12
Pájaro nocturno
Llanura del Cisne, Ériu, invierno del 448 d. C.
Tres meses había pasado Ciar entre los trabajos más serviles y desagradecidos. A las tareas de las mujeres se le había sumado el trato con los animales: llevar y matar cerdos, esquilar ovejas, castrar y limpiar caballos. Diarmait le había prohibido expresamente montar a ninguno de sus ejemplares, lo que para Ciar suponía la mayor de las privaciones. Hubiera cambiado gustosamente parte de su comida por unos momentos de galope.
Seguía durmiendo en el almacén, llevaba las ropas de un campesino y estaba perdiendo fuerza a base de realizar las tareas de una muchacha, en lugar de las de un hombre. Para entonces Diarmait le había insultado varias veces, en los momentos en que más le dolían las heridas del pasado, y siempre delante de su hija. Ciar había empezado a pensar que al final lograría su propósito de que ella viera en él a poco más que un perro, indigno de su compañía, de una palabra siquiera. Pero realmente no veía manera de enfrentársele sin renunciar a su propósito. Solo le quedaba apretar los dientes y aguantar hasta que pasara el tiempo acordado. Se decía a sí mismo que todo aquello terminaría pronto.
Llegó la asamblea anual de Samain y Diarmait le dijo que fuera con él a la casa de reunión para que pudiera participar en los asuntos del túath. Para Ciar aquella invitación no era sino otro paso más en su degradación: con su aspecto y condiciones actuales, que eran las más serviles, solo podía suscitar la burla y la falta de respeto.
Se envolvió en su capa de viaje, se subió la capucha y se mantuvo junto al dintel en la sombra, dispuesto a observar y preparado para ausentarse, si era necesario. Todo cambiaría cuando estuviera casado con Áine. Su estatus volvería a ser el de un noble y entonces estarían dispuestos a escucharle.
Nada más empezar la óenach, sintió cómo alguien se apoyaba en su hombro para llamar su atención.
Se volvió y encontró a una mujer mayor, con el cabello recogido en trenzas donde ya se veían muchas canas. Su expresión se volvió dulce al verle.
—Eres igual que Ciarán a tu edad.
Le bajó la capucha y le acarició los cabellos.
—Los mismos ojos. El mismo pelo negro.
Ciar no se sorprendió. Supuso que allí, en su tribu de origen, todo el mundo conocería al que había sido, una vez, el hijo del rey.
—Me alegra ver que todavía hay quienes le recuerdan.
—¿Recordarle? Querido niño, yo dormí junto a él cada noche de su infancia y cociné cada animal que se comió. Yo le crie. Soy Derdriu, la hermana de tu abuelo.
Entonces los ojos de Ciar se abrieron de sorpresa. Familia, por fin. Diarmait le había tenido tan aislado que no había podido hablar con nadie ajeno a la granja. Derdriu le apartó suavemente de la casa de reunión.
—Ven conmigo. Por tu aspecto está claro que necesitas de mi ayuda —dijo la mujer.
—¿Cómo sabías que estaba en la Llanura?
—Todo el mundo sabe que Diarmait te trajo prisionero de las islas del Riñón.
—No estoy prisionero. Yo estoy aquí porque quiero.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te hace permanecer en su casa, cuando es evidente que no te da buen trato?
—Le ofrecí tres años de trabajo. Lo que él me ordenara. No tenía nada más con que pagar el precio de novia de su hija.
Derdriu negó con la cabeza, dubitativa.
—Ablach es una muchacha dulce y hacendosa, pero quizá no valga tanto…
—No es por Ablach por quien hago esto. Sino por Áine, su hermana.
Derdriu frunció el ceño. Áine era una muchacha que siempre estaba de mal humor, que no tenía ni una amiga en el túath y que se pasaba los festivales pegada a su padre, llevándole las armas como si fuera un escudero.
—¡Qué extraños son los caprichos de chozas intermedias! Pero no es cierto que no tengas con qué pagar. Diarmait se quedó con las tierras de la familia, es verdad, pero yo me llevé los caballos, que valen una fortuna. Si quieres casarte con una hija de rey tienes que demostrar un estatus parecido. Es lo que aconsejan las leyes. Y lo único que permitirá el pueblo.
—¡Escuchadme todos! Yo soy Eochaid Ciar mac Ciaráin mac Bróenáin, descendiente de quienes fueron vuestros reyes un día. He vuelto porque quiero formar parte de vuestro pueblo. Porque he amado este lugar incluso antes de conocerlo. —Miró fijamente a Áine, que se mordió los labios.
Cualquiera que hubiese visto a Ciar aquella mañana habría sido incapaz de relacionar a aquel mendigo cubierto con capucha con el desafiante muchacho que hablaba ahora montado en su caballo negro. Parecía que le hubieran cocinado en el caldero transformador de un ritual iniciático.
Derdriu le había llevado hasta su propia granja familiar y allí le había ofrecido un baño caliente, ropas recién teñidas y el mejor broche que había en la casa. Había recortado y abrillantado escrupulosamente sus uñas. Le había lavado y arreglado los cabellos, ungiéndolos con aceite de pino y de romero. Las pequeñas trenzas las había rematado con láminas de oro, que brillaban entre el pelo negro como antorchas de barcas sobre un mar nocturno.
El muchacho había llegado a la explanada de reunión subido en Gae Dub, Lanza Negra, un semental de la familia de Scían Dub, Cuchillo Negro, que había sido el caballo de Ciarán. Al cinto llevaba una espada prestada de empuñadura reluciente. La gente miró asombrada a aquel extraño que se abría paso hacia la hoguera central y que no se detuvo hasta estar a un paso de Diarmait.
Los hombres que guardaban al rey desenfundaron, nerviosos. No sabían lo que aquel muchacho podía intentar. Pero Diarmait estaba tranquilo. Áine, en cambio, permanecía en tensión.
—El rey Diarmait, en su generosidad, me ha aceptado en su casa como a un miembro más de su familia. ¡Mi abuelo, el rey Bróenán, y su padre, Cormacc, eran primos segundos! —Recalcó aquella relación tan importante, pues en ella apoyaba sus derechos sucesorios—. Aceptadme también vosotros y tendréis mi lealtad por siempre.
Bróenán había sido un buen rey y muchos de sus guerreros y amigos habían lamentado su muerte. El que Diarmait hubiera dejado los rencores atrás abrió la puerta a los vítores y los aplausos. Solo una familia permaneció silenciosa, con los puños apretados. Era la familia de Olwen.
—Salud. Áedán es mi nombre. Creo que somos primos, Eochaid.
El muchacho tenía un rostro franco, lleno de pecas, con cejas pobladas y el cabello dorado en largos mechones. Los expresivos ojos color avellana se curvaban ligeramente hacia abajo en los extremos, dándole un aire bondadoso, amable. Pero nada en él era tan llamativo como su sonrisa.
Ciar estaba aislado en la fiesta. No conocía a nadie. Diarmait estaba con sus hombres, sus esposas con otras mujeres y las hijas no se le acercaban. Ablach le miraba de vez en cuando, pero estaba rodeada de sus amigas y solo le dedicaba miradas puntuales. Áine, en cambio, parecía igual de sola que él, sentada en el suelo y rodeada de lanzas y escudos. Era extraño verla con su lujoso vestido granate, utilizando una doblez sobre las rodillas para sacarle brillo a Echrí.
—Todo el mundo me llama Ciar. Para distinguirme de mi hermano, Finn. Él es tu primo y no yo.
—¿No eres el hijo de mi tía Olwen? Pues todo el mundo piensa que sí. ¿Qué haces, si no, en la casa del rey?
—Metió la pata en el rapto. Se equivocó de hijo —dijo, casi disgustado.
—¿Que se equivocó de…? ¿Cómo que se…? —Áedán estalló en carcajadas y era incapaz de terminar sus frases—. ¿Que se equivocó…?
Ciar empezó a sonreír y acabó por contagiarse completamente de Áedán, en una risa tonta que parecía no tener final.
—¡Eso es lo más absurdo que he oído nunca! —Siguió el muchacho, que apenas podía respirar—. Llegar hasta la espalda misma de Ériu, con un montón de hombres… Y tú eres el pobre que… Lo siento, amigo, está claro que estabas en el lugar equivocado en el peor momento…
—Eso parece —dijo Ciar, que ya empezaba a recuperarse. Áedán se pasó los dedos por el rostro para limpiarse las lágrimas.
—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has vuelto ya a tu casa? Ah, sí, lo has dicho antes: todo eso de que amas la tierra y que la amaste por siempre… —Su gesto y su tono eran ligeramente burlones.
—Es por Áine —dijo, señalándola con la cabeza.
Áedán se quedó con la boca abierta.
—¿Áine Bocatejón?
Ciar estaba confundido.
—A mí no me parece que tenga la boca de un tejón…
—¿Has oído cómo habla? Yo llegué el año pasado de la acogida y lo único que recibí de ella fueron insultos. Así que le puse Bocatejón, no por el parecido, sino porque los tejones se dedican a hozar, a excavar en la mierda y a comer tierra y gusanos. Cosas todas de lo más desagradables.
—Le dirías alguna provocación…
—Quería ser educado y la invité a bailar. Pero lo hice por cortesía, nada más. Parece mi padre, ahí sentada todo el día, limpiando unas espadas que hasta seguro que brillan en la oscuridad. No hacen falta antorchas en la casa del rey. Daría pena usarlas hasta para cortar pan.
—¿Seguro que ella no te gusta?
—De eso nada. Esto de aquí —señaló la sien— ya tiene dueña. Me está esperando en el Lago Léin. Hice que mi padre hablara con el suyo para que no se me escapara.
—Pues entonces tienes suerte. —Miró un momento a Diarmait y le pareció que aún lo tenía todo por hacer.
—Yo no me acostaría con ella. Te puede dar un mordisco ahí abajo, con su boca de tejón. Ya sabes lo que dicen: cuando sale uno al estercolero, por la noche, es el bicho más peligroso. Te agarra la tranca a traición y no te suelta hasta que se lo ha comido todo.
—Pues conmigo se iba a hinchar.
Áedán se rio.
—¿Y cómo fue vuestro primer encuentro? ¿Te dio besos en lugar de patadas?
—No…
—¿No?
Ciar guardó silencio.
—¿No me lo quieres contar? —insistió Áedán.
Ciar recordó por un momento el pantalón húmedo que estuvo toda una tarde secándose, el rastro de la orina por debajo de la puerta. Aquello le pareció excitante. Había participado alguna vez en aquellos concursos invernales, cuando los muchachos o bien las muchachas se reunían para ver quién hacía un agujero más profundo en la nieve. El ganador o ganadora podía presumir de tener la mayor potencia sexual.
—Lo mejor será que te dé más bebida, a ver si se te afloja la lengua —insistió Áedán, divertido—. Asoilgi laith lochrúna. ¡La cerveza abre oscuros secretos! —Le pasó un odre lleno de cerveza, tibia y amarga y Ciar dejó que le llenara en varios tragos, como si así pudiera calmar algo del ardor que tenía dentro.
—Espero que tengas mucho de esto —le dijo cuando hubo terminado, pasándole el odre medio vacío—. Puedo beber tanto como el hoyo de cocinar de la Morrígan. Lo verás cuando sea rey.
Áedán volvió a sonreír. Ciar parecía tener muy claro todo lo que quería.
—Y yo espero que tengas suerte. Te hará falta. Aunque suele bastar con que le caigas bien al padre.
Ciar suspiró. Era imposible caerle bien a Diarmait. Se hizo un momento de silencio, en el que ambos se quedaron mirando a la muchacha.
—A tu familia tampoco le caigo bien, ¿verdad? —dijo Ciar, finalmente.
—Bueno, eso… —Torció el gesto y bajó la vista—. Es complicado.
Guardó silencio, pero Ciar no dejaba de mirarle, en espera de una explicación.
—Culpan a tu padre por haberse llevado a mi tía —continuó, en voz baja—. Y por matar al tío Fiachu. Creen que ambos vivirían de no ser por él. Mis abuelos han sufrido mucho y mi tío Brecc… —Arrugó la boca, en una mueca, y chasqueó la lengua—. Brecc se la tiene jurada. Allí está mi padre, Oissíne. —Señaló a un hombre rubio, que hablaba con Diarmait—. No sé qué piensa al respecto porque intentamos no sacar el tema en casa.
«Oissíne…», pensó Ciar. ¿De qué le sonaba aquel nombre? Estaba seguro de habérselo oído mencionar a su padre. «Mi amigo Oissíne». El herrero, claro. El que había forjado al Señor de los Caballos. El que le había dado vida.
—Pero no te preocupes, que es una sola familia —le tranquilizó Áedán—. El resto del pueblo te apoyará. Y yo también.
Aquella misma noche de Samain, en que se celebraba el final de un año y el comienzo de otro, Ciar cambió con Diarmait las condiciones del contrato. Trabajaría en su granja hasta cumplir el tercer Samain, pero no como un sirviente sino criando y domando los caballos que habían sido de Bróenán. Y al final de aquel tiempo, como precio de novia, le entregaría a Diarmait la valiosa manada.
A partir de aquella noche Ciar ya no durmió más en el almacén, pues Derdriu le alojó en su casa y le mantuvo bajo su protección.
Corinium, Alba, verano del 450 d. C.
Volaba de nuevo sobre la infinita llanura verde, por encima de los bosques y de las colinas, que presentía sagradas. Atravesando lagos y recorriendo unos ríos que fluían como oraciones, llevando las palabras que todavía resonaban en su mente: «Yo te he establecido para ser la luz de las naciones, para llevar la salvación hasta los confines de la tierra». Y entonces, bajo sus pies, aparecían los acantilados, los tremendos cortes en la roca que separaban los mundos. Allí donde se acababa la vida y comenzaba la nada.
—Patricio… Patricio, despierta.
Era Valerio, agitándole con inusual urgencia. Seguramente venía a hablar sobre Eutiques y a debatir otra vez sobre si Cristo tenía una o dos naturalezas. A Valerio le obsesionaban aquellos detalles teológicos, que tan lejos estaban de sus propias preocupaciones. Se incorporó y observó contrariado los pergaminos en la mesa, marcados de dobleces y húmedos de saliva. Se había vuelto a dormir sobre los Hechos de los Apóstoles.
—Se trata del chico.
Patricio no se esperaba aquellas palabras. Abrió su bolsa, metió desordenadamente los manuscritos y se la cruzó por encima.
—¿No habrá vuelto a visitar a los enfermos? —dijo, agitado, mientras recorría el camino a grandes zancadas.
—Es mucho peor que eso.
Desde su llegada al seminario, Finn había ido fervientemente en busca del demonio. Al principio se había limitado a recorrer las aldeas en compañía de sus superiores, a observar. Solía deambular por los alrededores mientras Valerio escuchaba las confesiones y Patricio hacía cuentas con el jefe local. Hablaba con la gente y le preguntaba por los enfermos y los tontos. A Patricio aquello le parecía bien. Finn daba consuelo a los ancianos y a los moribundos, les daba esperanza para la vida siguiente, abrazaba a los lunáticos como si fueran sus hermanos y les rociaba de agua bendita para que Dios les ayudase. Sin embargo, el muchacho pronto se dio cuenta de que tenía que ir un paso más allá. Que tenía que acercarse un poco más al infierno en la tierra si quería encontrar a sus verdaderos enemigos. Comenzó entonces a correr riesgos. Un día le hablaron de un hombre pelirrojo que vivía en el bosque, uno que andaba desnudo porque se había vuelto loco y al cual todo el mundo evitaba. Decían que comía la carne cruda, que jamás se había lavado y que llevaba el pelo y la barba enredados como una zarza. Que tenía los brazos tan fuertes que podría partirle el cuello a un toro. Finn le había buscado durante todo un día sin que Patricio lo supiera y no le había encontrado. Desde entonces, de vez en cuando, preguntaba por él en las aldeas vecinas. En otra ocasión, insistió en ver a los enfermos que estaban en cuarentena por enfermedades contagiosas. Patricio se negó en redondo. Dijo que Valerio y él mismo se encargarían de asistir y dar consuelo a aquellas personas, con las precauciones que se solían tomar en esos casos: a través de la pared de mimbre y embozándose el rostro con linos. Sabía que para Finn no habría límite alguno, que estaría dispuesto a hurgar en las mismas llagas si eso era necesario para sacar al demonio, que no podría negarle a un moribundo el beso en los labios de la extremaunción.
—Finn, pero ¿qué has hecho? —No había reproche en su voz, tan solo dulzura y pesar por verle en aquel estado.
Le habían tumbado en el catre y llevaba un lino blanco enrollado numerosas veces al cuello, muy suelto, sin apretar. Patricio lo separó ligeramente de la piel. Se le hizo un nudo en la garganta al ver las marcas amoratadas, profundas, alrededor de la garganta.
—Quieres encontrar demonios y lo único que vas a encontrar es la muerte —susurró, enojado—. Y yo no puedo protegerte todo el tiempo…
—Perdóname, maestro.
La voz apenas le salía. Estaba ronco.
—El chico fue muy valiente. No quería que interviniéramos.
Patricio miró al hombre que estaba al otro extremo de la habitación y en el que no había reparado hasta entonces. Le conocía. Era el carcelero de la ciudad.
—Le advertí que no se acercara a él —siguió el guardián—. Que era muy peligroso. Cuando le capturaron, cuatro hombres hicieron falta para traerle hasta el calabozo. Pero él insistió. Dijo que tenía permiso del obispo…
—No sería el loco Setna, ¿verdad? —preguntó Patricio, espantado.
El carcelero negó con la cabeza, como si el mismo nombre de aquel demente le atemorizara.
Patricio miró a Finn con reprobación, pero él tenía los ojos cerrados. Aquello tenía que acabar. Se estaba saltando todas las reglas.
—¿Y qué pasó entonces?
—El chico se sentó junto al reo y empezó a hablarle. Le preguntó que a cuántos hombres había matado. Y luego le preguntó que por qué lo hacía.
Patricio se llevó la mano a la sien y suspiró.
«Demasiado joven», pensó. Apenas había vivido. Durante sus años de esclavitud, Patricio se había encontrado con todo tipo de hombres faltos de Dios: piratas, malhechores, bandidos que se creían dueños de las vidas de otros. Había presenciado asesinatos y violaciones. Se había encontrado cara a cara con la muerte. Pero Finn apenas comprendía lo que era la maldad.
—El criminal se le echó encima como si fuera una mala bestia —continuó el carcelero—. Le tenía sujeto con ambas manos, decidido a estrangularle, pero el chico no paró de hablar. La voz apenas le salía, pero no flaqueó. Siguió diciéndole que no tenía por qué matar, que Dios le quería y que había esperanza. Que no importaba lo que hubiera hecho y que aún estaba a tiempo. Yo no sé de dónde sacó la fuerza para decirle todo aquello, cada vez más alto, padre, nunca había visto nada igual. Tenía yo más miedo que él. Hasta que conseguimos entrar y separarles.
Patricio observó largamente a Finn, preocupado. Aquella ausencia de temor no era buena. Le impedía ser prudente. El animal que no siente miedo se expone y muere y nunca llega a saber por qué.
—Y al final el hombre le soltó —afirmó Patricio.
—Sí. Luchamos con él y poco a poco se aflojó. Y esta noche, además, le oí llorar.
Patricio asintió, satisfecho. Finn había ganado su primera batalla contra el demonio. Le había robado un alma en el último momento, cuando ya Satanás la había dado por ganada. Le había hecho frente en el punto decisivo de cometer el pecado: mientras le ahogaba. Era un acto heroico, inspirador.
Hacía mucho que Patricio había dejado de preguntarse por qué los hombres mataban. Solo sabía que el mal estaba ahí. Finn le había enseñado que todavía había lugar para las preguntas.
El muchacho abrió los ojos llorosos.
—Tienes que enviarle a un confesor.
Patricio asintió.
—Hoy has ganado una batalla difícil, Finn. Pero aún tienes que ver muchas cosas, hacerte fuerte. Hay gente muy mala por ahí. Prométeme que no volverás a hacer algo como esto a mis espaldas.
—Te lo prometo, maestro.
—Y no vuelvas a decir que tienes permiso del obispo si no es verdad.
Él asintió, antes de cerrar los ojos para dormir de nuevo.
Patricio regresó por la tarde a los pergaminos, pero su pensamiento no se apartaba de Finn. Recordaba cuando era un recién llegado, hacía ya casi dos años. Valerio había desconfiado de que fuera un buen sacerdote algún día.
—Viene de territorio démeta —había dicho—. Está lleno de bárbaros. Colonos que no saben de la ley romana.
—Los Déisi están federados desde hace más de un siglo —le había defendido Patricio—. El muchacho es cristiano desde que nació. E incluso si no lo hubiera sido… ¿Quién dice que los bárbaros no pueden llegar a ser buenos cristianos?
—Eres incansable, Patricio. —«Después de todo lo que te pasó», pensó Valerio. Aunque no llegó a decirlo porque sabía lo mucho que su amigo detestaba que le hablaran así.
Pero había una pregunta que no podía quitarse de la cabeza. Una que Finn, en su inocencia, había hecho arder en sus labios con la fiereza de una llama, clamando por justicia: ¿por qué los hombres mataban? ¿Por qué tenía que haber víctimas?
Era una pregunta para la que no tenía respuesta. Durante los años de su cautiverio se la había hecho muchas veces. ¿Cómo podía permitir Dios tanto sufrimiento? Su respuesta a aquella pregunta siempre había sido la misma: es la voluntad de Dios. Los pecadores como él mismo habían sido arrancados de sus casas, del Cuerpo de la Iglesia, y esparcidos por los confines de la tierra para tener una oportunidad, para purgar sus pecados y alcanzar así su verdadero destino. Como el pueblo de Israel, que había sido desterrado, esclavizado y había pasado hambre y sed en el desierto. Dios tenía su plan y su manera de escribir la historia no podía ser de otra manera que perfecta.
«Los confines de la tierra». Hibernia de nuevo. El paisaje que le obsesionaba y que llenaba todos sus sueños.
Se puso a buscar entre los pergaminos desordenados para encontrar aquella cita que había leído antes de quedarse dormido: «Yo te he establecido para ser la luz de las naciones, para llevar la salvación hasta los confines de la tierra». Ojeando por encima, logró encontrar el versículo adecuado, aunque no era exactamente el mismo. Era de Mateo: «Este evangelio del reino será predicado en todo el mundo, como testimonio para todas las naciones»… Las palabras que siguieron le parecieron una revelación. Se le erizó la piel por lo clarividente. Allí estaba, ante sus ojos, la respuesta definitiva. La razón para todo su dolor pasado. El significado de su vida entera:
«Y entonces llegará el fin».
Llanura del Cisne, Ériu, verano del 450 d. C.
—No puedes ponerte ese —dijo Áine, señalando el vestido en colores rojo, naranja y amarillo. Su hermana Ablach ya había terminado de arreglarse para el festival del fuego de Beltine.
—¿Y por qué no, si puede saberse?
—Me lo iba a poner yo.
—Ponte uno de los nuevos. Este es mi favorito. Me lo pongo siempre.
—Por eso me toca a mí. ¡Quítatelo ahora mismo! —gritó Áine.
—¡No voy a quitármelo!
—Entonces te lo quitaré yo.
Áine se abalanzó sobre Ablach e intentó sacarle el vestido por la cabeza. Tironeó de la tela hacia arriba hasta que, de un forcejeo, desgarró las costuras del lateral.
—¡Lo has roto! —se lamentó Ablach—. ¡Maldita seas!
—No lo habría hecho si no hubieras sido tan estúpida.
—¿Qué ha pasado?
Ciar acababa de llegar para incorporarse a la fiesta junto al resto de la familia. Derdriu le había vuelto a proporcionar ropas espléndidas para la ocasión, de negro y rojo sangre. Algunas de ellas habían sido de Ciarán, pero Derdriu las había vuelto a teñir y parecían nuevas.
Ablach lloraba mientras le mostraba el bajo roto del vestido. Ciar le secó las lágrimas muy despacio con la punta de los dedos e intentó no mirar a Áine. Ablach sintió el roce de sus manos sobre los párpados, sobre las mejillas, como una caricia dulce.
—Esto tiene arreglo. Ven.
La llevó adentro, al rincón donde sabía que tenían las agujas.
—¡Se lo tiene merecido! —gritó Áine, furiosa, pero Ciar la ignoró por completo.
La casa por dentro era un hervidero. Las mujeres de Diarmait y las esclavas estaban atareadas con la cocina, amasando en la artesa, y no les prestaron atención.
Ciar pidió a Ablach que tomara asiento en un banco mientras se arrodillaba ante ella.
—Quizás es mejor que me lo cambie mientras lo arreglas —musitó Ablach—. Así podrás trabajar mejor.
—No hace falta. Tengo práctica.
Sentía la presencia de Áine en la habitación. Sus ojos como rendijas de puro odio, clavándose en él y en su hermana. Metió el brazo por debajo de la falda, rozando los muslos de la muchacha y ella dio un respingo.
—Es mejor seguir la línea de la costura —dijo él sin inmutarse—. De arriba abajo.
Durante el último año Ciar se había vuelto más audaz con las mujeres. Derdriu le había dado acceso a las esclavas de su casa, que eran propiedad común y estaban a disposición de todos los hombres que la habitaban y de sus invitados. Ellas le habían enseñado cómo satisfacerlas y habían acabado con cualquier reserva que pudiera tener.
Ablach respiraba aceleradamente y se limitó a asentir. El roce de Ciar la hacía temblar, más cuando se convirtió en una caricia prolongada y perdió su apariencia accidental.
Cuando hubo terminado de coser, tomó el borde del vestido y, mientras lo bajaba, recorrió con el pulgar el interior del muslo hasta el mismo tobillo.
Ablach se levantó y salió apresuradamente, sin atreverse a decir nada.
Solo entonces Ciar miró hacia la puerta, donde Áine esperaba. Parecía hecha de piedra, así que fue él quien se aproximó.
—Parece que tendrás que ponerte otro vestido.
Detuvo el brazo de la muchacha en el instante preciso en que iba a golpearle.
—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Por qué no te has puesto de mi parte?
—¿Y qué querías? ¿Que la desnudara aquí mismo para darte su ropa? Porque seguro que no me hubiera puesto pegas…
Áine volvió a mirarle con los ojos llenos de rencor.
—Me has decepcionado. No eres más que un traidor. Si no estás a mi lado en algo tan pequeño, ¿cómo voy a poder confiar en ti? Eres un gusano que no me merece. Ni a mí ni a ninguna otra reina.
Ella se liberó de un tirón y se dirigió a la pila de los vestidos.
Ciar se quedó paralizado ante aquella demostración de fuerza y seguridad. Había logrado desarmarle, dejarle sin palabras. ¿Se habría extralimitado, realmente? ¿Habría cometido un error? «Traidor», le había llamado. Una palabra demasiado fuerte para un aspirante a rey. Era el peor de los epítetos.
No. Debía ganar de nuevo su confianza, hacerle saber que solo ella le interesaba. La incertidumbre le hizo sudar levemente.
—Áine, espera.
La siguió e hizo que se diera la vuelta.
—Dime qué quieres que haga. Para demostrarte que sigo fiel a ti. Haré cualquier cosa… —Se arrepintió en el mismo momento de decirlo. No quería arrastrarse ante ella, pero Áine era la única que conseguía hacerle dudar.
—Ya te lo he dicho. Quiero ese vestido. Esta noche. ¡Que se arrepienta de habérselo puesto! Quiero que se lo quites y que le hagas daño. Quiero…
—¿Quieres que la viole? —preguntó, exasperado.
—¿Harías eso por mí?
No se esperaba aquella respuesta. Lo había dicho solo para provocarla, pero parecía que ella lo tomara en serio. Era capaz del desafío hasta el extremo. Se retrajo lentamente. La conversación había llegado demasiado lejos. Los límites le parecían muy lejanos, pero todavía existían.
—Áine… Es tu hermana…
Ella tragó saliva. Le temblaban los labios del disgusto. En ese momento sentía que le odiaba profundamente, mientras él se bajaba de la apuesta, se mostraba débil, la miraba como si fuera un monstruo.
—Creía que harías cualquier cosa por mí. Incluso violar o matar. Eso es lo que hacen los reyes o bien lo que mandan hacer a otros, cuando no tienen el valor de hacerlo ellos mismos.
Otra prueba. Otro reto. A Ciar le pareció que Áine siempre conseguía hablarle con las palabras frías y crueles de una diosa, buscando que diera siempre un paso más hacia delante.
Ciar se aproximó hasta que estuvo muy cerca de ella, subyugado por su puro salvajismo.
—Ablach es también hija de rey, ¿no lo has pensado?
Áine guardó silencio por un momento. Él había recurrido a un escondido temor que la acosaba, una duda. ¿Y si se cansaba? ¿Y si cambiaba de opinión? Su hermana era el atajo más sencillo a la soberanía.
—Solo tráeme el maldito vestido.
Ciar descargó los bloques de turba junto a Áine, a la entrada de la casa, y se puso a apilarlos para que se secaran, como solía hacer siempre. Desde hacía más de un año le traía flores azules, de becabunga, que recogía en las turberas. Nunca se las daba en mano, simplemente las dejaba allí, con los tallos sujetos bajo el último bloque de la pirámide. Ella solo las recogía una vez que él se había ido.
La muchacha estaba colgando la ropa húmeda en las ramas de los árboles.
—Veo que aún no se le han quitado las manchas de los arándanos —dijo, señalando el vestido que tantos problemas había causado entre las hermanas hacía apenas unos días. Ciar le había ofrecido a un mozo un trago de hidromiel a cambio de que derramara el jugo de bayas sobre el vestido, de forma que Ablach tuviera que cambiárselo—. No estarás todavía enfadada, ¿verdad? Solo me dijiste que te lo llevara y eso fue lo que hice… no dijiste nada de que tuviera que estar impecable…
—No es jugo de arándanos, sino sangre. De cuando me acosté con el chico del vecino, el otro día.
Ciar se preparó para una nueva discusión. Otra de tantas.
—No te creo.
—Es la verdad. Ya nunca tendrás lo que querías.
—La sangre solo indica que ya estás preparada para ser mi mujer.
—¡Nunca seré tu mujer! ¡A ver si te lo aprendes de una vez! Antes me casaré con cualquier otro.
Ciar retrocedió. ¿Podía ser de verdad que se estuviera engañando? ¿Que estuviera ciego por su propia pasión? Quizás Áine verdaderamente le aborrecía y nunca le daría nada. Quizá todo aquel esfuerzo, las penalidades y la espera serían completamente en vano. Pero, entonces, ¿por qué no se había casado durante el último Samain, cuando ya tenía catorce años, que era la edad del consentimiento? ¿Por qué recogía siempre sus flores y se las colocaba en el pelo al día siguiente? Siempre había pensado que aquel orgullo absurdo caería al final, pero ahora… Sin darse cuenta sus ojos se habían llenado de lágrimas de rabia.
Se dio la vuelta y se marchó furioso, hacia el interior del bosque, dando patadas a las piedras, buscando desahogarse. Después de una pelea absurda contra el tronco de un árbol, a puñetazos, insultos y golpes con el dorso de la espada, se tendió sobre la hierba y se quedó dormido.
Le despertó el movimiento de otro cuerpo junto a él. Era Áine, que se había recostado a su lado, mirando al cielo con las manos bajo la nuca.
Ciar estaba desconcertado. ¿Qué querría ahora? La miró largamente, aún adormilado, intentando descifrar sus intenciones. Observarla así, tendida a su lado en aquel bosque donde nadie más podía verles, le daba un nuevo empuje a su deseo. Sin embargo, permaneció rígido mientras la miraba fijamente, incorporado sobre el brazo, intentando normalizar la respiración. No se atrevía a tocarla o a besarla, escaldado como estaba por sus reacciones. No se fiaba de ella.
Como él se resistía a actuar, ella cerró los ojos y se subió las faldas hasta que las piernas quedaron, largas y pálidas, expuestas hasta las caderas, el resto del sobrevestido remetido entre los muslos. Levantó perezosamente los brazos hasta ponerlos de nuevo bajo su cabeza, como si estuviera tomando el sol y Ciar no existiese.
Él supo que había caído de nuevo en uno de sus retorcidos juegos. Casi podía anticipar lo que pasaría. De seguro ella se revolvería en cuanto le tuviera encima y, si quería continuar, tendría que forzarla. Y eso no era lo que buscaba. Él quería tenerla siempre y no una sola vez. Aquello podía estropear del todo el plan ante Diarmait, ahora que estaba tan cerca de su objetivo.
Se dio cuenta de que Áine había conseguido que la temiera de verdad. Toda su recién adquirida experiencia con otras muchachas no le servía de nada ante ella. Le tenía temblando como a un crío inexperto, incapaz de dar un paso.
Aguantó la respiración y acercó la mano a su piel como si estuviera lidiando con un animal que pudiera arrancársela de un mordisco. Respiró aliviado al comprobar que seguía conservándola después del primer contacto.
Acarició la superficie tersa que ella, sin dirigirle la mirada, le ofrecía. La recorrió desde la rodilla hasta la cadera y, cada vez que intentaba adentrarse un poco más hacia el interior de los muslos notaba la tensión de la tela, fuertemente apretada para evitar el paso de sus dedos. Le desesperaba ser consciente de lo alto que ella estaba y lo bajo que estaba él en aquel desequilibrio de poder.
Se bajó el pantalón lo suficiente como para rozar con su miembro el muslo de la muchacha. Se estremeció con aquel contacto como si fuera la primera vez que tocaba a una mujer. Le daba la impresión de que la piel de Áine le quemaba. Pensó que quizás aquello despertaría el deseo de la chica, pero ella permaneció tensa e inmóvil.
Áine cerró los ojos y volvió el rostro hacia el lado opuesto, pero no se resistió mientras él se frotaba contra su carne y la abrazaba por la cintura, apretándose contra ella.
Él no tardó en alcanzar el clímax, sobrepasado y torpe como un macho principiante de cualquier especie, y se derramó sobre el muslo níveo, ahogando un quejido de placer en el cuello de la muchacha.
Áine esperó a que él se calmase sin mover un músculo. Empezó a sentir cómo crecía en su interior la rabia, que cada vez se hacía más fuerte. Se sentía frustrada e impotente, detestaba aquella sensación. No entendía por qué se había dejado utilizar así. De repente, no podía seguir soportando su contacto. Él se movió despacio contra ella, aún dulcemente anestesiado, para abrazarla aún más e intentar besarla, pero recibió un empujón por toda respuesta. Áine tenía la expresión odiosa y retadora de un búho.
La muchacha se puso en pie y dejó caer las faldas hasta el suelo mientras se encaminaba de vuelta a la granja. Apenas había avanzado unos pasos cuando se agachó a tomar una piedra del suelo y se volvió para lanzársela a Ciar, que apenas tuvo tiempo para cubrirse el rostro. Y después siguió su camino, dejándole allí, dolorido y confuso.
Desde aquel día él la llamó Échtach, que significa «potente», «letal», «destructiva». Y que también significa «pájaro nocturno».
—La albarda de la desgracia te ha caído encima con esa chica. Ya te lo dije. Tiene corazón de satirista.
Ciar esperaba en silencio, sentado en la roca, a que Áedán terminara de curarle la frente.
—Te podría haber dejado tuerto, ¿sabes? Y entonces se acabó lo de ser rey. Créeme, algún día te va a traer un problema muy serio.
—Puedo conseguir que me respete. Tengo que conseguirlo…
—Estás atontado con ella. No sabes ni dónde tienes los pies. Te da igual lo que te haga…
—¡No me da igual! Pero no voy a rendirme ahora… Una vez que su padre acceda, todo va a ser más fácil. Además, quiero la regencia. Es mi derecho de nacimiento. Y solo ella puede dármela.
Áedán se encogió de hombros. Para él todo era mucho más sencillo. Se había enamorado de una chica dulce y cariñosa, llamada Úna. Había tenido la inmensa suerte de que ella también le amaba. De todas las posibles jóvenes que había en Ériu, pensaba él, había coincidido precisamente con ella en el túath de acogida en el Lago Léin. Había resultado ser de estatus parecido, de familias que trabajaban codo con codo en los talleres-escuela de la zona.
Los dioses habían querido que se conocieran, que ambos estuvieran en la edad del consentimiento. A Áedán tantas casualidades le parecían imposibles. El fallo en cualquiera de ellas podría haberles separado. Su felicidad cuando estaba con ella le parecía que tenía una cualidad mágica: la de que nada podía salir mal. Si todas aquellas circunstancias se habían reunido para su fortuna, el resto de su vida en común no podía ser de otra manera que próspero. Recordaba cómo había recorrido el bosque, saltando sobre cada tronco caído, sobre cada roca, con la ilusión de un niño estallándole en el pecho, la tarde en que ella había dado el sí. Para entonces hacía tiempo que los padres de ambos les habían unido verbalmente.
—¿No te gustaría que ella te diera algo de paz? ¿Algo de descanso? ¿Algo de… cariño? No sé…
—La paz ya la tengo —le interrumpió Ciar, de mal humor—. Y estoy más que descansado.
Miró a Áedán como si no le entendiese. No estaba buscando a otra madre. Ya tenía a Aífe. Tampoco estaba buscando a una mujer cualquiera, que le calentara la casa y la cama. Las esclavas podían hacerlo igual de bien. Lo que estaba buscando era otra cosa.
—Me preguntaste una vez que cómo había sido nuestro primer encuentro… —siguió Ciar—. Pues bien, te lo contaré. Me atrajo con miel. Sí, sí… no te rías. La llevaba en su dedo, chorreándole alrededor como un anillo dorado que aún estuviera fundido. Y me besó. Fue ella la que me besó a mí. Yo intenté retenerla y conseguí arrancarle un mechón de pelo. Y entonces ella se me orinó encima.
Áedán levantó los arcos de las cejas. En verdad aquella era la descripción más descabellada y extravagante de un primer encuentro que había escuchado nunca. Ciar había esperado expectante su reacción, sabiendo que no sería pequeña.
—¿Crees que uno encuentra a su deseo por casualidad?
Áedán pensó en el amor que le ataba a Úna. Todo con ella había sido tan fácil, tan fluido… Como si fueran dos barcas en la corriente y su única opción fuera encontrarse.
—No lo creo… No.
—Bien, porque yo tampoco. Ella es la Soberanía, Áedán, lo siento en su interior. Lo es como nadie más puede serlo. Si se pareciera más a una diosa el paisaje cambiaría a su alrededor.
Áedán torció ligeramente el gesto y comprendió que Ciar no tenía remedio. Había construido demasiados símbolos, demasiados mitos alrededor de la muchacha. Para él, Áine era como una Medb intoxicadora que le ofreciera su mejor licor, servido en la copa destinada a los reyes. Incluso su orina tenía algo de divino, espejando aquella de la diosa: capaz de crear los valles, ríos y vados de su mundo.
—Is ó mhnáib do·gabar rath nó amhrath —dijo al fin, resignado—. Es de las mujeres que llega la fortuna, ya sea buena o mala.
—Sé que puedo conseguir que me ame.
—Espero que tengas razón… —Áedán le miró preocupado ante su entusiasmo, basado en unas ideas tan lejanas del suelo—. Espero que sí, amigo mío.
Llanura del Cisne, Ériu, invierno del 450 d. C.
—Han pasado ya tres cambios de año. Vengo a hacer el contrato por Áine. Tus caballos están ahí afuera. Son todos tuyos, a excepción de Lanza.
Diarmait asintió.
—Todo eso podrá ser, pero solo si ella te acepta. Porque no la casaré contigo contra su voluntad.
Fue a buscarla y Ciar aprovechó para acercarse al lecho de la joven, en busca de alguna prueba. Se arrodilló junto al mimbre, pasó la mano por encima y allí encontró lo que buscaba. Había nuevas ramas entrelazadas, pequeños palos que él había tallado en ogam y le había enviado durante aquellos meses, a medida que se acercaba el gran día. Y en todos le había escrito, como prueba de su devoción: CIAR ÁINE INIGENA DIARMADA, que significaba «Ciar, perteneciente a Áine, hija de Diarmait».
Volvió a sentarse junto al fuego, testigo de todos los contratos importantes, seguro de que ganaría la apuesta que había hecho tanto tiempo atrás.
—Díselo tú misma, Áine —dijo Diarmait, abriéndole paso hasta el centro de la choza.
Ella se quedó mirando a Ciar, inexpresiva. Él estaba muy serio, inquieto.
—No puedo casarme contigo.
Ciar sintió que el desánimo le abatía.
—¿Por qué?
—Áine te detesta —dijo Diarmait—. Para ella no eres más que un esclavo, ¿no es cierto?
La muchacha permanecía muda.
—Áine… escúchame —dijo Ciar, angustiado—. No dejes que hable el rencor de tu padre. Basta ya de juegos entre nosotros. ¡Este es el momento! Dile lo que sientes por mí…
—¡Nada! —le interrumpió ella—. Nada en absoluto. Mi padre tiene razón.
—Eso no es verdad —insistió él, en un intento desesperado, herido—. No soportas que mire a ninguna otra. No puede ser que solo busques mi desgracia.
—Lo siento. No eres lo suficientemente bueno. No para ser rey.
Ciar se desmoronó ante aquella respuesta. Ser rey era su destino. El cisne cantor ensordecía su mente. ¿Cómo podía decirle algo así? Sus venas llevaban la sangre de cien generaciones de reyes.
Aquel golpe acabó de hundirle completamente. Había renegado inútilmente de su padre, había perdido su tiempo y su libertad. Se había humillado y vendido por una muchacha que solo le reservaba odio.
—Entonces no volverás a verme.
Salió por la puerta enfurecido, sobre todo consigo mismo.
—¿Y adónde vas a ir? —dijo ella, saliendo de la choza tras él—. No tienes tribu ni familia ni casa. No puedes irte.
—No creo que seas capaz de amar a nadie. Adiós, Áine.
Él siguió caminando hacia Lanza, a grandes zancadas, pero se detuvo de repente.
—Quiero que me devuelvas la espada de mi padre.
—No eres digno de empuñarla. Ni siquiera te has ganado un torques de guerrero. No eres más que un caballerizo y un cobarde, así que sigue con tu espada prestada.
Él se quedó en silencio un momento. Luego se dio la vuelta y se acercó al árbol donde estaba atado Lanza, le desanudó las riendas a tirones y subió a su lomo.
Ella estaba desnuda, cortándole el paso. Se había quitado los vestidos mientras él montaba. La blancura de su cuerpo era cegadora, pero él no podía quedarse a mirarla. Ya no. Áine tendría que buscarse a otro dispuesto a recibir patadas mientras le besaban los pies.
—Ya no eres mi deseo. Eres demasiado cruel.
La rebasó y luego puso el caballo al galope y se alejó de la granja.
Diarmait salió en ese momento de la casa y le extrañó ver a su hija desnuda, cubriéndose torpemente con la ropa.
Cabalgó hasta la orilla del río, donde estaban las piedras de lavar. Sabía que ella estaría allí.
Ablach se sorprendió al verle llegar y se llevó una mano a los labios. Estaba sola.
—¿Ha pasado algo? —preguntó ella, con el corazón encogido. Ciar parecía más disgustado que nunca.
Él descabalgó, avanzó unas zancadas y la besó con fuerza.
La tomó allí mismo, sobre los guijarros y la arena. La llovizna caía sobre su espalda mientras se quitaba la camisa y se colocaba sobre ella.
Ablach se dejó hacer, sin aliento, mientras él tiraba del vestido para sacárselo por la cabeza. Pero una vez la tuvo desnuda ni siquiera la miró. Sus besos estaban llenos de odio y la urgencia le dominaba.
Ablach se separó de su boca para tomar aire.
—Espera… Espera, más despacio…
Ciar continuó lentamente, con menos ímpetu, pero no paró. Se empujó en su carne de quince años y ella gimió, sobrecogida por la tormenta de sensaciones que se le venía encima. Todo se mezcló y se hizo indistinguible. No sabía dónde estaba ni quién era. Sentía como si el río se la llevara.
Ciar se repuso enseguida de la primera quemazón del amor, de aquel abrazo con vocación de abismo que podía tragarse el alma de un hombre. No se detuvo a mirar el precipicio, no lo había hecho con ninguna otra mujer. Con Ablach no se sentía vulnerable, torpe y estúpido como con Áine. Conocía el camino y dejó que su instinto le guiara hasta un final liberador.
Se quedó descansando un momento por ver si el cuerpo de la chica dejaba de temblar bajo su peso. Abrió por fin los ojos, por vez primera desde que la besara, y le pareció que Ablach estaba a punto de echarse a llorar.
Ella le tocó la frente y él metió la mano entre sus muslos, buscando desuncirse de su cuerpo. Cuando la sacó estaba manchada.
Entonces fue el único momento en que Ciar no supo bien qué debía hacer. Nunca había estado con una virgen antes. Se puso en pie y la miró desde arriba, sentada sobre los guijarros, rodeándose las rodillas con los brazos, tratando de cubrirse.
La tomó del brazo e hizo que se incorporase. Quería verla.
Ablach se llevó un brazo al pecho y otro a la cintura, pero Ciar se los apartó con brusquedad. Quería compararla. Convencerse de que Áine no era única. Pero no podía.
Ella intentó cubrirse una segunda vez, pero él la abofeteó ligeramente. Fue un correctivo sin saña, como el que se le hubiera dado a un niño, pero bastó para que Ablach bajara los brazos y se mordiera los labios. Sus mejillas se pintaron de vergüenza.
Él la miró de arriba abajo, por delante y por detrás, como hubiera hecho con una yegua en el mercado. Admiraba aquello que había sido capaz de poseer.
La tomó en brazos y se metió con ella en el río, hasta la cintura, para que el agua lavara sus cuerpos. Después la sacó y la arropó con su capa de viaje. Recogió el vestido del suelo y se lo entregó. Y entonces, tomando el resto de sus ropas, montó a Lanza y la dejó allí, con la colada por hacer y los labios temblorosos, esperando un beso.