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Aullidos del Otromundo

Llanura del Cisne, Ériu

Ciar había permanecido despierto desde que la luz empezara a insinuarse. Los días anteriores habían sido extenuantes, aunque se sorprendía de no sentirse más cansado. Había galopado grandes distancias intentando conseguir apoyos: primero con su padre, después con Creidne. Pero también ella había dicho que no acudiría. Que sería una locura, un sacrificio. Que no había esperanza posible en aquella batalla.

Aquella primavera los pájaros habían anidado dentro de la choza, entre las ramas de la techumbre, llenándola con el piar de los pollos y el revoloteo constante en busca de comida. Bajo el velo azul de la madrugada, Ciar observó el vientre hinchado de Áine. Quedaba ya tan poco… Había estado a punto de conocerle.

Contra una pared de zarzo de la casa estaban apilados algunos objetos que ya le pertenecían y que debían darle la bienvenida: la cesta trenzada, cubierta con los mejores linos que las esposas de Diarmait habían podido conseguir. Descartes de latón y de madera llenos de guijarros que hacían toda una pequeña orquesta destinada a entretener al pequeño recién llegado. Juntos, Áine y él habían revisado las paredes de arriba abajo, de forma que ninguna rama, clavo o estaca sobresaliera de su sitio. Ya habían estudiado por dónde prolongarían la estructura, cercando el mimbre, para que tuviera un pequeño espacio por donde gatear seguro. Estaban también los grandes regalos: de su abuelo, Diarmait, un collar de piezas de ámbar traído de tierras jutas para que lo mordiera cuando le salieran los dientes; y de su abuela, Derdriu, un jarrito bajo y circular, con asa y boquilla, que hacía de biberón. El guttus de tierra cocida traído de Alba. Áine y él lo habían pintado con pequeños animales blancos.

Ciar recordaba los días previos a que la guerra estallara definitivamente. Cómo habían bromeado pensando en él.

—Cuando nazca, seguro que está riquísimo —había dicho Ciar—. Estará tan sabroso como un lechoncito. Tendré que tener cuidado para no comérmelo una noche. —Le lanzaba dentelladas cariñosas e inofensivas al vientre de Áine.

—¡Ten cuidado! —Había reído ella—. ¡Eres un salvaje! —Se cubría lo mejor posible con las manos—. Puedes hacerlo, pero con mucho cuidado. Despacito…

Él le había pasado los dientes muy suavemente por la piel, como una caricia. Aquella imagen del embarazo le parecía la mejor para definir la prosperidad, la conquista y el triunfo. Pensó que estaba recorriendo grandes distancias en el camino a la felicidad.

Ahora todo aquello se veía comprometido. Puso su mano firme sobre el vientre que guardaba aquel tesoro. Le juró que no lo permitiría, que no se convertiría en un esclavo. Ganaría aquella batalla para él, aunque tuviera que entregarse completamente para conseguirlo. Aquel niño sería libre y, algún día, también sería rey.

No había sabido hasta entonces lo que era aquella clase de amor, ciego, previo a cualquier encuentro. Y se negaba a perderlo justo cuando acababa de encontrarlo.

Diarmait apoyó los dedos sobre el roble junto al cual se había sentado tantas veces, de niño, y donde había hecho su juramento de inauguración real. Tenía una forma inusual y hermosa: el tronco se dividía a medio crecer y daba lugar a formas gemelas, que se elevaban con fuerza hacia los cielos.

Era un árbol centenario, el más grande que había en el túath. Durante el amanecer, como ahora, tomaba un baño color miel, casi dorado. El árbol fundacional de los Necht, el árbol sagrado de sus ancestros. Los invasores lo cortarían o lo quemarían, como si así pudieran quemar también cada letra del nombre de la tribu vencida. Diarmait había intentado salvarlo. Salvarlos a todos de la extinción. Pero había fracasado.

A aquella hora temprana en que los buscadores de madera recorrían las ciénagas, habían encontrado en el Cisne el cuerpo sin vida de Ablach. Llevaba puesta la ropa con la que había desaparecido, con algunas flores y plantas del río enredadas en la falda.

Diarmait recordaba bien la tarde en que había intercambiado aquel vestido para ella. En el mercado, los ojos de la muchacha se habían ido detrás de la tela durante toda la tarde, pero ninguna petición había salido de sus labios. Si se hubiera tratado de Áine le habría clavado las uñas y lo habría exigido en su condición de hija de rey. Ablach, sin embargo, siempre había sido tímida, más distante, siempre en segundo plano, menos cerca de él.

Recordó cuando era tan solo una niña y estaba aprendiendo a hilar, con el huso dando vueltas descontrolado mientras trataba, esforzadamente, de fijar su peso en el aire, en una estricta vertical. Había estado practicando durante horas, hasta que apenas le quedó luz para verlo, hasta que logró dominarlo y desenredar el vellón para convertirlo en una perfecta hebra de lana, ni muy gruesa ni quebradiza. El tesón y el esfuerzo la habían acompañado siempre. Recordó también cómo alineaba las piedras alrededor del hogar, muy despacio, entreteniéndose en hacer pequeños dibujos en forma de cruz con las más pequeñas, siempre silenciosa. Lamentó no haberla observado más entonces, no recordar exactamente la forma de aquellos mosaicos tan preciados.

Coirpre se había reservado aquel golpe para el momento crucial. Era su declaración formal de guerra. Se había guardado la cabeza, la morada de su alma, que estaría probablemente en la casa de reunión, donde la muchacha habría sido ejecutada. Lo había conseguido: había roto el corazón del rey en la víspera de la batalla. A Diarmait ya solo le quedaba esperar la muerte.

La hora estaba cercana. El sol proseguía su ascensión implacable y amenazaba con abrasarles a todos con su baño blanco de realidad: las casas serían destruidas, las mujeres y niños forzados a la esclavitud, los hombres y los ancianos ejecutados y las tierras y el ganado repartidos, tal y como dictaba la sentencia.

Besó la corteza rugosa del árbol y se despidió así de su tierra, a la que había amado con cada gota de su sangre. Pronto se vería definitivamente separado de ella.

Cuando regresó a la casa, Ciar estaba en pie frente a la puerta. No le guardaba rencor por la desgracia de Ablach. Había sido un pobre tonto, nada más. En cambio, a Áine no quería verla.

Después de rodear la choza en el sentido de la mano derecha se reunieron con el resto de los llamados a combatir en la armería principal. Había armas suficientes, herencia de la vieja guerra contra los Barr, pero eran muy escasos y ancianos los que habían combatido entonces. Los hombres estaban silenciosos, pero en ellos se veía determinación y valentía a la hora de escoger los hierros. Era un valor que nacía de la rabia contra la invasión, contra el abuso de una nueva potencia que amenazaba su legado. También por la indiferencia de Múscrige y de Caisel, por su pasividad después de tantos años de tributos. En sus rostros se leía la promesa íntima de que venderían caras sus cabezas. A Diarmait le reconfortó y le llenó de orgullo la valentía de su pueblo, que le apoyaba sin reservas.

Cuando Coirpre de los Juncos apareció en el campo de batalla, el blanco sol de Ériu ya había ganado altura y ahuyentaba las nubes para ser espectador privilegiado. Las huestes de Iarmumu estaban formadas principalmente por los hombres libres, campesinos que le eran leales, nobles venidos de toda la región y un fían de dos batallones de a nueve, a caballo, que formaban la guardia personal de su hijo, Maine. Iarmumu era un territorio extenso, que agrupaba a un buen puñado de tribus, y el ejército superaba con creces al de los Necht en una relación de seis a uno.

En la Llanura, unas pocas mujeres se habían unido a sus esposos en la batalla y, antes que entregarse a la esclavitud, habían preferido portar espadas, lanzas y escudos. Entre todos formaban apenas cuatro centenas y no tenían caballería. Solo montaban Diarmait, Ciar, Oissíne y dos hombres que habían sido compañeros de armas de Bróenán, en los viejos tiempos. Áine, a pesar de que estaba al final de su embarazo, había insistido en empuñar las armas hasta que Ciar la amenazó con maldecirla, a ella y a su hijo, si no se quitaba aquella idea de la cabeza.

—¿A qué esperan para atacar? —preguntó Ciar a Diarmait.

—No tengas tanta prisa por empezar a andar bajo tierra. E intenta no quedarte en la primera fila. Todavía no sabemos si lo que esperas es un varón o una muchacha.

Ciar sonrió con pesar porque poco importaba ya. Aquel comentario tan prudente era muy propio de Diarmait, pero no encajaba con la manera que él tenía de hacer las cosas.

—Ellos son los que quieren la guerra. Deberían hacer sonar ya las trompetas.

Diarmait advirtió cómo los trompeteros de Iarmumu se preparaban, alzando sus largos instrumentos de bronce, verticales y en forma de «S», con las bocas negras mirando al enemigo.

—Prepárate —le alertó Diarmait, desenvainando la espada y alzándola para que la vieran bien sus seguidores—. Valor. Y que el Necht nos proteja.

En ese preciso instante, el potente sonido de las trompetas de guerra sacudió la tierra. Los dos ejércitos quedaron, sin embargo, desconcertados, pues el terrible clamor no procedía de los instrumentos de ninguno de ellos, sino que más bien se propagaba desde lejos, como un eco de los bosques, espantando a las bandadas de pájaros que en ellos anidaban.

Coirpre y sus nobles miraron extrañados hacia la espesura. Aquellas no eran unas trompetas corrientes. No habían oído nunca nada que sonase así. El espantoso aullido, grave y prolongado, se repitió. Y entonces las vieron.

Las cabezas metálicas de los carnyces surgieron poco a poco de la floresta, los jabalíes de latón, con sus rostros desencajados, las cabelleras erizadas y los ojos de esmalte rojo fuera de sus órbitas, escupiendo su grito salvaje que parecía provenir de una época antigua, profundamente enterrada en la leyenda. Entre ellas avanzaba un hombre portando una gigantesca lanza y, tras él, en formación, hasta cuarenta batallones de a nueve pertenecientes a los fíana de Irlanda.

En los flancos llevaban a los músicos que portaban los carnyces del tesoro de Caisel: hermosas trompetas verticales rescatadas de alguna inmemorial batalla. Sus cabezas animales lanzaban terribles voces de muerte, aullidos demoníacos, como llamadas al Otromundo. Los mejores ejércitos de la antigüedad se habían estremecido ante aquel clamor.

—Padre… —susurró Ciar.

Diarmait era incapaz de decir o sentir nada. Su rostro quedó petrificado y vacío de expresión. Su espíritu se retiró hasta el fondo de su ser. No dirigió la mirada a los espléndidos jinetes cuando estos formaron en primera fila, por delante del resto de las defensas del túath. Ciarán pasó por delante de él y se colocó junto a su hijo, Ciar, que estaba ahora entre los dos. Eochaid colocó su caballo junto al de Oissíne. El resto de los hombres no podían dejar de mirar a aquellos guerreros magníficos que habían acudido en su ayuda. Dúngal empuñó el hacha con fuerza y sonrió con complicidad a Caílte, que frotó sus manos, impaciente. Dáire contempló el campo y vinieron a él imágenes de poemas épicos: así que aquella era la expectación antes de la batalla final. Los escuderos intentaron tranquilizar a los perros. Los druidas observaron con atención el vaivén de los pájaros, que continuaban revolviéndose por encima del bosque, en busca de presagios. Ciarán mantuvo fija, en su mente, la imagen ancha e inacabable del mar.

Diarmait permanecía con las manos asidas a las riendas, conteniendo la tensión que le desgarraba por dentro, pero incapaz de rebelarse contra aquel golpe de fortuna. No podría ser, a la vez, fiel a sí mismo y a su pueblo. Aceptar la ayuda de Ciarán le resultaba aberrante, pero aquel dolor pesaría, sobre todo, en su cabeza. Vivir con ello siempre sería mejor que contemplar la aniquilación de todo aquello que amaba. ¿Seguiría importando el honor cuando ya no quedase nada? Solo esperaba que Ciarán no se dejase matar en batalla. Dejarían su ajuste de cuentas para después.

Ciarán, por su parte, miraba al frente, decidido a asegurar lo mejor posible el futuro de su hijo. Podía adivinar los pensamientos de Diarmait, pero no se permitiría un solo gesto que pudiera provocarle. No era ajeno al desequilibrio del combate. Cuatro docenas de cincuentenas, unos dos mil cuatrocientos guerreros de Iarmumu, entre lanceros y caballería, contra menos de un tercio. Eran necesarios todos los hombres. Hasta Diarmait.

Coirpre de los Juncos se adelantó entonces hasta el centro del campo para parlamentar con el capitán Conaire, que se presentaba como el más destacado de los nuevos batallones. Los dos hombres cruzaron sus miradas como en otro tiempo, en La Roca. Conaire le conocía bien y sabía lo peligroso que era. Le había visto atentar contra su propio padre, acechar a Nad Froích durante años y ahora perseguía el título de Óengus.

Los dos ejércitos vieron entonces como hacían la señal de la tregua: un abrazo y tres besos, que fueron los más gélidos de entre cuantos se habían visto en un campo de batalla. Ambos bandos se concederían un día más, de manera que los viajeros y las mujeres que venían con ellos pudieran descansar y los invasores pudieran reorganizarse. La Morrígan tendría que calmar a sus sedientos cuervos hasta el amanecer siguiente.