4
Venganza de fuego
Demet, Alba, verano del 444 d. C.
El tío Finnén hizo una seña a Ciarán y al acólito para que movieran el pesado tanque de plomo repujado con el gran crismón. Él jamás hubiera podido levantarlo por sí solo, ni aunque hubiera estado vacío y no lleno de agua como estaba ahora. Normalmente solo admitía a los bautizados en los misterios sacramentales, pero Ciarán era una excepción: confiaba en sus brazos por encima de los de cualquiera. Desde que empezara a encargarle el tallado del ogam, hacía ya más de una década.
Volcaron el tanque en una fosa forrada de madera y el joven Finn, que ya tenía nueve años, se metió en ella desnudo hasta que el agua le llegó a la cintura.
El tío Finnén se arrodilló entonces, remangando su túnica. Recordaba los tiempos en que debían esperar durante semanas la llegada del obispo desde Corinium. Hacía el circuito una sola vez al año, por lo que, cuando tocaba, bautizaba a varias decenas de personas, a una generación completa de catecúmenos. Por fortuna aquello estaba cambiando: el obispo seguía teniendo preferencia para bautizar a los adultos, los mayores de catorce años, pero cualquier sacerdote podía atender a un infante para evitar que muriera en pecado.
A su edad, Finn era el muchacho más joven que se había bautizado en el túath. Asistía fielmente a la primera parte de la misa y luego se retiraba a repasar los salmos que su tío abuelo le había enseñado.
Después de la inmersión, le vistieron con una túnica blanca y le ungieron la frente con el crisma. Por fin podría participar en los misterios eucarísticos. Un privilegio que su propio padre no podía compartir con él.
Ciarán entendía que Finn hubiera abrazado el cristianismo. Los antiguos dioses probablemente le parecían caducos y distantes. El conocimiento de los mismos, esotérico, reservado tan solo a los druidas. El cristianismo, en cambio, podía ser explicado a todo el mundo. Y luego estaban los ancestros, los dioses locales, que en Irlanda acaparaban gran parte de la devoción. Allí, en las colonias, no eran fuertes. Tan lejos de casa, ¿cómo podían serlo? Se habían quedado en el suelo del otro lado del mar, guardando las tierras que habían sido abandonadas en busca de fortuna.
En el exilio el cristianismo había ocupado el lugar de la familia y la tribu, había creado vínculos allí donde no había ninguno y les había dado seguridad en una frontera peligrosa, donde la invasión y la muerte siempre estaban acechando. Había sido la salvación diaria a su miedo.
Ciarán podía comprender todo aquello, pero no compartirlo porque lo que sentía a través de Macha y el caballo era más fuerte que ninguna promesa de paraíso. Quizá Finn también despertaría a ello algún día. Quizá también él entendería.
Ciar tenía ya casi diez años, sus hermanos nueve, y aquel día era el más soleado del verano, por lo que se juntaron con otros niños y bajaron a la mejor playa de Demet. Todos llevaban algo en las manos: flautas, tambores verticales, pelotas de immáin o espadas de madera.
Ciar se sentía exultante. La noche anterior había habido fiesta en el túath y le habían dejado permanecer hasta tarde mientras sus hermanos se iban a dormir. Había bebido cerveza mientras escuchaba la historia de Macha la Pelirroja de labios de un poeta del grado más alto, un ollam. Siempre sería su favorita. Aquella era una historia sin la censura propia que el cristianismo había impuesto a los cuentos infantiles:
¿Cómo consiguió Macha construir su colina en Emain? No es difícil. Había una vez tres reyes en Ulaid, la provincia del Norte, quienes se pusieron de acuerdo en que cada uno de ellos reinaría sucesivamente durante un período de siete años. Como responsables de garantizar y mantener el acuerdo designaron a siete druidas, siete poetas y siete capitanes. Y como prueba de la calidad de justicia ejercida en cada reinado se establecieron tres condiciones: debían recogerse buenas cosechas, no debería haber nunca escasez de tinte y ninguna mujer habría de perder la vida durante el parto. En el momento en que dejara de cumplirse una de ellas, el rey de turno sería depuesto de inmediato.
Todo siguió su curso hasta que murió uno de los reyes, Áed el Rojo, que dejó una hija como único heredero. Se llamaba Macha. La apodaban la Pelirroja y exigió ocupar ella misma el puesto de su padre en el turno de sucesión que habían establecido. Los otros dos reyes rechazaron esta demanda aduciendo que no podían entregar el reino a una mujer, pero Macha les declaró la guerra, venció y ocupó el trono.
Al pasar los siete años que le correspondían, Macha rehusó entregar el reino al próximo rey en turno, argumentando que ella lo había ganado en batalla y no a través del acuerdo original. Y como ellos habían violado el acuerdo, este había perdido ya su validez. Los hijos del segundo rey, Dithorba, quien había perecido en la primera batalla, entablaron de nuevo la lucha contra ella. Y ella los venció de nuevo y los desterró a los descampados de Connacht. Macha tomó entonces al tercer rey, Cimbaeth, como marido y general de sus ejércitos.
Pero Macha no estaba aún satisfecha. Tras la boda fue en busca de sus enemigos desterrados disfrazada de leprosa, habiéndose frotado todo el cuerpo con masa de centeno y polvo de musgo rojo. Los hermanos eran varios, por lo que tenía que encontrar la forma de separarlos para así vencerles uno a uno.
Encontró a los hombres en un claro del bosque, donde uno de ellos le dijo: «¡Bellos son los ojos de la bruja! ¡A fornicar con ella!». Macha dejó que la llevara a un lugar apartado del bosque y allí le atacó, le venció y le dejó bien amarrado. Regresó entonces a donde estaban los otros, alrededor de una hoguera, y ellos le preguntaron por su hermano. «Está avergonzado de regresar ante vosotros después de haber fornicado con una leprosa», les contestó Macha. Los hombres exclamaron entonces que eso no era motivo alguno de vergüenza y que estaban dispuestos a hacer lo mismo, y uno por uno se fueron con Macha al interior del bosque, donde ella les fue sucesivamente aprisionando y amarrando. Al final se los llevó prisioneros a su corte, en Ulaid.
Al llegar allí y enterarse de lo ocurrido, sus guerreros quisieron matar de inmediato a los cautivos. Pero Macha tenía una idea mejor: «¡No! —les ordenó—, ya que ello representaría para mí una violación de la palabra real. Pero pongámoslos a trabajar en condición de esclavos para edificar una colina a mi alrededor. Para que sea siempre la capital de Ulaid».
Y entonces clavó su lanza en el centro, ató una cuerda hasta su broche y con el alfiler del mismo fue trazando una circunferencia del tamaño que deseaba para su colina. Y esta recibió el nombre de Emain Macha, que significa «los mellizos de Macha».
Los niños se habían sentado en círculo sobre la arena de la playa y escuchaban boquiabiertos a Ciar mientras les contaba aquella historia extraída de un mundo de adultos al que no se les permitía el acceso. Ciar no dijo nada de la muerte de Macha a manos del rey Rojo, pues era una parte de la historia que no le gustaba. Estaban desenvolviendo el pan y la carne que les habían dado en sus casas cuando se acercó un grupo de muchachos mayores, de catorce y quince años.
—Tenéis que marcharos. Este sitio es nuestro.
Ciar se puso en pie y se adelantó.
—Nosotros llegamos primero. No nos moveremos de aquí.
—Siempre venimos aquí a reunirnos. ¡Os marcharéis antes de que os ponga mi bota encima, bichos!
Ciar tomó su palo de immáin y dibujó una línea en la arena, a lo largo de la cual marcó las líneas de su nombre en genitivo: QERAI, perteneciente a Ciar.
—¿Qué dice ahí? —preguntó el otro muchacho.
—Dice que esta tierra es mía. Mi padre me ha enseñado a escribir el ogam.
—¿Y qué más te ha enseñado tu padre? No creo que nada bueno, teniendo en cuenta que es un adúltero y que abandonó a tu madre cuando estaba embarazada de ti.
Las palabras apenas lograron salir de su estómago, allí donde Ciar le asestó un golpe con su espada de madera. El muchacho se encogió, más por la sorpresa que por el dolor, pero pronto se repuso y agarró a Ciar de la capucha de la túnica, tirándole al suelo ante la mirada asustada de sus hermanos.
—¡Fuera de aquí! No os quiero volver a ver en esta playa —dijo el intruso.
Ciar le dirigió una mirada de auténtico odio y frustración. Pensó en la resplandeciente Echrí, el Señor de los Caballos, la espada de su padre colgada en la pared de su casa. Se juró que el episodio no terminaría así.
—Vamos. Encontraremos otro sitio. —Niam le ofreció la mano, pero él la rechazó.
Mientras se alejaban por el camino de la costa, Finn seguía estupefacto ante lo que acababa de escuchar. ¿Su padre un adúltero? ¿Sería verdad que había abandonado a su madre? El tío Finnén le había enseñado que aquel era uno de los tres pecados más graves que se podían cometer. La herida de aquella palabra era para él peor que la de una piedra… No, tenía que ser mentira. Eso era. Aquel niño no era más que un maldito mentiroso.
Encontraron entonces otra playa, donde un grupo de niños más pequeños se habían sentado a mirar las conchas que habían recogido y a compartir sus tortas de avena.
—Este sitio es nuestro —reclamó Ciar—. Marchaos ahora mismo o nos quedamos vuestra comida.
Finn le miró espantado.
—¡No!
—Tú cállate.
Finn miró a Niam, pero ella no dijo nada y se dedicó a observar.
Los otros niños recogieron y se fueron, algunos llorando, otros simplemente asustados por la ira que Ciar había acumulado durante toda la mañana.
—Mamá…
—¿Qué te pasa, Finn? ¿Ya has vuelto a despertarte?
—Ciar ha salido de la casa.
Aífe apartó las pieles de un golpe y se puso una camisa por encima. Confiaba en Ciar. Era un niño adelantado a su edad y el cuidado de sus hermanos pequeños le había hecho protector y valiente. Pero Aífe temía que hubiera oído algún ruido y hubiese decidido, de forma temeraria, salir a averiguar su origen.
Cuando pudo verle estaba prendiendo una antorcha en las teas que flanqueaban la entrada del fuerte. El fuego lo colocaban sobre el muro de tierra y la empalizada, a unos cinco metros de altura, y era necesaria una escalera.
Bajó de un salto los últimos peldaños y se dirigió a la playa. Aífe decidió seguirle.
—Finn, quédate en la casa.
—Yo sé dónde va. Quiere ir a la playa de la que nos echaron esta mañana. Unos chicos nos quitaron el sitio y él intentó pegarles…
—Tú vuelve a la casa y acuéstate.
Finn obedeció y regresó a la cama junto a Niam, solo para quedarse allí con los ojos completamente abiertos.
Aífe siguió a Ciar a distancia y cuando alcanzó la costa se ocultó entre las rocas que delimitaban la arena. Ciar había tomado un trapo largo, uno que una vez había sido un vestido de domingo, y luego uno de faena y luego una camisa de bebé y por último vendas y pañales. Había estirado la tela junto a lo que parecía una tienda de campaña. Aífe adivinó lo que quería hacer y por un momento la atenazaron el miedo y la preocupación. Observó cómo Ciar prendía la punta de la improvisada mecha y, después, acariciaba con la antorcha una bandera que los muchachos habían clavado en la arena.
Tenía que darle tiempo para huir. No podían descubrirle haciendo aquello. Se prometió a sí misma que actuaría si la tienda comenzaba a arder.
Si, como decía Finn, le habían arrebatado su territorio… Ciar compartía la auténtica mentalidad del guerrero al hacer aquello. Tenía la sangre de su abuelo, el capitán Murchad y la de ella misma, más que la de Ciarán. Las llamas le recordaron la noche en que ella también se había vengado por el territorio arrebatado. También ella había dispuesto una mecha lo suficientemente larga, una cuerda de sauce interminable, que le permitiera huir de vuelta a la cama con Ciarán. También había prendido fuego a una casa, buscando asustar a quien dormía en ella: Olwen. Su mayor rival.
Interceptó a Ciar y le arrastró detrás de las rocas en el mismo momento en que los muchachos empezaban a gritar y a salir de la tienda, que ya había empezado a arder por una punta.
—¡Vamos! ¡Corre y no pares!
El ascenso en la oscuridad fue vertiginoso, sin descansar ni mirar atrás. Ciar se vería directamente incriminado si les atrapaban o les veía cualquier vecino. Se agarraron a las piedras y a las raíces de los árboles que delimitaban los gastados escalones, haciendo una espiral desde la playa hasta las alturas del acantilado. Evitaron las espinas de la aulaga y los tallos de la hiedra, que podían enredarles los pies y hacerles tropezar hacia el abismo. Cuando hubieron alcanzado de nuevo el asentamiento, Aífe tomó a Ciar por los hombros:
—¡¿Es que te has vuelto loco?!
—¡No! ¡Un hombre sigue siéndolo después de perder su vida, pero no después de perder su rostro[5]! Insultaron a padre. Y te insultaron a ti. Y eso no puedo permitirlo.
Aífe no pudo contestar nada porque aquellas palabras no cabían en el corazón de un crío de diez años, sino tan solo en el de hombres ante quienes debía guardar silencio: un cabeza de familia, un auténtico guerrero o un rey.
—Eres demasiado imprudente —le dijo al fin—. Si sigues así, tú vida será muy corta…
—¿Es cierto que padre te abandonó cuando estabas embarazada de mí?
Aífe no se atrevió a engañarle. Ciarán se había marchado al descubrir su venganza contra Olwen. El mismo tipo de venganza que su hijo acababa de consumar.
—Es cierto. Pero eso fue hace mucho tiempo. Y lo importante es que luego volvió…
—No me importa lo que hiciera, pero no dejaré que lo usen contra mí. Mi rostro es lo único que tengo. A mí nadie me quita lo que es mío.
Aífe adivinó el significado tras aquellas palabras. Lo cierto es que, en el futuro, ni Ciar ni Finn ni tampoco Niam tendrían nada. Las tierras y la granja las había heredado Rónán, su tío materno, y la propia Aífe solo las tenía en usufructo hasta que él decidiera reclamarlas. Y Ciarán no era más que un perro gris, sin derechos ni bienes que dejar a nadie. Era comprensible que su hijo se sintiera como si no tuviera un territorio donde hundir sus propios pies.
A la mañana siguiente el desayuno ya estaba preparado sobre el suelo, cerca de la hoguera. Niam se había encargado de acarrear la leche, cortar el queso y el pan, servir el requesón y disponer unas manzanas sobre un trapo. Era la costumbre que los hijos menores de la familia fueran los encargados de servir y lavar mientras los padres comían. También, como cada mañana, había ido al río a llenar los cubos.
—Me he encontrado con las vecinas en la orilla. Parece ser que anoche hubo un accidente en la playa y una de las tiendas salió ardiendo.
Finn se estremeció y dejó de comer. Miró a Ciar de reojo, atenazado por la sospecha. Tenía miedo de preguntar.
—¿Sabes si le pasó algo… a alguien?
—Creo que no —dijo Niam—. Se despertaron a tiempo.
—Ya sabes que no te levantarás hasta que acabes —dijo Ciarán al ver que Finn había abandonado la cuchara sobre el plato. El chico siempre acababa quedándose solo ante la comida—. Si no te comes las gachas…
—Sí, ya lo sé. Me vais a dar en adopción a los pictos. ¿Hasta cuándo me vais a seguir diciendo eso?
Removió las gachas por enésima vez, levantándolas con la cuchara y dejándolas caer de nuevo sobre el cuenco. Si le hubieran dejado habría hecho ayuno voluntario y ganado en felicidad, además de en méritos espirituales.
—Deberías dejar los avisos y dárselo a los pictos de una vez —le azuzó Ciar.
Finn hizo una mueca de desagrado para que se callara la boca, mientras repetía el gesto de dejar caer las gachas.
—Finn, deja de jugar o te serviré el doble —le amenazó Aífe.
—Todo el mundo sabe que los pictos no existen —se defendió Finn.
—¡Claro que existen! Y algún día yo les desafiaré —dijo Ciar tomando a Echrí, la espada de su padre, y blandiéndola en el aire con ambas manos—. Iré al Norte y me traeré sus cabezas en una bolsa.
—Le diré a tío Finnén lo que acabas de decir. Si vas por ahí cortando cabezas irás al infierno.
—Al menos mi vida no será un completo aburrimiento. —El mismo día de su bautismo, Finn había anunciado que quería ser sacerdote—. Me gustaba más cuando eras pequeño y decías que ibas a ser pedorro profesional[6]. Al menos hubieras ido de feria en feria, pasándotelo bien, divirtiendo a la gente…
—¡Tú no entiendes nada! Lo que has hecho… lo que dices… ¡está todo mal! —Se puso de pie porque no podía olvidarse de lo que había pasado en la playa. Estaba furioso contra sí mismo por no haber sido más valiente, por no haber salido en defensa de los débiles. Tendría que haberse enfrentado a su hermano.
—Finn, ¡siéntate y sigue comiendo! —ordenó Aífe.
—Cuando los pictos te adopten no te voy a ayudar —siguió Ciar—. Te arrancarán la piel y tendrás que ir por ahí en carne viva y todos dirán: «Mirad, por allí va Finn, el hijo de los pictos, el hijo de los pictos…».
Y cada vez que decía «hijo de los pictos» movía la espada a un lado y a otro del cuenco de madera, hasta que cayó por accidente sobre uno de los laterales y las gachas de Finn saltaron por los aires.
Ciarán se puso en pie y todos callaron. Le arrebató a su hijo la espada de las manos y limpió el filo con un trapo, antes de enfundársela.
—Las espadas no son para jugar. Tú no comerás hasta mañana —dijo, señalando a Ciar—, y en cuanto a ti —tomó el cuenco y lo sumergió de nuevo en el cubo de las gachas, hasta que rebosó y lo volvió a poner delante de su hijo—, no te levantarás de la mesa hasta que esté tan vacío como la zanja de un fuerte.
Quedarse sin comer era el castigo adecuado a su edad, así que Ciar se quedaba muchos días con el estómago vacío y llegaba a la noche con un hambre canina. Con su medio hermano, en cambio, habían tenido que emplear pronto la medida contraria.
Finn miró el nuevo cuenco repleto. El anterior estaba ya por la mitad, pero ahora debía empezar otra vez. Le resultaba desolador.
—Disfrutáis de demasiada abundancia —se quejó Aífe, mientras limpiaba el desastre que habían dejado ante sí.
Los dos hermanos se miraron con reproche y se echaron la culpa silenciosamente, antes de que Ciar siguiera los pasos de su padre, camino del mercado.
—¿Puedo ir con ellos, madre?
Aífe miró a Niam algo contrariada. La niña casi siempre se salía con la suya. Su escrupulosa diligencia le permitía sacar siempre algo de tiempo para sí misma. Nunca compartía ese tiempo con ella, bordando o charlando como otras madres e hijas, y nunca la había llamado «mamá», como hacían Ciar y Finn. La relación entre ambas siempre había sido fría, desde el primer momento en que Niam era tan solo un bebé. La rubia joven solo parecía comunicarse con dos personas en el mundo: Ciar y su padre, con quien mantenía una complicidad secreta. A Aífe, sin saber por qué, cualquier petición que venía de ella le sonaba a desafío.
—Vete. Ya sabes que lo que no hagas ahora tendrás que hacerlo luego.
Niam caminó hasta la puerta y, cuando la hubo cruzado, salió a la carrera detrás de su hermano y de su padre, pues sabía que aquel día iban en busca de una yegua blanca.
Los caballos y las yeguas blancos eran los más valiosos, pues se consideraban animales sobrenaturales. Gabor era su nombre poético. Eran criaturas reservadas para los reyes y para los rituales más importantes, y criarlos o poseerlos proporcionaba un gran prestigio.
—Al mercado sí que te apuntas, ¿eh? —La provocó su hermano al verla llegar, disimulando su alegría—. Eres igual que todas las mujeres.
Ciar sabía que su hermana no era como todas las mujeres en absoluto. Cuando iba al mercado su atención nunca estaba puesta en las joyas, los espejos, las cuentas o los vestidos, sino en los bardos ambulantes, las flautas de hueso de cisne y, sobre todo, los caballos. Ambos amaban y entendían a aquellos animales, mientras que Finn les temía y esperaba que su destino estuviera muy lejos de ellos.
—Un tercio del valor del caballo adulto depende de su cuerpo, un tercio de su potencial y un tercio de su trabajo.
Ciarán disfrutaba de ir al mercado a adquirir nuevos ejemplares. No era algo que pudiera hacer muy a menudo, pues eran caros, pero la variedad y calidad era mucho mayor que la que había encontrado durante su infancia, en la Llanura. Los caballos de Bróenán, su padre adoptivo, habían sido siempre considerados como los mejores de la región y eran escasas las oportunidades de mejorarlos. Una buena parte de sus ejemplares había pertenecido a los Barr y se había convertido en botín de guerra, una vez que el pueblo fuera exterminado y ya no quedara nadie para criarlos. Aquellos no eran animales como los nativos, parecidos a ponis o burros, sino que cada uno era un valioso ech allmuir, un caballo de ultramar, procedente de Alba o también, ocasionalmente, de Hispania o de la Galia. Eran ejemplares de guerra, descendientes de los caballos escitas utilizados por los Césares.
—Es importante el tamaño, la forma, el color y la velocidad —explicaba a sus hijos, transmitiendo las mismas enseñanzas que había obtenido de Bróenán—. El pecho amplio y la cabeza alta. Fijaos bien en la curva del cuello y en los cascos, uno por uno. Y también en que tenga una boca estrecha y una buena dentadura.
Ciarán les había enseñado a calcular el valor de caballos, yeguas y potros en el mercado, operación que no siempre era sencilla pues dependía de muchos factores, incluyendo la ascendencia. El valor de los caballos fluctuaba mucho más que el de cualquier otro animal, por lo que había que conocer bien las variables y saber cómo negociarlas con habilidad experta. Ciarán también les enseñó a identificar las enfermedades y a ponerles remedio y, por supuesto, a domarlos y a entrenarlos para la monta y las carreras. Les acostumbró a llevar a los potros por el río para que perdieran el miedo, a relacionarse con caballos de temperamento difícil, a hablar a los animales, a acariciarlos y a establecer vínculos con ellos. Todo les resultaba sencillo a los dos hermanos. Tan natural como dormir, comer o respirar.
Cuando Ciarán hubo seleccionado una yegua joven, Niam se adelantó y se ofreció a montarla. Su alto coste requería probarla y ver cómo se comportaba al galope. Ciarán cerró con el vendedor un precio en ganado y quedó con él en la granja familiar para completar la transacción. Al ser Aífe la propietaria de todos los bienes, los roles legales estaban invertidos en su matrimonio. Solo ella podía formalizar verbalmente los contratos.
Niam utilizó un tocón para auparse sobre el lomo, se colocó a horcajadas y tomó las riendas. No tardó en encontrarse lejos, sobre todo anímicamente, llevada por el galopar de su montura y seguida a escasos metros por su hermano, que se tuvo que conformar con un ejemplar oscuro. «Iluso», pensó Niam. Jamás conseguiría alcanzarla en carrera. Ciar tenía mucha técnica, pero sus cualidades y talento eran inferiores. Era ella la que conseguía canalizar la fuerza mística que había heredado de su padre y llevar el galope un paso más allá.
Cubrieron la distancia de las praderas verdes de Demet con auténtica entrega, sorteando los extensos arbustos de aulaga que reventaban de flores, como rabiosas erupciones amarillas que salpicaran la piel del territorio. Entraron luego por el sendero del bosque, en donde los árboles parecían relámpagos petrificados, preservados en sus eléctricas ocurrencias y abrazados, después, por una hiedra apasionada. El entramado de la foresta se extendía alrededor de ellos bajo un cielo marmóreo que presagiaba lluvia, con el sol amordazado tras una gruesa venda. Pronto emergieron de nuevo a cielo abierto: una yegua completamente blanca y resplandeciente, con una amazona de cabellera rubia y, a su lado, un caballo negro y su jinete moreno. Continuaron galopando, dejando atrás los cúmulos difusos de árboles. A su paso encontraban ocasionalmente algún rebaño de ovejas, vacas o caballos solitarios. Niam cada vez le sacaba a su hermano una mayor distancia y no le daba tregua en la carrera.
Llegaron a la frontera que sus padres les habían marcado como prohibida: el primer río de los tres que les separaban de Moridunum Demetarum. Niam se paró y se giró. Hacía ya un rato que no oía el sonido de los cascos de Ciar. Su mirada recorrió la distancia de manchas verdes, pardas y amarillas, pero no había ni rastro de él. Las nubes se oscurecieron ligeramente y dieron paso a la lluvia fina.
Recorrió varios metros hacia atrás en su busca, llamándole a voz en grito, pero todo lo que encontraba era un paisaje desierto y silencioso. Temía que le hubiera sucedido algo, pues se hallaban cerca de los límites y cabía la posibilidad de encontrarse con gentes hostiles del otro lado. Quizá se había caído del caballo, aunque en el caso de Ciar era improbable. Y perderse tampoco, pues iba justo detrás de ella. Su angustia iba en aumento al igual que la lluvia, que ya calaba y oscurecía sus cabellos, cuando se adentró en el bosque por ver si su hermano estaba oculto entre los árboles.
Ciar advirtió desde muy lejos cómo la yegua blanca se internaba en la espesura. Intentó llamar a Niam, pero la lluvia ahogaba su voz. No entendía cómo podían haberse separado tanto el uno del otro. La muchacha había conseguido sacarle tanta ventaja que la ondulación de una colina la había ocultado de su vista y esto había provocado su desorientación. Ahora veía impotente cómo su hermana se adentraba en la arboleda, donde sería aún más difícil encontrarla.
Niam se abrió paso entre los troncos delgados y retorcidos, cubiertos de hiedra, de los robles albares. Apartó una a una las ramas que amenazaban con arañar su rostro mientras avanzaba. En su cabeza resonaban las palabras de los sabios sobre las tres oscuridades en las que una mujer no debe entrar: la de la niebla, la de la noche, la oscuridad de un bosque.
Seguía llamando a Ciar, pero solo escuchaba la lluvia, salpicando los charcos y agitando las hojas sobre su cabeza. Vislumbró, finalmente, la corriente del río, donde le pareció ver cómo se movía una figura.
—¿Hermano? ¿Estás ahí?
Siguió acercándose con cautela, pero al pasar por entre los troncos lo único que vio fue a una mujer envuelta en ropas negras, que frotaba unas ropas con insistencia.
—Pronto va a estar cayendo lluvia, lluvia, lluvia y lluvia. No es bueno estar a la intemperie —dijo Niam, que ya tenía las pestañas cargadas de gotas. De las trece palabras que conocía para llover, había utilizado las cuatro más cercanas a la tormenta: basc, clagairnech, folc y rúarc.
La mujer no parecía oírla y, si lo hacía, no contestaba, así que Niam se aproximó a caballo hasta la orilla. Desde lo alto pudo ver que las ropas que la anciana sujetaba estaban ensangrentadas. Las frotaba con insistencia, pero la sangre no se diluía. Era como si no pudieran ser lavadas. Niam se quedó mirándola, como en un sueño, y de repente ella levantó su arrugado rostro: un rostro ausente de ojos humanos donde brillaban dos esferas negras como las pupilas de una yegua. Dio un alarido terrible que dejó a Niam paralizada. Aquellos ojos animales lloraban lágrimas de sangre.