19

La última marcha de los fíana

Caisel, Ériu

—Pondremos en pie un ejército —aseguró Eochaid a Ciarán, al tiempo que se apoyaba con firmeza sobre su hombro—. Puede que Óengus no nos dé hombres, pero aún nos quedan los fíana. No dejaré que el Oeste siga robando el terreno de mi padre y de mi abuelo. Su objetivo final es la guerra con Caisel. Siempre lo ha sido.

Había una luz intensa en los ojos de Eochaid. De verdad era a Ciarán a quien tenía delante, después de tantos años de no saber de él. Le observaba con orgullo, con una sonrisa franca, como quien mira a un hermano pequeño y se percata de lo mucho que ha crecido.

Le palmeó el pecho, como en los viejos tiempos, y salió con decisión en busca de los mensajeros. No había tiempo que perder. Por el camino iba hablando sin detenerse:

—Mi hermano Óengus es demasiado joven. Apenas acaba de regresar de su acogida en Múscrige. Y el sacrificado en la ciénaga tenía que ser precisamente Fergus, su tío adoptivo… Y luego está su miedo… Su obsesión por bautizarse. Dicen que teme por su alma y que no entrará en batalla hasta asegurarse de que irá junto a su dios. Se dedica a rezar día y noche en lugar de reunirse con sus capitanes y plantar cara a sus enemigos…

A Ciarán le pareció que Eochaid hablaba nervioso, intentando que no se produjeran silencios. Evitando la brecha por donde él pudiera deslizar la pregunta obvia, la que le ardía en la mente desde hacía años: «¿Qué te pasó, Eochaid? ¿Por qué no viniste?». Le conocía bien y sabía que estaba ocultando algo bajo aquel torrente de palabras. Y, como en el pasado, permitió que el orgullo del príncipe se impusiera y guardó silencio.

Aquella noche se hizo extraño el vacío de la silla real en mitad del banquete. Faochan, la madre britana del nuevo soberano, se sentaba ahora a la izquierda de la misma, en espera de que su hijo se casara. Antes, con Nad Froích, siempre había sido relegada a un lateral, mientras que la esposa primera, la irlandesa Angas, ostentaba el lugar de honor. Ambas reinas se miraban ahora con recelo desde sus papeles invertidos.

—Cada vez escoge tocados más excesivos y púrpuras más intensos. Y sus joyas… son tan bastas como ella misma. Groseras… —Angas se refería a las cruces de oro sólido que relucían sobre su pecho—. Sigue teniendo la elegancia de un caracol de mar[13]. Tú y yo tendríamos que estar ahí sentados.

Ailill, el primogénito del rey Nad Froích, repasó por un momento las joyas que su madre llevaba puestas. Inmensas cuentas intercaladas de oro y de ámbar, excesivamente tradicionales, sobre todo en contraste con las importaciones exóticas de su rival. A Ailill le asqueaba el ámbar. Le recordaba demasiado a su padre. A sus debilidades y a su inseguridad.

—Se hizo todo lo posible, madre. ¿Quién iba a imaginar lo que pasaría?

—Si hubiéramos actuado tan solo un poco antes… Tan solo un año antes, cuando Óengus aún era menor… ¡Te habría nombrado tánaise a ti! Tres hijos tenía el maldito. Tres grandes guerreros le dio mi vientre: primero tú, luego Eochaid y luego Fedlimid. Y él prefirió a un niño cobarde que se esconde en sus propios banquetes.

Ailill ya había pasado los cuarenta y llevaba décadas luchando por ser el sucesor de su padre. Desde las tierras que este le había dado, vecinas a Caisel, había cuidado sus alianzas y esperado con paciencia a que el momento llegara. Su competencia durante muchos años había sido escasa: Eochaid había desaparecido al otro lado del mar, Fedlimid se había marchado a los bosques con las bandas y Óengus… Óengus no era más que un muchacho de chozas intermedias que no mostraba un mínimo interés en el manejo de la espada.

—Se actuó cuando el momento fue propicio —se excusó Ailill—. Lug nos dio una señal y la aprovechamos. La culpa fue de padre, no nuestra. Nosotros hicimos lo que debíamos.

El tiempo había corrido en contra de ambos demasiado deprisa. Habían tenido que precipitarse. Con Óengus al borde de la mayoría de edad y Faochan, la reina joven, ganando puestos como la preferida del esposo… Y luego estaba Fergus de Múscrige: nadie en toda la provincia tenía una influencia mayor sobre el rey. Ailill estaba seguro de que conspiraba para favorecer a Óengus en la sucesión. Entre todos habían puesto en peligro sus derechos, aquellos por los que tanto había trabajado. Ellos le habían forzado a actuar.

—A tu padre le faltaron arrestos hasta para enfrentarse a la muerte —respondió Angas, decepcionada. Hasta en eso le había fallado su esposo—. Nunca fue como tu abuelo, el Gran Corcc. Morir de un susto, ¡qué gran desperdicio para los poetas! Al ver el cadáver del tuerto tendría que haberte nombrado sucesor. A ti, que eras el único capacitado. No morirse con el corazón roto como una doncella.

Ailill echó una mirada de advertencia a su madre para que callara. Eochaid se encontraba ya muy cerca y venía acompañado.

El príncipe les dio a su madre y a su hermano los tres besos de saludo e invitó a Ciarán a sentarse junto a ellos. Buscó en la mesa y se acercó una primera jarra de vino a la nariz para luego descartarla. Escogió otra y después de oler su contenido y aprobarlo, sirvió un cuerno para su compañero.

Ciarán observó desde el banco cómo se distribuían ahora los poderes dentro del salón. No conocía a ninguno de los guerreros que allí se sentaban. ¿Dónde estaba el capitán Conaire? ¿Y los demás capitanes, que habían sido torcados de oro del rey? Estos nuevos hombres eran más austeros en el vestir, su lugar no estaba tan cercano a la mesa principal y sus armas no eran tan ricas ni tan antiguas. El esplendor de la tradición guerrera decaía en la capital. No era de extrañar que Fedlimid hubiera decidido marcharse y formar otras bandas por su cuenta.

De repente vio una figura menuda, de túnica blanca y discordante entre los vestidos cortesanos, que se acercaba a la reina Faochan para comunicarle algo al oído. Era un muchacho rubio y estaba a tal distancia que era casi imposible distinguir sus rasgos… excepto quizá para su propio padre, que los había visto transformarse y los había amado cada día.

Finn estaba allí, ante él, tal y como habían revelado sus cartas. Había tenido la suerte de coincidir. Caisel era la única corte de altos reyes donde se daba la bienvenida a los cristianos por lo que era el punto de partida más lógico. Por fin tendría la oportunidad de decirle adiós.

No le hizo falta acercarse. Finn ya le había visto y le parecía increíble que su padre estuviera allí cuando le imaginaba a tantas millas romanas de distancia. ¿Qué hacía en la corte? ¿Por qué había dejado a Aífe sola de nuevo? ¿Habría pasado algo grave?

Se acercó dubitativo y, a cada paso que daba, mayor era la certeza que tenía de que aquel no podía ser otro que su padre.

Cuando estuvieron frente a frente no podían decirse nada, pero Ciarán se levantó de su asiento y le abrazó con fuerza ante la mirada sorprendida de los demás.

—Este es Finn —se dirigió a Eochaid, después de separarse del abrazo—. Es mi hijo.

Mo chen do thíchtu! ¡Bienvenida es tu llegada! —Le recibió el príncipe, sorprendido—. Toma asiento entre nosotros y sírvete un buen vino…

—Prefiero agua, gracias.

Eochaid enarcó las cejas.

—Ahora sí que se parece a ti —sonrió, dirigiéndose a Ciarán.

Finn tomó asiento en el banco.

—Padre, ¿ha pasado algo malo?

—No, hijo mío. Todo está bien…

—¿Dónde está tu maestro? —interrumpió Ailill. Seguía de muy mal humor y no lo disimulaba.

—Con el rey —respondió Finn, más tranquilo—. Le está ayudando a prepararse. Ayunará y rezará durante las próximas noches.

Ailill resopló.

—En buen momento venís…

—Nunca es mal momento para servir a Dios —dijo Finn sin levantar la cabeza de la mesa.

—No cuando estamos en plena crisis con los vecinos. Y los enemigos acechan por todas partes.

—Dios ayudará a Óengus a mantener la paz de su reino.

Ante aquello, Ailill rio abiertamente.

—Muchacho, tu juventud es lo único que te disculpa ante tamaña falta de sentido común. ¡Nunca los dioses han hecho el trabajo de los hombres! ¡Nunca! Los dioses no se presentan en el campo de batalla, excepto en las sagas. ¿Sabes quiénes mantienen la paz de los reinos? Los guerreros como nosotros… Como mi hermano Eochaid, como tu padre —les señaló—. Armas que detienen otras armas. Si tuviéramos a más como ellos no haríais falta ni tú ni tu maestro. Ni mi hermano Óengus tampoco.

Angas dirigió una mirada reprobatoria a su hijo. Aquellas palabras podían ser muy peligrosas.

—Recuerdo cuando juntábamos las bandas, ¿verdad, Eochaid? Y éramos imparables. Traíamos ganado suficiente como para llenar tres casas de reunión. Y cuando cruzábamos el mar juntos… Díselo a tu hijo, Ciarán. Nunca había visto un botín tan grande en una sola expedición: tantos cautivos que no cabíamos nosotros mismos en los botes…

Finn tenía los dientes apretados y las manos crispadas de escuchar aquello. Recordó las cicatrices alrededor del cuello y las muñecas de los esclavos. Las mismas que llevaba Patricio. Ciarán percibía toda la tensión del muchacho, que al final se levantó de la silla.

—Hijo, no te vayas aún. No has comido nada…

Pero el muchacho salió sin decir palabra y Ciarán supo que había perdido la última oportunidad de despedirse de él, antes de morir.

Segontium, Alba

—No estés triste, Niam —le dijo Corótico—. En la Altura de Clota serás feliz. He pedido a mi padre que nos dé una tierra propia, cerca del castellum, en la orilla opuesta del río de la diosa. La he llamado el Monte de Grian, en honor a ti. Y la Altura es un lugar muy bello. Clota nos protegerá. A nosotros y a nuestros hijos.

—Clota… —repitió Niam, abstraída.

—La diosa de mi tierra y de mis antepasados.

—En Ériu la llamamos Clothra. Y su historia está llena de venganza y dolor.

Desde hacía un par de meses él le pedía que le recitara los poemas y le contara historias. Para perfeccionar su irlandés, decía. Eso amenizaba las horas en que Niam permanecía encerrada en la tienda y le permitía entrenar su memoria, conservar el acervo heredado de sus maestros druidas. Niam tenía prohibido hablar con el rey, con los esclavos, con herreros, panaderos o con cualquiera de los soldados. Tenían miedo de sus palabras. Solo Corótico no la temía. Hablar con él la liberaba y esperaba con impaciencia el momento en que se quedaban a solas. En aquella tienda estaba ciega, sin contacto con el bosque, las piedras, los animales, los acantilados… Sin contacto con ningún elemento que pudiera leer. En aquella oscuridad, Corótico era como la luna llena: la única luz posible.

—Es curioso cómo los dioses sufren y mueren en las historias. Da igual los poderes que tengan.

Gala era la esclava del rey que se adornaba el cabello con una trenza rubia, cruzada sobre la cabeza como si fuera una diadema. Acababa de entrar en la tienda para remendar las pieles en las que descansaba el monarca. Era la primera mujer con la que Niam hablaba en meses. Ella tampoco la temía. Arrastró las pieles y se sentó cerca de ella.

—O más bien son las diosas las que mueren —continuó Gala—, al menos en las historias que yo conozco. Y casi siempre a manos de hombres. Qué desgracia esto de ser mujer… Es que hasta en el panteón.

Violadas, estranguladas, ahogadas o acuchilladas para ir a dar sus nombres a los ríos, montañas y mares que habían acogido sus cuerpos. Las diosas eran las que habían dado su carne y su sangre para formar el paisaje a lo largo y ancho del mundo celta.

—Así es. Pero Clothra, la que vosotros llamáis Clota —siguió Niam, dirigiéndose a Corótico—, no fue asesinada por ningún hombre, sino por una mujer.

Gala asintió sin levantar la vista de la costura, pues conocía la historia de aquella diosa. En la Galia la llamaban Clutoida, que significa «la afamada». Corótico se había sentado en el suelo, cruzando las piernas y sin soltar la lanza, que permanecía en su regazo.

—Esta es la historia de dos hermanas rivales, las hijas mayores de Eochaid Feidlech, el Imperecedero. Clothra y Medb eran sus nombres…

—¿La misma Medb de la Gran Guerra? —intervino Corótico, refiriéndose a la Guerra de Cuailnge. Aquella era una historia famosa tanto a un lado como otro del mar irlandés.

—La misma. Pero esto ocurrió mucho tiempo antes y, en cierto modo, preparó el terreno para lo que pasó después.

Seis hijas tenía el Imperecedero y cuatro le entregó al más famoso rey de Ulaid, Conchobar mac Nessa, como compensación por la muerte de su padre en batalla. Dos de ellas, las mayores, destacaban entre todas las demás, tanto por su belleza como por su espíritu. Ambas eran hermosas y decididas, como ramas de acebo que buscan el sol. Mujeres cuyo único límite era el azul del cielo, violentas de corazón. Capaces e indomables. Hijas de rey, dignas tan solo de un lecho real.

Clothra era la mayor, una mujer que era como una brasa escondida. En apariencia reservada, discreta y silenciosa. Pero dentro de su cuerpo contenía una llamarada. Cuando tenía que tomar una decisión importante se paseaba por entre los manzanos reales y buscaba meticulosamente la manzana perfecta, la más brillante y madura, de color uniforme y sin mácula alguna de los insectos. Después se sentaba sobre una gran roca y comenzaba tranquilamente a arrancarle los pedazos, en círculos, esculpiéndola con los dientes, escarbando. En su mente desnudaba la idea, poco a poco. Le daba vueltas, acercándose cada vez más a aquello que buscaba. Cuanto más se asomaba al corazón de la manzana, más cerca estaba de llegar a una conclusión. Finalmente, alzaba el esqueleto de la fruta, girándolo a la luz del sol, satisfecha por tener ya la idea brillantemente definida, pulida como una piedra preciosa. Una buena idea siempre merecía, por lo menos, el tiempo que le llevaba el comer una manzana entera.

A Medb, en cambio, ya la conocéis. Jamás recorrió el mundo una mujer como ella. Era una hoguera viva su corazón. Cruel y orgullosa, hija predilecta de las diosas de Ériu. Fecunda, guerrera y soberana. Intensa como un trago de vieja hidromiel, era capaz de devorar el pensamiento de un hombre tan solo clavándole la mirada. Era consciente de su poder y lo utilizaba en su beneficio. Y, sin embargo, todos los hombres la preferían.

Un año después de que se celebrara el múltiple matrimonio, cada una de ellas dio a Conchobar un hijo varón. Algo se quebró entonces dentro de Medb, que hasta entonces había vivido solo para sí misma y para su propia voluntad. Abandonó a Conchobar y al niño recién nacido y regresó junto a su padre, que la nombró reina de Connacht y le devolvió la libertad que necesitaba para seguir siendo fiel a sí misma.

Pero Conchobar no estaba dispuesto a renunciar a ella pues, de todas las mujeres con las que había estado, Medb era la que le inspiraba una pasión mayor y la veía arder en su mente, con los ojos cerrados, como si fuera el sol de mediodía.

Mediante una treta consiguió que el Imperecedero celebrara en Temair una gran asamblea a la que acudieran todos los grandes reyes. Allí acudieron Conchobar y Clothra, también Medb y los tres hermanos de ambas, los trillizos que llamaban los Tres Rubios de Emain Macha.

La mañana después de la asamblea, Conchobar siguió a Medb hasta el río de la diosa vaca, donde sabía que ella se bañaba. Aprovechando su soledad, la violó y entonces ella le juró una enemistad eterna y en aquel instante fue donde prendió el ascua de la Gran Guerra de Cuailnge y de todas las desgracias que vinieron con ella.

El Imperecedero le declaró la guerra a Conchobar para vengar lo que le había hecho a Medb, pero él, en un movimiento astuto, convenció a los Tres Rubios de que se unieran a su ejército, volviéndose contra su padre, para arrebatarle el reino.

La víspera de la batalla Clothra pasó toda la tarde entre los manzanos reales de Temair. Su esposo y sus hermanos, en uno de los bandos. Su padre y su hermana, en el otro. Al caer el sol, pisaba descalza sobre un suelo lleno de corazones de manzana: un cementerio de ideas desechadas, imposibles de encajar.

Aquella noche acudió a los trillizos para intentar disuadirles.

—Provocaréis la ira de nuestro padre —les dijo—. Es una gran injusticia la que vais a cometer.

—Es necesario, hermana —le dijeron.

—¿Dejáis al menos algún descendiente? ¿Algún heredero?

—Ninguno dejamos —confesaron los hermanos.

—Es posible que caigáis en la batalla debido a vuestra injusticia —les dijo Clothra. Y algunos pensaban que había tenido una visión y que en ella había presentido la muerte de los Tres Rubios—. Venid a mí, pues estoy en mi tiempo de concepción.

Así sucedió y cada uno de ellos se encontró con ella a lo largo de la noche.

Al amanecer siguiente los reunió a los tres:

—No vayáis ahora contra vuestro padre. Ya es suficiente deleznable el que os hayáis acostado con vuestra propia hermana como para que también le añadáis un parricidio. Si renunciáis, mis labios permanecerán sellados. Pero si persistís, se sabrá todo lo que habéis hecho. Y mi hijo será la prueba viva de ello.

Los Tres Rubios se sintieron ofendidos por la treta de su hermana, pero no renunciaron a hacer la guerra. Acudieron a combatir con el peso de la vergüenza en sus corazones y eso entorpeció sus movimientos y les acabó causando la muerte y sus tres rubias cabezas fueron cortadas.

Ahora bien, Clothra solía ir a gastar los tributos que recibía como reina a una hermosa isla que había en el centro del Lago Rey, en Connacht. Su hermana Medb, que averiguó lo que había pasado entre ella y sus hermanos, acudió a la isla cuando ella se estaba bañando y, tomando una espada, le abrió completamente el vientre de izquierda a derecha.

Los nueve meses estaban ya cumplidos y, bajo las aguas, surgió el cuerpo recién nacido de un niño, Furbaide de las Rayas Rojas, pues el niño estaba dividido en tres partes, que pertenecían a sus tres padres: su rostro era de Nár; bajo la raya del cuello y hasta la raya de la cintura, se parecía a Bres; y de la cintura para abajo tenía el cuerpo de Lothar.

La isla se llamó, desde entonces, la Isla de Clothra, y el pequeño Furbaide creció allí hasta hacerse adolescente.

Medb, por su parte, contrajo un extraño tabú a raíz de su fratricidio: debía bañarse en las aguas de aquella isla cada mañana, tras la salida del sol.

Así que, en una ocasión en que hubo una asamblea en la isla, Furbaide siguió a Medb por la orilla y cuando la tuvo a su alcance puso en la honda un trozo de queso duro que se estaba comiendo. Y así fue como acabó la vida de la más grande de las reinas de Ériu. Con la cabeza abierta por un pedazo de queso.

Corótico asintió, sorprendido, y le dedicó unos aplausos a Niam.

—Un final inesperado, sin duda…

—Sí, pero la historia no es exactamente así —interrumpió Gala—. Porque Furbaide…

—No es el niño de las rayas rojas. Es verdad. Es su medio hermano. Pero la historia queda mucho mejor así, ¿no crees? —Niam le guiñó un ojo.

—¿Se puede traicionar la memoria para que una historia sea mejor? —preguntó Gala.

—Creía que a los poetas no se os permitía improvisar. Que la memoria era la base de vuestro oficio… —dijo Corótico.

—Un buen poeta siempre deja su huella. No se puede evitar. —Los dedos de Niam se habían enredado en los hilos de coser de Gala. Movía la hebra en círculo alrededor de su índice derecho, distraídamente—. En la escuela siempre nos decían que el poema era la cosa más pesada y a la vez la más ligera que había en el mundo. Por un lado lleva el peso de los años. El de las diademas de los reyes, las armaduras de los soldados, la sangre y los nombres. El peso trágico de las muertes violentas y de la pasión amorosa. Pero por otro lado, su existencia es frágil y el viento lo zarandea de un lugar a otro. El aliento de cada poeta lo va puliendo, dándole una forma cada vez más perfecta. Nunca es seguro qué dirección tomará ni qué labios serán su siguiente peldaño… —sacó los dedos de las hebras y los agitó hasta liberarlos del todo— hacia la eternidad.

Caisel, Ériu

Eochaid envió mensajeros a los antiguos miembros de la banda, los muchachos que habían compartido con ellos la formación en Caisel y luego la captura de esclavos al otro lado del mar. Sus destinos habían sido dispares. Gáeth, el consejero del príncipe, había continuado su formación druídica y oficiaba en la corte, al igual que Dáire, que había hecho crecer su fama como poeta y era ya un gran conocedor y narrador de las sagas. Dúngal había permanecido en la guardia del rey de Caisel, haciendo turnos en las atalayas y apostando sus anchas espaldas a las puertas de La Roca. Otros cuatro miembros se habían adherido al fían de Fedlimid, y le habían acompañado en sus viajes por mar y en los saqueos.

En total, junto con Ciarán y Eochaid, formaban nueve hombres: los suficientes para un batallón.

—Iremos a ver a mi hermano. Se ha convertido en un gran rígfennid. Estoy seguro de que nos ayudará.

Eochaid y Ciarán se dirigieron entonces a los bosques del sur de Caisel, con los caballos al paso. Ciarán montaba a Snáthat Dub, la Aguja Negra, que era hijo de la Esquirla y nieto de Cuchillo. Faltaban aún diez jornadas para la batalla en la Llanura, que había sido emplazada a tres días después de Lugnasad, tal y como le había anunciado Ciar.

—Es el hijo de Mór, ¿verdad? —preguntó Ciarán al príncipe, señalando al muchacho, que iba por delante. Eochaid asintió.

—Conmáel. Se lo compré a la familia de Bran.

Conmáel iba subido a una montura parda de gran tamaño, la más grande de la comitiva. El muchacho tenía el cabello rojo oscuro de su madre, y lo llevaba cortado en mechones desiguales, como el de Eochaid cuando tenía su edad, solo que más encrespados, con alma de llamarada. Lo untaba con resina para hacerlo rígido, en todas direcciones, con lo que se asemejaba a un sol furioso. Un dios guerrero, como Lug.

Ya había ganado su torques dorado al servicio de su tío Fedlimid y lo lucía orgulloso a pecho descubierto, pues casi siempre andaba desnudo de cintura para arriba. Si tenía frío, se ponía el manto directamente sobre la piel. Tenía dieciocho años y el cuerpo de una adolescencia avanzada, de brazos y manos alargados, con la musculatura elegante de un bailarín. Y los ojos eran afilados como los de un gato: los ojos azules de su madre, a quien no había llegado a conocer.

—Tengo, además, otros cuatro hijos propios, que están ahora en acogida —continuó Eochaid—. Excepto el mayor, Conán, que ya ha vuelto.

Ciarán le sonrió, feliz de que hubiera podido formar una familia tan próspera.

—¡Conmáel! ¡Acércate un momento! —le llamó su padre.

El muchacho giró levemente el cuello, hasta que se le vio el perfil, y luego continuó su camino.

—Es incontrolable —murmuró Eochaid, preocupado—. Imposible con él… No me perdona lo de su madre o quizá yo no he sabido… No sé… Pero ¿qué me dices de ti? —continuó el príncipe, sacudiendo la cabeza—. ¿Hay algún otro contigo, aparte del que estará en la batalla y del que viaja con el cristiano?

—Una niña. La melliza del cristiano. Ambos son hijos de Olwen…

—¿La chica aquella de tu pueblo? ¿Te casaste con ella, al final?

Ciarán negó con la cabeza.

—No me casé, pero me dio esos dos hijos… Luego murió.

—Lo siento.

—Me casé al otro lado del mar —continuó Ciarán, para deshacer el silencio que sigue a los pésames—. Con la hija del capitán Murchad.

—Hiciste como yo, entonces. Me casé con Eithne, la hija de Conaire. No le gustó.

—¿A ella o a él?

Eochaid sonrió, bajando el rostro.

Ciarán también sonrió por un momento, pero pronto su expresión se ensombreció de nuevo. Se atrevió finalmente a formular la pregunta:

—¿Qué te pasó, amigo mío? ¿Por qué no te reuniste conmigo en Demet? Te busqué cada día, en la esperanza de que no hubieras muerto…

Eochaid, que ya había pasado los cuarenta, tomó aire profundamente y pareció, de pronto, más cansado. Permaneció en silencio.

—¿Qué fue lo que te pasó en Alba? —insistió Ciarán, casi en un susurro.

Eochaid levantó de nuevo sus ojos azules, que era donde antaño había brillado la antorcha de su juventud.

—Siento no haber podido ir a Demet, como quedamos. No conseguí huir. Me capturaron.

Ciarán se estremeció ante aquella revelación, que podía llevar aparejada otras mucho más siniestras.

—Cuando nos separamos, cabalgué lo más rápido que pude —continuó el príncipe—. Nadie me siguió. Tú me diste esa ventaja. Pasé la primera noche oculto en los bosques y luego avancé durante todo el día, evitando los asentamientos. Sin embargo, en el transcurso de la segunda noche, cuando ya estaba próximo a la frontera de las colonias, una de las milicias locales me atrapó mientras dormía. Enseguida se dieron cuenta de que no hablaba su lengua y me llevaron ante su consejo para que decidiera sobre mí. Me entendían a duras penas, pero conseguí comunicarles mi identidad. Si en algún momento me ha servido de algo ser el hijo de mi padre ha sido entonces. Esperé durante un mes entero, treinta días interminables encadenado en un lugar oscuro donde apenas cabía mi cuerpo. No puedo quejarme. Les resultaba demasiado valioso, así que me dieron agua y comida y, aparte de los rasguños y golpes de la captura, no sufrí ningún daño. Hasta que finalmente mi padre pagó el precio del rescate. Le costé una treintena de caballos britanos, que hubo que transportar en cinco barcos, un lingote de oro de un palmo y el precio del cuerpo de siete esclavas. Después de eso perdí cualquier apoyo. Me retiré de la corte para no avergonzar a mi padre.

Ciarán le escuchaba en silencio. Hubiera deseado decirle, como tantas veces, que era injusto que se exigiera tanto, que tuviera que estar siempre a la altura de los héroes, pero ya se había hecho a la idea de que, cuando se trataba de familias regentes, la presión era insoportable. Sobre todo en una dinastía con tanto poder como la Eóganacht.

—Fue Eithne, mi esposa, la que presionó para que me buscaran y me liberaran. Regresó junto a su padre adoptivo, un druida, y estuvo la mitad de un año preparando un largo poema, que recitó durante la fiesta del fuego, en el salón de La Roca. En él se relataban mis méritos y se hablaba de la vergüenza que sería dejarme morir. Logró arrancar las lágrimas del rostro de mi padre. Le debo mi vida a una mujer.

Ciarán pensó que, al fin y al cabo, quizás en aquello sus vidas no habían sido tan distintas. No sabía qué habría sido de él de no ser por la hospitalidad, el amor y el perdón de Aífe.

—Cuando me liberaron me casé con Eithne y marchamos al norte —continuó Eochaid—, cerca de la frontera. Me llevé a Conmáel, a un puñado de sirvientes y todo el ganado que había podido reunir durante nuestros años de servicio y asaltos. Y ahí he estado hasta entonces, apartado de la política. Volví tras la inauguración de mi hermano Óengus, cuando mi padre estaba ya muerto y no podía sentirme avergonzado ante él. Las piedras funerarias no tienen ojos. Es más sencillo soportar su presencia que la de un hombre defraudado.

Segontium, Alba

Cuando Niam se despertó, sufrió un sobresalto de ver a Corótico tan cerca de ella, observándola fijamente. No sabía cuánto tiempo llevaría así.

Instintivamente tiró de las pieles para cubrirse. Por un momento fue muy consciente de su cuerpo: de las curvas de las caderas y el pecho, el cuello bajo los mechones rubios, las piernas, que en mitad del sueño escapaban a los pliegues del vestido.

Corótico se retiró ligeramente.

—No debes tener miedo por mí. Yo nunca te tocaría sin que tú lo desearas. Antes me quemaría la mano.

Ella aspiró aire y se relajó. El capitán siempre se había portado bien con ella. La había escogido como esposa para llevarla a su tierra y evitarle así un destino aciago, una vez que Cunedda se hubiera cansado de ella y escogido a otra virgen más joven. Habría acabado como una esclava más, a disposición de todo el campamento. Eso si no había algún soldado supersticioso que acabara con su vida por miedo a sus versos. También había prometido salvar a Faílenn y lo había cumplido. Tan solo había obtenido de él la compañía que tanto necesitaba, las palabras, un oído amigo.

—No he podido evitarlo —siguió Corótico—. Observarte así. Eres tan hermosa…

Alargó la mano hacia el pie de ella, pero Niam lo retiró rápidamente.

—Disculpa. Es verdad que apenas nos conocemos todavía… Empezaremos de nuevo otra vez. Soy Corótico, bisnieto de Cluim, fundador de la Altura. Nieto de Cinhil, hijo de Cynloyp. Me llaman Guletic, poseedor de tierras, desde que entré al servicio de Vortigern, el Gran Soberano ante el que todos respondemos. Él fue quien me envió junto a su vasallo, el líder Cunedda, para asistirle en el asalto de Mona. Sabía que podía entenderme con los colonos irlandeses y que lo más fácil sería conseguir la traición de alguno de ellos, como así ha sido.

Niam pensó en Dorb, el noble que había traicionado a Serigi y que estaba el primer día en la tienda de Cunedda. Sus sentimientos hacia Corótico volvían a ser contradictorios. Temía por lo que pudieran hacerle a la escuela, si lograban entrar en la Montaña Sagrada. Y le dolía aún la muerte de Dagán.

—He estudiado lenguas toda mi vida —continuó Corótico—. Latín y britano-romano, al igual que todos los nobles, pero también irlandés. La Altura hace frontera con los colonos irlandeses del norte, que aumentan cada día. Pero mi habilidad más difícil es el sajón.

—¿Hablas sachsanach?

—Lo he perfeccionado en los tres últimos años —admitió orgulloso—. Vortigern me envío al sureste a tratar con un grupo de sajones que él mismo ha invitado a la isla. Les necesita para defender sus fronteras.

—Es fascinante… —dijo Niam—. ¿Crees que podrías enseñarme algo de sajón?

Corótico sonrió.

—Por supuesto. Si tú me ayudas con el irlandés.

Tomó entonces la mano de la muchacha y ella no se la negó. Se sentía ampliamente en deuda con él.

Corótico se la acercó muy lentamente a los labios, con un movimiento medido y suave, sin apartar la mirada de la de ella ni permitirse parpadear. La besó ligeramente y su aliento resultó tibio, procedente de sus órganos más profundos. Cerró entonces los ojos y se llevó al rostro aquella mano.

—Ojalá fuera esta la almohada de mi sepulcro.

Corótico podía estar al servicio de los enemigos de Mona, sí, pero era un hombre devoto. Su único islote en mitad de la tempestad. El único que la escuchaba, que no la temía y que le había ofrecido un rescate. Si tenía que ser su esposa quizá… quizá podría llegar a amarle.

Niam no se apartó cuando él se despidió con un ligero beso en los labios.

Caisel, Ériu

Fedlimid era el líder de un fían numeroso, que habitaba los bosques del sureste de Caisel. A un núcleo primitivo de dos batallones de a nueve se le habían ido uniendo guerreros de distinta procedencia: hombres exiliados de sus tribus, miembros de fíana desaparecidos, soldados de Nad Froích que no veían futuro alguno ahora que estaba Óengus. Desposeídos, faltos de justicia, príncipes sin reino, hijos sin herencia, perdedores de todo tipo en las apuestas de la vida.

Había allí guerreros consagrados, con numerosos enfrentamientos a sus espaldas, y también muchachos jóvenes que estaban en formación. Había también algunos niños que Fedlimid tenía a su cargo y al de sus esposas, en su gran casa del centro del bosque: niños a los que sus padres habían enviado en acogida para que aprendieran la vía de la guerra. En aquel campamento, donde había unas cuantas casas, vivían las esposas de los miembros de la banda y también su prole, pero no había sembrado alguno.

Los fénnidi iban y venían a placer en aquel territorio fronterizo que les era propio y donde imponían sus leyes. Nunca estaban todos pues, especialmente en verano, se dispersaban en busca de caza y de fortuna, durmiendo en tiendas y dejándose contratar por reyes y nobles locales para empresas políticas o de tipo más práctico, allí donde era necesaria mano de obra.

Fedlimid estaba sentado en su casa circular, sobre una silla forrada de pieles de ciervo y flanqueada de majestuosas astas. El suelo de la vivienda estaba también forrado de pieles y en las paredes se mostraban todo tipo de trofeos de caza, cabezas de lobo y lanzas desgastadas por el uso, a diferencia de las armas ceremoniales e impolutas que colgaban de los muros de La Roca.

—Cuando Lug empezó a cabalgar en el cielo, mis druidas me avisaron —dijo Fedlimid—: las llamas de la Lanza de Assal solo pueden ser apagadas en sangre. Convocamos a todos nuestros juramentados por si padre nos necesitaba para defender el reino. Pero sus enemigos resultaron invisibles. No pudimos hacer nada.

—No viniste a la inauguración de Óengus… —dijo Eochaid.

—Ningún rígfennid muestra sumisión a otro hombre. Por muy rey de Caisel que sea.

—Sigue siendo nuestro hermanastro. Y también nuestro aliado…

—¡Basta ya, hermano! —protestó Fedlimid—. Sin duda no ignoras el desprecio que siente por las bandas. «Hombres lobo», nos llama. Sembradores del terror y del caos. Él tiene a sus propios torcados, traídos del reino de su madre, en Alba. Todos sirven al dios de los cristianos. No quiere nada de nosotros.

Eochaid asintió. Sin duda la posición de las bandas había cambiado drásticamente: de ser una fuerza respetada habían pasado a ser poco menos que proscritos. Eochaid pensó que quizá también Fedlimid guardaba rencor contra su padre por no haber contado con él como tánaise. Era ya el guerrero más experimentado de la familia. Bajo su reinado, los fíana hubieran vivido una nueva edad dorada.

—Hubo un tiempo, cuando era más joven —siguió Fedlimid— en que pensaba que estos cristianos también merecían nuestro respeto. En que, siguiendo la tradición de nuestro padre y de nuestro abuelo, pensaba que era necesario que cada gente conservara sus costumbres, el culto a sus dioses, de la forma en que desearan y sin ninguna imposición. Así ha sido durante años, por toda la provincia. Por toda la isla. ¡Pero estos cristianos nos han declarado la guerra! Antes era silenciosa, pero desde que Óengus está en el poder cada vez hace más ruido. Para ellos somos un veneno. Solo buscan aplastarnos como a un puñado de bichos.

—No le será fácil conseguir eso. Te has hecho muy fuerte, hermano.

Fedlimid negó con la cabeza.

—Necesitamos las vacas. Solo de la caza no se puede vivir. No en invierno. Las granjas que eran amigas ya no nos buscan. Los reyes nos cierran las puertas de sus salones. Ya no hay sitio para nosotros.

—Aún hay un sitio. Aquel para el cual nacieron los batallones de los fíana, al principio del tiempo.

—Dime cuál es ese sitio, hermano. Porque si le preguntas a un cristiano te dirá que es el infierno.

—¡La batalla! El lugar de un guerrero es la batalla. No las escaramuzas fronterizas, no los asaltos a las granjas por un puñado de animales, no la captura de mujeres y niños en las tierras de ultramar. La guerra como la conocieron nuestros antepasados y los pueblos invasores. Ven conmigo, hermano, y yo te daré una batalla donde se presentará la misma Morrígan, con su cortejo de cuervos, exhibiendo su segundo rostro en su estado más puro. Una batalla donde puedan brillar nuestros hierros y también los versos de nuestros poetas.

Fedlimid calló un momento. La amargura de su semblante pareció despejarse ante las palabras inspiradoras de Eochaid. Una última y gloriosa batalla, antes de que Óengus les declarara oficialmente malditos y perseguidos. Una última oportunidad para reunir a las bandas y rendir tributo a un pasado que se oscurecía, como el sol tras el Oeste.

—A tus hombres no solo les espera un baño en el caldero del Dagda —siguió Eochaid—. También habrá ganado en abundancia. Vuestras esposas e hijos no pasarán hambre este invierno, eso te lo aseguro. Coirpre de los Juncos es el enemigo. Por cada prisionero le exigiremos una cantidad formidable a Iarmumu.

Fedlimid asintió mientras sopesaba todo lo que acababa de decirle. Detestaba a Coirpre de los Juncos tanto como el resto de sus hermanos. Podía ser una gran oportunidad de hacer fortuna. Y si aquel iba a ser el final de los fíana, entonces sería un final grandioso. Amaba la idea de encontrarse, finalmente, con aquello para lo que llevaba toda la vida preparándose.

—Dejad que me despida primero del hombre gris[14].

Eochaid se reunió entonces con los capitanes de Fedlimid y discutieron los pormenores de la batalla: el número aproximado de hombres que podrían reunir, la cantidad de caballos, las posibles fuerzas del enemigo… Se llevarían, además, numerosos perros de presa, de entre los mejores que habían criado, temibles en combate.

De repente, alguien clavó el pomo de su lanza en tierra y les obligó a alzar la vista. Era el hombre gris.

—Iré con vosotros —anunció el capitán Conaire—. Tengo una deuda pendiente con el gemelo del Oeste.

Eochaid le miró y en sus ojos había dieciocho años de distancia, de desencuentros sin solución, de añoranza, pero también de desafío. Conaire le había dado a Eithne a regañadientes y solo porque sabía que, si no la casaba por las buenas, ella se fugaría igualmente, dañando su estatus. Nunca había pensado que Eochaid sería un buen marido porque las muertes de Bran y de Mór estaban demasiado presentes. Podía verles, a su lado, en los cabellos rojizos y en el rostro de Conmáel.

Sin embargo, en los ojos del capitán ahora solo había decisión. Ni resentimiento ni reproches, sino más bien el brillo de la aventura y del combate y pensó que, si aquella era la única manera en que podían volver a estar juntos, entonces era bienvenida.

—¿Cómo están mis nietos? —preguntó el capitán abruptamente, volviéndose hacia el príncipe, con el mismo tono beligerante y enojado con que habría hablado del enemigo.

—Sanos. Fuertes… —improvisó él.

—Bien —Conaire seguía pareciendo colérico. Algunos de los muchachos que permanecían cerca contuvieron la respiración, pues sentían el estallido de violencia aproximándose.

—Ninguno se parece a mí. Ni en uno solo de los cabellos —le contestó Eochaid con toda seriedad—. Todos se parecen a Eithne.

—¡Bien! ¡Así es como debía ser! —Tomó un escudo y se dirigió a la puerta—. ¡Vámonos de una vez! Hay cabezas que ya les están pesando a sus dueños.

Excelentes armas, cueros y caballos salieron aquel amanecer de las armerías de La Roca. Lo mejor del tesoro de Caisel en vainas de oro y de plata, lanzas altas como las estacas de una casa real, espadas habitadas por espíritus de animales salvajes y escudos redondos como cuerpos celestes, capaces de repeler agua, fuego, viento y trueno. Parecía una cabalgata de los síde: tan hermosos eran los caballos y tan extraordinarios los jinetes que los montaban.

Entre las espadas de más renombre viajaban Uallach, la Orgullosa, con la guarda de oro rojo, que Conaire portaba junto al muslo. También Congalach, el Perro de la Batalla, de nuevo despierta en el puño de Eochaid. Los escudos eran en su mayoría blancos, pintados de tiza y de cal, pero también los había negros y rojos y algunos estaban decorados con formas de animales, espirales y triskeles, que los druidas habían dibujado durante toda la noche. El amanecer arrancaba destellos de los bordes que los remataban y de sus vientres metálicos. Pareciera que los aceros despertaran de un sueño de años y cantaran alegres a la caricia de la luz.

Todos los hombres del batallón de Eochaid habían acudido y estaban los nueve encabezando la comitiva. Llevaban capas de doble plegado que caían largas sobre los animales que montaban. Ciarán portaba las Hijas de Lug, las lanzas con alma meteórica que habían sido de Murchad y que Fand había insistido en que se llevara. Aquellas armas tenían la mirada certera y no erraban su destino. Las gotas de esmalte rojo que adornaban sus hojas también se encendieron al ser empuñadas, ante los rayos oblicuos del amanecer. Parecían excitadas por la cercanía de la sangre.

Otras armas hermosas les servían de cortejo. La mortal hacha de Dúngal: Conlabás, la Puerta de la Muerte; y también Áedgen, Nacida del Fuego, que era la lanza del poeta-guerrero Dáire; y Líath Side, la Ráfaga del Viento Gris, otra lanza extraordinaria que pertenecía al druida-guerrero Gáeth. Cada una de ellas era una creación única, nacida de los fuegos místicos de Caisel, forjada en los hornos bajo la tierra de su colina sagrada. Armas capaces de enfrentarse a vivos y espectros.

Tan magníficos se mostraban los guerreros sobre sus animales que parecían gigantes a su paso por los campos, cuando los granjeros les veían pasar, con la luz prendida en los aceros. Conaire iba en cabeza y portaba una lanza esbelta que medía casi dos veces la estatura de un hombre. Su hoja vibraba como si fuera una antorcha iluminando el camino hacia la Llanura del Cisne.

Además del batallón principal y los batallones de Fedlimid se les sumaron hasta diez batallones más en su camino por las fronteras de los distintos reinos. Un grupo pequeño, con algunas de las esposas de los fénnidi, cabalgaba en último lugar para atenderles antes y después de la batalla.

Fueron cinco jornadas de cabalgata por tierras de Ériu. Marcharon durante los días y acamparon durante las noches hasta que por fin descansaron en un crannóg cercano a la Llanura, en la víspera de la batalla.