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Sangre, misterio

Demet, Alba, actual Gales. Verano del 438 d. C.

Ciarán se despertó y sintió una humedad pegajosa entre las pieles. Aífe estaba dormida, encaramada completamente sobre él en un abrazo que pareciera estar salvándole de un mal sueño. La sangre de ella se había deslizado bocabajo regando también su piel, dibujando extraños símbolos entre los vientres de ambos. Volvió una imagen que se le había enterrado muy profundamente: las sábanas de Olwen, sedientas en su lecho de muerte, después de haber absorbido su vida por completo. Al principio Ciarán se alarmó, pero la respiración acompasada de Aífe, pesando sobre su pecho, contribuyó a calmarle.

—¿Estás bien? —murmuró. Le besó la cabellera negra.

—Sí… Tengo que ir al río. —Ella se incorporó con la urgencia propia de las madres. Deseosa de poner orden antes de que los niños se despertasen.

—Yo te llevaré.

Ciarán se levantó: la desnudez resaltando los zarpazos de vida que su esposa le había dejado sobre el cuerpo. Con la rodilla en tierra le envolvió bien las pieles manchadas alrededor de la cintura y la tomó en sus brazos. Ella se sujetó a su cuello, con los pechos descubiertos y una expresión agradecida, enamorada. El sol brillaba afuera, con la viveza del verano, y los niños distinguieron las siluetas semidesnudas de los padres a contraluz, bajo el dintel.

—Papá —le llamó Ciar, somnoliento.

—Al río todos. Vamos.

Los tres hermanos dormían juntos, abrazados para darse calor. Ciar y Finn dieron patadas a las pieles y se pusieron en pie, pero Niam se quedó atrás, como tantas otras veces.

—Eres una pesada. Nunca quieres hacer nada —le reprochó Ciar. Se acercó a ella y le tomó la mano con la esperanza de que se animara a acompañarles, pero ella se zafó y la resguardó rápidamente, destemplada, bajo las pieles. Con un bufido, Ciar salió de la choza pegando patadas al aire, resignado. ¿Cómo su hermana podía ser tan cabezota?

Ciar, el hijo de Aífe, tenía ya casi cinco años y los mellizos de Olwen un año menos. Estaban creciendo fuertes y sanos para fortuna de sus padres y, mientras los niños de las granjas vecinas guardaban cama periódicamente a causa de fiebres e infecciones, ellos parecían protegidos por algún tipo de fuerza superior que les mantenía correteando por los campos y jugando a perseguir a los animales.

A Ciarán le gustaban aquellos baños familiares en el río. Abrazó la carne de sus hijos, les dejó trepar por su cuerpo, les encaramó a sus hombros y les miró mientras corrían, gritando, junto a la orilla del agua. Al cabo de un rato hasta Niam acabó por aparecer y corrió desnuda junto a sus hermanos, salpicándoles de agua brillante, haciendo que aquella mañana soleada fuera especial. Ciarán pensó que por fin se había apropiado de un pequeño pedazo del mundo, en aquella casa remota dentro de la granja familiar de su esposa.

La comunidad cristiana, sin embargo, no había olvidado sus transgresiones: el tiempo en que había abandonado a Aífe para volver después con dos bebés ajenos, los hijos de Olwen, en los brazos. El tiempo había pasado, pero él seguía siendo tan solo un «perro gris», un exiliado de ultramar, cuyo estatus y bienes dependían exclusivamente de su mujer.

No podía desvincularse de una sociedad a la que necesitaba para sobrevivir, pero, al menos en aquel pedazo de tierra, él y su familia eran libres de exhibirse y amarse. Le parecía que, pese a lo difícil del pasado, disfrutaba por fin de alguna paz.

—Me quedo a comprobar las trampas. Iré enseguida. —Ciarán esperaba que en los pequeños cestos de mimbre hubiera caído alguna trucha o, con algo de suerte, incluso un salmón.

—Yo me quedo con papá —anunció Niam.

Aífe le dedicó una mirada de desaprobación porque a esa hora de la mañana todavía estaba pendiente toda la tarea del día. Si el sol alcanzaba el cénit se acumularía demasiada faena para el día siguiente. Sin embargo, Ciarán la miró condescendiente, ladeando ligeramente la cabeza, y ella bajó la vista y emprendió el camino de la casa, renegando para sí. Niam era la única niña y la que más se parecía a Ciarán en carácter. Sin duda, él la consentía demasiado.

—¿Antes no querías venir y ahora te empeñas en quedarte? —estalló Ciar—. ¡Siempre haces lo mismo! ¿Por qué tienes que ser tan rara?

El pequeño Finn tampoco parecía conforme con los privilegios de su hermana. Tiritaba de frío en la orilla, arropado en una basta piel de oveja sin cardar. Se limitó a observar en silencio.

—Id los dos adentro y haced todo lo que os diga mamá.

Ciar se replegó. Una vez que su padre había dicho la última palabra no tenía sentido continuar. Se colgó la túnica al hombro y recorrió desnudo el camino, frunciendo el ceño y dejando que el sol y el viento le secaran la piel.

—¡Espérame! —gritó Finn, lastimero, corriendo detrás de él—. ¡Espérame, Ciar! —Pero su hermano no se volvió y Finn tuvo que avanzar a trompicones, hasta que se cayó, se despellejó las rodillas con las piedras del suelo y se puso a llorar a gritos. Entonces Ciar se dio la vuelta resignado, le ayudó a levantarse, le sacudió la arena de las piernas y le guio de la mano hasta la casa.

Ciarán empezó entonces a comprobar, una por una, las trampas que habían atado con sauce el día anterior: se habían mantenido firmes y en su sitio, ancladas con estacas a las orillas del río, con las bocas de mimbre enfrentando la corriente, en espera de una presa.

Pese a que estaba concentrado en su tarea no le quitaba ojo a su hija. Sabía lo mucho que le gustaba estar sola y las escasas ocasiones que tenía de ello. Él recordaba como muy valiosos aquellos momentos de soledad en su infancia y adolescencia: el abrazo del río y la compañía del caballo, el silencio tan solo alterado por las letanías del viento, que en Irlanda parecía tener mil voces siempre dispuestas, deseando desbordarse. Desde el susurro de un secreto hasta el sollozo, el quejido repentino, el golpe violento, el aullido… Pero para Niam era aún más difícil conseguir el aislamiento porque una niña tenía que estar siempre bajo vigilancia. Él era el único que comprendía aquella necesidad de estar solo. Estaba convencido de que había algo en su hija que solo podía desarrollarse y existir de esa manera.

Niam no escogía nunca el camino más directo para hacer las cosas. Siempre parecía dar un rodeo, investigando otras posibilidades. Era observadora y necesitaba espacio y, sobre todo, tiempo. El escándalo que montaban sus hermanos cuando se peleaban, el mugir y relinchar de los animales, las órdenes de Aífe, los rezos incluso… parecían saturarla.

Ciarán la observó de reojo mientras ella jugaba con el agua del río. La removía en círculos con sus pequeños brazos, oponía sus palmas a la corriente para desviarla o la abarcaba para luego dejarla caer por delante de sus ojos.

El agua era un elemento en el que la niña parecía sentirse feliz, tanto si se bañaba junto a algún potro como en solitario. Al fin y al cabo, Niam era el nombre de uno de los ríos principales de la Llanura, en donde Ciarán tenía sus orígenes.

Allí es donde se había desarrollado, hacía muchos años, la batalla fraticida entre la tribu de los Barr y la de los Necht. Donde el rey Cathal había entregado a su único hijo y había suplicado a su enemigo, Bróenán, que lo salvara. Las palabras no habían hecho falta, con una mirada había sido suficiente: una en la que Bróenán había contemplado todos los matices que llevaban de la desesperación a la esperanza. Y así había pasado Ciarán a convertirse en «niño robado» y a crecer entre extraños. Allí, en aquel entorno de rencor, solo Olwen había conseguido ver más allá de la sangre.

En aquel momento Niam se acercó hasta la orilla y arrancó un par de briznas de hierba. Luego las colocó cuidadosamente entre los pulgares, tomó aire y sopló sobre ellas con todas sus fuerzas.

Ciarán recordó cómo Olwen también las hacía sonar, intentando enseñarle, cuando eran pequeños y se marchaban a la sombra de las piedras monumentales para huir de la gente y observar los caminos que el viento abría en los prados. Mirando a Niam, Ciarán se dio cuenta de que Olwen nunca se marcharía completamente de su lado, de que una parte de ella seguiría caminando sobre la hierba verde, arrancando las hierbas del mundo, añadiéndole al viento su propia voz entre las otras mil.

—¡Mira, papá! —le llamó ella, salpicando—. ¡Grian es más fuerte que nunca!

El sol brillaba con inusual fiereza a mediados de mayo, recién pasado el festival del fuego de Beltine. Cuando el sol era tan intenso en aquellas latitudes tenía un efecto vivificante sobre todo el paisaje: el rocío parecía cobrar vida, tembloroso, en las primeras horas de la mañana; el verde, como recién pintado sobre los campos: un enorme escudo de batalla, bañado en el pigmento romano de la malaquita y recién engrasado por un druida; los ríos latían con una extraña vibración, como si en su interior todos los peces rebulleran formando uno solo con la corriente. La superficie parecía una cota de malla cimbreante.

La luz incendiaba entonces las nubes pasajeras y se colaba por sus resquicios, quedaba atrapada como un tesoro en cada grano de cereal, en espera de ser cosechada. Era como una ninfa dormida en una cáscara, soñando con el pan, las gachas y los labios.

—Grian es la representación del espíritu femenino en el mundo. —Ciarán se aproximó a su hija y se sentó sobre las piedras, en la ribera—. Y de su poder. Gracias a ella todo nace y crece. En la segunda mitad[1], cuando su rostro es más brillante, la llamamos Áine.

—Áine… repitió la niña.

—Así es. Ambos son los rostros de la Madre Macha en el cielo, sus máscaras de luz. Hasta que llega la noche y se refugia Atrás, bajo las aguas del océano sin fin.

—Cuánto sabes, papá. Eres como un druida.

Ciarán le sonrió. Muchas veces se había preguntado si aquel no hubiera sido su verdadero destino, de haber nacido en otra familia y en otras circunstancias. La guerra en la Llanura del Cisne había marcado a fuego su camino: le había dirigido al exilio, a la capital, a los asaltos y la violencia. Lejos de cualquier tribu y tierra. Y al final, a causa del cristianismo, también lejos de la diosa Macha.

—¿Y adónde va entonces? —continuó Niam, feliz de tener a su padre en exclusiva, dedicado tan solo a responder a sus preguntas.

—Cuando llega la noche, Macha entra en el mundo de los ancestros. Y entonces allí se hace de día.

—Qué raro que en el Otromundo todo funcione al revés, ¿no?

Ciarán se preguntó por un momento cómo sería la vida de Olwen en aquellas tierras inaccesibles. El mundo de ella sería oscuro y sombrío en aquella época del año. Las horas de luz serían escasas.

La imaginó durmiendo, de noche, sobre un campo rebosante de pequeñas flores blancas crecidas a la orilla de su cuerpo.

—¿A que es muy raro? —Niam le sacó de sus pensamientos. A sus cuatro años ser el centro de atención era lo mejor que le podía pasar. No iba a soltar su presa tan fácilmente—. ¿Y qué pasa con la resplandeciente? ¿También tiene dos nombres, como Grian y Áine?

Ciarán se quedó callado un instante. Se refería a la luna. Él también había lanzado esa pregunta, hacía muchos años, y Máelcenn, el druida de la tribu, había palidecido al escucharla.

Él tenía nombre. Pero ya nadie lo recuerda. Está bajo geis.

La maldición. El tabú. No cabían más preguntas. Pero la curiosidad de un niño es capaz de saltar más alto que cualquier caballo.

—¿Y por qué? —Su voz sonó insegura, temiendo la regañina.

—Porque está prohibido llamarle —fue la firme respuesta—. No queremos que se encuentre nunca con Grian.

Niam extendió los brazos para que su padre la ayudara a salir del agua. Él se recogió los pantalones por encima de la rodilla, entró en el río y la abrazó contra su cuerpo.

«¿Y qué pasaría si se encontraran? —La pregunta quedó en la mente de la niña, sin contestar—. ¿Qué pasaría si se encontraran?». Fue una pregunta que esperó muchos años enterrada, aguardando el momento en que ella ya no fuera una niña y tuviera el valor de revivirla.

Aífe contemplaba preocupada la silueta menuda, erguida a pocos pasos de la casa, apenas iluminada por la luz mortecina de la hoguera. Finn podía estar así durante horas por la noche y ella temía que se enfriara. Siempre le había considerado el más frágil de los tres hermanos.

—¿Ya ha vuelto a levantarse? —le susurró Ciarán, somnoliento. Desde que el niño aprendiera a andar, lo hacía constantemente.

—Es muy pequeño… —susurró ella, intranquila.

La primera vez había sido con apenas dos años. Aífe había descubierto el vacío en la cama y se le habían puesto rígidos todos los músculos del cuerpo. La angustia la había atravesado como una lanza, de arriba abajo, paralizándola, erizándole la piel y secando su boca. Los niños tenían prohibido salir de la choza de noche, incluso para ir al estercolero. Para eso les habían puesto los cubos. Ciarán y Aífe les habían contado todo tipo de historias sobre los robos de niños a manos de los síde y se habían esforzado en describir a las más horrorosas de estas criaturas, buscando crear una imagen lo suficientemente vívida que les asustara y les protegiera a la vez. Pero ellos sabían que aún más peligrosos que los síde eran los propios hombres, que podían llevarse a los niños lejos, a otras tribus, o incluso venderlos como esclavos más allá del mar. Buscaron a Finn por todas partes: en el almacén de grano, en las pequeñas cámaras excavadas junto a la muralla de tierra, en el estercolero e incluso bajo el almiar. «Tendríamos que habernos ido al fuerte principal. Dormir en la choza más grande, junto al resto de la familia. No es seguro que estemos tan apartados», murmuraba Aífe, antorcha en mano, mientras dejaba atrás la muralla de tierra y la empalizada superior. Ciarán sentía cada una de sus palabras como un reproche: suya había sido la idea de habitar en los límites de la granja, a cierta distancia de su familia política. Al final habían encontrado al niño cerca del río, sentado contra un árbol, mirando las estrellas. Ciarán había enfundado de nuevo el arma, aliviado, pero imaginando el horror de no volver a ver a Finn, bien porque lo hubieran raptado o porque se hubiera ahogado en el río.

Después de que aquello pasara, Finn durmió atado durante casi un año al cerco de mimbre que delimitaba su cama. No era raro atar a los niños, bien al mimbre o al pilar central de la choza, cuando todavía eran muy pequeños y los padres tenían que hacer sus tareas. Así se evitaba que se cortaran con un apero oxidado o, peor aún, que se acercaran a la hoguera central y al temido caldero. Más tarde Aífe y Ciarán habían pasado a atrancar las puertas opuestas de la casa, pero el interior se ahumaba en exceso sin ventilación. Al final, con el paso del tiempo, habían terminado por relajarse y recuperado la sensación de seguridad, aunque a veces se daban cuenta de que era tan solo eso: una sensación. El peligro real no había desaparecido. Habían pasado dos años desde entonces y Finn seguía levantándose.

Ciarán se metió la camisa por la cabeza, aún bajo las pieles de la cama, para evitar el frío. Los días eran cada vez más cálidos, a medida que llegaban a la mitad del verano, pero no era prudente confiarse. Pasando con cuidado por encima de Aífe, salió al exterior, donde aún era noche cerrada.

Finn estaba allí, con los ojos muy abiertos, esperando la salida del sol. Siempre lo hacía igual: caminaba sonámbulo hasta campo abierto y luego se quedaba mirando cómo las constelaciones cambiaban en el cielo, imperceptiblemente, hasta que se desvanecían en un baño de luz.

—Ya falta poco —dijo el niño.

Ciarán no entendía cómo su hijo lograba anticipar el amanecer con tanta precisión, antes incluso de que los pájaros o los gallos dieran el aviso. Quizás era porque había contemplado tantos que los matices en la atmósfera ya no tenían secretos para él. Estaba seguro de que en breves momentos empezaría a clarear.

Guio a su hijo suavemente, con cuidado de no despertarle, hacia el interior de la casa. Lo acostó junto a sus hermanos y lo cubrió con las pieles y entonces volvió a la cama, donde le esperaba Aífe.

Cuando se deslizó entre el pelaje y pasó por encima del cuerpo de la mujer, ella le detuvo y movió las piernas para acomodarle, en un abrazo cómplice. Tomó los bordes de la camisa con las puntas de los dedos y la sacó suavemente. El contacto del vientre de Aífe bajo el suyo propio le resultó a Ciarán cálido y familiar. Habían pasado algunos días y ella se encontraba otra vez en la parte más fértil del ciclo. Ninguno de los dos había alcanzado aún la treintena y deseaban tener más hijos: sentían sus cuerpos fuertes, llenos de vida, capaces aún de ampliar la familia.

A pesar de todo, el deseo no bastaba. Ciarán ya estaba acostumbrado a aquellas interminables esperas. Estaba más que satisfecho con los tres hijos que tenía, pero de vez en cuando regresaban las antiguas preocupaciones, la sombra de la maldición que le había perseguido durante tanto tiempo: «Que no tenga descendencia ni parientes. Que sea abandonado y extinto», eran las palabras con que le habían marcado sus viejos enemigos. El aliento de la madre de Bróenán, que le había señalado como un dedo acusador desde que fuera tan solo un bebé.

Ahora temía que aquella sombra continuara persiguiéndole. Que se fuera a cebar con la siguiente generación. Tenía el miedo secreto de que la misma vida que les había dado a los niños se los fuera a quitar, de forma repentina e imprevisible. De que tuviera que enterrarlos él mismo.

La marcha de Olwen le había dejado un poso de incertidumbre imborrable: la sensación de que la muerte no distinguía entre niños y ancianos, entre sanos y enfermos. La certeza de que podía sorprenderle en cualquier momento, en cualquier lugar, y robarle lo que más amaba.

Bosque de Fochoill, Ériu, actual Irlanda

Patricio pasó frente a la puerta de la choza sin detenerse, sin levantar la vista. Sabía que, al hacerlo, corría el riesgo de verse a sí mismo.

Dentro de la casa Victórico sollozaba con un gemido apenas audible: el de un esclavo que lleva toda una vida soportando humillaciones y palizas y que ya no tiene fuerzas para quejarse, pues las necesita todas para realizar correctamente sus tareas y evitar así la paliza siguiente. Patricio era esforzado y estaba en tensión continua para hacer bien su trabajo, pero ¿qué pasaría cuando ya fuera viejo? ¿Cuando su cuerpo ya no fuera fiel compañero de sus deseos?

Sus amos sabían lo que era ser viejo. Más tarde o más temprano cada uno de ellos lo sería. Y, sin embargo, eran incapaces de mostrar piedad, que era algo que a Patricio había dejado de sorprenderle hacía tiempo. Todo el mundo sabía que para batir mantequilla hacía falta tener fuerza en los brazos y Victórico había derramado la crema como lo hubiera hecho cualquiera en sus circunstancias, a la anciana edad que aparentaba, que debía de ser mucho mayor que la real.

Patricio sabía lo que encontraría si miraba dentro de la choza: a sí mismo dentro de unos años, avejentado, cansado y arrodillado, con el cuerpo lleno de moratones causados con el propio palo de batir la mantequilla. Los ojos se le fueron al suelo de la entrada y advirtió de un vistazo el charco donde se mezclaban la sangre y la crema derramada del cubo. Se negó a seguir mirando y continuó con sus tareas, yendo y viniendo alrededor de la casa, como el resto de los esclavos.

—Ve a la ciénaga y trae las reservas —ordenó la señora—. Mañana mismo llegan los invitados, si la lluvia o los bandidos no les detienen…

«Tres puños de mantequilla quiero sobre la mesa —había dicho—. Un noble tiene que recibir mantequilla a diario. De la hospitalidad de una granja depende el honor de su familia»… No eran más que palabras vacías para Patricio: las palabras por las que Victórico había pagado.

La ciénaga era el mejor lugar para mantener la mantequilla fresca y a salvo: una auténtica mina de calorías para tiempos de escasez o pillaje. Tiró de la cuerda para sacar el cubo de corteza de roble y cuando lo tuvo arriba se permitió abrirlo y pasarle el dedo a la superficie para probarla. Tenía el característico sabor de la mantequilla de ciénaga y necesitaría de mucho ajo salvaje para mejorarla.

No tenía prisa y se permitió un momento para hacer repaso del día: su actuación había sido redonda como el esclavo perfecto. Había realizado todas sus tareas eficazmente y sin quejarse, pasado junto a un esclavo injustamente apaleado sin intervenir, dejado de hacerse preguntas sobre la falta de humanidad de sus amos. Había descubierto que apenas sentía por Victórico y por lo que le había pasado. Que solo era otra paliza como cualquiera de las que podían producirse en la granja, en cualquier momento. Que apenas sentía ya en general.

Y entonces sintió de nuevo, como un relámpago que le despertara, invadido por el miedo de convertirse en aquello que había temido siempre: en un esclavo verdadero, por dentro y por fuera. En un ser vencido, con el alma muerta. Temía olvidar su nombre, Patricio, que era el que le recordaba todo el tiempo que tenía un origen noble.

Aquella noche se fue a la cama inquieto.

Ante él se mecía la extensión calma del mar. Ni un solo pájaro ni roca ni hombre. El sol le arrancaba guiños a la manta gris de agua, como si cientos de párpados luminosos se abrieran y cerraran sobre ella.

Y entonces, entre la niebla del horizonte, apareció una vela desplegada, llena de luz.

—Has ayunado bien. Pronto volverás a tu hogar. Mira, tu barco está listo.

Patricio abrió sus ojos azules y supo que Dios le había hablado en sueños y que se fugaría de Irlanda aquella misma noche.

Demet, Alba

Ciarán se despertó y se incorporó de súbito sobre las pieles, sin decir una palabra. La brusquedad alertó a Aífe, que se sentó en la cama y esperó a que dijera algo. Él, sin embargo, mantenía los ojos cerrados y la boca abierta y parecía esperar también. Ya se había hecho de día.

—¿Qué te pasa? —Ella le acarició levemente la espalda—. ¿Te encuentras bien?

Un quejido ahogado acudió a sus labios y entonces se puso en pie y abandonó la cama. Caminó hacia la puerta, sujetándose el vientre con las manos. Al rebasar el dintel fue incapaz de mantenerse erguido por más tiempo y vomitó, rodilla en tierra, junto al lateral de la puerta.

Sin decir nada volvió a levantarse y se adentró en el bosque.

—¡Ciarán! —le llamó Aífe.

Pero él había seguido su camino y ella supo que quería estar solo. No era la primera vez que aquello le pasaba.

Buscó un árbol caído donde apoyarse. No sabía cuántas horas duraría esta vez. El dolor le mantenía atenazado, inmóvil y él solo podía esperar a que amainara y rogar por que aquello no durara eternamente.

Hacía mucho que no se sentía unido a los dioses, no con la fuerza de antaño. En aquella tierra de exilio los dioses nuevos y los antiguos se confundían demasiado, emborronándose mutuamente. La muerte de Olwen se había llevado su conexión con el Otromundo, su capacidad de ver, como tantas otras cosas.

Un espasmo de dolor hizo que retorciera entre sus manos las ramillas del árbol en que se sujetaba. Las tensó hasta que se le marcaron en las palmas mientras la ola pasaba muy lentamente de largo. Entonces aprovechó un instante de tregua para hacer una comprobación urgente.

Allí estaba, como la otra vez. La orina teñida de sangre, como la peor de las señales. La primera vez que le había pasado pensó que aquello podía matarle. Se trataba de una enfermedad invisible, que había atacado sin avisar y cuyos síntomas se retiraban por capricho, sin que él pudiera luchar contra ellos. Aquella primera vez había tardado media jornada en recuperarse.

En aquella hora le vino a la mente Diarmait, su antiguo enemigo. La imagen de la herida ensangrentada en su brazo, durante la última pelea que habían tenido en la Llanura. Ciarán le había atacado con un clavo. Había perdido el control. Entonces tenían dieciséis años y ya no habían vuelto a verse. Había sido mucho antes de que todo se precipitara. Mucho antes de que Diarmait se casara con Olwen y de que él se la arrebatara, en una fuga continua a través del Oeste. El maldito Diarmait. No podría haberles dejado en paz. Si no les hubiera acosado, si tan solo les hubiera dado más tiempo, quizá…

Se acostó sobre la hierba y se cubrió el rostro con el interior del brazo, en espera de un día que podía ser muy largo.

Aífe le encontró cuando el sol estaba en lo más alto, acostado junto al árbol, con los ojos cerrados. Por su respiración irregular, a ratos contenida, supo que no estaba dormido. Se tendió junto a él, mirando al cielo, pues sabía que solo así se podía estar a su lado: sin mirarle directamente, observando el mundo en su misma dirección.

—¿Cómo estás?

—Estoy mejor.

—Deberías beber un poco. De agua… o si quieres te puedo traer cerveza tibia.

Él continuó en silencio. Aífe observó el movimiento suave y uniforme en las ramas de los alisos, que se mecían por encima de ellos, contra un cielo a medias cubierto. Mientras, hacía planes mentalmente para ir a consultar a un druida, en el túath vecino. El tío Finnén sabía mucho de Dios, de la salud espiritual y de la guía de la Iglesia, pero no sería capaz de distinguir un apio de un berro.

Aun teniendo a Aífe tendida junto a su cuerpo, rozando su misma piel, Ciarán se sentía aislado con una dureza pétrea, amarga.

—Deberíamos dejar de estar juntos por un tiempo. No quiero que te pongas enferma tú también.

Pero en realidad, aunque intentaba mantenerse en el terreno físico, más racional y controlable, el miedo que acechaba en su mente era el que regresaba del pasado, mucho más poderoso: el miedo a lo sobrenatural. Había llevado a cabo un ritual para quitarse aquella maldición de encima, pero temía haber burlado sus efectos solo a corto plazo y haber enojado a los dioses con su desafío. Tenía la sensación de haber convertido su cuerpo en un campo de batalla, entre fuerzas que se lo disputaban y lo desangraban en el camino.

—Te recuperarás. Conseguiré madroños del otro lado del mar para aliviarte. Podremos estar juntos antes de que la resplandeciente se llene, ya lo verás.

Ciarán no escuchaba. Ella, simplemente, no podía entender. Cómo traer de vuelta el pasado, explicarle quién había sido, de niño. Todo lo que había hecho, con Olwen. Explicarle su lucha contra un cuerpo maldito. Era cierto que había tenido tres hijos y que ellos eran su mayor triunfo, pero el coste de aquello había sido inmenso. Cómo iba a decirle a Aífe que temía que Olwen hubiera muerto por su culpa. Cómo iba a decírselo a sí mismo.