24

Hijos de la luz y de la oscuridad

Segontium, Alba, otoño del 452 d. C.

—¿Qué has hecho con Faílenn y con el niño? —exigió Niam cuando Corótico se presentó ante ella de nuevo. Había pasado casi un ciclo lunar desde que la visitara por última vez. Gala le había dicho que al niño no le habían llamado Sin palabras, sino que el padre lo había hecho bautizar y le había puesto Cinuit. Y que tanto Faílenn como su bebé habían desaparecido de la tienda de las esclavas—. ¿Dónde están?

—Será mejor que dejes de pensar en eso.

Niam se mordió los labios.

—Quiero saber qué les has hecho.

—¿Que qué les he hecho? Darles protección. Alejarles de aquí. Enviarles a mi propia corte, con mi padre. A la Altura de Clota. Deberías estarme agradecida.

Niam se quedó callada. El sueño que había tenido sobre Faílenn le llenaba la cabeza por completo, como si lo estuviera soñando de nuevo, con los ojos abiertos.

La imagen de la muchacha sobre la cima de la montaña abrupta, rodeada completamente de agua, vestida de blanco. La sonrisa triste y la mirada serena. Convirtiéndose en un pájaro blanco y uniéndose a las distintas bandadas que circundaban el peñón.

—Faílenn ha muerto, ¿verdad?

Los ojos de Niam llevaban un poso de rencor infinito y estaban llenos de certeza. Sembró el temor en el corazón de Corótico, que guardó silencio.

—Fue muy cobarde —se justificó él, finalmente—. Abandonó a su hijo. A nuestro hijo… Se tiró desde el acantilado.

—¡Porque no podía soportar lo que le hicisteis! ¡Le quitasteis todo lo que era! ¡Muerte sobre tus labios! —Niam se cubrió el rostro con las manos, para intentar contener el dolor que estallaba dentro de su cuerpo—. ¡Yo tampoco te soportaré!

—Eso ya lo veremos —dijo Corótico antes de dirigirse a la puerta. Se volvió desde allí una vez más—. Cinuit será mi escudo. Por él te quedarás a mi lado, una vez que la guerra de Mona termine. —Su rostro adoptó una expresión de angustia—. Si escaparas… iría tras de ti. Eres demasiado hermosa, demasiado valiosa como para no hacer nada. Te quiero demasiado.

Y se marchó, dejando a Niam sola en la tienda de Cunedda. Se quedó con una imagen en la mente, una que se había vuelto tan clara como si fuera mediodía y ella estuviera viéndola en aquel mismo instante: Faílenn, con los brazos sobre el pecho, cayendo hacia atrás por un acantilado hasta formar una sola con la diosa Clota.

Caisel, Ériu

Cuando Oissíne tuvo a la vista la colina de Caisel le sorprendió distinguir a una multitud reunida en su cima.

—Estamos ya lejos del festival de Lugnasad. Algo tiene que haber pasado.

Las faldas de La Roca estaban desiertas y silenciosas, no como en las ferias, en que la capital estallaba de música y deseo y la gente se echaba a los campos para celebrarlo.

Allí no había ruidos ni cantos. No era más que un peñasco callado en medio de una pradera.

—Pensaba que Óengus se había inaugurado hace meses, a la muerte de su padre… —Oissíne pensó en voz alta cuando los caballos alcanzaron la cima, rebasando los dos tejos centenarios que daban sombra al patio frontal.

—No —respondió Caílte—. Dicen que estaba esperando.

—¿El qué?

Caílte se encogió de hombros.

En verdad la disposición ritual era muy similar a la de una inauguración. Los guerreros formaban con sus lanzas en alto, las mujeres nobles llevaban sus mejores vestidos, las coronas de flores y el gran manto bordado: la ofrenda de novia para la diosa de la Soberanía, a la que recibían como reina.

Lo que allí se estaba celebrando era una boda: el enlace divino entre la tierra y el rey. Pero también era algo más.

Los músicos alzaron sus trompetas curvas de dos metros para recibir al nuevo esposo. El caldero de agua caliente, con el fondo repleto de piedras ennegrecidas, esperaba en el centro como un altar.

Al sonar de las trompetas avanzó la comitiva que, finalmente, mostraba una imagen muy distinta de una inauguración común. Guardando los puntos cardinales de Óengus no estaban sus cuatro guerreros de confianza. Ni tampoco sus principales druidas. Avanzaban con él cuatro figuras vestidas con largas túnicas de lana blanca, impoluta, ceñidas por cuerdas. Y enfrente de todas ellas había un hombre de mirada decidida y paso firme que portaba una cruz de madera tan alta como un hombre.

Aquel no era un matrimonio divino al uso. Oissíne y Caílte se dieron cuenta enseguida. No había ninguna yegua blanca. Aquello era otra cosa.

Las mujeres entregaron el manto bordado a los druidas del rey, que esperaban en un lateral, y después se marcharon, como siempre en aquel punto del ritual. Oissíne distinguió entonces el dibujo inconfundible de una cruz latina, bordado en el color rojo de los Eóganachta. El hombre que llevaba la cruz se paró entonces junto al caldero e hizo una seña al rey para que se acercase. Óengus se quitó la ropa y el hombre de la túnica blanca tomó la cruz con ambas manos y la clavó profundamente en la tierra de La Roca. Lo hizo tan cerca del pie desnudo del rey que se diría que los había clavado juntos para que permaneciesen, cruz y rey, unidos sobre la tierra de Caisel.

Óengus entró en el caldero, se puso de rodillas dentro de él y permitió que el hombre de la túnica blanca le empujara desde los hombros hasta que el agua le cubrió la cabeza por completo. Después emergió, salió del caldero y, en lugar de arroparle con la piel de la yegua blanca, sus hombres le cubrieron con el manto bordado de la cruz carmesí.

—Tal y como hoy te casas con tu tierra, como rey, te casas también con la Iglesia, como cristiano. Y así como Cristo ama a su Iglesia, debes amarla tú también. A ti se te encomienda el cuidado de todos los cristianos de esta provincia, que ahora están bajo tu protección. Ámalos porque ellos son el rebaño del Señor. Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Y Patricio le hizo la señal de la cruz, ungiéndole la frente con el crisma.

Era el año 452. El cristianismo había llegado oficialmente a Irlanda.

—Venimos en busca de Finn, hijo de Ciarán. ¿Eres tú Patricio de Alba?

—Yo soy Finn —respondió el muchacho, adelantándose—. ¿Quién me busca?

La ceremonia había terminado y había dado lugar a un gran banquete. La familia eclesiástica de Patricio tenía un lugar privilegiado en la mesa.

El mensajero leyó en los rasgos de Finn los suyos propios. Era verdad que se parecían mucho.

—Soy tu tío, Oissíne. Y este es Caílte. Tu padre está malherido y desea verte.

Finn bajó el rostro, circunspecto, y meditó antes de pronunciar las siguientes palabras, que se hicieron de hierro en su garganta.

—Tiene entonces lo que había ido a buscar. Lo que van a buscar todos los guerreros. Él no es padre para mí.

Patricio, que estaba a su lado, se quedó sin habla ante aquella declaración. Le pareció helada, impropia de Finn.

—Tú sí que eres hijo para él —insistió Oissíne—. Debes escucharle. Las cosas que tiene que decirte no te las puede decir nadie más.

Finn seguía sin mirarles. Tenía los puños y los labios apretados y no era capaz de responder. Pero sus ojos revelaban las dudas y el sufrimiento interno.

—Dejadnos un momento —pidió Patricio.

Cuando se hubieron alejado, tomó a Finn de las manos y las abrió despacio, acariciándole las palmas, intentando relajar su tensión.

—Sabes que es tu deber. Ningún cristiano abandonaría a su padre en su lecho de muerte. Y menos uno que aspira a ser sacerdote.

—Tú no conoces a mi padre —negó Finn con la cabeza—. No es un buen hombre. No quiero tener nada que ver con él.

—No quieres que sea tu padre… pero lo es. Y, como tal, debes honrarle. ¿Tan terribles son sus pecados como para que traiciones los mandamientos?

—Es un esclavista… Un cazador de hombres —dijo con voz quebrada. No pudo evitar un vistazo al cuello de su maestro.

Patricio no dejó traslucir ninguna emoción. Solo asintió.

—Casi todos los guerreros lo son. Aquello que no matan, se lo llevan.

—Y soy hijo del adulterio por su culpa.

Patricio dejó escapar el aire que tenía contenido debido a la tensión. Esperaba que Finn jamás conociese la verdad. Que también su maestro, su padre de acogida, guardaba un secreto.

—Son muchos los errores que uno puede cometer en el pasado. Pero tú estás aquí. De un cazador de hombres ha nacido un pescador de hombres. Doy gracias a Dios por eso.

Tomó aire de nuevo. Sabía lo que se le enterraba a Finn en la carne del corazón: tenía miedo de su propia sangre y de acabar siendo su padre. Del adulterio. De su amor por Ceara, que estaba prohibido.

—Tu padre aún puede salvarse. Ha pagado sus errores, como lo hemos hecho todos. —«El perdón hay que pagarlo con sangre», recordó—. No hay mayor esclavitud que el pecado.

Finn pensó que quizá su maestro tenía razón. Que la muerte de su madre, de la Huella Blanca, había iluminado una parte de toda aquella oscuridad.

Alzó entonces la mirada, que estaba al borde de las lágrimas. Pero en sus labios se dibujaba una pequeña sonrisa.

—Nunca das a nadie por perdido, ¿verdad?

—Jamás —dijo Patricio, sonriendo ampliamente—. Me lo enseñó un buen muchacho irlandés, que nunca desesperaba.

Llanura del Cisne, Ériu

Patricio, Finn y el resto de su familia eclesiástica emprendieron el camino de la Llanura del Cisne. Finn había insistido mucho en que su maestro aguardase en Caisel, pero Patricio no había querido escucharle. No había venido a que le agasajaran los reyes y a atracarse en los banquetes. Quería explorar el interior y bautizar al mayor número de fieles posible.

Durante aquella travesía, Patricio habló largamente con Caílte y con Oissíne y les pidió que le hablaran de los fíana: de cómo vivían, quiénes eran y en qué creían porque necesitaba conocer bien a sus posibles enemigos.

Tenía que comprender a aquellas gentes, recuperar la lengua irlandesa de su cautiverio, comunicar. No se separaba de su copia de las cartas de san Agustín, con multitud de consejos y técnicas para la evangelización. Aquellas gentes no debían considerar el cristianismo como algo ajeno, sino como algo propio. Era fundamental.

Después de tres días a caballo, la expedición llegó hasta donde las piedras ogam marcaban las fronteras del túath. Las hogueras de celebración por los funerales aún no se habían extinguido. Junto a la más grande de ellas yacía, vestido con su resplandeciente armadura de cuerno, el capitán Conaire. Llevarían su cuerpo de vuelta a Caisel para que lo enterraran en pie, con sus armas, en la frontera de su granja familiar. Mirando siempre hacia el oeste.

El cuerpo de Coirpre de los Juncos, en cambio, fue enviado muy lejos de aquella región, a la planicie de Femen, más allá del Siúr, de manera que no pudiera causar más daño a los habitantes de la Llanura.

Cuando llegaron al túath, Ciar les estaba esperando. Abrazó a Finn y hospedó a los viajeros en la granja de Diarmait para que descansaran.

—¿Tienes noticias de Niam? —Fue lo primero que Ciar preguntó, pero Finn no sabía nada y no pudo satisfacer su anhelo.

Después fueron juntos a casa de Derdriu, donde Ciarán estaba convaleciente. Ella les recibió y les hizo pasar con sigilo. Su padre estaba dormido, cubierto de pieles hasta la cintura y con el pecho vendado de lino. Un hombre velaba su sueño, con el rostro enrojecido, arrasado en lágrimas silenciosas. Una mujer, en pie, le tomaba la mano para consolarle. Eran Eochaid y su esposa, Eithne.

Finn y Ciar salieron entonces para poder hablar con tranquilidad. Finn iba disgustado, negando con la cabeza.

—Destrucción y muerte. Parece que la humanidad no tuviera otra manera de entenderse.

—A veces hay que luchar si no quieres que te quiten lo tuyo —le contestó Ciar, tajante. Estaba molesto por la ingenuidad de su hermano, que parecía no haberse curado con el tiempo. No era difícil que sus ideas fueran tan absurdas, cuando viajaba con aquel grupo de hombres que no tenían ni familia ni granja ni tierra. Qué fácil era vivir sin violencia cuando no se tenía nada.

—Uno recoge aquello que siembra —insistió Finn—. Papá escogió esta vida errónea. Y tú vas por el mismo lado del camino. Desde siempre. Desde que le prendiste fuego a la tienda de aquella playa…

—Tú no sabes nada de papá. Nunca te has molestado en saber nada. Siempre juzgando y prohibiendo… Tú y tus estupideces.

—Al llegar he visto el campo de batalla con la hierba manchada de sangre. Los hierros están en la puerta, aún sin limpiar, con los rastros de las vísceras, de las gargantas cortadas, por el amor de Dios. Lo último que querría es acabar como él…

—¡Cállate! Nuestro padre es un héroe. Lo he visto con mis propios ojos. ¡Te juro que como vuelvas a decir una palabra en su contra te voy a partir en dos!

—¡Siempre imponiendo tu voluntad! Nunca te ha importado nada más que tú mismo y tu ambición. Nada más que eso y Niam.

El nombre de ella se le clavó en el corazón. Durante años había intentado comprender por qué la habían apartado de su lado, tan pronto y sin posibilidad de reencuentro. Algo en su interior parecía incompleto. Por un instante, Finn vio cómo relumbraba la cuenta de ámbar que solía llevar su padre y que ahora se resguardaba en el cuello de su hermano.

—No te equivoques, Finn. Eres mi hermano, pero no nos parecemos en nada…

—¡Por supuesto que no! Yo soy hijo de la luz y tú de la oscuridad. Pero a los que son como tú no les queda mucho. Mi maestro está aquí.

—Ya veremos quién sobrevive, pero yo ya no quiero volver a verte. —Habló desde el dolor, por la pérdida tan cercana de su padre, por la falta de respeto que Finn mostraba hacia él—. Desde ahora mismo eres mi enemigo.

—Lo que ofrecen es una alianza —anunció Eochaid a la asamblea. Él había sido quien había parlamentado. Habían convocado a los principales del reino y a sus hijos en la casa de reunión y se había trasladado a Ciarán en parihuelas para que pudiera estar presente. Al escuchar aquellas palabras, Conmáel, el hijo de Eochaid, tiró su lanza y su escudo al suelo con estrépito, se cubrió con la capa los hombros desnudos y abandonó la casa sin decir nada, en un llamativo gesto de indignación.

—¿Una alianza de qué? —protestó Ciar, con rabia—. Hemos vencido. Dauí del Oeste debería darnos rehenes y marcharse de aquí para siempre.

—Dice que volverá. Y con un ejército mayor. Iarmumu es muy grande y, si algo le sobra, son hombres… No resistiremos otro asalto como este.

—¿Cuáles son las condiciones? —intervino Diarmait. Desde el inicio de la reunión no había dirigido a Ciarán una sola mirada. Actuaba como si no estuviera allí.

—Los Necht conservarán todas sus propiedades: tierra y ganado. También su libertad. Costumbres, tradiciones y el árbol sagrado… Pero pasarán a formar una sola tribu con la Gente del Cisne. Serán parte de Iarmumu.

—¿Y quién será rey, entonces? —preguntó Ciar.

—Elatha —siguió Eochaid—. El hijo de Coirpre de los Juncos. Junto con Ablach.

—Ablach está muerta —aclaró Ciar.

—Una muerta no podría ser reina. Y yo lo soy. —Ablach se adelantó, cruzó el dintel y se retiró la capucha de la capa. Su marido, Elatha, iba a su lado.

A Diarmait le revivió el corazón en el pecho. Todo lo que dijeran desde entonces en aquella sala ya poco podía importarle. Su hija estaba viva. El cuerpo decapitado que había encontrado en el río había sido una trampa. Su hija vivía y era ya reina de la Llanura entera.

Áine, que sostenía las armas de su padre, apretó la espada entre sus manos hasta que los filos se le enterraron en la carne.

—¡Esto es…! —protestó Ciar, indignado y sorprendido—. ¡Han intentado invadirnos! ¡Han fracasado! Y ahora traen todo tipo de imposiciones. Quitándonos la soberanía… Nos tienen miedo —dijo, señalando a Elatha—. Eso es lo que pasa.

Diarmait permanecía silencioso y a él le correspondía hablar y no a Ciar. El muchacho clavaba en él sus ojos azules.

—No iremos a aceptar esto, ¿verdad? —le preguntó, nervioso.

—Si el enemigo es fuerte —respondió Diarmait—, prefiero estar de su parte. Es mejor la paz que la victoria, muchacho. Ferr síd sochocad.

Ciar retrocedió, sintiéndose humillado. Pasar por aquello le parecía impensable. Solo de imaginarlo le daban ganas de tomar las armas de nuevo. Diarmait no era más que un traidor. Había cambiado de bando. Simplemente, prefería darle la Llanura a Ablach en lugar de a Áine.

—¿Cómo puedes aceptar eso? ¿Qué hay de los hombres que han muerto aquí? ¿Qué hay de Conaire? ¿Cómo puedes pisotear así su honor? ¡Mi padre está en el lecho por defender nuestra libertad!

—No vuelvas a levantar la voz en esta asamblea. ¡No vuelvas a levantarme la voz nunca! —estalló Diarmait, amenazándole. Estaba harto de su sangre impetuosa. El muchacho estaba loco, al igual que su padre. ¿Cómo había soñado alguna vez con hacer un gobernante de él?—. Hablas como el crío que eres, Ciar.

El muchacho pareció retroceder ante Diarmait y se tragó las palabras.

—¡No cometeré el mismo error de los Barr! —anunció Diarmait a todos los que allí estaban. Por un momento miró a Ciarán directamente a los ojos—. Bróenán fue sabio al aceptar las alianzas y yo seguiré su camino. No quiero ser rey de un pueblo devastado y lleno de túmulos. Seremos parte de Iarmumu. No sacrificaré a mi gente por orgullo.

—Padre… —suplicó Ciar, dirigiéndose a Ciarán. Ya veía cómo sus ambiciones se diluían como en el agua de un charco. Intentó jugar su última apuesta—. No permitas este insulto…

Áine se adelantó con las lanzas en la mano para apoyar a Ciar. Sus ojos ardían de ira, desafiantes ante Ablach. Ella, en cambio, estaba serena y alzaba la barbilla llena de orgullo, sabedora de su victoria final. No lo había buscado, pero Ciar y Áine se merecían aquella desposesión. Aquel hachazo del destino.

Diarmait se cruzó entonces de brazos y esperó, con evidente enojo, el contraataque mientras clavaba la mirada en la de su antiguo enemigo.

—Diarmait tiene razón —respondió Ciarán, sin dudarlo—. La suya es la verdad del rey. La tierra y la vida son más importantes. Y una alianza que pueda protegerlas. Que Iarmumu se quede con la soberanía a cambio de ellas.

Ciar se vio entonces desarmado, acorralado. El futuro del túath acababa de decidirse en aquella habitación. Los dos hombres que se lo habían disputado acababan de sellarlo. Le habían ahogado la voz entre ambos.

—No lo necesito —se recompuso—. No necesito nada de esto. Me buscaré mi propio pueblo y mi propia tierra. Todo el que no esté de acuerdo —desafió, alzando la voz—, todo el que piense que esto es un deshonor, que venga conmigo.

Abandonó entonces la casa, seguido por Áine. Ambos pasaron junto a Ablach y Elatha sin mirarles a los ojos. Los veteranos y los hombres de mediana edad no se movieron, pero muchos de sus hijos y nietos, los jóvenes que aún no habían heredado y no tenían voz en sus familias, se marcharon con Ciar, inspirados por sus audaces palabras.

—Este es el movimiento más seguro —reafirmó Eochaid—, tal y como están las cosas. Ciar es demasiado joven para entenderlo.

—Ya lo sé —respondieron Ciarán y Diarmait al unísono. Por un momento se quedaron callados, ante lo extraño de aquella situación.

—Se ha dicho ya suficiente —concluyó Diarmait, deseoso de deshacer aquella conexión—. La decisión está tomada.

Todos abandonaron entonces la casa de reunión y Eochaid y Oissíne tomaron las parihuelas para llevar a Ciarán a casa de Derdriu y que pudiera descansar. «Vamos a dejarle en paz a ver si se muere de una vez —había dicho Diarmait, pero Ciarán no pudo evitar sonreír internamente—. ¿Qué pueden decirse dos enemigos cuando ya no queda nada por lo que pelear?».

Habían estado odiándose durante décadas, con un odio que había permanecido congelado en un punto del pasado, cuando el mundo era aún joven y les estallaba en las manos. Más de dos décadas, en que habían conocido otros amores y penas. La enemistad entre ambos parecía, finalmente, haberse guardado en la vaina de lo irresoluble y amenazaba con tomar los tintes de una cuestión de honor, de una reliquia familiar. La vida se consumía y, con ella, las fuerzas para mantener las heridas abiertas.

—Cuida de Ciar y del túath.

Diarmait pensó que ambos, muchacho y tribu, estaban ya muy fuera de su control, pero aun así asintió. Salió entonces de la casa y ya no se dijeron nada más a este lado del mundo.

—Áedán, ¿adónde vas?

Cuando Oissíne regresó a casa encontró a su hijo cargando la yegua para emprender un viaje. Su rostro, habitualmente juvenil y expresivo, se veía ceñudo, en tensión. A su lado, sobre su montura, contrastaba la actitud casi ausente de Conmáel, que parecía moverse por el mundo como un elemento más del paisaje, sin que nada le afectase, con una superioridad fría y solitaria. Miraba el movimiento en las copas de los árboles como si allí todos le estuvieran haciendo perder el tiempo. Al otro lado estaba Ciar, muy serio, con la mirada azul firme mientras esperaba.

—Lo siento, padre, pero creo que Ciar tiene razón. Esto no ha sido justo. Me voy con él.

—¿Adónde? ¿Por qué…? Ciar, tu padre está en su lecho de muerte… ¿Cómo vas a irte ahora?

—Mi padre no pasará de esta noche. Sus heridas son mortales. Que yo me quede no va a ayudarle en nada.

Oissíne negó con la cabeza y bajó la vista disgustado ante aquella frialdad. Ciar adivinó el reproche en su gesto.

—Yo no le pedí que me siguiera —se justificó el muchacho—. En la batalla… Lo hizo por voluntad propia.

—Un hijo no necesita pedir a un padre tal cosa.

Ciar se irguió aún más sobre el caballo, ocultando de nuevo sus emociones bajo un rostro pétreo. Tomó aire.

—Estaremos preparados para cabalgar cuando amanezca.

—¿Para cabalgar?

—A la Llanura de las Espadas, que es donde Coirpre esclavizó a los Barr. Solo voy a recuperar lo que es mío por derecho. Y a conseguir tierra para mis hombres —dijo señalando con la cabeza a Conmáel—. Todos ellos han luchado bien y merecen una recompensa.

—No te darán esa tierra así como así.

—No saben que vamos. Será una buena venganza.

Oissíne tomó aire y desistió de discutir con aquel testarudo muchacho. Odiaba la idea de ver partir a Áedán en su compañía. No era más que un insensato.

—¿Qué edad tiene tu hija Grian? —dijo Ciar de repente.

Oissíne calló un momento, sorprendido por aquella pregunta abrupta.

—Está casi a la cabeza de los once.

Ciar asintió.

—Si gano esta batalla, si consigo la Llanura de las Espadas… quiero que la guardes para mí.

Oissíne se quedó atónito.

—¡Pero si solo es una cría!

—Guárdala hasta que esté preparada y será mi segunda reina.

—Ni siquiera sabes cómo será cuando tenga la edad…

—Sí que lo sé. Se parecerá a la Huella Blanca. Se parecerá a Niam.

Ablach alisó sus ropajes de reina antes de sentarse en la roca cubierta de líquenes. Aquellas telas eran las más lujosas que Elatha había podido conseguir.

—Quiero que estés radiante cuando te presentes en la Llanura. Que les deslumbres a todos —había dicho él.

No podía ser un marido más atento y devoto. Había marchado en persona hasta el Sur para hacerse con lana purpúrea, la propia de la regencia, para que le hicieran el vestido. También había supervisado las raíces de rubia: desde la recolección en gavillas y fardos hasta el triturado para teñir la capa. Había pedido a sus esclavas que sembraran un jardín de glasto para ella. Le había regalado un ganso como mascota y también un perro faldero. Aunque la había obtenido fácilmente como esposa su fascinación por ella no había mermado un ápice. Conservaba intacta aquella chispa que se había encendido durante la boda de Áine y de Ciar.

Recordó con rabia la humillación de tener que asistir a aquella boda, después de lo que Ciar había hecho. Para Áine había sido una victoria pública. «Mío al final y no tuyo». Como si Ciar fuera un objeto, un vestido que pudiera arrebatarle y lucir sobre su cuerpo. Y ella se había quedado en un rincón de la sala de reunión, sentada, mordiendo manzanas, evitando los saludos a los invitados. Solo Elatha había reparado en ella.

Mordió con ganas la manzana madura que tenía en la mano. La había escogido de entre todos los árboles de la granja real de Diarmait, en la cual se había sentado a esperar.

Áine salió de la choza, seguida por dos esclavas que llevaban su equipaje. No quería seguir allí ni un segundo más, en aquel túath de cobardes que se habían rendido al enemigo. En la granja real, que ahora pertenecía a los nuevos soberanos. Ni siquiera quería despedirse de su padre, que había demostrado ser tan débil. Ella y Ciar se marcharían al bosque, a vivir con los fíana hasta que Ciar cumpliera su promesa de ganar la Llanura de las Espadas. Serían reyes o no serían nada.

Cuando Ablach la vio salir, se puso en pie de forma enérgica y cruzó su mirada con la de su hermana. Por un instante no hicieron nada más. Solo mirarse desafiantes. Ablach reivindicando su derecho, pidiendo explicaciones. Áine proyectando su rencor, con los dientes apretados. «No puedes esperar a abalanzarte sobre mi casa, ¿verdad? Aún no me he marchado y ya estás en mi puerta, como un ave de rapiña». Dos hermanas enfrentadas, orgullosas, como Clothra y Medb. La reina saliente y la reina entrante.

Ablach lanzó el corazón de la manzana a los pies de su hermana.

Y Áine, desairada, abandonó la Llanura del Cisne para no volver nunca.

Finn tuvo que armarse de valor para entrar en la choza. Era su deber, a lo que había venido, pero ser plenamente consciente no lo hacía más fácil. Cuando se sentó junto a Ciarán, se percató de sus propios temblores. No entendía por qué, pero no podía controlarlo. Su padre le sujetó las manos trémulas.

—Ya sé que preferirías no haber venido. No haber visto todo esto.

Finn tragó saliva y miró para otro lado.

—Siempre te pareciste más a Olwen —continuó Ciarán—. Ella también detestaba la violencia. ¿Cómo va vuestro viaje?

—Hacemos algunos progresos. Aunque es difícil…

—Me gustaría que tú te quedaras con esto. A ti te hará más falta que a tu hermano. —Se fue quitando uno a uno los cinco anillos de la mano izquierda, los que había ganado en la carrera de las Cinco Colinas. Le había costado mucho conservarlos, incluso en los períodos de mayor escasez. Cuando estaba huyendo con Olwen y no tenían nada más con qué pagar. Pero lo había conseguido. Había llegado al final sin perder ninguno—. Los reyes de provincia los reconocerán. Os pueden abrir algunas puertas.

Finn abrió las manos para recibirlos. En verdad eran muy valiosos. Llevaban esmaltes con los distintos colores de las provincias: el azul de Connacht, rojo de Ulaid, púrpura de Míde, verde de Laigin y blanco de Mumu. Había pensado que a él no le dejaría nada. El ámbar de su cuello, el torques y la espada se los había dado a Ciar.

—¿Crees que has encontrado tu camino?

Finn asintió.

—Bien. Eso es importante. —Ciarán suspiró. Finn le veía cansado y se preguntó si no sería mejor que durmiera un poco. La reunión en la casa grande parecía haberle dejado exhausto—. Encontrar pronto el camino adecuado. Cuanto antes sepas lo que quieres hacer, menos posibilidades tienes de equivocarte. —Finn asintió ligeramente. Era el mismo discurso que su padre le había estado repitiendo durante toda su vida. Pero la voz de Ciarán parecía apagada—. Si no, uno se pierde o acaba viviendo la vida de otros. Sé que es muy difícil que comprendas por qué he hecho algunas cosas. El mundo, simplemente, resultó ser más complejo de lo que esperaba.

—Padre, es mejor que no hables…

—Debo hacerlo. Tengo que conseguir explicártelo. —Ciarán se sentía como si, ahora que estaba al final, debiera sacar una conclusión de todo lo que le había pasado. Tenía que encontrarle algún sentido, algo que justificase su paso por la vida. Algo que pudiera servir a Finn—. La vida te lleva casi todo el tiempo, como si fuera un río, pero hay un puñado de momentos, no más que los dedos de una mano, en que uno puede tomar decisiones. La corriente es fuerte y el sacrificio es grande, pero el resultado permanece. Es un trazo nuevo en la tierra, algo que antes no estaba. Una huella que dejas. Fue doloroso dejaros marchar. A Niam, a Ciar y a ti… Pero estoy orgulloso de los tres. Os miro y dejo de preguntarme si mereció la pena.

Finn se sentía ahogado entre lo que creía con firmeza y lo que le decía el corazón. Su mirada era aún dura, pero sus ojos estaban húmedos. Durante aquellos últimos meses no había hecho otra cosa que pensar en los horrores de la guerra y en los pecados de sus hacedores. De los que parecían no entender que el enemigo era tan solo otra versión de ellos mismos. Había pensado en su padre y le había puesto en un saco junto al resto de los hombres crueles, depredadores de los débiles, segadores de la vida. Y, sin embargo, ahora que estaba en su presencia, no conseguía ver en Ciarán ninguna de las definiciones que había acuñado para los que eran como él. Era solo su padre, el de siempre, el que le llevaba a Moridunum para que aprendiera latín. El que se esforzaba constantemente para poner en la mesa un plato de gachas que él siempre se dejaba. El que podía hablar apasionadamente sobre caballos durante horas, aunque él nunca le hubiera prestado atención. El que dormía con un ojo abierto y estaba atento al menor roce de las pieles y se levantaba cada madrugada para devolverle a su cama sano y salvo. El que le llevaba al río desnudo y corría a su lado, dejando que le trepara por el cuerpo y llenándole de besos y abrazos.

Ojalá le hubiera conocido antes, en su juventud, en el punto anterior a que cometiera el primer pecado mortal. Habría podido ayudarle, estaba seguro. Cuánto dolor había traído la ignorancia.

—Déjame que te ayude. Hablaré con mi maestro. Él siempre dice que no hay nada que no tenga arreglo. Que todos los hombres pueden salvarse.

—Mi caballo me espera —susurró Ciarán, con los ojos cerrados.

—¡No! No, no, no…

—Una última carrera. Tengo que hacerlo una vez más.

—Si lo haces ya no podrás volver… ¡Papá, tienes que hablar con Patricio!