3
La voz de los irlandeses
Banna Venta Berniae, Alba, otoño del 438 d. C.
—¡Cuéntanoslo! ¿Cómo lo conseguiste?
Patricio supo que aquella sería la pregunta que definiría sus reuniones de sociedad durante el resto de su vida. Los hombres y mujeres que la formulaban solo veían el triunfal resultado de su huida, pero a él se le hacía un nudo en la garganta al recordar aquellos días: el miedo, la oscuridad, el aliento tan cercano de la muerte. Con un gesto protector se cubrió el antebrazo donde le había mordido el perro. Aún estaba cicatrizando.
—Escondiéndome y siguiendo siempre hacia el Sur. Hasta que encontré el mar…
Sin duda no era el mejor relato de aventuras que había escuchado aquella audiencia, pero Patricio prefería dejar claro que no quería hablar de ello.
—¡Pues bendito sea el mar que te trajo hasta aquí! —dijo Calpurnio, ebrio de felicidad. Sus ojos brillaban como los de un adolescente. Sus manos temblaban aún por la emoción acumulada, mientras servían otra ronda más de cerveza de trigo. Había organizado el banquete más espléndido de su vida e invitado a los principales de Banna Venta y también a los que habían sido maestros y compañeros de su hijo. Las antiguas estatuas de mármol habían sido abrillantadas y adornadas con guirnaldas, se habían encargado nuevas cortinas, nuevos cubiertos de plata. En la mesa, las patas de los cangrejos y las conchas de mejillones desbordaban las bandejas. Una grulla rellena había entusiasmado a los comensales y un hermoso corzo, carne de lujo, se había dispuesto en el centro, tan rebosante de frutas como una cornucopia. En una mesa auxiliar esperaba turno un magnífico pastel con seis velas: una por cada cumpleaños que Patricio había perdido en cautividad.
—¡Bendito sea! —dijeron los invitados, poniéndose en pie y brindando—. ¡Bendito…!
Un chocar estruendoso de metal y cristales interrumpió el brindis. Un joven esclavo había trastabillado, tirando las bandejas de plata labrada y regando el suelo con vino de importación.
La más anciana de las esclavas de la casa, una mujer delgada y seca, hizo una seña a otra esclava para que recogiera el desastre mientras se llevaba al torpe muchacho de allí. Su expresión de disgusto era idéntica a la de la madre de Patricio, que había encargado personalmente aquella vajilla para festejar el retorno de su hijo. La acababan de traer de la Galia y era aún más hermosa que la primera que les habían robado. Esta no se había destinado a la exposición, sino que se había utilizado desde el primer día, en el particular carpe diem que se vivía en la villa. El enojo de la madre se deshizo cuando miró a Patricio: «A partir de ahora estaremos siempre juntos», le había dicho en su primer abrazo.
Patricio, en cambio, solo podía prestar atención al hueco que había dejado el esclavo bajo la puerta. Sabía lo que esperaba al otro lado: azotes, castigos, hambre y oscuridad. Podía imaginar en su mente cada momento, cada dolor de aquella represalia. Tenía muy presente la sangre de Victórico. La vergüenza de aquel muchacho sobre el suelo, rodeado de comida, se convirtió, por un instante, en su vergüenza.
—Dios mío, de verdad eres tú…
Valerio acababa de entrar por el vano del triclinium. Había ganado algo de peso, pero Patricio le encontró igual que el día de su boda.
Y entonces apareció ella, seis años mayor que entonces, vestida con las mismas sedas y joyas que podría haber llevado su madre o cualquier otra matrona romana. Claudia era la última persona a la que deseaba ver.
Estaba muy seria y en sus ojos había un brillo desafiante. Patricio tomó su mano y sintió un calambre de repulsión cuando depositó un beso en ella, a modo de saludo.
—Pensé que nunca volvería a verte. —La voz de Claudia la delataba. No era tan glacial como su mirada. Habían salido al jardín un instante, junto a los cipreses, mientras Valerio se quedaba con Calpurnio, admirando su colección de cucharas grabadas.
Patricio no contestó. Tenía la mirada clavada en el suelo, pero la expresión de su rostro era pétrea.
—He esperado mucho para oírte hablar —le presionó Claudia, tragando saliva. Sus manos temblaban—. Ya no está el mar de por medio para impedirlo…
—Para ti es como si no hubiera vuelto, Claudia —le advirtió él, amenazante. Por fin se había atrevido a mirarla a los ojos. Le sorprendió lo hermosa que seguía siendo, pero para él aquella belleza iba ya solo unida al peligro—. Para ti estoy muerto, ¿me oyes? Márchate porque no quiero volver a verte. No vuelvas a acercarte a esta casa jamás.
Claudia se quedó paralizada. No esperaba oír unas palabras semejantes. ¿Quién era aquel hombre lleno de rabia y de odio? No entendía cómo podía haberle amado alguna vez, cómo había llorado tanto su pérdida. Cómo, todavía a veces en la soledad del telar, seguía preguntándose por sus sentimientos hacia él.
El golpe la dejó unos instantes sin reacción. Finalmente se cubrió el rostro con el velo y se alejó de allí, en silencio, teniendo cuidado de dónde pisaba, como si pudiera hacerse pedazos en cualquier momento.
Patricio dejó entonces escapar el aire que retenía y sintió cómo sus hombros se relajaban, abandonando la tensión. Era como liberarse de un profundo ahogo. La cercanía de Claudia le provocaba sensación de muerte.
La última vez, hacía más de seis años, habían estado tan cerca el uno del otro que aún recordaba su aliento agitado sobre el rostro.
—Creo que ya está igual que antes —le había dicho Patricio mientras se esforzaba para que la toca de novia quedara perfecta en su sitio. Intentaba recordar la disposición exacta de las flores, si la tela debía deslizarse un poco más hacia la frente o hacia atrás. Maldita sea, tendría que haber prestado más atención.
Claudia se puso las manos temblorosas sobre la cabeza, para ayudarle, pero él se retiró nada más sentir su contacto. Al otro lado de la puerta escuchaban el alboroto del banquete de boda, los gritos, las canciones, las risas, el barullo ascendente de muchas voces que cada vez tenían que hacer un mayor esfuerzo para oírse.
Él mismo se tentó la ropa para asegurarse de que todo estaba en su sitio. Tomó los remates anaranjados y estiró hacia abajo su túnica más costosa. Repasó con los dedos el broche de ballesta junto a su hombro. Llevó la capa verde brillante hacia atrás, bien colocada por encima de los hombros.
—Yo saldré primero. Tú espera.
Claudia asentía nerviosa, con los ojos brillantes, llenos de incertidumbre.
Él entreabrió la puerta y se asomó furtivamente para asegurarse de que aquella parte del patio no estaba colapsada. La luz iluminó sus facciones nobles, adolescentes, con un haz oblicuo que resaltaba la mirada azul, algo rasgada. Los mechones rubios eran fuertes y ondulados. La piel muy blanca del rostro y el cuello parecía la de una estatua marmórea representando a un Antinoo. Las mujeres comentaban que tenía una piel preciosa, tan pálida y suave que parecía tratada con cerusa y mimada en baños de leche y aceite de oliva. El corazón de Claudia latía al ritmo que dictaban aquellos rasgos.
Él se asomó un poco más y ella, con los labios vacilantes, intentó retenerle en un susurro:
—¡Patricio!
«Y ahora, ¿qué?», preguntaba su rostro, en una súplica.
Él la miró un instante, con las pupilas replegadas por la luz entrometida. Seguía siendo muy bella, la mejor de su generación, pero ya no le parecía extraordinaria. Había perdido aquello que antes brillaba en su piel, que le había quitado tantas horas de sueño solo de pensar en que Valerio la tendría. Estaba confuso. No le parecía la misma chica.
Bajó la vista y salió al mundo, abandonando la penumbra. Su corazón latía desbocado, pero no por ella. En el lugar que antes ocupaba la muchacha ahora solo había un gran secreto.
Banna Venta Berniae, Alba, verano del 440 d. C.
La pintura aún estaba fresca sobre la escayola y el olor del huevo impregnaba la pequeña capilla de la casa. Hombres y mujeres en posición orante le miraban desde las paredes con iris oscuros, brillosos a la luz de las lámparas de aceite. Patricio se sentía en paz en aquella compañía silenciosa. Dentro de la villa, aquel se había convertido en su espacio más privado, su escondite.
Su padre había agradecido abundantemente a Dios la vuelta de su unigénito al seno familiar: las tres naves de la gran basílica de Banna Venta nunca habían visto tanto lujo. Nuevos suelos de cerámica rojiza brillaban al paso de la procesión eucarística. Mosaicos ajedrezados adornaban ahora el ábside. Lámparas y cuencos de cristal pendían del artesonado, espléndido con su renovada pátina azul salpicada de estrellas blancas. Cortinajes de seda y ventanas de cristal verdoso creaban espejismos marinos en las paredes, durante los días de sol.
Para Patricio, sin embargo, la iglesia de la ciudad era demasiado grande y, sobre todo, demasiado transitada. Su mano acudió sin pensarlo a rascarse el antebrazo izquierdo, como siempre que se imaginaba ante una situación incómoda. Le pasaba demasiado a menudo. Las heridas que se hacía no tenían tiempo de cicatrizar y eran un permanente recordatorio de la mordedura que había sufrido.
Al principio las fiestas, comidas y cenas habían sido interminables. Ahora que habían pasado dos años, sus amigos y familiares ya no le mencionaban su período de esclavitud. No podía evitar preguntarse cómo le verían los demás. La víctima, el pobre Patricio, superviviente del mayor calvario imaginable, incapaz de disfrutar de las fiestas y de la vida en sí.
No era eso. No había dolor. Simplemente no le interesaban aquellos banquetes, el teatro del mimo bufón o las competiciones deportivas. Estaba harto de mantener conversaciones vacías, de los cotilleos, de la corrupción en Roma, de las nuevas modas. Prefería estar solo.
En las reuniones, tarde o temprano se repetían sus ausencias y al final del día la capilla era su mayor desahogo. Allí podía pensar, relajarse. No existía el peligro de encontrarse con gentes que le miraban con lástima o le ponían etiquetas para disculparle por sus faltas de cortesía, cuando bostezaba durante las comidas o al ser el primero en abandonar los salones. Y no existía el peligro de encontrarse con Claudia o con Valerio.
Salió de la capilla y un esclavo le esperaba allí.
—Su padre ha contratado nuevos músicos. El señor puede ir al triclinium para escucharles, si lo desea.
Patricio le despidió con un gesto. «Si lo desea». Ahora siempre era así. Nada le era impuesto, todo era según sus deseos. Y lo cierto es que no sabía qué deseaba. La mayoría de sus decisiones diarias eran indiferentes, no cambiaban nada, no tenían ningún efecto en una dirección o en otra. A veces tan solo se sentaba en la cama o se apoyaba contra una pared y dejaba que pasase el tiempo. No sabía qué hacer con tanta libertad.
Evitó los pasillos principales y bajó a la bodega. No había querido instalarse de nuevo en su habitación, que seguía clausurada como si nunca hubiera regresado. Su propia cama le resultaba inquietante. Las pinturas de las paredes y los mosaicos parecían estrecharse y le mareaban, con sus figuras mitológicas observándole constantemente. La bodega, en cambio, era como una guarida fría y húmeda. Durante su infancia la había rehuido, pero ahora le recordaba a Hibernia. Era austera, con bóvedas de ladrillo visto. Llena de recovecos, armarios, trampillas… Escondites.
Sobre la cama había esparcidos varios rollos en espera de estudio. Al raptarle, los piratas habían interrumpido bruscamente su educación y ahora arrastraba un retraso de lustros. Se veía ridículamente torpe al hablar, escaso de vocabulario, ignorante, y cuando miraba todo lo que aún tenía ante sí, perdía la esperanza. Su padre no le había dado por perdido para la política, a pesar de todo, y esperaba con orgullo el día en que su hijo ocupara su asiento en el consejo. Su carrera no había sido destruida, solo pospuesta. Todo era igual que antes. Excepto que no lo era en absoluto.
Apartó los rollos de encima del lecho y se acostó. A veces, qué locura, cuando cerraba los ojos creía oír las olas del mar irlandés y contemplar el verde intenso que se extendía sobre el bosque de Fochoill.
El señor es mi pastor, nada me falta.
En lugar de pastos me ha colocado.
Junto a unas aguas restauradoras me ha llevado
haciendo así revivir mi alma.
Aquella noche soñó con un paisaje color esmeralda que corría bajo sus pies. Y donde al principio solo había niebla se revelaron poco a poco las copas de los árboles, los ríos llenos de vida, los lagos y los pozos sacros, los acantilados del Oeste. Los confines de la tierra.
Victórico entró en la bodega como si acabara de emprender un largo viaje, cruzando los mares desde la lejana Hibernia de su cautiverio. Llevaba su vieja ropa de lana gris, la que utilizaba para trabajar en el campo, cubrirse por la noche y rezar por las mañanas.
Patricio se incorporó, sorprendido. ¿Habría conseguido escapar, incluso a su avanzada edad? ¿Cómo había logrado encontrarle? ¿Quizás había recordado las descripciones que él mismo, en arranques de nostalgia, había realizado del hogar? Por aquellos días, además de con caldo de ortigas, se llenaban el estómago con historias, palabras y humo, con huellas de olores y voces distantes.
Su amigo esclavo no le saludó. Abrió, diligente, un cilindro de cuero rígido y negruzco que albergaba un sinfín de pergaminos enrollados. Luego, escogió cuidadosamente uno de ellos y lo tendió a Patricio, con una seriedad estatuaria. Era una carta dirigida a él. Rompió el sello.
«La voz de los irlandeses», rezaba el título. En el mismo momento en que terminó de leerlo, una multitud estalló en su cabeza. Un avispero parecía haberse metido en su interior, como una guerrilla de voces que se empujaban entre sí, buscando su atención, tirando de él. Gritos, llantos y súplicas que no conseguía entender y detrás de los cuales había niños, mujeres y hombres que le llamaban desde muy lejos, formando entre todos una criatura amorfa y múltiple que se golpeaba contra todos los rincones de su mente. Poco a poco pudo concentrarse y desanudar las hebras de aquellas voces, seguir el rastro hasta sus dueños: «Patricio, niño santo —le decían—. ¡Ven y camina entre nosotros!».
Eran voces que ya había escuchado alguna vez, durante su cautiverio. «Niño santo» es como le llamaban los otros esclavos que vivían con él. En aquella multitud estaban ellos, pero también aquellos otros que habían sido apresados junto a la playa de Banna Venta, aquella humanidad desvalida y sin amparo que se arrastraba por la arena, con sus grilletes al cuello. Todos ellos intentaban llegar hasta él a través del tiempo y asirle con sus voces urgentes, afligidas. Escuchó aún más allá y pudo discernir también las voces de otros que, aunque eran libres, se encontraban oprimidos por la ignorancia de Dios. Y entre estos últimos no había distinción de clases, pues había nobles y reyes e hijos de reyes. Una esclavitud diferente, pero no menos peligrosa: la esclavitud del pecado, que podía ser eterna.
Al despertar le invadió la certeza de que Victórico había muerto. Solo así podría haber entregado aquel mensaje. Una punzada de dolor le atravesó el pecho, pensando en cómo le había ignorado el día de la paliza, en cómo le había dejado atrás. Llevarle consigo habría sido imposible, pero aquella evidencia no le consolaba. Había permitido semejante injusticia sin inmutarse y lo peor es que ni siquiera lo había sentido entonces, ni siquiera había llorado por él. Ahora volvía a sentir y lloraba por todas las veces en que no lo había hecho durante aquellos seis años de esclavitud, de insensibilidad.
Ningún hombre era irrecuperable. Todos merecían la oportunidad de salvarse, incluso aquellos que vivían entre la niebla más densa del paganismo. Estaba convencido: era en la ignorancia donde estaba el verdadero mal.
Estuvo toda la noche pensando en aquel mensaje de Victórico hasta que finalmente, al alba, cayó de nuevo en la inconsciencia.
Un estremecedor sonido le sacudió de nuevo. Un zumbido agudo, rezando en una lengua que solo se hizo inteligible hacia el final: «Aquel que te dio tu espíritu es el mismo que habla en ti».
Se despertó, deslumbrado y sudoroso. Era un mensaje divino, ineludible. Ya no podía seguir escondiéndose en la villa de su padre. Sabía claramente lo que tenía que hacer. Ahora, como había sido y sería siempre, solo le faltaba reunir las fuerzas suficientes. Y en este caso debían ser titánicas.
—Me parece una gran idea. Esas relaciones con la Iglesia ayudarán a tu carrera política. —Calpurnio removió el vino, observando el rastro bermejo sobre la copa de cristal azul—. Tu abuelo y yo también seguimos el camino religioso. Así podrás cuidar no solo del cuerpo, sino también del alma de tus conciudadanos. Y a la villa le vendrá bien mantener sus beneficios fiscales, por añadidura. Este vino está exquisito.
Calpurnio olfateó el líquido con auténtico deleite. Pensaba que, después del rapto de Patricio, nunca volvería a disfrutar de placer alguno en la vida. Se alegraba de que su retorno hubiera hecho desaparecer aquel temor.
—No me has entendido, padre. No voy a hacer ninguna carrera política. Debo dedicarme solo a Dios.
Calpurnio interrumpió su degustación.
—Vamos, tienes capacidades de sobra para los dos cargos. Y tus maestros me dicen que vas recuperando a buen ritmo…
—La vida política no tiene sentido para mí. Solo esto tiene sentido. Solo esto…
A Calpurnio le pareció que el tono era demasiado vehemente, angustiado incluso. Su padre se preguntó si aquellas obsesiones formarían parte de las secuelas que su hijo tendría que arrastrar ya de por vida. Dejó la copa sobre la mesa.
—Hijo… Todos lo hemos pasado muy mal. Pero no puedes dejar que lo que te pasó condicione tu futuro.
Patricio no quería mirarle. Le daba la impresión de que su padre no había escuchado una sola palabra de lo que le había dicho y que, como tantos de los que se decían sus amigos, utilizaba la etiqueta de víctima, la excusa del trauma, para quitarles valor a sus palabras. Le menospreciaba, como se haría con un loco o un enfermo. Un enfermo del alma, en este caso, incapaz de tomar sus propias decisiones.
En realidad, Calpurnio tan solo deseaba que todo volviera a ser como antes de aquella noche fatídica. Con ello mantendría la capacidad de disfrutar, de vivir como un hombre y no como la sombra que había sido durante años. Patricio había hallado en él, a su regreso, un amor incondicional, pero también muy posesivo. Sabía que para sus padres sería siempre aquel niño al que tendrían que compensar por haberle dejado solo aquella noche. Un inválido emocional que necesitaría siempre de guía. Un iletrado que apenas había iniciado sus clases de retórica.
No quería hacer daño a su familia. No deseaba tener que sacudirse su amor asfixiante de encima, pero le había dicho a su padre la única verdad posible: no podía continuar así. Y la confesión más dura estaba aún por llegar.
—Debo marcharme, padre. Algún día tendré que volver a Hibernia.
Por un momento a Calpurnio le pareció estar habitando en un lugar irreal, donde todo funcionara al revés, donde lo imposible se hiciera posible y viceversa. Esperar que su hijo volviera de la esclavitud y la muerte había sido absurdo. Que regresara voluntariamente a ellas era, simplemente, inconcebible.
Dejó caer su peso sobre el reclinatorio. Su hijo necesitaría de mucho consejo. ¿Quién podía ser el sabio, el filósofo adecuado? Había escuchado de casos similares, en el pasado: esclavos que desarrollaban dependencia de sus captores y eran ya incapaces de ser libres. Sus dueños se convertían en su familia. Sus órdenes, en su única posibilidad de continuar. Cuando su identidad se había destruido por completo.
—Hijo, lo que te está pasando es normal, pero tienes que tener paciencia. Para volver a ser tú mismo. Para recuperarte…
—¡No necesito paciencia, padre! ¡Lo que necesito es que escuches lo que te digo! ¡Que dejes de tratarme como a un crío! ¡Ya soy yo mismo! ¡El Patricio que tienes delante es el único que existe!
Aquellas palabras se le clavaron en el pecho a Calpurnio. Como si el Patricio adolescente del pasado le hubiese herido por pura rebeldía. Sin embargo, no tenía fuerzas para contraatacar. La violencia en la respuesta de su hijo le había dejado indefenso.
Ya no era el hombre fuerte y capaz de antaño y se sentía vulnerable como un niño ante él. Patricio era la única persona que podía herirle. Hubiera hecho cualquier cosa por hacerle feliz, pero no aquello. No podía pedirle que se quedara mirando mientras se inmolaba.
Aquel era el único Patricio posible, le había dicho. Los piratas no solo le habían robado años de su vida, también le habían robado su alma. El decurión temió entonces que su hijo muriera solo y pobre, en tierra extraña, lejos de todos los que le amaban y sacrificado como un cordero por quienes le habían hecho tanto daño.
—No puedes hacerlo. Eres mi único hijo y tienes que quedarte. No hay nadie más…
—Debo hacerlo. Es mi decisión. Tú eres mi padre conforme a la carne, pero Dios es más Padre todavía que tú.
Patricio se marchó de la sala y se alegró de darse cuenta de que no había sentido la tentación de rascarse ni una sola vez. Desde la visita de Victórico su inquietud había desaparecido. Ahora tenía un propósito, un camino ante sí. La nube había pasado de largo y el centauro Quirón volvía a aparecer, con el arco tenso y una flecha de estrellas señalando al Sur.
Al día siguiente tomó sus cosas y se marchó para estudiar con el obispo de Corinium en Britania Prima, que era la provincia correspondiente a su territorio. Lloraron su madre y las sirvientas como si se tratara de su funeral.
Calpurnio, sin embargo, no acudió a despedirse. Guardaba la esperanza de que Patricio regresara, aunque solo fuera porque no tuviera más remedio.
Y aquel fue el día en que Calpurnio se enemistó con Dios.