosnai, la luz que nacía de la oscuridad. Estaba reservada a los ánruth, pero ella, siendo una mera clí, necesitaría de otros siete años para que se lo enseñaran. Su falta de herencia poética la había dejado fuera de aquel misterio.
Sabía que en un caso como aquel era su única salida. El Imbas Forosnai era la revelación directa, la que acudía a los sueños como el agua hacia el agua y el fuego hacia el fuego. La sabiduría envolvente que ilumina. La inspiración. Donde su animal protector compartiría su saber y ella podría, finalmente, hacerse una con la yegua, sin los límites que le imponía la carne.
Niam dudó un momento mientras sostenía la espada en el regazo. Estaba ya en el séptimo año y el tiempo se agotaba. Sabía que aquel era día de instrucción. Si tan solo…
Salió de la casa dispuesta a robar aquel conocimiento si hacía falta. Era injusto. Su padre había sido vidente. También su abuela, aunque no hubiera forma de demostrarlo. Merecía aquella sabiduría por nacimiento y por mérito. Aunque nunca se le reconociera ante la ley. Aunque en todas las cortes fuera solo una clí, ¿qué importaba? Lo único importante era lo que tenía que decirle aquella espada.
Montañas de los Juncos, Ériu
—¿Quién manda en este lugar? —Ciar había entrado en la casa de reunión completamente calado de cabalgar a cielo abierto, bajo la tormenta, durante todo el día. «Más allá de la frontera norte, en los bosques rodeados por las Montañas de los Juncos», le había dicho Derdriu. Allí es donde debía encontrar el fían con el que deseaba obtener su torques.
Las palabras de Áine le ardían en la mente: «Ni siquiera te has ganado un torques de guerrero». Sabía que esas palabras no le darían ni un momento de paz. Cuando encontró el asentamiento llevaba tanta agua en sus ropas que estas pesaban cinco veces más.
—¿Quién es vuestro rígfennid? ¡Hablad! —demandó.
La frustración de Ciar no tenía límites. Áine había jugado con él hasta volverle loco, hasta empujarle contra Ablach. Su encuentro no le había dado satisfacción sino que había alimentado su rabia. Estaba en poder de la hija de Diarmait. Si hubiera podido sacudírsela de encima como la piel de un animal lo habría hecho, gruñendo y mordiendo. Tenía la impresión de que ya nada volvería a satisfacerle nunca.
—¡Vamos! ¡Decidme dónde está! —interrogó a los guerreros, que estaban desconcertados. La interrupción había acallado los tambores y detenido el trasiego de las copas—. ¡Quiero verle ahora mismo!
—¡Basta! Nadie puede exigir de esa manera en mi casa.
Los hombres se apartaron y revelaron a una mujer sentada sobre una silla elevada. Escudos y lanzas de excepcional factura y belleza descansaban en la pared, en semicírculo alrededor de su asiento, como un sol oscuro levantándose al amanecer. Un auténtico tesoro en armas de combate.
La mujer tenía la mitad superior del rostro pintada de una sustancia grasienta, negro brillante, y los iris azules estallaban de luz en el antifaz de su piel. Los cabellos eran de un rojo tan oscuro que era casi negro y habían sido endurecidos con aceite de cedro y peinados hacia atrás, siguiendo la curva de la cabeza. Llevaba un manto como Ciar no había visto nunca, que le caía por el lado del escudo. En él habían sido cosidos los cañones de innumerables plumas de cuervo, cuyos negros irisados brillaban a la luz de las antorchas. El manto se extendía lateralmente, cayendo en oblicuo, dando la impresión de una gigantesca ala córvida.
—¿Quién eres tú, necio? —le espetó la mujer.
Se levantó de súbito y la extraña capa tembló, apartándose ligeramente hacia atrás. Ciar quedó impresionado al constatar que, bajo ella, se adivinaba la falta del brazo izquierdo al completo.
El hueco dejado por el miembro ausente vino a ocuparlo un guerrero corpulento. Su espalda era tan ancha que parecía un toro erguido.
—Más te vale ser alguien importante para hablarle así a nuestra reina.
Así que el rígfennid era, en realidad, una reina guerrera. Ciar creía que no quedaban guerreras vivas. Que solo existían en las leyendas.
—Soy Eochaid Ciar, descendiente de reyes. Futuro guerrero y futuro rey.
—¿Descendiente? ¿Futuro? —se burló ella—. Así que no hay nada en tu presente que merezca la pena decir. ¿Eres ahora mismo algo más que… nada?
Los demás guerreros se rieron de él.
—Si ya tuviera el torques o la soberanía no habría venido —dijo Ciar, sin retroceder.
Ella le miró un momento y asintió.
—Bien. Eso es justo. ¿Y de qué reino eres el pretendiente?
—Los Necht, de la Llanura del Cisne.
La mujer frunció el ceño e intercambió una mirada con el fornido guerrero, que había quedado alerta ante aquel último anuncio. Después bebió un largo sorbo de su copa broncínea y volvió a sentarse en su trono.
—Puedes quitarte la ropa, Eochaid.
—Puedes llamarme Ciar.
—Y tú puedes llamarme Creidne, aunque desde el momento en que te unas a nosotros me llamarás solo Madre. ¿Ya sabes en qué animal quieres convertirte, Ciar?
—Caballo —dijo él mientras tendía su ropa a una esclava que se le había acercado.
—Traedle grasa de caballo y preparad al jabalí que llegó el otro día. Ya pueden empezar las apuestas.
Ciar recibió en el estómago la primera de las embestidas de su oponente, que era un muchacho de su edad, aunque más corpulento que él.
Intentó sujetarse a su carne para quitárselo de encima, pero sus manos resbalaban sobre el cuerpo embadurnado. Las grasas de caballo y jabalí les envolvían como una segunda piel, cuyo penetrante olor les inundaba.
«No puedes estrangularle hasta la muerte ni romperle los huesos ni morderle». Creidne había dejado las reglas bien claras al inicio del combate, pero Ciar tenía más presente en el pensamiento lo que le estaba vedado que lo que realmente podía hacer. El ruido creciente de los tambores le volvía loco.
Los guerreros se apartaron justo antes de que Ciar fuera arrinconado brutalmente contra la pared de mimbre, directamente sobre los mangos de algunas lanzas que cayeron al suelo con estrépito.
El contrincante volvió a abalanzarse sobre él, pero Ciar se apartó, volvió a levantarse y recuperó la posición inicial. Con aquel peso y sin forma de agarrarle lo mejor sería abatir a golpes a aquel desgraciado.
No era la primera vez que Ciar se peleaba. Era rápido y había aprendido algunos trucos de los muchachos mayores durante sus pendencias en las playas de Demet. Mientras duró el intercambio de golpes recibió algún puñetazo en la mejilla, pero lo ignoró, mantuvo la concentración y consiguió que la mayoría de las marcas acabaran en el rostro de su oponente. Este debía de ser el hijo de algún rey menor o de la alta nobleza y habría visto en su adolescencia muchas lanzas y espadas, pero muy pocos puños.
Le descargó al rival un último derechazo en la mandíbula que le dobló de dolor y lo aprovechó para darle una patada en el estómago, que acabó de tumbarle.
Entonces Ciar hizo algo que Creidne no se esperaba. Tomó una de las lanzas del suelo y apoyó la afilada hoja en el cuello de su enemigo.
El hombre gigantesco que había junto a Creidne se lanzó de inmediato al lugar de la pelea y sujetó con fuerza el mango de la lanza.
—Está prohibido que dañes a cualquiera de tus hermanos de banda —dijo Creidne.
—Él no es mi hermano todavía —dijo Ciar. Le arrancó al guardián la lanza antes de que pudiera reaccionar—. Ni él —dijo señalando al gigante con la punta. Luego se dirigió al resto de guerreros en derredor—. Ni ellos tampoco. Todavía soy libre de matarle si quiero. Basta ya de pruebas. Tómame en acogida o enfréntate a las consecuencias.
Ella le observó largamente. El muchacho tenía coraje y su valía saltaba a la vista. Lo que diferenciaba a un rey no era un conjunto de tácticas de lucha, ni una abundancia de riquezas o de apoyos, ni tan siquiera un buen juicio a la hora de tomar decisiones o aprobar una sentencia. Un rey verdadero se cimentaba sobre un espíritu arrojado, uno que pudiera abrir los ojos de su pueblo. De su carisma y liderazgo surgiría la lealtad, el orgullo, la canción, el amor de la diosa territorial. Un rey era algo más que un hombre y algo menos que un ser divino: el lugar de encuentro entre el pueblo y la tierra. Debía resplandecer, como lo hacía Ciar.
—Ven aquí, hijo mío.
Ciar tiró entonces la lanza al suelo y se permitió liberar toda la tensión que tenía acumulada. Se aproximó a la silla y se arrodilló ante Creidne desnudo, sucio de la grasa, el sudor y la sangre, oliendo a una mezcla de hombre y de caballo.
Creidne aflojó las cintas con la mano que le quedaba y se abrió el escote del vestido negro hasta que le quedó holgado y pudo sacar el brazo y el seno. Con aquel único brazo rodeó suavemente la cabeza de Ciar y la acercó a su pecho, que él tomó ávidamente con los labios.
Después de aquel gesto, los demás le consideraron como aceptado en el grupo y continuaron la fiesta, bebiendo, tocando los tambores y copulando con las esclavas allá donde deseaban.
—Te darán ropas nuevas, que llevarás mientras estés aquí. A partir de ahora comerás lo que yo te diga, dormirás cuando yo lo ordene y me obedecerás en todo.
Ciar la miró desde su posición arrodillada. Soltó entonces el pezón de ella.
—Quiero que me conviertas en un gran rey.
Creidne se rio.
—¿Convertirte en un gran rey? No puedo convertirte en eso. Soy hija y madre de reyes y te aseguro que todos ellos nacieron ya siéndolo. Al igual que tú. Solo es necesario desatarlo. Eso si verdaderamente eres materia de rey, claro.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Has dicho que quieres la soberanía de los Necht, pero el rey Diarmait no tiene ningún hijo. Y a su sobrino lo echaron a una ciénaga.
Ciar se sorprendió de oír aquello. No sabía nada de aquel pariente muerto.
—¿Por qué?
—Era una ciénaga fronteriza. Fue una muerte ritual, como todas las que se hacen para el cambio de regente. Una provocación de Coirpre de los Juncos para forzar la guerra, pero Diarmait no picó el anzuelo. Hizo correr la voz de que todo había sido un accidente.
—Cobarde —dijo Ciar, casi escupiendo las palabras—. Permite que se rían así de él.
—Cobarde, pero prudente —matizó Creidne—. Todavía conserva el túath y su soberanía. Iarmumu es como un muro. Una sola tribu no puede enfrentarse a todo el Oeste.
—¿Cómo sabes que fue Coirpre quien dio la orden?
—Porque fueron mis hombres quienes la ejecutaron.
Ciar se incorporó de pronto, alarmado ante aquella revelación. Creidne podía ser una terrible enemiga y él ni siquiera lo había sospechado.
—¿Eres aliada del Oeste?
Creidne apuró su copa e hizo una seña a una esclava para que se acercara.
—Los fíana somos libres. Y me refiero a las auténticas bandas que habitan los bosques fronterizos y no a esas manadas de perros que los reyes alimentan en sus patios. Estos guerreros no tienen otra reina que no sea yo ni otra alianza que su juramento conmigo. Lo de Coirpre lo hicimos por el ganado, como todo. Ganado que intercambiamos por hidromiel, mujeres, cuero y metal. Nosotros somos aliados de quien mejor nos paga.
Le puso en las manos una copa y la esclava se adelantó para guiarle.
—Date un baño con ella. Disfruta de lo que ha pagado la vida de tu pariente. Créeme, a partir de mañana no te parecerá tan placentero estar aquí.
Lago Léin en Iarmumu, Ériu
El rey Maine, hijo de Coirpre de los Juncos, contempló la mirada de pintura de la diosa Badb. Estaba algo borrosa, como si la humedad la hubiera dañado. Tendría que ordenar que la repintaran.
Dos años habían pasado desde la última vez que se plantearan un ataque a la Llanura. El maldito del tío Nad Froích se negaba a morirse y parecía claro que, con él todavía vivo, no se podía hacer ningún movimiento. Los dos Coirpres aún no habían hallado la manera de hacer frente a las fuerzas conjuntas de Caisel y Múscrige, en cuya alianza el tuerto Fergus parecía una pieza fundamental.
En verdad eran dos gigantes y despertar su ira podía llevar a la sumisión permanente de Iarmumu: si le daban una excusa, Nad Froích podía eliminar la línea completa de Coirpre y poner a uno de sus propios hijos —el ambicioso Ailill, el joven Óengus…— en la capital del Lago Léin.
¿Cuánto más viviría el viejo? Maine miró a su propio hijo, Dauí, que ya había cumplido la mayoría de edad. Sin duda le acompañaría a la batalla si llegaba el momento. Mientras tanto, la Badb tendría que conformarse con pinturas y sacrificios de animales. Hasta que pudiera ofrecerle la sangre humana que tanto deseaba.
Mona, Alba
Niam tuvo que esperar con paciencia a que cayera la noche. Era su única posibilidad de acercarse a la casa de instrucción. Recordaba que había un cazo que recogía las gotas de lluvia y cuyo tintineo le había estado molestando durante toda una tarde. El desgarro, aunque fuera mínimo, tenía que estar en la parte baja de la estructura, justo sobre la pared. Era complicado, pero no imposible.
Junto a la puerta principal había un guardián, como siempre, por lo que tendría que acercarse por detrás con el mayor sigilo. Ojalá hubiera contado con Faílenn en aquella ocasión. De seguro hubiera dado buena conversación al guerrero. Pero desde que se había hecho mujer apenas la veía, especialmente por las noches. Echaba de menos los primeros años, cuando siempre dormían juntas para darse calor. Ahora los hombres eran sus compañeros de cama pues, al igual que las palabras de Faílenn podían ser afiladas y crueles, también sabían halagar y seducir.
Se acercó por la puerta posterior, avanzando despacio y casi a ras de suelo, hasta alcanzar un parapeto bajo. Todo el mundo sabía que robar conocimientos era la prohibición más grave de la escuela. Era mucho peor que hurtar una vaca lechera o un lingote de oro. Y, de todos, el conocimiento supremo era el Imbas Forosnai. La espada de Dagán le ardía en la palma de la mano.
Se incorporó dispuesta a rebasar el último obstáculo cuando sintió que una mano le golpeaba el hombro. Se volvió, asustada, con la espada en ristre.
—¡Aaah! —se quejó una voz en la oscuridad.
Niam estaba temblando. ¿Qué había hecho? No conseguía ver nada en aquella oscuridad. Solo escuchaba los jadeos de la mujer que tenía enfrente.
—Lo siento… Lo siento… —repetía Niam. Poco a poco su mente empezó a razonar. El golpe no podía haber sido mortal. Había sido fuerte, pero no había sentido cómo el hierro se enterraba en la carne, no lo había tenido que sacar por la fuerza de la herida. Se repetía que no podía haber herido gravemente a nadie.
—Está bien. —Lo había dicho en voz baja, pero Niam reconoció la voz de Faílenn—. Ya estoy bien. Dame eso.
Prácticamente le arrancó la espada de la mano y la arrojó al suelo con rabia.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —continuó Faílenn—. ¿Y con un arma encima? Fui a buscarte a la casa del sueño y me dijeron que te habían visto salir hacia aquí.
—Hay algo que tengo que ver. Es importante.
—Tú con esta oscuridad no verías ni a una luciérnaga en tu nariz. Con todo lo que ves de puertas para adentro y lo poco que ves hacia afuera. Tienes la vista de un cachorro de perro.
Niam la oyó quejarse de nuevo. Empezaba a ver su silueta, que se mecía ligeramente hacia delante y hacia atrás, los labios fruncidos, la mano derecha sobre el brazo izquierdo. Se dejó caer por detrás del vallado y Niam se sentó a su lado.
—¿Te duele?
—Me he mareado del golpe. No me lo esperaba. Pero te falta mucho para tener el brazo de un guerrero. Tienes que irte de aquí ahora mismo.
—Esta es mi clase y ese conocimiento me corresponde, aunque ellos se empeñen en negarlo. La mayoría de esos muchachos no ha tenido nunca una visión…
—Te cortarán la lengua si te cogen —insistió Faílenn, inflexible—. Para que no cuentes lo que has visto. O como poco te enviarán al exilio en el sureste. Como hicieron con Dímma, aquel tipo que les desafió y al que despacharon al Portus Dubris. Y si encima llevas la espada pueden pensar que eres una espía, que quieres matar a uno de los ancianos.
Faílenn tenía razón. Nadie que no fuera guerrero podía ir armado en la Montaña Sagrada. Se había convertido en costumbre, más que en prohibición, porque nunca en los últimos años había hecho falta ningún arma entre los estudiantes. A Niam se le llenaron los ojos de lágrimas ante aquella injusticia. Tendría que quedarse fuera mientras otros menos dotados aprendían la técnica que tanta falta le hacía.
De repente escucharon unos susurros entre el follaje y les llegó el resplandor de una antorcha.
«Quieta». Faílenn se lo dijo en ogam con las manos.
A Niam le sorprendió que Faílenn conociera aquel código secreto. Era el que utilizaba para hablar con Ciar por las noches, sin hacer ruido. Probablemente todos los niños conocían aquel alfabeto de dedos y lo utilizaban para jugar y decirse cosas en secreto frente a sus mayores. Pero ella siempre había asumido que les pertenecía solo a ellos.
—¡Alto! ¿Quién anda ahí?
La punta de la lanza se detuvo junto a las jóvenes. A cierta distancia, al otro lado del mango, les amenazaba el guardián, antorcha en alto.
Ambas se incorporaron, saliendo de la sombra que les proporcionaba el vallado.
—Queríamos hablar con uno de los ancianos —mintió Faílenn—. Me he dado un golpe y estoy herida. No sabíamos a quién acudir.
Faílenn advirtió la desconfianza del muchacho. Era el mismo al que había humillado y posteriormente alabado, el día de su prueba de ingreso en la escuela. El guardián se asomó por detrás de la valla, moviendo la antorcha, y la hoja de la espada relampagueó.
—Lleváis un arma. Debo dar aviso a los ancianos.
—Ya están informados —dijo Niam—. Esta espada pertenece al maestro Dagán. Y vengo a devolvérsela.
—Aun así debo decirles…
—Si les dices algo te compondré una sátira cada día hasta que acabe el año —le amenazó Faílenn—. Se te caerán los dedos. Todo el mundo sabrá que ni con tu mano puede consolarse esa carne de chivo que tienes entre las piernas.
—Perra de los poetas —escupió él—. Si no te protegiera la escuela ya estarías coja. O manca. Si me satirizas por capricho tendrás que pagar mi precio de rostro…
—Mi padre puede pagar lo que quiera. Pero si te estás callado te haré un buen poema de alabanza. Uno que diga lo buen mozo y lo buen amante que eres.
El muchacho apretó los dientes y pensó un momento. Aquella chica lo había vuelto a hacer. Era una manipuladora y una farsante. Sabía que no debía fiarse de ella. Pero por otro lado ya había empezado a fantasear con la de mujeres que le iban a sonreír cuando se las cruzase. Si cumplía su palabra, aquello no tendría precio.
—Que no vuelva a veros merodear por aquí. Y tú devuélvele la espada a tu maestro mañana mismo. Me aseguraré de que lo has hecho.
Montañas de los Juncos, Ériu, verano del 451 d. C.
Cuando Bressal dio la orden, Ciar arrojó con gusto las armas a la arena y se sacudió el polvo de las manos. Llevaba ya seis meses de entrenamiento y había aprendido el nombre del gigante que siempre acompañaba a Creidne y que era, además, el capitán que los entrenaba. Sin embargo, él siempre le llamaba Toro.
Se llevaba bien con Bressal. Era un tipo afable y justo, que premiaba siempre el esfuerzo. Y de todos los muchachos que habían llegado nuevos, él era el más esforzado. Quería avanzar rápidamente y se quedaba a entrenar cuando los demás se retiraban. A menudo Bressal acudía a él cuando estaba anocheciendo para ofrecerle una humeante jarra de cerveza.
En aquel tiempo había repetido numerosas rutinas de ejercicios, las «hazañas» de práctica, ya fueran en solitario, en pareja o en grupos más grandes. Algunas de ellas eran simples juegos malabares o de equilibrio, destinados a desarrollar la destreza con las armas. Otros eran ejercicios de resistencia o de fuerza bruta. La hazaña del salto del salmón, la hazaña de la caza del ciervo, la hazaña de la rama voladora… Lanzar manzanas al aire, apuntar con jabalinas, saltar entre barriles, atrapar a un enemigo con una cuerda.
Durante muchas noches le tocaba hacer guardia en el campamento. Entonces aprovechaba para coser arneses y lo hacía tan bien que su trabajo no tenía igual en la región. Se hizo con cueros de buena calidad y con agujas especiales, curvas como medias lunas. Cada puntada era precisa, perfectamente alineada. Las bridas eran sólidas y las completaba con hermosos bocados y discos de espirales para el pecho de los caballos. El propio Bressal adquirió un arnés para él y otro para Creidne. Las manos de Ciar se hicieron más fuertes con cada factura.
—Vas con mucho retraso. No haces lo suficiente.
Creidne había estado sentada y silenciosa en su silla, observando la sesión de manejo con las armas que Ciar estaba desarrollando con Bressal. Su sempiterna capa de plumas negras le caía por el lado izquierdo.
—Me ejercito mucho más que el resto —respondió el muchacho—. Voy muy por delante de ellos. Además de que ya sabía pelear antes de llegar aquí.
Creidne sonrió despreciativa.
—¿Crees que ya sabías pelear? Estúpido. No sé a qué has venido entonces.
—Yo no he dicho que lo supiera todo…
—¡Se te acaba el tiempo, Ciar! —le interrumpió ella, amenazante—. Ya ha pasado la primera mitad del año. Quieres tu torques en cuanto llegue Samain y nunca he conocido a un guerrero que superase sus pruebas en ese tiempo. Dijiste que lo querías para presentarte ante esa chica…
—Áine.
—… como un hombre y no como un niño. Pero si haces la prueba y no estás preparado lo perderás todo.
—Estaré preparado…
—Participarás en los robos de ganado ahora que viene el buen tiempo.
—No creo que eso sea prudente —intervino Bressal.
—¡Lo hará! —sentenció ella—. ¡O tendrá que renunciar!
Ciar tragó saliva.
—Estoy deseándolo.
Ella asintió y se marchó, camino de su choza.
—¿Cómo llegó a conseguir todo esto? —preguntó Ciar al capitán, mientras la observaba alejarse—. A hacerse reina de una banda. A veces me parece imposible que esa mujer exista.
—Lo hizo a base de mucho coraje. Para ella era cuestión de supervivencia.
—¿Tú fuiste a la batalla con ella?
—A todas. Yo la entrené.
Ciar le miró sorprendido. Bressal debía de ser mucho más viejo de lo que parecía.
—¿Fue en una de ellas donde perdió el brazo?
La expresión de Bressal se endureció.
—Muchacho, no deberías estar haciendo esas preguntas. Y yo no debo contestártelas.
Bressal se alejó de él y Ciar lo aceptó, pero solo temporalmente. No tenía intención de renunciar a las respuestas.
Aquella misma noche consiguió reunir un cubo con el equivalente a diez jarras de cerveza, que juró devolver a sus compañeros en los días siguientes. Se sentó junto al fuego e invitó a Bressal a una partida de dados. No pasó mucho tiempo hasta que estuvo completamente borracho.
—Su primera batalla le llegó a los veintidós. Aún no llevaba la capa y sus únicas plumas eran las que se había trenzado en el pelo. Era puro cuero y pinturas de guerra y los hombres la seguían como hormigas.
—¿Fue allí donde perdió su brazo izquierdo? —insistió Ciar. Aquel detalle era el que más le intrigaba.
El rostro de Bressal se entristeció.
—No vas a parar hasta que lo sepas, ¿verdad?
—La cerveza abre oscuros secretos —dijo él con fingida inocencia, encogiéndose de hombros y parafraseando a Áedán.
—Está bien. Fue en aquella única guerra. En la tercera batalla, que fue también la última. Su padre se lo cortó antes de que ella lo matase.
Ciar permaneció mudo ante aquella revelación, dando tiempo a Bressal para arrancar de nuevo.
—Así es, muchacho. Ahora ya sabes con lo que estás lidiando. —Bressal se frotó los ojos con el pulgar y el índice, intentando combatir el desánimo y el aturdimiento de la bebida—. Ojalá hubiera llegado yo primero. Lamento cada día aquel descuido. Desde entonces he intentado ser el escudo que perdió sobre esa hierba.
Ciar nunca había visto a un hombre tan grande al borde de las lágrimas. El alcohol no entendía de tamaño o de peso. Era capaz de aflojarle las piernas a cualquiera.
—¿Desde cuándo estás enamorado de ella?
—Bueno, su padre era el rey. Y no un mal rey, aparentemente. Las cosechas iban bien, el túath era próspero. Yo era guerrero de su guardia, igual que mi padre antes que yo. Conocía a la niña desde que era muy pequeña, una criatura dulce y muy despierta. Luego se fue en adopción, a los siete, y la que volvió en su lugar fue una morena de belleza extraordinaria, vivaz, ilusionada con su boda, que debía celebrarse aquel mismo Samain. Su padre aún no había escogido a ningún pretendiente. Y entonces fue cuando todo se volvió oscuro.
Bressal parecía encogido bajo el peso de los recuerdos. Su rostro se ensombreció tanto que sus párpados empezaron a cerrarse.
—Toro… —dijo Ciar—. Toro, ¿qué pasó? ¿Qué fue lo que pasó? Toro, ¡despierta!
Tomó la jarra, la llenó de cerveza e intentó forzarle a beber, pero la mayoría del líquido se le escurrió por el cuello, hasta la camisa. El capitán había caído como un roble derribado. Ciar dudó si abofetearle, pero al final tuvo que conformarse y cruzar los brazos con fastidio.
En los días siguientes intentó atraer a Bressal de nuevo, pero él ya no quiso beber ni jugar a los dados con él. El truco le había servido una sola vez.