18
El paso de Lug
Caisel, capital de Mumu. Ériu, verano del 452 d. C.
Trajeron su cuerpo empapado, hinchado de estar muerto en el agua durante al menos tres días. En él reconoció el rey Nad Froích los rasgos del amigo querido, del cómplice en los pequeños placeres de la vida.
Se llevó la mano instintivamente al corazón, para evitar que le estallara en pedazos y se le deshiciera como una lluvia de ámbar. Fergus de Múscrige yacía ahora a sus pies, entre amoratado y pálido, como el cadáver de un pez. La escama de trucha que era su ojo tuerto ya no tenía brillo y se mostraba cenicienta. Su ojo sano, antes azul, se había vuelto acuoso. Era como si todo en él hubiera empezado a formar parte del mundo submarino.
Fergus siempre había sido un hombre alto, de gran fortaleza, y ahora se veía tumefacto. No quedaba ni rastro de su vitalidad. La ciénaga se lo había llevado, vestido con sus mejores galas, con las uñas cortas y perfectamente arregladas y con una pulsera de cuero, sujeta con aro de plata, que le había trenzado su mujer.
Le habían encontrado en la frontera oeste de la provincia, lo cual ya era suficientemente revelador. Pero para un hombre como Nad Froích no era difícil identificar las señales de un sacrificio ritual. El corazón del rey se fue envenenando progresivamente a medida que observaba las mortales heridas que le habían hecho al hombre al que consideraba su hermano.
Tenía cortes leves en la espalda y el pecho, que sin duda le habían hecho con la intención de reducirle. Tenían que haber sido varios hombres contra uno como Fergus. Le habían atado (los restos de cuerda aún permanecían alrededor de sus muñecas) y, a pesar de todo, le había dado tiempo a defenderse: su antebrazo izquierdo había hecho de escudo y había recibido un tajo que seguramente le puso de rodillas. Ya a merced de sus enemigos, sin posibilidad de defensa, le asestaron el hachazo que acabó con su vida.
Entones el ritual había continuado su curso. El rey contempló con horror cómo le habían hundido el cuchillo en los brazos y se los habían abierto desde el hombro hasta el codo. Después, se los habían vaciado de músculos y los habían rellenado con pequeñas lascas de sauce hasta hacerlos de nuevo compactos. Era un recurso mágico de protección territorial, además de que contribuía a que el cuerpo permaneciera en el fondo pantanoso.
El rey estaba sin habla, arrodillado en el suelo, poseído por una tensión que le había petrificado. La furia le subía por las venas enquistadas por la edad. No podía soportar la evidencia de que alguien de su familia estaba detrás de aquella obra. Podía ser cualquiera de los que deseaban su caída, cualquiera con opciones a la soberanía: hermanos, hermanastros, hijos sobre todo.
El ritual que había acabado con Fergus era el de un sacrificio simbólico. El de un nuevo rey que se entregaba por su pueblo. Una provocación. Alguien había anunciado un cambio de regente cuando él todavía estaba en vida, pero ¿quién? ¿Quién estaba dispuesto a desafiarle así? ¿Sería su hermanastro Coirpre, que nunca había dejado de conspirar desde el Oeste? ¿Sería su propio hijo mayor, Ailill, cuya ambición era de sobra conocida? ¿O bien su hijo tercero, Fedlimid, que se había convertido en un gran rey de bandas guerreras, al sureste de la capital?
Media hora después, el rey seguía repasando la lista de sus enemigos, sin poder pronunciar sus nombres debido a la sangre que ya inundaba sus pulmones y teñía su boca, saliendo a borbotones de una vena que le había estallado en el interior del pecho. Lo único que acertó a decir a sus hombres, antes de morir asfixiado, es que su hijo más pequeño, Óengus, debía ser el sucesor.
Iarmumu, Ériu
A principios de verano se había presentado un visitante imprevisto, procedente de una edad antigua. Desde el año 390 no se había dejado ver, adornado con sus joyas divinas: el cabello refulgente, la frente ceñida de piedras preciosas rojas, amarillas y violáceas. La vestimenta púrpura de los reyes.
El dios Lug en su forma más bella. Su cabeza dorada rivalizaba con el sol en insolencia. Iba montado sobre un caballo blanco de extensísimas crines y siete colas que se desplazaban por el cielo al galope, azotando las estrellas, esparciendo su luminosa estela. Sus lanzas gemelas, la amarilla y la roja, se alzaban espléndidas, desafiantes, cantando una canción de batalla. Su brazo levantado era largo y curvo como el arco de un río de leche; blanco, como cristales de sal sobre un lecho de roca negra; blanco como las espumas y, como las nieves, blanco.
Lug cabalgaba a escasa distancia del horizonte, a través de un suelo continuo de tierra y mar. Al atardecer podía vérsele claramente y dolía mirarle de tanta plata y oro como llevaba sobre él.
En todos los reinos se prepararon sacrificios en honor del jinete celeste. Los druidas cantaron y untaron de grasa las piedras de los altares, en espera de la carne y la sangre. Los artesanos de todos los oficios apartaron sus mejores obras para ofrecerlas a su patrón, depositándolas en ríos y lagos. Los fíana de Irlanda cabalgaron a su sombra y le hicieron de séquito, como una vez habían hecho los jinetes de los síde, durante los treinta días y treinta noches que duró su visita. Lug, de las Gentes de Danu, había vuelto. El Brazolargo. El de los Muchos Talentos.
Cuando Lug se presentaba con sus mejores galas, en la forma de un cometa, era considerado un heraldo del cambio que presagiaba la caída y el ascenso de reyes.
—El rey de Caisel ha muerto —anunció el mensajero, sin apenas aliento—. Su hijo, Óengus, ha sido nombrado tánaise y será rey si consigue los apoyos suficientes.
Coirpre de los Juncos estaba ya viejo, pero, como solía decirse a sí mismo, aún estaba vivo. Sus dedos se cerraron sobre el puño brillante de su espada. Era demasiado tarde para pretender lo que hacía tantos años se le había negado: la soberanía de Caisel estaba lejana como un amor de juventud, como una mujer mayor que él, superior en nobleza y en méritos. Una cuyo rostro le había enamorado sin esperanza y ahora se desdibujaba en el recuerdo. Aquella mujer espléndida pasaba ahora a los brazos de un niño de diecisiete años del que se decía intoxicado de cristianismo hasta las cejas. Un niño, seguramente, incapaz de defenderla o de dominarla. Si existía un momento perfecto para ganar terreno era, sin duda, aquel.
Su hijo Maine le miraba satisfecho, en espera de una palabra. Sabía que aquel era el momento que llevaban esperando tanto tiempo. El joven Óengus aún tendría que organizar todos sus apoyos, reforzar alianzas y, probablemente, verse las caras en batalla con otros pretendientes. Muchas y frondosas eran las ramas de la dinastía Eóganacht y muchos cabezas de familia encontrarían motivos para reclamar el puesto. Los ataques fronterizos se sucederían por toda la provincia. Se avecinaban tiempos turbulentos.
Y luego estaba la crisis de la alianza entre Múscrige y Caisel, que el sacrificio de Fergus había desatado. La provincia entera hervía de tensión y los vecinos se miraban unos a otros con recelo, en espera de cualquier gesto que pudiera traducirse en una declaración de guerra. En los talleres herreros se forjaban nuevas espadas y hachas. Los carpinteros y los curtidores abandonaban sus carros y sus zapatos para ponerse a hacer escudos, varas de lanza y petos de protección. Lug había traído la sombra de la guerra tras de sí, como un jinete del Apocalipsis que llegara anticipadamente a una tierra todavía pagana.
—Reúne a nuestros apoyos de todo Iarmumu. Del norte, el oeste y el sur. Convoca un ejército. Y dile a nuestra gente en el Cisne que se prepare.
Demet, Alba
Ciarán observaba el horizonte de nuevo, como solía hacer todas las tardes desde que estaba en el exilio. Recorría con la mirada la banda espectral en busca del jinete celeste, que era la más evidente de las señales. Presentía el viento cambiante, en la distancia, buscándole. Ahora que Lug se había ocultado en el Oeste, se preguntaba si debía seguirle hasta allí.
Noticias preocupantes habían llegado desde Mona: un pequeño ejército había entrado con intención de expulsar de allí a los colonos. Decían que los invasores habían intentado atrapar al jefe Serigi en una emboscada, pero que este había logrado escapar con éxito y que ahora su defensa era fuerte y sólida. Que tenía ayuda del otro lado del mar y les estaba haciendo retroceder. Que la Montaña Sagrada era inexpugnable y que la escuela estaba fuera de todo peligro. Siempre había pensado que la profecía de su muerte se cumpliría en Alba, pero ahora ya no estaba tan seguro. Buscaba la revelación definitiva.
Recordó cómo era la luz irlandesa sobre el paisaje en aquella hora de la tarde. Los ríos se volvían opacos y velaban sus secretos con una lámina acerada, como si los síde quisieran evitar que los mortales se asomaran. La luz allí era un misterio, una criatura viva apenas perceptible, que deambulaba por encima de la tierra. Grian, el sol del invierno, tenía siempre los ojos entornados. Eran tardes como aquella, que declinaban lentas como una invocación, las que le traían los recuerdos más fieles de Ériu.
Mientras sus ojos azules miraban los pliegues purpúreos del cielo, distinguió una figura que se acercaba por el camino de la granja: un viajero. A gran distancia pudo ya reconocer los andares decididos y los cabellos oscuros de su hijo Ciar.
Continuó sentado sobre la piedra, inmóvil, mirando cómo el cielo se hacía cada vez más oscuro a medida que el sol se hundía más y más en los dominios del Otromundo. Ciar llegó hasta él y se quedó en pie, a su lado, esperando a que su padre dijera algo que pudiera interpretarse como una bienvenida.
Él permaneció sin hablarle, sin mirarle, fijando su mirada en la atmósfera y ahogando en su pecho la emoción que sentía.
—Padre —le llamó Ciar en un susurro cansado. No llevaba más de unos días de trayecto, pero las semanas previas habían sido agotadoras.
—¿Conseguiste lo que buscabas? —le preguntó él. Sus ojos azules buscaron finalmente la mirada idéntica de su hijo.
—Me casé con Áine. Tendremos un hijo antes del próximo festival.
—Ya veo —le dijo Ciarán por toda respuesta. Algo de tiempo transcurrió hasta la siguiente pregunta. No pudo evitar una mirada al torques reluciente que anillaba, firme, el cuello de su hijo—. ¿Y las tierras?
—Todavía son de Diarmait.
Otro largo silencio transcurrió. Uno duro, sin fisuras por donde quebrarlo.
—No has venido desde tan lejos solo para decirme eso.
Ciar se pasó la mano por la frente y la encontró sudorosa. Le costaba encontrar las palabras para decir lo que debía. Necesitaba un baño y un descanso, pero la misión que le traía hasta allí era demasiado importante como para dilatarla.
—Vengo a pedirte ayuda —le habló, tragándose el orgullo, mientras se apartaba el pelo de la cara. Esperaba que su voz no sonase tan suplicante como le parecía a sí mismo. No soportaba su propio tono—. Eres el último al que recurriría pero, en verdad, no tenemos a nadie más. La guerra está a las puertas de la Llanura y nuestra situación es desesperada.
—¿Diarmait te envía a estas alturas en mi busca?
—Diarmait no sabe que estoy aquí.
Ciarán aguardó por si su hijo tenía algo más que decir y, finalmente, habló:
—¿Qué pasa con Múscrige?
Ciar negó con la cabeza.
—Todos sus hombres están en la frontera del este.
—¿Y qué hay de Caisel? ¿Es que Nad Froích no va a hacer nada?
—Nad Froích está muerto. Se consumió cuando encontraron el cadáver mutilado de Fergus de Múscrige. Óengus es ahora señor de La Roca.
Ciarán sonrió con tristeza al pensar en el pobre Fergus, al que había conocido durante las carreras de Caisel. Al final no le habían dejado morir en paz.
—Entonces lo que dicen del jinete celeste es verdad…
—Caisel no nos ayudará —se esforzó Ciar, centrando la cuestión— a menos que alguien interceda por nosotros. Sé que tú estuviste en la corte, al servicio de los Eóganachta…
La antigua banda de guerreros, liderada por Eochaid… Con él, más que con ningún otro muchacho, había compartido secretos, sudor, lágrimas y sangre. Le había guardado las espaldas, las confidencias, los encuentros con las mujeres de otros hombres… Durante años había dormido abrazado a él, escuchando el sonido de su corazón a través del pecho tatuado, mientras fuera de las tiendas de campaña acechaban el miedo y la incertidumbre. Con el príncipe Eochaid había compartido la lucha, la derrota y el triunfo.
La emboscada en el Sabrina les había separado. Durante interminables tardes estuvo esperándole en las playas de Demet. Pero él nunca llegó.
—Ya no conozco a nadie con poder en Caisel. La persona que podía ayudarte desapareció sin dejar rastro —dijo Ciarán. Después, se levantó, recogió el haz de leña a sus pies y se encaminó a la casa.
Ciar le vio alejarse y se apoderaron de él la angustia y la rabia:
—¡Al menos ven tú conmigo! ¡Ayúdanos! ¡Defiende a tu pueblo!
Ciarán se detuvo. Apenas quedaba ya luz.
—Los Necht no son mi pueblo. ¿No te lo ha dicho Diarmait? Nunca lo fueron.
Ciar bajó entonces la vista, desanimado por completo, vacío de fuerzas. El odio entre aquellos dos hombres parecía aún más fuerte que la tempestad de la batalla. Todo el mundo sabía lo que sucedería cuando cayesen derrotados, lo que les esperaba. Un destino similar al que habían sufrido los Barr: la esclavitud o la aniquilación completa. El árbol de la tribu sería quemado, al igual que las imágenes del ancestro fundador. Perderían su nombre y entonces sería como si nunca hubieran existido.
—Debo volver al túath —dijo Ciar, agitado por el sentido de la urgencia y el peligro inminente.
Pensó en volver hacia Puertoancho, pero la cercanía de la casa le dolía. Necesitaba ver a Aífe. Al menos eso, porque aún no había podido despedirse y no sabía si tendría otra oportunidad.
Ciarán le miró, clavado en el camino, observando la casa, y adivinó sus pensamientos.
—Quédate al menos esta noche. Los barcos ya no salen a esta hora. Harás feliz a tu madre.
Y de esta forma, Ciar le siguió los pasos hasta el fuego de la casa.
Le habían bordado el vestido de boda entre todas las muchachas casaderas del pueblo. No porque fueran sus amigas ni porque le tuvieran cariño. Áine era hija de rey y Diarmait había conseguido para ella las hebras mejor teñidas de toda la región de los Juncos. Llevaban meses preparando las plantas de rubia cuyas raíces en polvo debían pintar el rojo. Las hojas del glasto maduro habían sido reducidas a pulpa, secadas y humedecidas una y otra vez. Se habían buscado los líquenes más oscuros para conseguir el negro.
Áine se había sentado entonces en el suelo de la choza con su largo vestido extendiéndose en todas direcciones: el remate de la falda haciendo un círculo perfecto a su alrededor.
Ciar recordó haberse asomado un momento al interior de la casa, aprovechando el ajetreo, antes de que un ejército de muchachas le sacara de allí a empujones, con gritos y amenazas. No podía esperar para ver a Áine. Desde que habían estado juntos en el fían no se habían separado ni un instante y ahora, en la víspera de la boda, no le dejaban estar ni a un tiro de lanza de ella.
Ciar sonrió al recuperar aquellos recuerdos tan preciados. Era la primera vez que podía relajarse en muchos días. Su madre, Aífe, le besó la frente y le acarició la cabeza, que descansaba en su regazo. Parecía que podría pasarse toda la vida así, en silencio, solo mirando y acariciando a su hijo.
Se habían repartido el trabajo del vestido de novia: a cada muchacha se le había asignado el dibujo de un triskel, la marca triple de Macha, rodeado de espirales. Las niñas del túath también habían participado, bordando florecillas cerca de la cintura o bien asteriscos, las más pequeñas. Siempre que había boda lo hacían de la misma forma: empezaban al amanecer, compartían el guiso que les preparaban las abuelas y al caer la tarde el magnífico vestido estaba listo. A cada una le llegaría, en turno, su día de ser la novia y recibir la ayuda de las demás.
Durante aquel largo día la charla, el ambiente festivo y las risas eran protagonistas. Pero Áine vetó las palabras y nadie habló durante la jornada. Era el primer vestido de boda que se cosía en silencio.
Aquella noche, Áine debía dormir en la casa de las mujeres casadas, que debían hablarle de la experiencia amatoria, pero ella llevaba ya días en el lecho de Ciar y volvió a prohibir las voces. Con ello quería decirles: «No soy una de vosotras». Ella no era otra que la futura reina del túath, la representación de la Soberanía en la Llanura. La sustituta de una diosa.
Ciar, en cambio, había dormido en la choza de los guerreros y había disfrutado al máximo de su camaradería: las risas, las apuestas, el alcohol y los relatos de batallas famosas. Estaba ilusionado, pletórico. Apenas había podido dormir entre la fiesta y el estrépito de los cocineros afuera. No daban abasto. Había que invitar a todo el pueblo a comer.
Diarmait había enviado a sus hombres a cazar un jabalí cuyas porciones, mejores o peores según el estatus, mimarían el paladar de los principales del reino. Se habían sacrificado cerdos y terneros machos, escogido las manzanas más llenas y maduras, enviado expediciones para recolectar miel y nueces, moras y endrinas. Se habían matado gallináceas para alimentar a la gente común. Cien antorchas de juncos, cien piezas de leña para las hogueras. Veinte barriles de cerveza y tres cubas de hidromiel. Siete músicos y sus instrumentos. Siete celemines de trigo y siete de cebada. Una inmensa explanada donde sentar a una cincuentena de familias, que traerían un cuenco y una manta por cada comensal. Un druida, un juez y un rey: el padre de la novia.
—¿Es necesario armar tanto escándalo para preparar una comida? —Ciar reía mientras se dirigía a gritos a los cocineros, que le respondían con sartenazos, golpes de hacha, afilado de cuchillos y un trasiego interminable de calderos y cuencos. No dejaban de reponer el pan en los hornos subterráneos, de hacer bolas de cereal con mantequilla, de cocer huevos y de preparar tortas mojadas en leche.
—¡A ver si dejamos ya esos golpes! —continuó Ciar, alimentando aquel diálogo de borrachos que se prolongaría durante buena parte de la noche—. ¡Que aquí no dejáis dormir a nadie!
—¡Pues vete acostumbrando! —le respondió una voz desde el otro lado del mimbre—. ¡Porque tu mujer tampoco te va a dejar!
«Pájaro nocturno», pensó Ciar. Una sonrisa iluminó su rostro mientras seguía recordando, con la cabeza en el regazo de Aífe.
—¿En qué piensas, hijo? —A su madre no se le escapaba ninguno de sus gestos—. ¿En tu mujer y en tu bebé?
—Tendrías que haberla visto, madre. El día del banquete…
—Tendría que haberte visto a ti. Estoy segura de que resplandecías como el Brazolargo, con tus ropas de azul profundo y tus joyas de guerrero.
La primera imagen de Áine, escoltada por las mujeres de su familia, se le había quedado a Ciar grabada a fuego. Todavía le parecía que podía verla, dibujada sobre negro cuando cerraba los párpados.
Su vestido sin mangas dejaba al descubierto sus brazos pintados de blanco grisáceo, cubriendo hasta el final de las manos como si fueran guantes de ceniza.
Recordó haberse estremecido al tomar aquellas manos semidivinas y recibir de ellas la copa de hidromiel. Al besar sus párpados y sus labios, también marcados de blanco, que era el color de lo sobrenatural.
El beso del granizo.
Se había llevado en su boca parte de aquella sustancia como si ella le hubiera hecho partícipe de su inmortalidad.
Y aquella noche le pareció que estuviera intentando contener entre sus brazos los rayos de un sol que latiera, desbordante, capaz de iluminar toda la oscuridad de aquellos tiempos.
—¿Se ha marchado ya?
Aífe asintió, sentada a los pies de la cama.
—Con la primera luz. —Tenía ambas manos juntas sobre el regazo, con las palmas hacia arriba, cóncavas como la curva de una cuna. El cabello negro le caía largo por la espalda—. Se ha llevado la cabeza de su hermana. —Se refería a la calavera de su melliza nonata, la que él llamaba la «primera Niam»—. Para que le dé suerte. Y te ha dejado esto.
Le tendió un fardo alargado, envuelto en una tela atada con cuerdas. Ciarán deshizo el envoltorio y Echrí refulgió al contacto de su mano. Estaba fría y afilada.
—Me conoce demasiado como para pensar que no iré.
—Es tu hijo. —Se encogió ella de hombros, como si no hiciera falta decir nada más. Tenía la sonrisa triste, pero su mirada ojerosa era firme.
Ciarán se preparó entonces para marchar a Ériu, donde esperaba Ciar y donde también estaría Finn, pues sabían que había cruzado el mar con los Déisi. Las cartas que Finnén recibía les permitían seguir la expedición. En ellas se mencionaba que marcharían a La Roca. Con suerte todavía podría despedirse de él, verle una última vez antes de la batalla.
Aquel día Aífe y Ciarán lo pasaron caminando por la playa, comiendo frente al mar. El viento bajaba desde los montículos de juncos, a su espalda, arrastrando en ráfagas la fina arena de la superficie. A veces, esta se levantaba y les rodeaba a ambos como si estuviera viva. Como pensamientos que llegaran desde tierra adentro para ir a descansar entre las olas.
No hicieron falta grandes palabras porque ya se lo habían dicho todo. Hicieron el amor sobre la arena y durmieron abrazados, y al día siguiente experimentaron por última vez el placer de despertar el uno entre los brazos del otro.
Ciarán se levantó entonces y volvieron a la casa. Aífe le lavó el cuerpo y los cabellos, le afeitó, le recortó el largo de la melena y se la peinó, tomando algunos mechones, y anudándolos con una tira de cuero, rematándolos en una trenza fina donde el cuero también se entrecruzaba. Le ciñó las mejores ropas de la casa, sus armas y sus joyas: el torques dorado, su broche más rico y los anillos de piedras semipreciosas de las cinco provincias que había ganado en singular carrera, hacía muchos años.
—Ahora ya estás listo para hacer tu viaje.
Él la miró y deseó haberle dado más hijos para que no se quedara sola. Ambos sabían que aquel era un adiós que no iban a poder deshacer. Aquel último viaje le llevaría al Oeste, más allá de las fronteras de Ériu, a recorrer una distancia vedada a hombres mortales. La besó y emprendió el camino del puerto, pero se detuvo a los pocos metros y se dio la vuelta.
—Te quise mucho, Aífe —le dijo—. Debes saberlo.
Aquellas palabras le rompieron a ella el corazón en el pecho porque era grande el dolor de verle partir así una segunda vez.
—Ve y protégele. Mi padre estaría orgulloso de ti.
Y después, fiel a su carácter, Aífe abandonó el marco de la puerta.
Ciarán continuó entonces hacia la playa. Era verdad que la había amado profundamente. El amor tenía formas diferentes y cada una era única. Todas ellas eran reales.
El orgullo y la memoria le empujaban lejos de la Llanura, pero la sangre le llamaba junto a su hijo y junto a la tumba de Bróenán para defender lo que este había amado y protegido. Aquello era para lo que le había salvado tantos años atrás. Al fin parecía que su vida cobraba un sentido: uno que brillaba claramente ante él.
El mar se abría al paso de la proa, dibujando una línea en la superficie. Las ocasionales subidas y bajadas del armazón de madera levantaban el agua y ribeteaban de espuma aquel sendero recién arado. Al final del mismo, el sol ya se aproximaba al horizonte, allí donde Ériu le esperaba con sus brazos de acantilado.
Se había asegurado de que el transporte fondeara en la provincia del Sur. Su prisa era demasiada como para entretenerse cruzando la isla con tributos y permisos de paso.
No le costó encontrar quien le vendiese una montura y cabalgó incansable hacia Caisel por los caminos que atravesaban campos y bosques, galopando sin tregua. A cualquiera que le hubiese visto le habría parecido que quisiera borrarse a sí mismo de la faz de la tierra.
Cuando se reencontró con La Roca, después de tantos años, la construcción le pareció un gigante cansado, que contemplara sus dominios desde su privilegiada posición, en lo alto de la colina. Su muralla de piedra se oscurecía bajo una luz de tormenta. Las nubes negras se desplazaban en círculos sobre el tejo rojo, mientras que el fondo contrastaba de un gris apagado, como el acero de armas viejas.
La Roca nunca le había resultado tan fascinante, luminosa y fiera como la primera vez que la había visto, rezumando por todos sus poros la locura de Samain, donde todas las fuerzas se desequilibraban y experimentaban la muerte ritual para volver a nacer al día siguiente. Las hogueras de entonces le habían dado a sus muros un aura sobrenatural y poderosa. Aquel monstruo celador de tesoros, exhalando vapor guerrero por todas sus ventanas y chimeneas, parecía ahora un titán abatido, acomodado en su trono. Ciarán se preguntó si aún sería posible despertar a aquel perro de la destrucción, ahora que la mano del cristianismo parecía haberse posado sobre él.
Se decía que el nuevo rey, Óengus, no quería saber ya nada de los fíana. Que se estaba preparando para su bautismo y tenía a hombres cristianos encargándose de su formación. Las bandas de guerreros, según sus maestros, daban más problemas que soluciones. Eran impredecibles, fieles tan solo a sí mismas y a los líderes que escogían. Mercenarios que podían ofrecer escasa confianza. Díberga, maleantes sin control, ladrones, saqueadores y asesinos que tenían su propia ética. Se complacían en rituales paganos y en la comunicación con lo sobrenatural cuando marchaban a los bosques, a las fronteras entre este mundo y el otro. Los reyes de antaño habían intentado utilizarlas para sus propósitos, formándolas en sus cortes para la captura de esclavos, pero ahora que la isla vecina apenas devolvía beneficios era el momento de organizarse de otra manera. Óengus planeaba formar a otro tipo de soldados: en servicio permanente, servidores de Cristo, que exhibieran la cruz pintada sobre sus escudos. Hombres que le ayudasen a defender fronteras y a reclamar tributos cuando hiciera falta.
Al entrar en el salón principal de La Roca, Ciarán tuvo la misma impresión de lujo cortesano que había experimentado la primera vez. Tan solo habían cambiado los rostros de los habitantes que deambulaban por la fortaleza y que disfrutaban indolentes de los cuernos de cerveza, los juegos de dados, las apuestas y la música de las pequeñas arpas.
Ciarán contempló las armas ceremoniales que colgaban de las paredes. Todas tenían nombre y eran regalos de prestigio de la casa Eóganacht, forjadas para el propósito diplomático y entregadas por los reyes vecinos. Solo se descolgaban para los rituales. Era en aquella misma sala donde todos sus compañeros de banda habían hecho el juramento de lealtad. Se habían comprometido a permanecer juntos en el fían, pasara lo que pasara.
Una cantante elevaba su voz por toda la sala. Las notas se perdían por entre las sólidas columnas de tejo rojo, mientras Ciarán rodeaba las mesas y se cruzaba con damas de tocados imposibles y guerreros que no reconocía, de barba trenzada y mantos a cuadros. Sí que había sutiles cambios en la moda que le resultaban llamativos.
En el fondo del salón había un tablero donde casi todas las piezas estaban aún en pie. Ciarán lo vislumbraba por detrás de uno de los jugadores, de melena rubia y capa escarlata. Por un momento le recordó al capitán Conaire. Se desplazó hacia un lado para poder verle mejor.
La mano enjoyada del desconocido se detuvo con la pieza de hueso entre los dedos y su contrincante, un adolescente de cabellos rojo oscuro, clavó la mirada en la misma, conteniendo el aliento, en espera de lo que tuviera que pasar. La pieza, sin embargo, no llegó a clavarse en el tablero. La mano de su dueño estaba paralizada.
A Conmáel le extrañó la actitud de su padre. No era habitual que se tomase un juego tan en serio. Y, sin embargo, pronto se dio cuenta de que ya no estaba pendiente de la apuesta. Su mirada se había perdido mucho más allá, hacia la mitad de la sala, fija en un hombre de pelo negro que también parecía petrificado.
Ciarán deseaba pronunciar su nombre, pero no podía. Deseaba decirlo para ahuyentar la sombra de su desaparición, pero los labios no acertaban y la voz no acudía. Su espíritu estaba atrapado entre las dos miradas, suplicando una confirmación física.
Eochaid le empujó de nuevo el aliento dentro de los pulmones cuando le abrazó con fuerza. Ciarán le pasó el brazo por detrás del cuello, cerró los ojos y sintió que había recuperado una parte importante de sí mismo y que esa parte era la esperanza.