10

La llamada del Cisne

Llanura del Cisne, Ériu, otoño del 448 d. C.

La envergadura superaba los dos metros, y las alas, dos blancuras inmensas, hacían un esfuerzo titánico por mantenerse en equilibrio. El cuerpo del ave pertenecía a la tierra, caía a plomo como la base de un árbol, buscando hundir las patas palmípedas como si fueran raíces. El espíritu, en cambio, era de inspiración ingrávida, colgaba del cielo y de él recibía toda su luz, que saturaba su plumaje por entero.

El cisne cantor luchó contra el río que llevaba su nombre, aleteó brutalmente a ras de él, recorrió todo el curso rompiendo la superficie del agua, levantando cristales de sol que se evaporaban al contacto con el aire.

Era un espectáculo hermoso y Ciar no podía apartar los ojos de él. Podía verlo en su sueño, tan cerca como si estuviera dentro del animal. Podía sentir la furia invadiendo su cuerpo. Defendía el territorio, el nido que era su futuro, lo único que le importaba. Estaba dispuesto a morir y, sobre todo, a matar.

Ciar abrió los ojos y reconoció la penumbra monótona del almacén de Diarmait, en el que llevaba ya dos días. El grillete de su cuello estaba atado al poste central, pero la cadena era lo suficientemente larga como para permitirle algo de libertad.

Una mujer mayor entraba diariamente para proporcionarle comida y agua y también para vaciar el balde en el que se aliviaba. Había una luz escasa en el interior, pero la puerta tenía un agujero en la madera por el que se colaba un rayo de luz del grosor de una lanza.

Al tercer día de estar allí, el sol proyectaba una luz más vívida. Era el último día del verano, su despedida. El haz se dibujaba perfectamente en el suelo y él jugaba a cortarlo con la palma de la mano. Se preguntaba cuándo llegaría Diarmait y cómo se enfrentaría a él. Por un lado, al no ser el verdadero hijo de Olwen, Diarmait no tenía derecho alguno sobre él y no podía retenerle, según la ley. Por otro, sabía que precisamente este secreto era el que le estaba protegiendo de algo mucho peor. El rayo de luz desapareció de repente.

Ciar miró hacia la puerta, pensando que podía ser de nuevo la anciana mujer. La madera, sin embargo, siguió cerrada bajo el dintel. Por el agujero asomaba un dedo índice, en cuya punta había untada una sustancia dorada. La luz se colaba por el espacio sobrante. Partículas relucientes como polvo de oro entraban en su celda, resplandecían alrededor de aquel dedo como un anillo fantástico.

La sustancia solo podía ser miel. Ciar, intrigado, acercó la lengua para probarla. Era tal y como sospechaba, dulce y pringosa. Llevaba tres días a base de gachas y agua y aquella miel le resultaba un placer, aunque se le ofreciera de una forma tan furtiva. El dedo se retiró muy lentamente, mientras que la lengua de él, casi sin percibirlo, lo siguió hasta palpar la rugosa madera. De pronto una extraña sensación le sobrevino, húmeda y caliente. Se retiró en un reflejo, desconcertado. A través del agujero, el músculo de una lengua subía y bajaba, buscando, tanteando en el aire hasta que se replegó, desapareciendo. Ciar se apresuró a mirar a través y encontró al otro lado un iris azul, de párpado rasgado. La cabeza se giró un momento, cubriendo la improvisada mirilla con un cabello rubio oscuro.

—¿Ves como sí me he atrevido? —Era la voz de una niña.

Ciar se apresuró a hurgar con el dedo a través de la mirilla y atrapó un mechón de pelo, que arrastró hacia dentro.

Ella chilló al ser incapaz de separarse de la puerta sin que el pelo le tirase con dolor. Era un mechón demasiado grande como para arrancárselo.

—¡Suéltame! ¡Suéltame, maldita rata de estercolero!

Ciar no la soltó. Aquello empezaba a divertirle.

—¡Culo de perro sarnoso! —Siguió ella, entre quejidos—. ¡Déjame! ¡Hocico de cerdo muerto! ¡Barba de cabra piojosa!

Ciar empezó a reírse a carcajadas al otro lado de la puerta. Nunca había visto a nadie, hombre o mujer, insultar de aquella manera tan bruta y tan elocuente.

—¡Suéltame, gusano inmundo!

Ciar dejó de reír y ella calló un momento.

—Vamos… —dijo él—. Puedes hacerlo mucho mejor que eso.

Ella desistió. Desenfundó la espada que le había hurtado a su padre y empezó a cortarse el pelo con ella. No era nada fácil y la mitad del mismo se lo arrancaba, por las prisas y la furia, con los consiguientes gruñidos de dolor. Finalmente logró liberar el mechón completo, que quedó en la mano de Ciar.

Ella se alejó un poco de la puerta para que él no pudiera volver a agarrarla y entonces Ciar pudo verle el rostro. Debía de tener un par de años menos que él. Se parecía mucho a Diarmait. La boca, de labios muy finos, se torcía con verdadero disgusto. En su mano reconoció la factura excelente de Echrí, la hermosa espada con puño de marfil equino. El Señor de los Caballos. La espada de su padre.

Ciar estaba de rodillas y sintió de pronto una humedad caliente que mojaba su pantalón. Se incorporó y se percató entonces del reguero líquido que se colaba bajo la puerta y oscurecía la tierra a su paso hacia el interior. Cuando volvió a asomarse, la muchacha ya no estaba. Era la primera vez que alguien se le orinaba encima como venganza.

Ciar pasó el resto de la mañana pensando en la extraña muchacha, en parte porque la rodilla de su pantalón tardó en secarse y le daba frío. Recordó sus párpados entornados, que parecían contemplar el mundo siempre desde arriba. Los labios rácanos, incapaces de dar una sonrisa. Áridos como una tierra que había que labrar duramente por un fruto miserable. El cabello como si se le hubiera caído encima un baño de bronce mal fundido, con demasiadas vetas de metales más oscuros.

Habría pensado que se quedaba con la última palabra, pero en la oscuridad del almacén él tenía todo el tiempo del mundo para preparar cientos, miles de palabras con que responder a aquella provocación. Esperaba que aquel solo fuera el principio de un largo diálogo.

—¿Qué tal te encuentras? ¿Te parece cómoda tu prisión?

Ciar miró con enojo a Diarmait. No se fiaba de él y no sabía con qué intenciones acudía allí. Era la primera vez que le había visto desde que llegaran. Iba acompañado por dos hombres de su guardia.

—Tranquilo —dijo él, como leyendo sus pensamientos—. Solo quiero que acudas a la cena. Que participes de la vida familiar… de la cual formas parte.

—Quiero darme un baño. En el río.

—Ya puedes olvidarte. No puedo vallar el río entero. Pero le diré a nuestra sierva que te traiga más agua… mañana por la mañana.

Tomó la cadena y tiró ligeramente de ella para que le acompañase. Ciar podría haber luchado, pero le intrigaba conocer a la muchacha del otro lado de la puerta y fingió docilidad.

—Mi esposa primera, Gráinne, y Lerben, mi esposa segunda. Estas son tus hermanas: Ablach —presentó a la mayor, que debía de tener la edad de Ciar—, y esta otra es Áine.

Aquella era la muchacha que le había provocado. Le sacó la lengua y no apartó de él su expresión de disgusto. Aparte había dos niñas pequeñas, de siete y tres años y otra apenas bebé, que dormitaba en un cesto.

—A partir de ahora trabajarás para nosotros —siguió Diarmait, sentándose en el suelo para empezar a comer.

—¿Por qué no empiezas por devolverme las tierras de mi abuelo? —le espetó Ciar, a bocajarro. No estaba allí para perder el tiempo—. Me las has robado. Se las robaste a mi padre y quiero que me las devuelvas.

—Tu padre no pertenecía a esta tribu, así que las tierras no eran suyas. Es solo un óenchiniud[7] que tuvo suerte, nada más. —El rostro de Ciar se iluminó al confirmar lo que ya sospechaba. No se le había escapado que su captor había utilizado el «es», en lugar del «era» para referirse a Ciarán—. Tus antepasados eran los Barr, los que perdieron la guerra y se quedaron sin nada. En cambio, el rey Bróenán y mi padre eran primos segundos, así que las tierras me pertenecen por herencia. Ya veo que tu padre no te contó nada sobre tus orígenes. Quizá le avergonzaba hacerlo…

—Me lo contó todo, incluyendo que fue asimilado a la familia legalmente —se defendió Ciar, enojado—. El druida Máelcenn y el padre de la Huella Blanca fueron sus garantes. Y en el contrato se le dio la parte completa de su herencia.

Diarmait sintió una punzada al escuchar la referencia a Olwen. En el túath nadie pronunciaba su nombre nunca. Se había convertido en un fantasma cuyo recuerdo solo traía dolor. O quizás es que solo evitaban pronunciarlo delante de él.

—Vaya… Parece que algo sí que te contó. Pero eso no cambia nada. Tu padre abandonó el pueblo y se convirtió en un hijo frío. Dejó de lado sus deberes filiales y con ello perdió sus derechos —replicó Diarmait con la frialdad de un aspirante a juez—. Así que tú en este pueblo no tienes derecho a nada y te conformarás con lo que yo te dé.

Diarmait dio por zanjada la conversación. Se levantó para servirse más cerveza.

—Se te volvió a escapar, ¿verdad? —Ciar alzó la voz y le miró impasible.

Diarmait, que era rey, no se permitía a sí mismo mentir. Tomó un cuerno y lo hundió en el cubo que contenía el alcohol.

—Volveré a atraparle. —Tomó un sorbo para evitar que el cuerno se desbordara—. Cuando vuelva a por ti.

Ciar sonrió, satisfecho.

—¿Sabes que tu hija tiene su espada?

Áine abrió los ojos completamente, al verse delatada. Su padre le hizo un gesto con el dedo índice y ella no tuvo más remedio que sacarla de debajo de su cama y devolvérsela. La rabia hacía que la muchacha tensara la mandíbula.

—Yo te conozco —siguió Ciar—. Mejor incluso que mi padre porque él no puede verte desde fuera. Ladras mucho y muerdes poco. Eres solo un maldito resentido. Te falta valor para ser algo más.

Diarmait tiró de los eslabones e hizo que el muchacho cayera hacia delante. Estaba ya harto de las provocaciones.

—Ten mucho cuidado. Ahora mismo no eres más que un esclavo. Para llamarte hijo mío te lo tendrás que ganar.

Tomándole de la capucha de la túnica, se lo llevó de nuevo al almacén. Allí tomó un látigo de caballos, de tres colas de cuero anilladas a una barra de bronce, y le azotó hasta que se cansó. Le dejó encerrado para que pudiera pensar en sus faltas de respeto. Aquella noche a Ciar le escocía tanto la piel que tuvo que dormir de rodillas.

Había roto el juramento que se había hecho a sí mismo: el de que nunca volvería a pisar aquella tierra. A medida que se acercaba a la Llanura sus miembros caían presos de una sensación extraña, de una gravidez que iba en aumento según se revelaban los contornos conocidos, la geografía de la que un día se había sentido prisionero.

Pero no era de temor o de fobia la sensación que Ciarán experimentaba ahora. La rabia que había alimentado contra aquel suelo durante años se había extinguido hacía tiempo.

Se le reveló el río Cisne, donde las majestuosas aves blancas se dejaban llevar, en una cadencia lenta, demasiado perfecta como para prestarle atención a todo aquello que les rodeaba.

En su estómago era donde se alojaba la sensación profunda que le unía al territorio. En el estómago y en la cintura, como si fuera un amante furtivo que se hubiera colado de noche en la morada de una gran dama. Quizá la tierra aún conservaba el recuerdo de quien había sido su pretendiente real. Quizá le daba aún la bienvenida, seductora como no la había percibido nunca antes.

Sentía que se hundía ligeramente en ella, en la humedad de su fértil suelo, a cada paso que daba. Como un árbol buscando refugio del viento. Como un animal que se entierra en busca de descanso.

Cómo se podía odiar el lustre en los campos después de la lluvia, el movimiento de las ramas sobre las aguas… No lo sabía. Solo sabía que el odio había desaparecido, que estaba en paz con aquel lugar.

Se había jurado que jamás regresaría y, sin embargo, allí estaba. Los accidentes del terreno le resultaban ahora familiares y amados, propios y no extraños como antes. Depositarios de su historia y de su identidad.

Llegó a la granja de Diarmait y ató el caballo en el bosque, a distancia prudencial. Su experiencia como explorador le había enseñado que era mejor mantener a los animales apartados y aproximarse a pie. Una luna hinchada de otoño iluminaba los montículos funerarios, las chozas y la tierra, dándole un apacible tinte azulado.

Ciarán hizo una seña a los dos primos de Aífe que le habían acompañado desde Demet. No sabía cuán preparada estaría la guardia de Diarmait y no quería correr riesgos, pero tampoco deseaba disparar la alarma antes de tiempo. Les pidió que esperasen ocultos mientras se aproximaba.

Tanto la familia real como sus guerreros de guardia debían de estar comiendo, pues escuchaba las risas y percibía el olor del estofado en el fuego. La luz alfombraba la entrada de dorado intermitente, velándose cuando alguna silueta cruzaba por delante.

Sacó dos espadas de sus vainas y las descruzó. Se arrimó a la pared de zarzo. El mimbre estaba bien tejido y era denso, pero cerca de la puerta encontró una esquina que se había ensanchado y, con la punta de la espada, contribuyó a abrir un agujero para espiar.

Podía distinguir fácilmente a Diarmait. La niña que tenía sobre su rodilla debía de tener no más de tres años. Estaba allí la mujer que había sido de su hermano, atendiendo el caldero con la mayor de las hijas. Había otra niña de unos siete, agarrada a las faldas de Gráinne, que llevaba a un bebé en sus brazos. Dos esclavas y dos guerreros les acompañaban aquella noche.

Ciarán se dio la vuelta y se relajó contra la pared. Diarmait parecía ser el único hombre de la familia. De él dependía la supervivencia de todas aquellas mujeres, muchachas y niñas. Con razón Ciar le había parecido tan valioso. Se resignó a que, quizá, nunca obtendría la venganza que Bróenán merecía.

Tenía además otro motivo para no enfrentarle. Uno que seguía sin comprender: Diarmait le había tenido a su merced y, por alguna razón desconocida, no había podido acabar con él.

De pronto la puerta se abrió, quedándose a poca distancia de golpearle. Uno de los guerreros salió tambaleándose ligeramente y dejó caer el cuero y el mimbre de la puerta a sus espaldas. Se dirigía hacia una choza menor. Ciarán maldijo en voz baja el haber perdido un tiempo tan precioso.

Se escabulló siguiéndole los pasos, utilizando su mejor entrenamiento de explorador. Le vio encender un pequeño fuego y sentarse a plomo a la entrada de la choza pequeña, por lo que dedujo que allí era donde estaba Ciar.

—Esperaremos a que todos duerman —dijo al reunirse con sus acompañantes—. Y entonces nos lo llevaremos. Una vez hayamos cruzado el mar ya no habrá manera de que nos encuentren.

Ciar escuchó la puerta abriéndose y decidió mantenerse inmóvil en la oscuridad. Habían pasado varios días desde que Diarmait le diera la paliza y desde entonces no había visto a nadie, excepto a la esclava que entraba brevemente para atenderle. Sin embargo, nunca lo hacía a horas tan tardías. O tan tempranas, pues no sabía bien en qué punto de la noche se encontraba. Su cuerpo se tensó, en espera.

Sintió cómo una figura se arrodillaba a su lado y, al volver la vista, descubrió los ojos de su padre como un pálpito de luz en la oscuridad. Sellaba los labios con un dedo para indicarle silencio.

Ciarán le cortó las ataduras con un cuchillo y le liberó de su cadena, abriéndola con un golpe seco. Sabía que no tenían mucho tiempo antes de que el guardián regresara del estercolero. Les había tenido en vilo casi toda la noche.

—Vamos. El caballo espera —le susurró.

Salieron de la casa y, aunque la luz de la madrugada era aún muy débil, a Ciar le pareció renovadora y plena después de tantos días sin salir. Llenó sus pulmones hasta que no pudieron contener más aire.

Se volvió un instante y paseó los ojos por encima de la llanura azulada, extensa y silenciosa. Sus pupilas buscaron en el horizonte. Sabía que, a no mucha distancia, se encontraba la granja de Bróenán, la tierra que tendría que haber sido de su padre y, en algún momento, también suya. Sabía también que, hacia el sur, más allá de la confluencia de los ríos, estaban las fértiles tierras de los Barr, que ahora pertenecían a Iarmumu y a la Gente del Cisne: los descendientes de Coirpre de los Juncos. Percibió el olor del suelo mojado, la rapidez del viento sobre el territorio, la llamada de sus ancestros bajo los montículos funerarios.

Allí es donde había empezado todo y donde todo podía volver a cobrar sentido. Su espíritu se resistía a cerrar los ojos y regresar a lo que, verdaderamente, no era otra cosa que un exilio. Volátil, sin raíces, sin un terreno al que atar su nombre o el de sus hijos. Cuando él desapareciese no dejaría una marca ni una piedra ogam. Solo en la Llanura averiguaría lo que podía llegar a ser.

Áine apareció desde detrás de la casa, alertada por el sonido metálico de los grilletes al romperse. No se asombró lo más mínimo de verle liberado. Solo levantó la barbilla, manteniendo un desafío, clavando en él su peculiar mirada estrecha. Sus ojos contenían la llamada secreta del oro, el mar, las armas y los acantilados… Aquellas cosas hermosas, irresistibles, pero necesariamente mortales.

—¿Qué te pasa? ¡Vamos! ¡Deprisa! —Le azuzó Ciarán. Había tenido que regresar sobre sus pasos, a sacudirle de encima su aturdimiento. La muchacha le tenía clavado en el suelo, como si le hubiese hablado con palabras druídicas y le hubiese impuesto votos allí mismo.

Un cisne cantor lanzó un graznido ronco y rompió con su vuelo la línea azul de la mañana. Sus alas se batieron ferozmente contra el curso del río Cisne, en una lucha entre iguales: ave y agua como dos grandes fuerzas, intentando acoplarse y soportarse. Nunca era tan agresivo como cuando defendía su territorio. Ciar supo que la decisión ya no le pertenecía.

—No puedo irme, padre.

Aquellas palabras fueron como un golpe en el pecho para Ciarán. Tardó un instante en salir de su asombro y le miró a los ojos, incrédulo.

—Tenemos que irnos. —Lo repitió despacio y le sujetó el brazo con lo que parecía una garra, más que una mano—. Inmediatamente.

—¡No! Me quedaré aquí —se rebeló Ciar, liberándose—. Haré la entrada legal y reclamaré las tierras del abuelo. Puedo hacerlo.

Ciarán intentó asimilar lo que su hijo le decía. Aquello era una insensatez.

—Diarmait jamás te dará esas tierras, ¿me oyes? Si te quedas, solo serás su esclavo.

—Me acabará dando lo que es mío. No le han salido más que hijas. Yo seré el próximo rey de este túath.

—Eso no va a pasar. Tú no conoces a Diarmait. Me odia a mí y te odiará a ti por siempre. Nos quemaría en una casa de hierro si pudiera.

—Entonces, ¿por qué no lo ha hecho ya?

—¡No tenemos tiempo para esto!

—Tú decidiste marcharte —continuó Ciar, tragando saliva. No quería humillar a su padre, pero debía hablarle claro—. Decidiste huir y por eso ni mis hermanos ni yo tenemos nada. Por eso se fue Niam. Por eso se fue Finn. Y por eso me voy a quedar yo. Recuperaré lo que es nuestro. Me casaré con Áine y por ella obtendré la soberanía —dijo, señalando a la joven con un movimiento de cabeza.

Ciarán la miró un momento. Estaba rígida como una piedra funeraria. Tenía los rasgos exactos de Diarmait: los ojos desconfiados, los finos labios torcidos en una mueca de desprecio. Su expresión rayaba en el odio al descubrir que la traición serpeaba en los alrededores de su casa. ¿Cómo era posible que Ciar no lo viera? Aquella muchacha solo era un heraldo de desgracia.

Ciarán sabía demasiado bien lo que era cometer un error de juventud. Enfrentarse a Bróenán y separarse de los suyos había sido como una cadena de por vida. La protección familiar era imprescindible para no caer por una de las muchas zanjas del destino. Se sintió en el deber de proteger a su hijo a cualquier precio. De impedir que se equivocara, advirtiéndole, amenazándole si hacía falta.

—Si me haces esto ya sabes de qué lado te estás poniendo. Diarmait será tu padre a partir de ahora y no yo. Si no estás conmigo te convertirás en mi enemigo.

—¡Padre! —gritó la muchacha, dando la voz de alarma, indiferente a la mirada iracunda que Ciarán le dirigía.

—¡Vamos! ¡Decide ahora!

—Me quedo. —El brillo de la lucha interna temblaba en sus ojos, pero el resto de su semblante era firme—. Adiós, padre.

Ciarán se retrajo. Derrotado, triste.

—Espero que ella te merezca la pena.

Y con esas palabras subió al caballo y ya no volvió la vista atrás.