25

La última carrera

«No falta mucho, amor…».

Aquel susurro le hizo abrir de nuevo los ojos, pero allí ya no había nadie. La casa estaba en silencio. En el suelo parduzco había puñados de flores blancas, alternos, en un camino desde la puerta hacia su cama. No eran ramos arrancados sino flores vivas, nacidas de la tierra. Ciarán cerró los ojos un instante y pudo imaginar los pies blancos de ella, que hacía un momento habían estado tan cerca, posándose en silencio y llamando a las flores bajo sus huellas. Su silueta a contraluz con la guirnalda de flores en torno a la cabeza. El perfil tembloroso de sus formas deshaciéndose en la luz del sol. Estaban ya tan cerca que, aun sin verse, podían presentirse, casi rozarse mutuamente.

Cuando volvió a abrir los ojos, vio a un hombre vestido de blanco removiendo el fuego de la lumbre. El reflejo de las llamas se paseaba sobre sus ojos claros. El suelo estaba vacío de flores y se había vuelto oscuro de nuevo.

—¿Dónde estoy?

—Todavía en la Llanura del Cisne. —Patricio siguió arreglando las maderas del hogar mientras la sopa se calentaba en el caldero.

—He tenido sueños. Escuchaba la voz de mi hijo…

—Yo soy su maestro, Patricio. He venido a escucharte.

Ciarán no sabía bien qué decirle a aquel extraño.

—¿A escuchar el qué?

—Tu historia. La historia de tu vida. Todo aquello que creas que has hecho bien y lo que creas que has hecho mal. —La vista de la frontera entre ambos mundos llenaba a los hombres de una clarividencia paradójica. Cuando más débiles y enfermos estaban era cuando mejor comprendían—. La confesión te ayudará.

Ciarán sabía que recordarlo todo le iba a costar un gran esfuerzo. Pero también sabía que no debía llevarse al Otromundo nada que pudiera pesarle. Los cuerpos se lavaban minuciosamente después de la muerte para que no se llevaran ningún resto. La mente debía estar igualmente limpia. Solo había un nombre que deseara conservar. El nombre de ella.

Patricio dejó entonces caer el cuenco de madera. Le temblaban las manos. Se había vuelto hacia el herido para darle de beber y había visto su rostro, sus ojos abiertos. La pesadilla azul le había encontrado, allí, tan cerca de completar su misión divina. Tan cerca del fin del mundo.

Se retiró ligeramente y se cubrió el rostro con los brazos, muy despacio, como si pudiera así protegerse del golpe del destino. La taquicardia en su corazón era lo único que oía. Las paredes de mimbre de aquella casa amenazaban con cerrarse sobre él como el puño de un gigante. Tragó saliva y salió de allí, lentamente, como si temiera que en cualquier momento el techo se desplomara sobre él.

Sus pensamientos estaban en blanco, como si le hubiesen lavado el cráneo por dentro. No recordaba dónde se encontraba ni estaba seguro de que aquello le estuviera pasando de verdad. Solo podía ver en su mente aquellos ojos azules y brillantes que le habían arrancado del sueño, en la fatídica noche que había destruido su vida. Los ojos azules de lo desconocido, de lo extraño, que había entrado tan brutalmente en su mundo.

El pánico se instaló en sus entrañas y le hizo vomitar. Levantó la cabeza buscando aire. Se asfixiaba, su respiración era agitada y el mundo se había vuelto ajeno. No reconocía el entorno, no había ningún lugar seguro. Estaba desprotegido en aquel terreno abierto. Enterró su rostro en sus propias palmas, buscando esconderse.

—Maestro…

Finn estaba desconcertado. Le había llamado varias veces, pero Patricio no contestaba. Al descubrirse el rostro, Finn vio que estaba aterrado.

—No puedo… No puede ser. Lo siento, muchacho.

Finn se quedó mudo ante aquello. Patricio no le había negado nunca la absolución a un hombre. Ni siquiera a los peores criminales de Corinium. Nunca había considerado a nadie lo suficientemente inicuo como para que mereciera morir en pecado.

—Lo siento —repetía Patricio—. Lo siento mucho.

—Finn, ¿por qué te has ido del lado de tu padre? —Era Eochaid, que había regresado—. No debe quedarse solo en una hora como esta…

Miró a Patricio un momento y su rostro de temor le devolvió un recuerdo. La expresión angustiada de un cautivo.

—Yo te conozco —siguió el príncipe, suspicaz—. Ciarán intercedió por ti… en el mercado de esclavos.

El espíritu de Patricio se hundió completamente ante aquellas palabras. Pensó que iba a volverse loco, tal era el pánico que le poseía. Si le denunciaban sería el final de la misión. Todo por lo que había luchado estaba en peligro, su propia vida lo estaba. No podía ni imaginar lo que pasaría si le entregaban.

—Nosotros te capturamos. ¿Te envían desde Iarmumu? —Desenvainó la espada—. ¿Eres un espía?

—¡No! —Finn, horrorizado, le sujetó la manó de la espada. Su tono era de súplica profunda—. ¡Mi maestro es un hombre libre y solo sirve a Dios! Te ruego que no le delates. Que no nos delates. Por favor…

Eochaid les miró alternativamente y lamentó haberse mostrado amenazante. El vapor guerrero aún flotaba en su cabeza. El dolor, la confusión y la ansiedad de la batalla. Guardó la espada de nuevo y respiró profundamente.

—Yo nunca haré nada que pueda dañarte, Finn. Tu padre es demasiado preciado para mí. ¿Vas a volver a entrar?

Finn miró a Patricio, pues solo él podía dar un paso tan grave.

El maestro tragó saliva.

—Dame un momento para rezar.

Cuando ya hubo repetido el padrenuestro diez veces, Patricio comenzó a sentir el efecto calmante de las palabras, como un bálsamo que poco a poco le devolvía a su ser. Siguió y lo rezó hasta cinco veces más, hasta que se sintió de nuevo bajo la protección de Dios. Y entonces pudo descubrirse el rostro y mirar la tierra de Ériu a través de los dedos.

Estaba hermosa y verde, húmeda de la lluvia. La tarde caía y los mirlos se despedían. A lo lejos podía ver el humo de las casas, en las granjas que se veían muy pequeñas en la distancia. Durante sus rezos había caído de rodillas. Acarició la hierba con la mano y contempló cómo el sol se hundía lentamente, transformando su color al contacto con un colchón de nubes.

Era la mano de Ciarán sobre su boca la que le había llevado hasta allí: la que le había sacado de su lujosa cama romana y le había enseñado lo que era la vida de verdad. Le había dado a conocer a Dios y había despertado su vocación. No había sido el comienzo de su destrucción, sino el de su aprendizaje.

Aquel hombre era la roca contra la que se había despedazado su antiguo yo. Era la mayor prueba de todas. Debía enfrentarse a ella con valentía y descubrir qué le aguardaba.

Cuando se sentó junto a Ciarán ya no había miedo en sus ojos. Se dio cuenta de que aquel hombre postrado en una cama ya no podía hacerle daño. La decisión de entrar y sentarse junto a él le había envalentonado. Se estaba enfrentando, podría con ello.

Recordó que, dentro de su desgracia, Ciarán había sido el único que le había mostrado un gesto de piedad en el barco de esclavos. Le había dirigido una palabra que había entendido a duras penas y le había dado la capa húmeda y desgastada que había sido todo su abrigo. Un gesto amable entre tanta violencia.

—Hay muchas cosas que lastran mi pasado —dijo Ciarán—. Las hice por deber, porque los dioses así lo quisieron. Pero sé que causaron dolor.

Había estado pensando en sus actos, como le había dicho Patricio. El peso en su pecho era ahora denso y le hundía aún más en la sensación de la muerte. Eran muchos los hombres privados de sus vidas, muchas las mujeres y los niños capturados. La sombra de los Barr.

—No sé si mi propio hijo podrá perdonarme.

—Finn es un muchacho fuerte y generoso. —«Los dioses así lo quisieron». Las palabras resonaban en la mente de Patricio—. Transforma el mal en su interior y lo convierte en algo bueno. Tiene ese don.

Ciarán imaginó entonces a su hijo como una gran forja en la que entraba el carbón y el mineral de hierro y de la que salían solo metales preciosos. El yunque del herrero era uno de los tres grandes transformadores del mundo. Finn tenía, al final, mucho en común con su tío Oissíne.

—Finn te ama y a través de él podrás salvarte —continuó Patricio—. Sé que rezará por ti. Lleva haciéndolo desde que salimos de Caisel.

Su vida la habían salvado siempre los amores intensos. El de Olwen y el de Aífe, pero también el de Bróenán y Derdriu, el amor de Murchad, Eochaid y Étaín. El de sus padres verdaderos, a quienes no había conocido, y el amor de sus hijos: Niam, Ciar y Finn. La maldición no se había cumplido. No se había extinguido y, sobre todo, no había sido abandonado.

El amor fue la revelación de su último aliento. Le dio la impresión de que allí, al final de su vida, había sufrido, había luchado, pero sobre todo había amado y había sido amado de verdad.

—El perdón de Dios es infinito —siguió Patricio—. No ha nacido aún el hombre al que no pueda perdonar.

Patricio tomó entonces el preciado óleo traído de Alba, bendecido por el obispo. Rozó la frente de Ciarán con el aceite, haciéndole la señal de la cruz. Luego cerró los ojos.

Aquel era el momento de prueba mayor, en el que daba su perdón personalmente y redimía al asesino del Patricio niño. Con un solo gesto le incluiría en su familia, que era la cristiana. El beso que en Roma se daban entre hermanos, entre padres e hijos, entre hijos y nodrizas, y que en la Iglesia simbolizaba el vínculo de las almas. El beso litúrgico que Ciarán recibió era el de su propia víctima.

Ego te absolvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

«El perdón hay que pagarlo con sangre», era lo que Patricio solía decirse a sí mismo para explicar lo que le había pasado. Pero en aquellos momentos comprendió que el perdón no tenía nada que ver con eso. Que era más bien un privilegio. Dios le había dado la oportunidad impensable de perdonar a su captor, de liberarle de la peor esclavitud, que era la del pecado. Era un regalo que, cuanto más se daba, más crecía. «Como el pan del Señor, como su amor». Y dio las gracias por ello.

El caballo era negro. Podía verlo desde lejos. Una mujer rubia lo llevaba por la orilla de la playa y ni ella ni la montura dejaban huellas en la arena al caminar. La espuma se abrazaba a los tobillos de la hermosa Muirenn, los ojos verdes como Ériu, la túnica blanca y vaporosa, que le seguía los pasos como la espuma salada. Llevaba un torques grueso, de oro rojo, en torno al cuello.

El caballo no llevaba bridas y ella lo llevaba de las crines, largas y lustrosas, como algas mojadas brillando al sol, y se las tendió a su hijo cuando llegó hasta él. Una parte del corazón de Ciarán regresó a su pecho cuando abrazó a Cuchillo y sintió de nuevo su calor. Estaba completo otra vez.

La mujer señaló el horizonte. Ciarán montó entonces sobre Cuchillo y se dirigió mar adentro, primero sobre la espuma y después sobre las aguas, que bajo los cascos eran transparentes, verdes, azules, doradas. Galopó y pronto vio tierra de nuevo: una tierra verde intenso y no blanca como la había imaginado. La Tierra de los Jóvenes. Entró en el delta, que se fue estrechando hasta convertirse en río y de pronto vio sus manos sobre las crines y se dio cuenta de que, a lo largo de su carrera, había estado rejuveneciendo hasta convertirse en un niño. Tenía, de nuevo, diez años y el río no era otro que el Cisne. Una figura menuda le esperaba sentada sobre una roca, en la distancia, con los pies descalzos, jugando con el agua. Le reconoció y se incorporó de un salto. Olwen tenía ocho años. Un recuerdo que había guardado como un tesoro en su espíritu. Estaba seria, el sol en los cabellos pálidos como la almendra y, de pronto, sonrió y Ciarán supo que había llegado a su destino, que tanto tiempo había estado esperando por él.