14
El nacimiento de Ciar
Montañas de los Juncos, Ériu, invierno del 451 d. C.
Al llegar la noche señalada varios hombres acompañaron a Ciar al bosque, más allá de las fronteras del túath. Allí el muchacho se desprendió de sus ropas y le vendaron los ojos. Trajeron el caballo, que fue sacrificado con un martillo de púa, y el golpe en el cráneo se hizo doloroso en sus oídos.
Empujaron a Ciar al hoyo, donde ya le esperaban sus armas, y cubrieron la fosa con una manta pesada, que sujetaron con piedras. Echaron una fina capa de tierra por encima.
Se quitó la venda. Había sido enterrado vivo. Una anticipación de su propia muerte final, en pie, con sus armas de guerrero. Sabía que no podía existir el nacimiento sin una muerte previa, que toda creación empezaba en sacrificio. Permaneció allí completamente solo, durante largas horas, en silencio con sus armas. No tenía sentido del tiempo, pues la luz no se filtraba en aquel hueco oscuro. Un nuevo hombre se estaba gestando en el útero de la tierra, un hombre armado.
Su comienzo a aquella nueva vida le había sido anunciado, pero no sabía en qué forma se presentaría. Debía mantenerse despierto, esperando el momento del nacimiento. Si llegaba la hora y no estaba consciente podía quedarse en el mundo de los muertos, en aquel hoyo, para siempre.
Una noche y un día pasaron sin que comiera o durmiera y, cuando la noche cayó una vez más, los hombres retiraron la manta del hoyo y los rayos de la luna le hirieron los ojos. Era como si nunca hubiera visto antes la luz.
Había siete hombres portando antorchas. Sus rostros estaban pintados de glasto mezclado, muy oscuro, y sus facciones resultaban irreconocibles. Habían llegado. Estaban allí para matarle. Y él estaba despierto, esperándoles.
Ciar se cubrió con el escudo instantes antes de que llovieran sobre él las finas estacas. Carecían de hoja, pero eran capaces de herirle o de abatirle, de demostrar que estaba incapacitado para el rango. La suya no era una prueba de guerrero normal, sino una que llamaban lámnad ríg, el parto de un rey. Ciar la conocía por su padre, porque era la misma prueba que había tenido que superar el príncipe Eochaid para que le dieran su torques de guerrero. El hombre surgido de aquella prueba tenía que ser capaz de enamorar a la soberanía. La del rey era una figura sacra y aquella era la antesala a su destino sobrenatural. Era la más antigua y dura de las pruebas de su casta.
Las estacas caían desde lo alto, con violencia, y rebotaban o se partían contra la madera. Todas parecían buscar su pecho expuesto, aún virgen de cualquier tinte. Una de las armas cayó sobre él y le arañó una pierna, haciéndole un corte tangencial. Ciar gruñó y se arrodilló para que el escudo le cubriera completamente. Pronto las lanzas dejaron de caer, veintiuna en total. Ciar se descubrió entonces y el agua caliente cayó sobre él. Estaba mezclada con la sangre del caballo.
Le tendieron cuerdas para el ascenso y, a medida que iba subiendo, se acercaba más a un nuevo plano de existencia, nacía el hombre-caballo en el que se había convertido. Al alcanzar la cumbre, su transformación era completa. Ya no existía Ciar, el hijo de Aífe, el hijo adoptivo de Creidne, sino un guerrero de la Llanura del Cisne.
Entró en la casa de reunión con el torques fulgurante adornando su cuello. Aquella era su llave hasta Áine. Por fin podría demostrarle que era digno de ella.
Creidne le estaba esperando y él se arrodilló ante su silla elevada, le abrazó las piernas y descansó la cabeza en su regazo. Aquel era un gesto de respeto, pero también de despedida. Ya nunca más sería su Madre. El lámnad ríg la había matado.
Creidne le acarició la piel del cuello bajo el grueso torques. Los músculos que había debajo eran mucho más fuertes que los de hacía un año, cuando aún no había participado en los robos de ganado ni probado la sangre.
La pieza tubular era exquisita: de un dorado impoluto y factura rotunda, perfecta. Acarició con gozo toda la superficie hasta que descansó el pulgar en el hueco del cuello del muchacho. Entonces hizo un gesto a Bressal, que siempre guardaba el flanco de su asiento real, para que saliera. El capitán cerró la puerta principal a sus espaldas y no permitió que nadie más entrara.
Creidne sabía que Ciar había esperado mucho para aquello, que lo había deseado desde su entrada en la escuela. Su deseo por la Soberanía era más fuerte que por ninguna mujer y ella sabía bien cómo disfrazarse de diosa.
Se recogió el vestido hasta por encima de las caderas y abrió ligeramente las piernas. Tomó la copa de hidromiel y derramó un poco sobre el ombligo, de manera que el líquido se escurrió por su bajo vientre y se perdió en un hilo entre sus muslos. Se acercó más al borde de la silla para ofrecerse a él.
Ciar metió la cabeza en busca del preciado licor. Ahora ella le sabía a hidromiel, que era como siempre había soñado que sabrían las reinas. Como imaginaba que sabría Áine.
«¿Cómo puede ser que estés tan loco por ella? —le había preguntado Creidne una vez—. No es más que una muchacha».
«Tú no lo entiendes —le dijo él entonces—. Ella me dará poder. A través de ella conquistaré el mundo».
Mientras estaba con Creidne solo podía pensar en la hija de Diarmait. Ella había sido siempre su destino y lo sentía ya muy cerca.
Áine se lo había reprochado el día en que él la pidiera por esposa, hacía ya un año: no estaba preparado. No era suficiente para un rey. Y tenía razón. Gracias a ella y a sus rechazos, a sus desprecios salvajes, se había convertido en un hombre, en un guerrero capaz. El tánaise que el reino tanto necesitaba.
Había sido la dureza de Áine, su fortaleza, la que le había hecho verdaderamente materia de rey. No solo de título, sino de cuerpo y de mente. El amor que sentía por ella era ahora más grande que nunca, agradecido, apasionado.
Se levantó, sujetó a Creidne por la cintura y la alzó de su asiento real mientras se rodeaba el cuerpo con sus muslos.
Entonces se dio la vuelta y se sentó él mismo en la silla regia y dejó que fuera Creidne la que tomara la iniciativa. Ella tiró de los cordones que cerraban su escote y el vestido cedió, descubriendo sus pechos. La capa de plumas negras que cubría su flanco izquierdo se agitaba ligeramente a su espalda, como una hermosa ala de cuervo.
Mientras ella subía y bajaba, Ciar disfrutó de aquel momento de triunfo, de conquista, y se pudo ver a sí mismo en la gran sala de reunión de los Necht, sentado en la silla de rey para no bajarse de ella nunca más.
Cuando estuvo próximo al éxtasis, Creidne se retiró y dejó que él se derramara sobre su piel.
Ciar la abrazó con fuerza, como sujetándose a ella para no caer. Hubiera querido retenerla, pero ya era tarde. Había huido como un pájaro. Refugió su rostro en el plumaje oscuro, que se le había deslizado hacia delante y ahora le cubría el corazón.
—¿Por qué te has separado de mí? —susurró, aún recuperándose.
—Esta es mi última lección, Ciar. Mi último regalo. —Todavía sentada sobre él, se inclinó y le habló al oído—. No te confíes. Cuando pienses que ya está todo hecho y estés disfrutando de tu gloria, la Soberanía puede abandonarte de súbito, como yo lo he hecho. Cambiarte por otro pretendiente. Siempre debe quedarte algo por conquistar. Algo que te mantenga alerta. El día en que lo tengas todo estarás muerto.
Él apoyó su frente en la de ella y Creidne le besó brevemente los labios.
—Además, no voy a tener más hijos. Eso no se lo permito a ningún hombre. —Se bajó del regazo de Ciar, se arregló el vestido y se encaminó a la puerta.
—Espera —dijo él, mientras se levantaba del asiento—. Aún no hemos terminado. Quiero que me enseñes a satisfacer a más de una mujer.
Creidne alzó las cejas, sorprendida. Lo habitual era que un rey tuviera siempre a varias mujeres a su disposición, entre esposas, esclavas, concubinas e incluso esposas de otros hombres. Pero hasta entonces, Ciar solo le había hablado de una.
—¿A cuántas?
Ciar le dedicó su amplia sonrisa de dieciocho años.
Llanura del Cisne, Ériu
Hacía días que Áine no conseguía dormir. Las pieles de la cama le erizaban el vello con su contacto y removían la incomodidad en sus entrañas. Las noches de luna llena se encogía sobre su vientre y le daban ganas de aullar. Había estado esperando la fiesta de Samain con impaciencia, segura de que Ciar volvería. Estaba en la escuela de los guerreros, se lo había dicho Derdriu ante sus repetidas preguntas. Regresaría portando un torques al cuello que le diera estatus propio. Ya no tendría que avergonzarse por ser solo un perro gris, exiliado de ultramar y dependiente de su mujer.
Pero la fiesta de Samain había pasado y Ciar no había aparecido. Era el día de Año Nuevo y no había ni rastro de él.
A lo largo de la mañana su frustración había ido en aumento. Sentía rabia contra sí misma y también contra él. Recordaba cómo se había marchado, despreciando su cuerpo. Maldito fuera, le odiaba. Insolente, por pensar que podía decidir sobre ella, al margen de su voluntad. De ella no podía disponer nadie, ni siquiera su padre, por muy rey que fuera. Antes de ser casada por la fuerza se mataría. Insolente por llegar como un proscrito, un desheredado, enemigo de su pueblo. Pero si tan absurdo e insultante era, ¿por qué seguía tan rabiosa? ¿Por qué echaba tanto de menos sus impertinencias y sus provocaciones? ¿Por qué tenía ganas de tomar la leña que ardía en el fuego y apretarla con las manos hasta hacerla pedazos? ¿Por qué no había vuelto aún?
Lo cierto era que muchos jóvenes se le habían acercado aquella noche para ver si podían seducirla y todos ellos le habían repugnado con sus acercamientos y sus estúpidas palabras. Para colmo, Ablach le había dicho que Ciar había estado con ella antes de marcharse, que le había hecho el amor a la orilla del río. Áine la llamó mentirosa. Pero aquello encendía de nuevo las antiguas dudas: su hermana, también depositaria de la soberanía, se había convertido en su peor enemiga.
Se acercó al mimbre que cercaba su cama, el que estaba entrelazado con las ramas de ogam que le había regalado Ciar. Las fue sacando con furia y, cuando las tuvo todas en un puño, las arrojó al fuego.
Cayó arrodillada junto a la hoguera, en un llanto lleno de angustia.
Diarmait entró en la casa, alertado por sus gritos.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Te has quemado?
Ella se incorporó y se frotó los ojos con fuerza con el dorso de la mano.
—No me pasa nada.
—Áine, dime qué es lo que está pasando. Llevas casi un ciclo lunar en que no se te puede ni dirigir la palabra.
—No quiero hablar contigo.
Él la tomó de la muñeca, pero ella se soltó. Diarmait la cogió entonces por los hombros para que entrara en razón, pero ella se puso tan furiosa que le mordió hasta hacerle sangre.
—¡Áine!
—¡No me toques!
La muchacha ya había salido de la casa a grandes pasos, sin volver la vista atrás.
—¡Ya tendrás tu castigo cuando vuelvas!
Había caído la noche y Áine no había vuelto. Diarmait estaba sentado junto al fuego, preocupado. Gráinne, su primera esposa, tropezó junto a él y Diarmait se levantó a auxiliarla.
—¿Cómo estás?
—Ya es todo muy borroso —dijo ella.
Tomó a Gráinne del rostro e intentó asomarse a sus ojos pálidos, que siempre le habían sido fieles. Ella nunca se había quejado, ni siquiera cuando él había seguido empeñado en su venganza. Cuando Olwen todavía le dolía y tenía el orgullo a flor de piel. Las cosas habían cambiado desde entonces. Tenía demasiadas preocupaciones con la familia, con la tribu, como para alimentar el pasado. Después de encontrarse con Ciarán en las islas del Riñón, aquel fuego parecía haberse extinguido.
Gráinne le había dado cuatro hermosos hijos. Por cuatro veces había abierto sus entrañas para él, se había partido en dos y había pagado su devoción con sangre. No podía mirarla con otro sentimiento que no fuera el del amor, pero era demasiado tarde. Gráinne ya no podría ver esa mirada porque tenía los ojos acuosos, desenfocados.
—Te cuidaremos. —La abrazó—. Nunca estarás sola. No te preocupes.
No estaba seguro de poder cumplir aquella palabra. Él podía morir, por enfermedad o en la guerra que, con toda seguridad, se avecinaba. Lerben, su segunda esposa, que había sido antes la esposa de su hermano, era mayor y también moriría antes que Gráinne. Y los dioses, caprichosos, habían querido darle cuatro hijas y ningún hijo: cuatro mujeres que se marcharían de la casa dejando tras de sí sus buenas vacas, en precios de novia, pero ninguna ayuda, ninguna familia que permaneciera para mantener el hogar y los bienes. A menos, claro, que encontrara a un hombre dispuesto a humillarse y a renunciar a su familia de origen por amor.
—¿Qué es lo que le pasa a la niña? —preguntó Diarmait.
—Creo que ya sabes la respuesta a esa pregunta —respondió su mujer—. Hay cosas que hasta un ciego puede ver.
—Temo por ella. Es capaz de cualquier locura.
—Haces bien en temer. Juega demasiado con cuchillos, despelleja a los animales con saña. Y en el interior de su brazo pude leer, con mis dedos, la cicatriz de una marca ogam: la marca de su nombre.
Diarmait resopló ante la evidencia.
—Creí que le detestaba.
—O eso es lo que preferías decirte a ti mismo, mo sherc[9]. Les he visto cuando están juntos. Pensáis que estoy completamente ciega y eso me permite observar desde el secreto. He visto como ella le mira cuando cree que nadie más se da cuenta. Dicen que una mirada larga es un signo de amor. En cambio, cuando tú estás delante se transforma. Solo busca conseguir tu aprobación. Te respeta y te admira demasiado.
—No quiero ser la causa de su desgracia.
—Pues no lo seas. Deja atrás el pasado. Busca al muchacho antes de que sea tarde.
Diarmait se encontraba ahora dividido entre el pasado y el presente. Por un lado estaban las palabras dichas, los juramentos, la enemistad que había mantenido con Ciarán durante toda su vida. Todo aquello dejaría de tener sentido. Le daba la sensación de que había estado perdiendo el tiempo. De que no hubiera sido necesario perseguir a Olwen, de que simplemente podría haberse casado con Gráinne desde el principio y haber aprendido a amarla como lo había hecho. Todas aquellas cosas tenían ya poca importancia… La perspectiva constante de la guerra y de la extinción del reino le había hecho viejo rápidamente. No le quedaban fuerzas para luchar contra fantasmas.
Pero sabía que no debía ir él mismo a buscarle, cerrar el contrato a solas con Ciar y darle a su hija una orden de boda. No. Eso volvería a encender su rechazo. Debía ser la propia Áine la que se rindiera. Había actuado toda su vida como un hombre, como el hijo que la familia no había tenido. Ante su contrato de novia debía ser igual.
Salió a buscarla, portando una antorcha, y la encontró echada entre los caballos, bajo el cobertizo que los resguardaba de la lluvia, envuelta en las pieles. Pero aún no estaba dormida. Ella se incorporó hasta sentarse.
—Debes marcharte y traer a Ciar —dijo él, mientras se sentaba junto a ella—. Ya sabes dónde está. Te pondré una escolta para cruzar las montañas.
—Creía que le despreciabas. Que no querías oler su sangre a menos de cien pasos de tu casa.
—No importa lo que yo pensara. Estaba equivocado. Es materia de rey y ahora tendrá el torques de un guerrero. La batalla es inminente y no sabemos quién vivirá y quién caerá. El reino le necesita.
Ella no contestó. Tenía los dientes apretados.
—¿Prefieres que envíe a una de tus hermanas? —insistió él, sabiendo que eso la provocaría. Estaba cansado de su testarudez—. ¡El orgullo no es para las mujeres, Áine! —Le tiró del brazo y lo iluminó con la antorcha. Gráinne tenía razón, se había hecho una cicatriz que ponía QERAI, perteneciente a Ciar—. ¡A veces pienso que le tienes miedo!
Áine respiró hondo y alzó la barbilla. Diarmait supo que había dado en el clavo.
—Yo no tengo miedo de nadie. Saldré a primera hora y te lo traeré aquí.
—Ahora vuelve a la casa. No quiero que te pongas enferma y pierda a una hija en vez de ganar a un hijo.
Se levantó y salió por la puerta. Se sentía más cansado que nunca y le dolía la cabeza.
Montañas de los Juncos, Ériu
A su llegada, Áine preguntó por Ciar y la llevaron ante Creidne, en la sala de reunión. La mujer la miró de arriba abajo. Así que aquella era la princesa por la que el muchacho tanto había penado.
—Yo he sido su madre durante este tiempo —dijo Creidne—. Deberías pedirme a mí el permiso para llevártelo.
—Ciar no lo necesita. Él es dueño de su vida.
Creidne se bajó de la silla y se acercó a la muchacha. La guerrera le sacaba al menos una cabeza de altura. Comenzó a rodearla despacio y tomó un mechón de su cabello. Olía a rosa mosqueta. Le pellizcó ligeramente el vestido, de manera que se le ajustó a las formas femeninas.
—Con esos huesos tan estrechos no sé qué hijos le vas a parir. Tienes el cuerpo de una lanza, muchacha.
Áine se mantuvo tensa e inmóvil, pero no dijo nada. Estaba en el reino de aquella mujer y no en el de su padre.
—Está bien —dijo Creidne, soltándola—. Te llevas a un hombre bien armado, en todos los sentidos. Espero que sepas apreciarlo. Lo tienes en la segunda choza posterior.
Áine asintió por toda respuesta y salió de la casa.
—Es curioso, ¿no crees? —dijo Creidne a Bressal, al lado izquierdo de su silla—. Que ahora vayamos a darle a Diarmait un tánaise para sucederle, después de que le matáramos el anterior… Qué irónicos son los juegos de los dioses.
Cuando Áine entró en la choza encontró a Ciar sentado junto al fuego con otros muchachos, haciendo figuras de madera y jugando a los dados.
—Marchaos —les pidió él, en un susurro.
Intercambió su mirada con la de Áine mientras los compañeros salían de la casa.
—Me envía mi padre —se excusó ella, sin mover un músculo de su rostro.
—Si es por tu padre no quiero ni verte. No me debe nada. Puedes irte. —Bajó la vista hacia la madera que había estado tallando.
—¡No! ¡Debo quedarme! El reino te necesita…
—¡Calla! —Ciar se levantó, se acercó a ella y la sujetó del cuello, desesperado. Aquella muchacha era capaz de todo con tal de no decir la verdad. De poner como excusa a familia, reino, a los dioses mismos. Él sabía que nada salvo su propio deseo la había conducido hasta allí. Áine no obedecía a nada más—. Calla si no es para decirme que me necesitas, que estás aquí porque no soportas estar en otra parte. Dime que no tienes corazón porque te lo has comido pensando en este momento, que es cuando dejas de mentirme. ¡Dímelo antes de que me vaya otra vez, tan lejos que no me encuentres nunca!
—No te vayas… —Ella tragó saliva, superada por la idea de perderle de nuevo—. No te vayas.
—Dime que me deseas.
—Sí.
—Dímelo.
—Te deseo. Te necesito. Mi corazón te lo has comido tú.
Ciar le quitó el vestido y recuperó la visión que le había perseguido desde que se marchara del túath, aquel cuerpo blanco que adoraba. Vio las cicatrices del cuchillo en su brazo. «Perteneciente a Ciar». Besó cada una de las marcas, inflamado por aquella señal devota. Tenía razón. No se había engañado. Le amaba.
La tomó en brazos y la llevó a la cama. Ella tiritaba sobre las pieles por la mezcla de frío, inseguridad y excitación. Ciar la cubrió con su cuerpo y le hundió la carne más profundo de lo que hubiera deseado, de haber sabido que ella era todavía virgen, que no había podido entregarse a ningún otro por mucho que había dicho.
Con Áine disfrutó del vértigo de cada paso, del hundimiento progresivo en la oscuridad. Por primera vez se permitía mirar al precipicio. En su vientre era donde podía, por fin, mirar a la muerte a los ojos. De tú a tú, como a una igual.
Y entonces, en medio de aquel primer placer, en medio de aquel primer dolor, hizo que Áine le hiciera numerosos juramentos para que no los olvidara, para que los recordara cada vez que estuvieran juntos.
—No volverás a mentirme y me guardarás lealtad y me traerás honor y no deshonor…
Y ella fue asintiendo a todo mientras él se movía en su interior, despacio, hasta que, finalmente, quedó rendido en sus brazos.
—Dame buenos hijos, Eochaid —dijo ella. Era la primera vez que le llamaba así.
—Antes de que llegue la próxima cosecha —prometió él.
Y desde aquel momento la fuerza que ella tenía en sus entrañas dejó de volverse contra él para ponerse a su favor.
Ciar recorrió con los ojos el cuerpo pleno y brillante de ella. No quería cerrarlos, tan rebosantes estaban de aquella imagen, tan ebrios de su belleza. Blanco, como solo podía serlo el cuerpo de un animal venido de una tierra norteña donde nunca hubiera dado el sol. Resplandeciente, como su nombre. El sol de mitad del verano. An ghrian mhór, el gran sol. Áine.
—Ahora ya sé a qué sabe el fuego —dijo él.
Ella sonrió a la luz del hogar y, por un momento, aquella palabra habitó también su boca, se avivó en ella, la hizo latir y vibrar. «Fuego».
—El fuego puede meterse en tu cabeza y tragar su contenido —siguió Ciar—. Tu alma viaja entonces a través de su garganta en llamas, de su estómago en llamas, de sus brazos y piernas en llamas… —Y mientras lo decía, recorría con el dedo índice las distintas partes del cuerpo de Áine—. La suya es una visión del Otromundo.
Tomó un mechón del cabello rubio de la muchacha y aspiró su perfume.
—El olor del fuego te rodea, como el agua cuando uno mete la cabeza —siguió Ciar, recordando de memoria—. Es como un latigazo placentero, subiendo desde la pelvis hasta la frente misma. El de los sacrificios en los altares de Samain. La carne y la sangre. El olor del fuego es el del poder.
Se acercó a su oído y le susurró «shhhh», como se hace con un bebé para calmarlo.
—El sonido del fuego es una música, creadora y destructora. La voz de Grian y su canción a los hombres. Una voz que se excita con el viento, que nace con el rayo y crece con el trueno. No hay nada más espléndido que el grito de una llama.
Puso su mano caliente alrededor del cuello de la muchacha y lo acarició.
—El calor del fuego es la vida misma. Es lo que nos diferencia a los vivos de los muertos. Si intentamos tocarlo, se rebela y nos castiga. No podemos poseerlo.
Llegó el silencio y Áine salió de su embeleso. Fue como si todo su cuerpo se despertara. Se desperezó como un gato.
—¿Y dónde has aprendido semejante parrafada?
Ciar sonrió.
—Áedán me lo enseñó…
—¿Áedán? ¿Ese inútil?
—No hables así de él. —Súbitamente regresó la Áine de siempre—. Lo llama «La canción para seducir al fuego». Es un poema herrero. Se lo transmiten en la forja, de generación en generación. Normalmente es un poeta o un druida quien lo canta mientras se cocina alguna pieza, pero ellos ya se lo saben de tantas veces que lo han oído. Con ese poema atraen al fuego y lo avivan. Lo retienen y hacen que baile para ellos.
—Y tú te lo has aprendido entero.
A Ciar el fuego le cautivaba desde niño. Sentía su calor como un abrazo. El abrazo de la diosa.
—Falta el sabor del fuego —recalcó Áine.
—Ningún hombre lo ha probado nunca y por eso no hay canciones. Es un gran secreto. Pero yo sí lo conozco. —Se inclinó y besó los labios de Áine y en ellos la palabra «fuego» se hizo más intensa y más espesa. Moraba aquel aliento caliente, aquella sangre que viajaba por todo el cuerpo y acudía a florecer en sus labios, como un río llevado hasta un delta tibio—. Yo lo he probado. Y voy a quemar toda mi vida en él.
—He conocido a la reina de tu banda.
Llevaban ya tres días en la choza como si fueran una pareja de recién casados. Los compañeros de Ciar se habían distribuido en las otras casas para darles intimidad y les llevaban comida de vez en cuando. Uno de ellos había hecho de mensajero para que la familia de Áine no se preocupara.
—Es una gran guerrera. Será una buena aliada si llega la hora…
—Lo sé. —Había un comentario que seguía dándole vueltas en la mente. «Está muy bien armado, en todos los sentidos»—. Ella es también tu amante, ¿verdad?
—Me gané ese derecho.
—¿Y Ablach? Me dijo que habías estado con ella antes de irte…
—Solo fue una vez. Ella no me interesa.
Áine se mordió los labios y no le hizo más preguntas.
Volvieron al túath como marido y mujer y Diarmait tuvo que aceptar a Ciar plenamente como sucesor. Le dio poderes en la granja, una casa para él y su esposa y celebró una boda apropiada a su estatus. Ciar le entregó, según lo acordado, la espléndida herencia de su familia: los caballos de raza que Derdriu había guardado durante tanto tiempo. Así, Áine obtuvo el precio de novia más generoso que se había visto en la Llanura.
Al poco tiempo de la unión, sin embargo, su hermana Ablach desapareció.