20
Sin palabras
Segontium, Alba
El muro de niebla se deshizo al contacto con la roca. Era tan abrupta como un acantilado. No podía pertenecer a Ériu ni tampoco a las colonias.
Niam sabía que lo que estaba viendo era el coste de su propia promesa: la Altura de Clota, en el extremo izquierdo, allí donde las aguas herían la costa con sus uñas heladas, dejándola marcada. Allá donde la luz tenía los tintes grises de una lápida. La Altura de Clota era una doble montaña abrupta, dos peñones como los pechos desafiantes de una diosa de la guerra, escarpados, accesibles tan solo mediante las escaleras que se habían trabajado en oblicuo sobre sus propias faldas, arrancándole piedra a la piedra. En su cima estaba la atalaya que guardaba la entrada del río, del mismo nombre, y en la base había sido levantada la corte de Cluim, que heredaría su bisnieto Corótico, el hombre al que Niam había entregado su vida.
Ahora estaba en la cima de aquel gigante geológico, tan irregular que parecía destrozado a hachazos, rodeado de aguas que brillaban como una red escamosa. Aislado, inexpugnable.
Como siempre en el sueño, Faílenn estaba allí, vestida de blanco al igual que una ollam de la orden que ya fuera poseedora de todo el conocimiento. Exhibía aquella sonrisa misteriosa y el cabello oscuro le caía por la cintura, mecido por la brisa marina, como si jugaran a enredarlo los dedos de un niño. Sus ojos verdes estaban serenos mientras la observaba al borde del peñón. Y entonces se transformaba en un pájaro igual de blanco y sus ropas caían muertas a sus pies.
Niam se despertaba siempre en aquel preciso momento, como si el peso de la túnica, al caer sobre el suelo, le golpeara el corazón.
No lo entendía. Debía ser ella y no Faílenn, la que permaneciera en pie en aquella roca ignota, al otro extremo del mundo. Aquella de su sueño era la Altura de Clota, estaba segura. Se lo decía el corazón. Era la cárcel que había cambiado por la libertad de su amiga.
Era casi mediodía y Gala estaba allí, cepillando las pieles de la cama de Cunedda, sirviendo agua fresca en sus calderos, reponiendo los juncos de las antorchas.
—¡Por fin te has despertado! —exclamó la esclava sin interrumpir su quehacer—. Hace ya mucho que Arduinna se fue.
—¿Quién es Arduinna? —preguntó Niam, aún desorientada.
—La luna, claro. ¿Cómo la llamas tú?
Niam se incorporó y se estiró los vestidos. Metió las manos en un aguamanil y se enjuagó el rostro antes de hablar.
—En Ériu el nombre de él, su verdadero nombre, está prohibido. Nadie se atrevería a romper su geis.
—¿Por qué? —preguntó Gala, intrigada.
Niam cobró una repentina seriedad. Se quedó sumida en una preocupación momentánea, con la mirada perdida.
—La nuestra es una luna que se disfraza. «El resplandor» le llaman, o «la resplandeciente», pero solo cuando él no se pone su embozo de sombra. Hasta ahora la diosa Grian, vuestro sol, siempre ha salido indemne, pero… —«¿Qué pasaría si se encontraran?», era una pregunta que la niña Niam había enterrado, por temor, en su mente. No había podido formularla ante su padre, pero Dagán le había dicho la verdad—. Dicen que puede ser por despecho. Porque Grian le rechazó, siendo mucho más poderosa y bella. Que él le guarda un odio que va oscureciendo su rostro noche tras noche hasta que está completamente envuelto en sombra y no se le ve la cara. Es entonces cuando resulta más peligroso. Todos los meses se prepara para atacar, pero Grian permanece oculta y él vuelve a descubrirse lentamente. Sin embargo, cada muchos años…
—… encuentra el valor… —dijo Gala.
—… para presentarse ante ella a plena luz del día. No es solo un beso lo que quiere. Su nombre secreto es el de un asesino. El nombre de un traidor.
—Tienes que venir conmigo, Niam.
Aquella noche Gala se acercó a ella y se lo dijo en un susurro.
—¿Qué pasa? —preguntó Niam en voz baja.
—Una de nosotras está de parto. Te necesitamos.
—Pero yo… Yo no sé nada de…
—Eres lo más parecido que tenemos a un druida. Nos hacen falta las palabras. No tenemos a nadie más.
Niam asintió. Sabía que las palabras eran importantes. Podían suponer la diferencia entre la vida y la muerte del niño o de la madre.
—¿Qué haremos con el centinela? —El susurro se volvió más fuerte.
—Yo me encargaré de distraerle.
Niam consiguió escapar sin ser vista y llegó hasta las tiendas que Gala le había indicado, allí donde mantenían cautivas a las esclavas. Agazapada en la oscuridad, miró con preocupación al guardián. Decidió que la mejor manera de evitar sospechas sería entrar a rostro descubierto.
—Me envía el rey Cunedda para atender a la mujer que se ha puesto de parto. No quiere perder a ninguna prisionera.
El guardián miró a la muchacha de arriba abajo y le pareció que iba demasiado bien vestida y aseada. Seguramente era una de aquellas mujeres que tenía conocimiento profundo de las hierbas y ayudaba a calmar los dolores en los pies del monarca. La dejó pasar.
Bajo las temblorosas antorchas se encontró con un panorama aún más desolador de lo que había imaginado. Muchachas todavía más jóvenes que ella y otras algo mayores. Todas tenían los cabellos enredados y con aspecto de no haberlos podido lavar en semanas. Se vestían con ropas ajadas y se cubrían con mantas llenas de manchas que olían a sangre seca y a semen. Llevaban grilletes que las ataban a trancas de madera. Al percibir el movimiento de la puerta algunas se abrazaron entre sí y otras siguieron fingiendo que dormían. Niam se dio cuenta de hasta qué punto su destino junto a Cunedda había sido afortunado.
—¿Dónde está la mujer que va a tener un hijo?
Una niña que estaba cerca habló:
—Antes la tenían en una tienda aparte, pero ahora la han traído para que la ayudemos.
—¿Por qué la tenían aparte? ¿Es que está enferma?
La niña se encogió de hombros.
—Algo así…
Guio a Niam hasta el fondo de la gran tienda, por donde el cuero se abría y daba lugar a un espacio cubierto más pequeño, que aprovechaban los soldados para estar con las mujeres. Recostada sobre las pieles, bajo una luz escasa, embarazada de nueve meses, estaba Faílenn.
Niam sintió como si de repente se hubiera quedado vacía. Aún no conseguía asimilar lo que estaba pasando.
Faílenn abrió los ojos desmesuradamente al verla y después se sumió en un desánimo profundo. Empujó a la niña que había guiado a Niam hasta allí. Le hizo un ademán brusco con la cabeza y su mano señaló a la puerta, pero ella no obedeció.
Faílenn parecía irritada de repente y tan cansada como si hubiera envejecido diez años desde que Niam la viera por última vez. Sus ojeras tenían la profundidad de un barranco.
Niam no estaba segura de cómo reaccionar. No sabía si debía adelantarse o retroceder. De repente, el rostro de Faílenn se arrugó de dolor, debido a una contracción, y eso hizo despertar a Niam, que corrió a arrodillarse a su lado y le tomó la mano con fuerza.
—No te preocupes —le dijo—. Yo estoy aquí contigo.
Faílenn seguía evitando su mirada y Niam no sabía bien por qué.
—¿Qué pasa? ¿Quieres… que me vaya?
Faílenn negó despacio con la cabeza, con la mirada baja y desviada hacia un lado, profundamente triste. Se cubrió los párpados con el dorso de la otra mano.
Niam bajó la mirada y respetó su dolor sin decir nada. Era muy injusto que su amiga sintiera vergüenza. No tenía culpa alguna de aquella situación.
—Siento mucho todo lo que ha pasado —siguió Niam—. Ojalá hubiera podido llevarte conmigo. Ojalá no hubiera confiado en la persona equivocada. —Apretó los puños pensando en la traición de Corótico.
Todavía se estaba mirando los puños cuando sintió que un fuerte abrazo la arrastraba hacia delante. De repente se encontró estrechando el pecho hinchado de Faílenn contra su cuerpo.
Permanecieron así, abrazadas, durante unos segundos. Una nueva contracción hizo que el cuerpo de Faílenn se estremeciera de dolor.
—Tengo que ir a por algunas cosas —dijo Niam—. Para ayudarte con esto.
Faílenn se separó bruscamente de ella y negó con la cabeza.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué no hablaba? Maldita sea…
«Quédate». Lo dijo con las manos. Con el lenguaje de signos ogam. Una certeza funesta cayó sobre Niam como un empujón al precipicio. Sintió el vacío bajo los pies y la náusea en el estómago. No hablaba porque no podía. A Niam le escocía un fuego como nunca había sentido por debajo de las cuencas oculares, pero sabía que su llanto no cambiaría aquello.
Faílenn la miraba con una expresión vacía y desolada ahora que se había revelado la verdad. No había nada más terrible para un poeta. Nada más terrible que no poder expresar aquello que ve, lo que sabe, lo que supura en la superficie de las cosas y queda allí para leer, como una capa de rocío, esperando. Ahora las revelaciones se quedarían en su cabeza, como pesadillas en el camino a la locura. Le habían robado su identidad.
«Es de Corótico». Faílenn se puso la mano abierta sobre el vientre y el corazón de Niam se llenó de negrura. Se suponía que ella era poeta de Mona y que podía ver el futuro de las cosas… Pero Corótico era como la luna: de superficie brillante, resbaladiza como una perla, encantador y mentiroso. Igual de cambiante. Con un lado oculto, de cuya oscuridad no se veía el final.
—Me quedaré contigo —afirmó Niam, sacando fuerzas. El momento se acercaba. Solo sabía que debía inspirarle a Faílenn valentía y ganas de vivir, voluntad para superar aquel trance. Salvar la vida era el objetivo inmediato. Una vez que tuvieran al bebé ya pensarían qué hacer—. Enviaré a alguien a buscar las cosas.
«Cuéntame de Fedelm y su amor». Le llevó un tiempo extraordinariamente largo deletrear todo aquello con las manos, pero Niam asintió. Se dirigió a la niña que seguía con ellas.
—Busca a Gala y dile que necesito agua —le dijo, tendiéndole un cubo lleno de agua turbia—. La más limpia que haya en el campamento. Esta no me sirve. Sábanas y mantas, aguja, hilo, un cuchillo y algo de vino, si es que lo encuentra. Que me traiga también todas las hierbas que tenga: secas y húmedas, calientes y frías. Díselo a Gala, ¿me oyes? Que me lo traiga todo. Y no hables con nadie más.
Entonces se recogió las faldas del vestido y se puso a la cabecera de Faílenn. Le enjugó el sudor de las contracciones mientras le recitaba el poema de Fedelm, que era la más famosa de entre todas las mujeres poetas.
Y mientras Niam le recitaba los versos, Faílenn pensó en el jefe Serigi y lloró por dentro.
De repente se hizo el silencio en el área principal de la tienda. Era un silencio extraño que apagó las voces de todas las mujeres y el roce de cadenas. Solo el sonido de unas botas acercándose.
Apareció Gala con un bulto de mantas y sábanas arrebujadas entre las manos y un cubo colgando del brazo. Corótico iba con ella.
Niam se incorporó como por un resorte, envarada por dentro como de acero. La mirada fiera como un mordisco imaginario al cuello.
La expresión de Corótico, sin embargo, estaba vacía. Por un momento pareció otra persona. La máscara de un soldado desconocido en la batalla.
—Cunedda te está buscando. Tienes que volver.
Faílenn gruñó debido al dolor.
—No iré —le desafió Niam—. Dile al rey que esta noche se busque otra virgen…
—Si ya no le sirves, tu destino será este mismo —dijo, señalando con la cabeza a una Faílenn tendida, sudorosa, que mantenía los ojos y los puños apretados.
La frialdad de su tono le erizó el vello a Niam. Era como hablar con él por primera vez.
—Y quién dice que no lo será de todos modos. Cuando no me necesite y me deje en tus manos…
—¡Basta ya de tonterías! ¡Si no accedes la mataré yo mismo! —la amenazó, desenvainando y apuntando a Faílenn con la espada—. Y a su hijo también.
Niam tragó saliva. A Corótico no parecía importarle que el niño fuera de su propia sangre.
—Gala puede atenderla —insistió.
Faílenn la miró y asintió, firme. Niam vio el valor inmenso en sus ojos. Se acercó a ella y besó su boca como despedida. Ojalá con un beso hubiera podido curar las terribles heridas que debía de haber detrás de sus labios.
—Tienes el corazón negro, Corótico.
El camino hacia la tienda de Cunedda fue silencioso: tenso para Corótico, profundamente amargo para Niam. Habría sido imposible ausentarse durante un parto completo. Con una primeriza como Faílenn lo normal sería empezar por la noche y no acabar hasta el día siguiente.
Podría haberlo sabido, eso era lo que más la amargaba. Podría haber utilizado el Imbas Forosnai si a Dagán le hubiera dado tiempo a enseñárselo. O si en la escuela no la hubieran privado injustamente de aquel saber. Juró que no pararía hasta obtenerlo, que no volvería a ser una víctima de la ignorancia. El Imbas Forosnai le habría revelado el destino de Faílenn cuando aún había tiempo para evitarlo. Aunque fuera a través de la muerte, como hacían los antepasados cuando los romanos les iban a dar captura. El tejo en las venas, el precipicio, el hierro hurtado.
—No será tu destino. Yo no lo permitiré.
Niam no levantó la vista ni emitió ningún sonido ante el comentario de Corótico.
—Te llevaré a la Altura de Clota como esposa, no como esclava. Cunedda te ha prometido a mí. Yo te protegeré.
La palabra de un perro habría tenido más valor para Niam.
—Faílenn no tenía salvación —siguió él—. Se hizo enemigos poderosos. Enemigos que exigieron un pago en sangre. Te lo oculté para que no sufrieras. Lo hice por ti, ¿no te das cuenta? Todo lo hice por ti… Y después, ¿qué querías, Niam? ¡Soy un hombre! Y contigo no podía estar… ¡Estás prohibida!
Niam cerró los ojos mientras reprimía las náuseas y contenía un torrente amargo de emociones. Gritaba, lloraba por dentro de desesperación. Y sus gritos rebotaban y le contestaban dentro de su propio cuerpo como un eco maldito al borde de un abismo.
Se fijó en que Corótico aún no había envainado la espada con la que había amenazado a Faílenn. Por un momento pasó fugaz por su mente la idea de acabar con todo aquello. Sería extraordinariamente fácil y limpio. Al atacarle, un capitán experimentado como él respondería por reflejo. La ensartaría antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. La muerte era mucho mejor que la perspectiva de un futuro junto a él. Pero con ella no podría ayudar a Faílenn.
Hizo más lento el paso hasta que se colocó a su altura. Entonces agarró la hoja de la espada con la mano desnuda y la deslizó hacia abajo, cortándose la palma.
Corótico pensó que intentaba arrebatarle el arma y se la quitó de encima de un empujón. Después, al ver lo que había hecho, la agarró del brazo.
—¡Loca! ¡Estás loca! —La lanzó al interior de la tienda de Cunedda y ella cayó de rodillas.
Se levantó corriendo hacia el brasero que calentaba la tienda y apretó el puño sobre el fuego, dejando que goteara la sangre. Entonces Corótico la empujó.
—Si no puedes evitar hacerte daño a ti misma, tendrás que dormir como un animal. —Le ató los pies y las manos con cuerdas. La dejó como un fardo a los pies de la cama del rey.
Entonces salió afuera a montar guardia, pero a Niam ya no le importó nada de lo que hiciera. Había ofrecido a las diosas triples el único sacrificio que tenía a mano: el de su propia sangre. Confiaba en que el rostro de la fertilidad se mostrara favorable a su amiga y que el niño naciera vivo y sano.
Por la mañana estaba exhausta después de toda la noche de insomnio, con profundas ojeras y una sombra en el rostro. Había estado mirando el fuego, intentando leerlo, intentando ver el rostro del niño de Faílenn o quizás algo mucho más simple: la forma de un pájaro, las raíces de un árbol, un color. El símbolo en forma de diamante de la diosa Brigit, protectora de los partos. Pero no había visto nada.
Cuando Gala entró en la tienda los rayos del sol ya alfombraban el suelo de cuero de la entrada.
—Todo fue bien —susurró al oído de Niam—. Es un niño.
—No pude decirle las palabras —se lamentó ella, con la mirada perdida de quien está completamente agotado—. No pude darle la bienvenida.
Un niño sin cantos, sin ritual, sin vínculo sagrado con este mundo. Ganbriathra, ese debería ser su nombre. «Sin palabras».