8
Las islas del Riñón
Corinium, Alba, verano del 448 d. C.
—Nunca pensé que te encontraría aquí.
Patricio intentó mantener la sonrisa, pero su voz no sonaba alegre. Valerio, que acababa de llegar a Corinium, le abrazó como si el tiempo no hubiera pasado.
En realidad hacía casi una década que no se veían, desde la cena que Calpurnio había ofrecido por el retorno de su hijo al hogar. Patricio llevaba ya dos años de lector y cinco de subdiácono, al servicio del obispo.
—Lo sé —respondió Valerio—. He venido para ser ordenado sacerdote. Llevo ya muchos años en la rama administrativa. Creo que es hora de dejar el papeleo y pasar a lo importante.
—No lo sabía. ¿Cuándo empezaste?
—Justo después de casarme con Claudia. Su padre era diácono, al igual que el tuyo. Me convencieron de que era lo mejor… Querían que fuese el siguiente obispo. Pero desde entonces he podido ver muchas cosas y he comprendido que Dios me necesita en otro sitio.
Patricio asintió con seriedad. Aquellos años habían hecho de Valerio un hombre maduro y admirable.
—¿Y tu familia?
—He renunciado a Claudia. Creo que es mejor así. Mi familia piensa que he dado un paso atrás, que perderé influencia sin ella, pero no me importa. Esta es la vida que quiero llevar, ayudando a mis fieles, cuidando de mi comunidad.
Patricio había bajado la vista y no se atrevía a mirarle. Claudia seguía demasiado presente entre ellos, aunque Valerio ni siquiera pareciera sospecharlo.
—¿Sabes? —Siguió Valerio—. A veces pienso que nunca me quiso. Que se casó conmigo solo por contentar a sus padres. Mi matrimonio fue una pérdida de tiempo. Aunque me llevó a descubrir cuál era mi lugar.
¿Y si en realidad lo supiera?, se preguntó Patricio, inquieto. ¿Y si Claudia, finalmente, hubiera confesado? No podía estar seguro.
—Los caminos de Dios son siempre los más elevados —improvisó Patricio. Pudo alzar entonces la vista y mirarle a los ojos, pues por fin había encontrado un punto en común. En su propia historia. En su calvario—. Nosotros solo podemos aceptarlos y confiar en él. Algunos hechos solo cobran significado con el tiempo.
Valerio asintió y sonrió.
—Me alegro de que nos hayamos vuelto a encontrar. Te he echado mucho de menos, amigo mío.
Moridunum Demetarum, Alba
Cuando pasó la muralla, el olor del pan anegó sus pulmones y le pareció cálido, como si pudiera sentir de cerca el fuego en el que se estaba cocinando. A Ciarán siempre le pareció que Moridunum Demetarum, el Fuerte de Mar de los démetas, era una ciudad que olía, sobre todo, a pan.
Mucho había cambiado desde que el centro tribal se convirtiera en civitas romana y mucho también desde que las guarniciones imperiales la abandonaran. Los hermosos baños habían pasado, de la noche a la mañana, a albergar a los asnos, los caballos y las cabras, y las calles se llenaron de improvisados pozos cuando el sistema de acueductos se colapsó. Los edificios, a excepción de la basílica y del foro, habían caído en el abandono por falta de mantenimiento y por el aprovechamiento forzado que se había hecho de sus pedazos. El cardo maximus, la vía principal, seguía estando flanqueada de puestos, tiendas y tenderetes, pero uno podía pasar por delante de una casa a la que le faltaba un muro y contemplar cómo un fuego de forja chamuscaba las teselas de un antiguo mosaico lleno de grecas. El fuego era el mayor enemigo y, al mismo tiempo, el mayor aliado de Moridunum, pues sus mejores productos eran los de metalurgia y panadería.
Finn y Ciar avanzaban al paso por detrás de su padre. Habían pasado cuatro años desde la marcha de Niam y ya tenían trece y catorce años respectivamente. Como cada lunes desde hacía semanas acudían a casa de Elafio, el nuevo gobernante de la ciudad, para entrenar a sus caballos.
A su llegada a Moridunum, Elafio se había hecho con una villa en las afueras y se había rodeado de los mejores maestros para que dieran formación a su hijo, que estaba cojo desde el nacimiento. A cambio de los servicios de doma, Ciarán había pedido al gobernante que permitiera a sus propios hijos asistir a las clases de latín. A Ciar le vendría bien si se dedicaba al tallado de piedras funerarias, como había hecho él mismo durante un tiempo. Y en cuanto a Finn, le sería imprescindible para la carrera eclesiástica.
El entusiasmo de Finn siempre contrastaba con el evidente desinterés de su hermano. Desde que se sentaba frente a la tablilla de cera negra, Ciar solo se esforzaba en distraer a sus compañeros de clase. El único libro que le había interesado era un ejemplar del tratado de Mulomedicina de Vegecio y se lo había llevado a escondidas a casa, aún sin saber cómo leerlo.
—Hijo, prepárate. —Elafio apareció en el marco de la puerta y se ajustó su ancho cinturón de piel de vaca. Al punto llegó un esclavo con numerosos collares y anillos, que le ayudó a ponerse—. Tenemos que irnos inmediatamente.
—¿Qué es lo que pasa, padre? ¡Acabamos de empezar! —protestó el muchacho. Dos hombres habían acudido ya para colocarle en su litera de viaje.
—Juran que un hombre santo acaba de llegar de la Galia. Que acaba de desembarcar. Es nuestra oportunidad.
—Eso es absurdo, padre. Llevas años pagando a los mejores médicos. ¡Estoy harto de untarme orines y grasas que no sirven para nada! Y ahora pretendes que unos extraños…
—Calla, hijo. Esto es diferente.
—¡No será diferente! Tu único hijo siempre será un lisiado. Acéptalo de una vez.
Elafio tomó aire profundamente. Había consentido que aquel muchacho enfermara, no solo físicamente, sino también del corazón. Su compasión por él no había hecho sino perjudicarle, permitir que se creyera con derecho a hacer su única voluntad.
—Mis hombres te sacarán por la fuerza, entonces.
Salieron a los establos, donde Ciarán había preparado ya los caballos. Finn, con los ojos brillantes, le preguntó si él también podía ir.
—Siempre bien pegado al grupo. Vuelve cuando ellos vuelvan. Nunca antes ni después. Ciar, ve con tu hermano. —La mirada severa de su padre hizo desistir a Ciar de toda resistencia. Hubiera preferido mil veces quedarse a entrenar caballos.
Cuando llegaron a la costa, una multitud ya se había adelantado, a pie, y se había reunido en torno a las barcazas que habían transportado a los obispos desde el gran barco galo hasta la orilla. Habían cambiado sus ropas de viaje por otras de lujo para igualar las de los nobles britanos que allí habían acudido. Era el segundo viaje que Germán hacía a Britania. Su ancha faja reventaba de gemas, perlas e hilo de oro, dándole el aspecto de un patriarca.
Elafio se adelantó, apartando a empujones a algunos de los congregados, y se echó sin preámbulos a los pies del obispo Severo. Este se apartó un poco para dejar sitio a Germán, al que correspondía tal honor.
—Bienvenidos a esta tierra que pertenece también al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Mi nombre es Elafio y este es mi hijo.
Los hombres se adelantaron con la litera y Germán observó al muchacho mientras le bajaban y le ponían en el suelo. Se hizo evidente a sus ojos por qué habían acudido. Al tal Elafio, probablemente, no le interesaba en absoluto la herejía pelagiana ni su lucha contra ella. Seguramente no tenía noticia de que algunos nobles díscolos se estaban reorganizando. De que, según se decía, habían incluso pagado a algunos sacerdotes para que dieran sermones a favor de la causa hereje. Solo quería que curasen a su hijo. Se arremangó la lujosa túnica.
—Está así desde que era pequeño —añadió el padre, esperanzado—. Apenas puede caminar.
Germán asintió para que el hombre se tranquilizara y observó cuidadosamente al joven. El muchacho estaba cruzado de brazos, tenía una expresión ceñuda y apartaba alternativamente la mirada. Germán se irguió ligeramente y le devolvió una mirada desafiante.
—He visto casos como este anteriormente. En algunas ocasiones las enfermedades no se originan solas… —Elafio miró preocupado al obispo. Sus cinco sentidos estaban pendientes de sus palabras y tenía el corazón en un puño— sino que, más bien, algo o alguien las provoca.
El muchacho se puso pálido y le invadió un ligero temblor.
—No… No, padre, eso no puede ser…
—¡Un demonio! —Siguió Germán, alzando la voz y volviéndose hacia la audiencia. Hizo una pequeña pausa teatral—. Que se introduce profundamente en alguna parte del cuerpo.
Finn, que estaba en primera fila, se adelantó ligeramente. La tensión se palpaba en el aire. Nadie se movía por miedo a atraer la atención del maligno, ahora que tan cerca parecía estar. Pero Finn estaba fascinado con el carisma de Germán, que se había llevado la mano al relicario de plata que pendía de su cuello.
—La última vez que vi un caso como este —siguió el obispo— los demonios tomaron la carne de toda una congregación de fieles. Se introdujeron lentamente en sus gargantas y las inflamaron hasta asfixiarles. De no haber intervenido yo los hubieran matado a todos. ¡A mí mismo me hubieran atacado de no ser por la coraza de la fe!
—No puede haber un demonio —insistió el chico, asustado. Sus temblores iban en aumento. Había oído historias sobre lo que algunas gentes hacían con los posesos—. Estoy así desde siempre. ¡Padre, díselo!
Elafio tragó saliva:
—Está así desde el nacimiento —reiteró.
—Puede que el demonio se introdujera en el vientre de la madre —susurró Germán, pero sin bajar la voz para que toda la multitud pudiera oírle—. El infante es más vulnerable cuanto más tierno.
El muchacho hubiera querido entonces tener las piernas sanas para poder salir corriendo. ¿Qué pasaría si decidían que no podían sanarle?
—Ayúdele, por favor —imploró Elafio.
—Estoy seguro de que, con la ayuda de Cristo, lo conseguiremos. Ya he luchado contra los demonios muy numerosas batallas. Nunca han conseguido vencerme.
La audiencia ya podía imaginarse al demonio bullendo bajo la carne deforme. El obispo se dirigió a la asamblea, alzando la voz una vez más:
—¿Está enfermo alguno de entre vosotros? ¡Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y que sea ungido con óleo en el nombre del Señor! Y la oración de la fe salvará al enfermo y el Señor hará que se levante y, si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.
El obispo Severo le tendió un odre con agua bendita y Germán salpicó al muchacho con ella.
—Con esta agua yo recuerdo tu bautismo.
Cerró los ojos y movió los labios en una oración silenciosa. Todos los congregados estaban en vilo, sin quitarle ojo a ningún detalle del ritual. El silencio era absoluto.
Sopló entonces sobre la rodilla agarrotada del joven y puso las manos sobre ella. El hijo de Elafio sintió el calor y el roce de las palmas y se le erizó el vello de la nuca.
Germán hizo entonces la señal de la cruz sobre la frente, los labios y el pecho del joven. Tras unos momentos de silencio absoluto, abrió los ojos.
—¿Te encuentras mejor ahora?
Los allí reunidos clavaron la mirada en el muchacho. Su padre seguía arrodillado en el suelo, esperando una respuesta. El chico observó un momento a Germán, cuya mirada era severa y su postura, de alguna forma, desafiante. Sintió que aquel hombre tenía, en aquel momento, toda su vida en sus manos. Tragó saliva y respondió tembloroso.
—Sí… Sí, ya me encuentro mucho mejor… ¡Me encuentro mucho mejor! ¡El demonio se ha ido!
—¡Es un milagro! —gritó Elafio.
La audiencia suspiró de alivio, lanzando alabanzas al Señor, persignándose, abrazándose entre ellos y arrodillándose ante los obispos. Estos le dijeron al lisiado que continuase rezando en su casa hasta que la curación fuera completa. En menos de siete días ya habían vuelto a embarcarse, llevando cautivos a los sacerdotes que habían predicado la herejía pelagiana. Sus propios vecinos les habían capturado y desterrado, sobrecogidos por el poder de aquel hombre santo. Aquel día, Finn decidió que quería ser exorcista.
—¿Qué tal ayer la visita de los extranjeros? —preguntó Ciarán.
—Un aburrimiento. Yo no tengo por qué acompañar a Finn a nada. Y menos porque tú lo digas.
Aquella mañana, Ciar estaba más malhumorado que de costumbre. Desde la marcha de Niam, cada día lo había estado un poco más. Su padre lo advertía progresivamente, en la realización de las tareas de la casa, en lo tarde que regresaba por las noches, en sus silencios.
—Tú harás lo que yo te diga, que soy el cabeza de tu familia, y harás lo que diga el rey, que es el cabeza de tu tribu. Hasta que llegues a ser lo primero y entonces, al menos, mandarás en tu casa.
—Podría haber llegado incluso a lo segundo.
La mirada de Ciar era insolente. «Si no hubieras sido tan cobarde»…
Ciarán decidió no hacerle caso y siguió entreabriendo los intestinos de un caballo que había muerto recientemente. Sospechaba de los gusanos espinosos. Los calvos eran los peores.
—Te quedan al menos tres años para el matrimonio, así que más te vale tranquilizarte…
—¡Tres años es una eternidad! —protestó Ciar—. Me habré ido mucho antes, te lo aseguro.
—Además de que yo seguiré siendo el cabeza de toda la familia hasta que me muera.
—Qué gran desperdicio.
Ciarán dejó las vísceras a un lado, perplejo ante la ruptura de un statu quo familiar que parecía hecho para sobrevivir eternamente. No sabía en qué momento la identidad de Ciar había comenzado a descomponerse para iniciar su camino hacia una nueva forma. La sangre de su cuerpo había entrado en ebullición.
—¿Qué has querido decir con eso, exactamente?
—Lo que has oído.
Ciarán estaba desconcertado. ¿Qué debía hacer ante semejante desafío? Frenó el primer impulso de castigo físico. Ciar ya no era un niño. ¿Debía expulsarle de la granja, aunque fuera temporalmente? Se dio cuenta de que no se había preparado para aquello. Recordó el enfrentamiento a espada que había tenido con Bróenán, hacía ya una reencarnación completa. Cuando era joven se había jurado que no olvidaría aquella situación cuando tuviera a sus hijos delante. Que recordaría la impotencia que él mismo había sentido, la rabia contra el mundo, la extrañeza del propio cuerpo, la soledad infinita. Pero ahora que había llegado el momento no sabía qué papel debía interpretar. Quizá lo natural, lo que le correspondía como padre, era ser el muro contra el que Ciar debía estrellarse.
—Ya basta. Cálmate e intenta explicarte…
—¡¿Por qué dejaste que Niam se marchara?! —Ciar estalló y se le aguaron los ojos de pura rabia—. ¡Hoy hace cuatro años que se fue! Finn también se marchará. La granja se quedará sola.
—No quiero volver a oír hablar de ese tema —atajó Ciarán, severo. Habían pasado cuatro años, era cierto, pero a Ciar le ardía la herida como si acabara de suceder. Estaba claro que aquella mañana estaba con demasiadas ganas de discutir y solo quedaba darle vueltas como a un caballo, darle cuerda, hasta que se cansara—. Niam se ha ido como se iban antes los niños en acogida. Para tener algún futuro. Eso ha sido así siempre. Desde antes de que tú nacieras.
—¿Y qué hay de mi futuro? Tu padre tenía un reino y, en cambio, ¿qué tienes tú?
Ciarán no pudo reprimirse por más tiempo y le dio una bofetada que le hizo callar.
—Tengo un brazo tan fuerte que puedo matarte, si quiero.
—Tú me quitaste a mi hermana —dijo con el rostro aún vuelto y la furia contenida. «Te odio», pensó. «Te odio. Te mataría si pudiera»—. Me la quitaste con una palabra. Si hubiera tenido espada te habría desafiado. Pero ni eso vas a darme.
Ciarán apretó los labios. El cristianismo había intentado cambiar el juego, pero los hombres eran los mismos: la búsqueda, la rebeldía, el desafío. Nuevamente, en sus recuerdos, Bróenán.
La vida le obligaba a observar, con impotencia, cómo los tópicos caían de labios de su hijo uno tras otro. Como si los adolescentes de todas las épocas estuvieran condenados a cometer los mismos errores, las mismas esclavitudes edípicas. Pero no era lo suficientemente viejo como para no recordar su propio sufrimiento: el de la química de una sangre que se prepara para su destino, que debe estallar en unas venas demasiado finas como para contener palabras tan grandes como «herencia» o «inmortalidad».
El reproche de Ciar era el mismo que él le había hecho a Bróenán años atrás: ¿por qué no me enseñaste a luchar? Y le pareció injusto.
—Te daré espada. Y te enseñaré a manejarla para que veas que no tengo miedo de mi propio hijo. Además, ya es hora de que conozcas la historia de tus ancestros y la mía propia.
Le habló entonces de Cathal de los Barr que, según decían, se parecía mucho a él. También de Muirenn, la mujer que le había engendrado y que le había dado el regalo de la visión. Según la describía, a Ciar le pareció que era como una visión adulta de Niam, alta y con los ojos verdes. Muirenn era la explicación de por qué Niam se había marchado, el origen de la cadena: si ella vivía con un pie en el Otromundo era a causa de la herencia de su abuela.
Y después le contó lo que sabía de la guerra. Coirpre de los Juncos había lanzado un ultimátum a las dos tribus vecinas que habitaban la Llanura: los Necht, liderados por la familia de Bróenán, habían aceptado la alianza, los tributos, los rehenes políticos… Mientras que los Barr se habían negado a someterse.
Tras la batalla, Bróenán se quedó con el ganado y Coirpre con las tierras. Para ellas fundó una nueva tribu, las Gentes del Cisne, cuya soberanía dio a su hijo Elatha.
De los Barr no había quedado nadie. Solo un niño había sobrevivido: él, Ciarán, rescatado por Bróenán y criado como hijo propio. Adoptado legalmente ante testigos y druidas.
—Después de casarme con tu madre la abandoné, es cierto. Esa parte ya la conoces. Yo no sabía que estaba embarazada. Me marché con Olwen, la Huella Blanca, que por aquel entonces estaba casada con un hombre llamado Diarmait. Pertenecía a una rama lejana de la familia y su odio me persiguió desde la infancia.
Pensó en cómo Diarmait siempre había estado contra él, celoso porque el jefe Bróenán le hubiera adoptado y elegido como tánaise, el sucesor preferido. No le había odiado por sus actos, sino simplemente por el lugar que el destino le había deparado.
—Ahora ya lo sabes todo. Niam y Finn son, en realidad, los hijos de Olwen. Tus medio hermanos.
Para Ciar la revelación no fue una gran sorpresa. Lo había sospechado desde que conociera el adulterio de su padre, por boca de los niños de la playa. Sabía que Niam y Finn eran muy distintos a él y que no se parecían tampoco a Ciarán ni a Aífe. Tenía que haber alguien más. La Huella Blanca. Ella lo explicaba todo.
—No se lo digas a Finn —le pidió Ciarán, como en su día había hecho con Niam—. Él es… diferente. No lo entendería.
Ciar asintió con la recién adquirida gravedad de un adulto. Finn y sus memeces religiosas. No era necesario aclarar por qué su padre prefería no contárselo.
Con aquella transmisión oral de su legado es como Ciar dejó de ser un niño y asumió su nuevo rol social, como miembro depositario de la memoria familiar y tribal. Por fin estaba más cerca de conocer su identidad.
Ciarán construyó, con ayuda de los familiares de Aífe, una pequeña choza dentro de la granja para que Finn y Ciar durmieran allí. Era la práctica habitual para aliviar tensiones. Ya eran, oficialmente, «hombres de chozas intermedias».
Finn hubiera deseado no tenerles tanto miedo a los caballos. La tormenta le había alcanzado de pleno por ir al paso.
Hablando con Finnén le parecía que no pasaban las horas: su latín era cada día mejor y dominaba también el irlandés y el britano-romano. Estudiaba siempre que tenía tiempo, después de terminar sus tareas en la granja, que, cada vez con más frecuencia, se desarrollaban junto a su padre y su hermano y menos junto a Aífe. Los domingos, después de la misa, iba a ver el partido de immáin, en el que Ciar participaba habitualmente, pero el resto de las actividades comunitarias le interesaban poco y en las épocas de mercado hacía más esfuerzo por conversar con los extranjeros y practicar idiomas que en juntarse con los muchachos de su edad.
Algunas veces dormía en la casa de su tío, pero aquella noche había prometido a Aífe que volvería para cenar. Era un día especial, decía. Visita familiar. Iba a preparar cerdo con cerveza. Esperaba que no le sirvieran una ración excesiva que le pusiera en apuros como tantas veces.
Descabalgó y ató el caballo al poste con dificultad. El azote de una ráfaga de viento le hizo sentir el frío húmedo hasta el tuétano. ¿Cómo podía el simple aire tener tanta fuerza? Entró calado en la casa y echó la capa, pesada por el agua, en un lateral. Su túnica con capucha y su camisa estaban tan empapadas que parecía que habían ordeñado todas las ubres del cielo. Se pasó el resto de la ropa por la cabeza.
—¡Este tiempo es peor que una tormenta de estiércol! ¡Casi me mata!
Cuando terminó de sacarse la ropa entornó los ojos para acostumbrarlos a la oscuridad del interior. Alrededor del fuego pudo ver sentados a sus padres, a Ciar y también a una figura negra, a contraluz frente a la hoguera. Recordó de pronto la visita y se sonrojó por su falta de modales. Rodeó el fuego para alcanzar una camisa limpia, en el otro extremo de la casa y, a medida que lo hacía, el contraluz se disipó y le permitió distinguir al invitado.
—Saluda a tu tía, Ceara —la presentó Aífe—. Ha venido desde muy lejos.
La muchacha levantó su rostro claro: un óvalo pálido y de facciones suaves, armoniosas. Las mejillas no eran tan afiladas como las de Aífe y la barbilla hacía una curva leve como el pie de la luna. Los ojos eran grandes y claros, la delicada ova transparente de criaturas marinas, rematados de pestañas negras como las pequeñas patas de un crustáceo. La cabellera, que le caía a ambos lados del vestido, le pareció a Finn una riada de peces negros, vivos y brillantes, agitando sus escamas cuando ella se inclinaba hacia delante y el fuego les daba vida. Una sirena, perteneciente al mundo secreto y submarino del que llegaban los pequeños tesoros de su infancia: las conchas, los cangrejos, las lapas y las algas, recogidos uno a uno durante los interminables paseos por las playas de Demet.
Finn sufrió el mismo encantamiento que los marinos de corazón, que se enamoran una vez y ya no pueden separarse de la mar, pues tienen que escuchar cómo respira mientras duermen.
—Eochaid Finn.
Aífe se extrañó de su parquedad y, más aún, de que hubiera utilizado su nombre completo. Si estaba malhumorado por algo no tendría apetito. Tomó un cucharón y empezó a repartir la sopa de cebolla, que humeaba sobre la lumbre.
—¿Quieres sentarte ya de una vez? —preguntó, al ver que Finn no se movía—. Te estábamos esperando…
—Nuestra madre está muy bien —dijo Ceara, volviéndose a Aífe y retomando la conversación—. Está cuidando de tus caballos, Ciarán, los tiene en su granja. Desde que te fuiste han seguido prosperando. Me contó cómo los ganaste en las carreras y también con tu servicio al rey. Dicen que eras el más rápido de todos.
—Eso fue hace mucho tiempo —sonrió Ciarán.
—Cuando te fuiste yo solo tenía tres años, pero te recuerdo un poco. Hablando con mi padre o haciéndome el caballito sobre las rodillas. Nuestra esclava britana se murió. Era ya muy mayor.
—¿Y los Eóganachta?
—Por lo que se dice el rey Nad Froích está anciano, pero fuerte. Ha pasado los sesenta con mucha salud.
—¿Y los príncipes?
Ciarán hizo aquella pregunta con un nudo en la garganta. Había esperado mucho a que alguien de Caisel cruzara el mar para hacérsela. Después de todo aquel tiempo aún esperaba a Eochaid.
—Yo vivo en Imlech y allí apenas nos llegan noticias de la corte. Estamos cerca, pero no lo suficiente. Al príncipe Óengus le he visto alguna vez. Ahora tiene quince años. El rey le envió en acogida a Múscrige pese a la firme oposición de su esposa, que no quería separarse del niño. Se está criando con el rey Eochu y con su hermano, Fergus.
Ciarán sonrió al recordar al viejo Fergus. Su buen humor incombustible, su gusto exquisito por la comida, su ojo tuerto, brillante como la piel de una trucha.
—¿Hasta cuándo te quedarás?
—Hasta que mi marido y sus hombres terminen sus contratos a este lado del mar.
Finn levantó la mirada azul, que se había fragmentado súbitamente, como si una pedrada hubiese atravesado el cristal de su iris. Estaba casada. Atada. La sirena en las redes del pescador, secándose al sol, llorando sobre las úlceras de sus escamas. Pero Ceara no lloraba. Parecía feliz. Finn se retrajo y no volvió a pronunciar palabra en toda la noche. El cerdo quedó intacto en su plato. No había podido probar bocado.
—Ha sido difícil, pero ha merecido la pena —sonrió Ceara, mientras contemplaba las aguas.
Finn la había ayudado a recorrer el empinado camino que bajaba desde los acantilados hasta la playa. Los escalones de piedra eran tramposos y la aulaga del flanco ocultaba una maraña de espinas bajo sus flores color amarillo. A través de los árboles que protegían la escalera del precipicio, Ceara había visto el agua, lamiendo la arena como una ancha lengua bovina.
Finn solo deseaba mirarla a ella en lugar de a las olas, pero no se atrevía. Se preguntaba si podría conformarse con aquello, con estar a su lado sin poder siquiera rozarla con la mirada. Quizás a su servicio. Quizás, incluso, como su esclavo.
Ella le tomó del brazo y se sostuvo en él, sin previo aviso, mientras subía una de las botas e intentaba desenredarla con poco éxito.
—Deja que te ayude.
Ceara se levantó ligeramente la falda del vestido teñido en glasto: una prenda digna de ser presentada en La Roca o en cualquier casa noble, pues ya había agotado las puestas de toda su ropa de viaje. Finn se arrodilló y le deshizo los nudos de la bota con cuidado. Liberó el pie desnudo, que emergió ante él como un ave blanca, perfecta. Finn se preguntó cómo iba a poder ser devoto, a medias, entre Dios y aquella muchacha, a medias entre el Espíritu Santo y aquel pie, que era para él como una paloma blanca. Se revolvió ante aquel encantamiento, luchando por no perderse completamente en él. Le despertó la expresión confusa de Ceara, que ya había advertido que él la miraba desde un tiempo y un espacio muy remotos.
Finn liberó entonces el otro pie, que fue a enterrarse en la arena hasta el tobillo, y se incorporó de nuevo a su lado. La miró con la seriedad profunda de lo imposible. ¿Cómo podría haber sido de otra forma? Ceara tenía ya diecinueve años. ¿Cómo podría haber llegado hasta él, desde el otro lado del mar, de no ser por el brazo de otro hombre?
—¿Es cierto que vas a ser sacerdote? —dijo ella para romper la tensión que había en su mirada.
—Sí. Si esa es la voluntad de Dios.
—¿Y no echarás de menos hacer otras cosas?
—Hay que escoger un solo camino. No se pueden andar todos. —Finn se agachó a recoger la concha de un mejillón, mojada y reluciente. Negra como el ojo de una yegua—. ¿Qué hay de ti? ¿Eres feliz… con el camino escogido?
—Finn… —Ella le sonrió, con la mirada compasiva de quien habla a un pobre ingenuo—. Las mujeres apenas podemos escoger nada. Mi familia me casó con un noble de estatus parecido. Cuando me tomó por esposa ya se había quedado viudo dos veces. Y eso fue todo.
—¿Y no echas de menos haber hecho otras cosas?
—Estoy donde debo estar. Tú todavía eres un niño, pero algún día lo entenderás.
Aquello le dolió. Ya lo entendía. Perfectamente. Había dejado de ser un niño en el mismo momento en que su corazón se había partido, como una concha fina, al enterarse de que ella estaba casada. La había perdido antes de haber soñado con tenerla. Y además el mar iba a llevársela de nuevo.
—¿Cómo te has hecho eso? ¿Te has caído? —preguntó Aífe.
Finn dejó de verter el agua en el caldero y se estiró hacia abajo la camisa de dormir. Por un momento, Aífe había visto sus rodillas magulladas y surcadas de arañazos. Eran heridas recientes.
—No es nada.
Desde que Ceara se marchase, Finn se había vuelto más silencioso y amargo. En ocasiones Aífe le encontraba fuera de la casa, contemplando el cielo nocturno. No lo hacía sonámbulo, como cuando era pequeño, sino presa de un insomnio riguroso que le mantenía agotado y de mal humor durante todo el día. Cada vez se levantaba más temprano para rezar. Ya no le interesaba el avistamiento de pájaros ni la música ni había vuelto a visitar al tío Finnén.
—¿Tienes que arrodillarte y arrastrarte sobre las piedras para rezar? —preguntó ella—. ¿No puedes hacerlo de pie? ¿O sobre las pieles? Estoy segura de que Dios no necesita que te despellejes así…
Finn guardó silencio, pero Aífe adivinaba la razón para aquellos pequeños martirios. Aquella misma tarde en que él y Ceara se habían marchado a la playa, el resto de la casa había bullido de cotilleos y risas. Todos se habían dado cuenta del impacto que había causado en el muchacho la joven viajera. Su falta de palabras y los gestos incómodos cada vez que la mencionaban confirmaban todas las sospechas.
Aífe sabía que Finn era muy cuidadoso en todo lo concerniente a la religión. Desde que era niño acudía a confesión a menudo para que nada pesara en su pensamiento. Tenía una imagen muy clara sobre el alma lavada en el bautismo y la necesidad de mantenerla en ese punto, de no avanzar en el pecado. La gravedad de lo que ahora enfrentaba hacía que le resultara inconfensable. A Aífe le pareció injusto que sufriera por ignorancia.
—Finn, no debes tenerle miedo a lo que te está pasando. No es nada malo.
—No me pasa nada. —Continuó vertiendo el agua, lentamente, alerta ante posibles preguntas. Sus cabellos se erizaron por temor a la verdad.
—Estás enamorado. Es algo normal.
Él tragó saliva, pero no dijo nada.
—Es verdad que está casada… —siguió Aífe—. Pero todo el mundo ha deseado alguna vez algo que no le pertenece. No tienes por qué castigarte.
—Y aunque no lo estuviera. —El muchacho cerró los ojos porque, al ponerlo en palabras, era más real y vergonzoso que nunca. No podía mirar a Aífe. Especialmente a ella. Era abominable.
Aífe comprendió que lo que realmente le atormentaba era la idea de un deseo incestuoso por Ceara. El haberse enamorado de la hermana de su madre. Decidió que debía saber la verdad.
—Finn, siéntate. Tenemos que hablar.
Siempre había sabido que aquel momento sería difícil, pero ahora tenía una razón para afrontarlo. Aífe tenía la sangre del guerrero, la sangre de su padre, Murchad, y no tenía miedo de dar pasos adelante. Sin embargo, así como la verdad había mejorado su relación con Niam, no imaginaba cómo podía hacerlo con Finn. Ya estaba tan cerca de él como era posible.
—Escucha. Ceara no es tu tía porque yo no soy tu madre.
Finn se quedó con los ojos bajos, en silencio, mientras asimilaba las palabras.
—Tú eres hijo de Olwen, de la Llanura del Cisne —siguió Aífe—. Ella murió cuando eras un bebé.
Para Finn, aquellas revelaciones resultaron a un tiempo un alivio, por Ceara, y un peso añadido. Aquellos niños de la playa tenían razón. Su padre era un adúltero y él era la prueba viviente de ello.
—Tanto tú como Niam sois sus hijos —continuó Aífe. Se acercó para acariciar el rostro del que, hasta aquel momento, había sido su criatura. Tan cerca de ella como había podido estarlo Ciar, quizá más. En el pequeño universo doméstico, Finn, por ser el menor, era quien siempre había pasado más tiempo a su lado. También había sido el más frágil, el que peor comía, el más necesitado de cuidados. Le dio lástima que tuviera que saberlo—. ¿Me querrás igual, mi niño?
—Siempre. —La abrazó—. Tú siempre serás mi madre.
Siguió un momento de silencio, durante el cual la expresión de Finn se fue haciendo cada vez más dura.
—Somos hijos del adulterio, ¿verdad? Por eso padre no quiere ir a la iglesia…
Aífe no dijo nada. Los viejos dolores le impedían ser condescendiente con su antigua rival o disculpar lo que Ciarán le había hecho.
Entonces la rabia de Finn encontró una dirección. Su frustración por Ceara se convirtió en fuerza defensora de moral.
—He oído cómo el tío Finnén le ha propuesto alguna vez hacer penitencia pública y no ha querido. Prefiere irse al infierno.
—Piensa que, si no se hubiera marchado, Niam y tú no habríais nacido.
—Por lo menos las cosas se hubieran hecho correctamente.
—Eres demasiado joven para entenderlo —intentó calmarle Aífe, pero Finn resopló. Odiaba que esgrimieran su juventud para desacreditarle—. Cometió un error, nada más. Prométeme que no hablarás de esto con él.
—Sí que lo haré porque es mi deber.
—No. Tu deber es respetarle. Déjalo en manos del tío Finnén.
Finn le dio su palabra y no dijo nada, pero su actitud hacia Ciarán se volvió más distante. Le parecía que iba a ser difícil honrar a un padre que había causado su propia deshonra.
Ciarán se acercó al fuego y metió las piernas en la tina. El agua estaba tibia por las piedras calientes que ahora yacían en el fondo de madera. Estaba deseando llegar a la cama y hundirse muy profundo entre las pieles. Había sido un día muy largo, como cada año cuando debía entregar los pagos para la escuela de Mona. Tenía que salir antes de que amaneciera y llevar las reses hasta la frontera del norte, la más lejana, para que los trasladaran utilizando el camino romano de Sarn Helen, que se adentraba en las tierras de los Uí Liatháin. Las vacas eran animales pesados y siempre había detestado su tedioso ritmo.
Aífe le sacó la camisa por la cabeza y luego se agachó para remover el lino y empaparlo bien en el agua, donde flotaban la ceniza de helecho y las flores amarillas de rubia. Era una planta que utilizaba siempre con Ciarán: la raíz en infusión para cuando sangraba su orina. Las flores como afrodisíaco.
Subió el trapo hasta el hombro de él y lo exprimió para que el agua cayera sobre su cuerpo. Esta recorrió su omóplato, donde se marcaban claramente antiguas cicatrices de flechas, de cuando había llegado a Demet por primera vez. Bajó luego por la espalda, que hacía una curva como el lomo de un caballo noble. Todavía le gustaba. Su deseo no era muy diferente del que había sentido aquella primera vez, cuando estaba herido en la casa de Finnén. El amor de Aífe tenía momentos intensos, de posesión, como aquel.
Ciarán entreabrió los párpados somnolientos, permitiendo que vibrara la luz helada en sus ojos. En los extremos era donde se arrinconaba su edad, en líneas muy finas. Aífe le besó los labios. El cuerpo de Ciarán siempre estaba deliciosamente cálido. Parecía absorber el fuego de la hoguera y al llegar a la cama era un consuelo para ella, que siempre estaba fría. Adoraba el peso de su cuerpo, el peso de su brazo sobre el vientre, el peso de una mano incluso. Y el olor único que dejaba en las pieles. Cuando él se dormía, Aífe aspiraba ese olor para meterlo dentro de sí, hasta el estómago, hasta el mismo útero. El olor de su pelo, de su sudor y de su semen. No entendía cómo, en algún momento del pasado, había logrado aceptar una vida sin él.
—No sé qué les pasa a los chicos —dijo Ciarán, casi en un susurro—. Cuando las cosas parecían mejorar con Ciar, me encuentro con que Finn apenas me habla…
Aífe dudó si decirle a Ciarán la verdad, pero pensó que debía estar preparado, en caso de que Finn no lograra mantener su promesa.
—Le he hablado a Finn de su madre.
—¿Por qué? —preguntó Ciarán, lastimero, con una mezcla de asombro y cansancio adicional.
—Necesitaba saberlo. Le estaba haciendo daño.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—No le ha gustado, pero se le pasará.
El agua siguió chorreando sobre la piel, su sonido contrastando con el silencio que había en la casa ahora que los hijos dormían en una choza separada. Ciarán tomó aire. Le pareció que estaba cansado hasta para respirar.
—He pensado que sería bueno hacer un viaje. Les vendrá bien.
Cuando él era adolescente el jefe Bróenán le había enviado a la capital para entregar los tributos de Samain. Para evitar que causara problemas en el túath. A la edad de Ciar muchos jóvenes nobles ya habían formado temporalmente bandas guerreras. Eso les permitía desfogarse un tiempo y regresar luego al hogar con formación en las armas, preparados para casarse y heredar las granjas de sus padres.
—¿Has pensado en ir hacia el Este? ¿A la región de los acantilados blancos? —preguntó ella, intentando disimular su intranquilidad.
—Iremos al Gran Riñón, en las islas postreras.
Ériu. Una infinidad de distancia por mar. Aífe negó con la cabeza.
—Eso está muy lejos…
—No será peligroso. Las aguas están muy tranquilas y llegaremos en tres días. Las islas están llenas de cristianos. Conozco pocos sitios que sean tan seguros. No pasará nada.
Ella tomó un cubo de leche y vertió parte de su contenido sobre el trapo. Después lo exprimió sobre un corte que se había hecho Ciarán con un cuchillo. La leche era buena para las heridas de hierro. Se tiñó al contacto con la sangre, al caer sobre su brazo.
Isla del Gran Riñón, Ériu, verano del 448 d. C.
Cuando Érne les vio aparecer por el camino del puerto, su corazón se alborotó como un perol de agua hirviendo. Dejó a medias el ordeño de la cabra y se adelantó a abrazar a Ciarán, que ya descabalgaba. Desde su fuga con Olwen no le había vuelto a ver. Detrás de él, montando una sola yegua, iban al paso Ciar y Finn.
—Mis hijos —les presentó Ciarán, orgulloso.
—Es igual que su madre… pero en niño. —La anciana enmarcó el rostro delicado de Finn con sus manos rugosas. La misma nariz pequeña y las pecas de Olwen. Luego se dirigió a Ciar—. Y tú… pareces casi de la misma edad.
—Yo soy un año mayor —puntualizó el muchacho, muy serio.
—Ah… —sonrió Érne, mirando a Ciarán con complicidad. Entendió que Ciar tenía que ser hijo de la otra mujer, pero, aunque Érne era cristiana, le quería demasiado como para amonestarle—. Vamos a la casa. Seguro que tendréis hambre suficiente como para dejar a esta pobre isla en la ruina.
La choza que Érne compartía con otras abuelas y niños gozaba de unas hermosas vistas costeras, como casi todas las del Gran Riñón. El buen tiempo del verano permitía llenar el estómago al aire libre.
—¿Dónde está Rúadán? —preguntó Ciarán mientras partía el pan de cebada—. ¿Está pescando?
—Está en el cementerio, que Dios le guarde. Esperando la resurrección de los muertos. Pero no te sientas triste, que ya había pescado mucho en vida. Se marchó como vino: tranquilo y sin deudas. ¿Qué tal en tu casa? ¿Cómo está tu esposa?
—Aífe está bien.
—¿Y la niña? —Hizo esta pregunta con algo de temor pues las malas noticias con respecto a los niños eran demasiado habituales.
—Ella está bien. Está estudiando. —Evitó mirar a Ciar, pero podía imaginar su expresión—. La enviamos a la escuela de druidas.
—En el nombre de Cristo —se persignó la mujer—. Pero no para ser druida, ¿no?
—Poeta.
—Bueno… —aceptó Érne sin entusiasmo—. Qué se le va a hacer. Desde que era un bebé se la veía bien espabilada…
—También tenemos un futuro sacerdote en la familia. —Señaló a Finn con la cabeza.
—¿De veras? Podrías venir cuando hayas terminado tus estudios. Nos hace falta gente en la isla. Y sacerdotes mucho más.
Cuando terminaron de comer, Ciar y Finn tomaron los caballos para dar una vuelta. Érne acompañó a Ciarán hasta el cementerio cristiano desde el cual podía verse la muralla exterior del Fuerte de Óengus. Allí estaba enterrada Olwen, mirando a Jerusalén, esperando el día del Juicio Final en el que, junto a todos los demás cristianos, se levantaría de su tumba. Al menos eso era lo que Érne decía. Ciarán, en cambio, pensaba que la vería mucho antes.
Recorrieron juntos el camino procesional desde la iglesia, por donde habían llevado el cuerpo de la muchacha hacía años, amortajado y precedido de una retahíla de oraciones, salmos y antífonas cristianas. En su tumba habían crecido flores blancas.
—Hace ya más de diez años vinieron a buscaros —le dijo Érne en confidencia. No quería perturbar su espíritu, pero consideraba importante advertirle—. Con cargos de fuga, adulterio y asesinato. Debes tener cuidado. Ahora toda la isla sabe de qué estás huyendo.
Mientras tanto, Ciar y Finn recorrían las cuestas de subida y bajada que plagaban la orografía del Gran Riñón, sin perder la perspectiva de la costa. Eran incontables las divisiones que se habían hecho en la tierra durante aquellos años: había ahora numerosas parcelas, valladas con maderos o con bajos muros de piedra que regaban el prado de gris hasta donde alcanzaba la vista. El trabajo más colosal de todos era el del Fuerte de Óengus, cuya inconfundible figura, cercada de murallas, podía verse desde casi cualquier punto de la isla. Que su padre hubiera participado en aquella hazaña constructora les llenaba de satisfacción.
Permanecieron en el Gran Riñón un total de dos semanas. Se dedicaron a cabalgar y a pescar, además de hacer algunos arreglos en la granja de la anciana Érne «para compensar por las molestias».
Érne llevó a Finn a mirar los acantilados más hermosos, donde las gaviotas eran como puntos de luz en el aire, cruzando por delante de los sombríos muros saturados de vetas en rojo y verde. Los frailecillos barrían el agua con sus panzas y se zambullían cerca de las rocas: las patas palmeadas de intenso naranja desapareciendo un instante después del chapuzón. Los cormoranes se erguían muy juntos en la orilla, curiosos. Allí le habló a Finn largamente acerca de Olwen, de la compasión que siempre la había caracterizado, de su generosidad y su vocación cristiana. Finn sintió que los retazos del pasado le ayudaban a comprender mejor su propio carácter y también el curso que le llevaba a su destino.
La barcaza se desequilibró violentamente, a un lado y a otro, sacudida por la agónica lucha del tiburón, cuyos golpes de aleta podrían haber herido fatalmente a Ciar de haberle alcanzado. Los cuatro pescadores se agacharon, tirando de la soga del arpón, intentando mantener la barca a flote, pero Ciar no se apartó de la proa pues quería seguir con los ojos el frenesí del animal y el lugar del arma en su cuerpo. Nunca había visto a una bestia de semejante tamaño, tan fuerte como el propio oleaje. Llevaba un hierro tan largo como una lanza atravesándole el costado y, aun así, tenía fuerzas para convocar una tempestad.
Descargaron al escualo sobre la orilla. Ciar, triunfal, se sacudió con las manos los cabellos negros, empapados de agua salada. Hacía tiempo que no estaba tan eufórico. Aquel viaje, aquella aventura, era lo mejor que le había pasado nunca. Se juntaba con los demás muchachos a primera hora de la mañana, a atarse los cuerpos con cuerdas para bajar la pared de los acantilados y robar así los huevos y los pollos de las aves marinas. Le habían enseñado a pescar con arpones, con tridentes, con cestas y con redes, a interpretar las torres de piedra de la costa como marcadores de los mejores lugares de captura en el mar. Le habían invitado a sus reuniones dentro de las cuevas donde, a la luz de las fogatas, se contaban relatos espeluznantes de monstruos marinos y muertos vivientes. Deseaba que aquellos días no se acabaran nunca.
Le dejaron quedarse con la cabeza de la bestia como trofeo y con un buen pedazo de carne para que la cocinara. Se habría quedado con el cuerpo entero de no ser porque no llegaba a medirlo ni con los brazos en cruz.
Sin embargo, cuando llegó a la casa deseando relatar su aventura, se encontró con que allí no había nadie. Se sentó junto a una piedra y empezó a desollar al animal, mirando el rostro de su presa e imitando su extraña expresión, que parecía ceñuda y enojada por no haber logrado escapar.
Ciarán y Finn habían pasado la mañana recorriendo la zona norte de la isla, haciendo recados para Érne hasta el mediodía. Habían terminado en el cementerio, en silencio frente a la tumba de Olwen, donde Finn había insistido en pararse un momento para rezar.
Ciarán aguardó sentado en una húmeda valla de piedra mientras su hijo permanecía en silencio, en pie con los brazos en cruz y los ojos cerrados. De los tres hermanos, era el que siempre se había mostrado más distante y desconocido, más inaccesible. Notaba cómo su papel como padre se había hecho más complicado a cada año que pasaba, a cada año que se habían distanciado un poco más. A medida que la personalidad de Finn crecía en una dirección completamente distinta a sus intereses y su carácter.
Recordaba que, siendo bebé, Aífe y él llegaron a pensar que aquella sería la etapa más complicada de su crianza. Finn resultó ser una criatura difícil, con cólicos diarios, que se ponía a dar gritos en cuanto intuía la puesta de sol. Era como si la oscuridad le aterrase, como si necesitara desesperadamente alguna fuente de luz que guardar en sus retinas, aunque solo fuera un punto que le orientase en la ciega inmensidad de estar vivo.
Ciarán y Aífe se turnaban para llevar al bebé en brazos de un sitio a otro de la choza, o en el exterior si no helaba, para que escuchase el susurro constante del río, que parecía calmarle un poco. Aífe le había cantado todas las canciones que se sabía y había aprendido otras nuevas de las vecinas. Le habían colgado la cuna de las vigas del techo para poder balancearle. Habían intentado contarle cuentos, distraerle con las sombras de las manos, proyectadas por el fuego de la hoguera. Aífe a veces vendaba al niño contra su cuerpo desnudo, por ver si su pecho le tranquilizaba. Pero con Finn solo había funcionado el paso del tiempo y, un buen día, cambió los cólicos por el sonambulismo. En cuanto pudo usar sus piernas empezó a levantarse y a buscar las estrellas, a esperar con ansia la salida del sol.
Y luego estaba la historia de Soplido, el perro viejo del tío Finnén. Que por favor no lo sacrificara, le había suplicado. ¿De dónde había sacado aquello?
La tarde en que su tío lo había llevado a casa, Finn se había puesto a andar por detrás del animal y, al llegar a su altura, el can había dado un respingo del susto. Así es como lo había descubierto: Soplido era blanco y, como muchos otros animales del mismo color, había nacido sordo. El niño, que por entonces contaba cuatro años, había intentado llamarle muchas veces, por su nombre y por muchos otros que se había inventado, hasta que estuvo seguro: el animal estaba más sordo que una piedra ogam.
Una noche lo había encontrado agazapado en el almacén de grano, abrazado al chucho que intentaba desasirse como podía.
—¿Qué haces aquí, Finn? Tú madre y yo te hemos buscado por todas partes. Ya pensábamos que te habías perdido. O que te habías quedado dormido…
El crío tenía el rostro arrasado en lágrimas.
—Prométemelo, papá… —sollozaba.
—¿El qué? ¿Que te prometa el qué?
—Que no lo vas a matar. Con tu espada.
—¿Por qué iba a matar al perro? ¿Qué le pasa? —Se encogió de hombros—. ¿Está rabioso? ¿Tiene pulgas?
—Prométemelo. —Hizo un puchero.
—¡Está bien! ¿Cuál es el problema? —Le presionó, preocupado por que el perro pudiera tener una enfermedad que afectara a los niños.
—Pues que está sordo. Y no te va a servir para proteger la granja de los ladrones ni nada. Y he visto lo que hacéis mamá y tú con los animales que ya no os sirven. Cuando las vacas y las ovejas se ponen viejas… —No pudo aguantarlo más y se echó a llorar—. Que los sacrificáis.
Ciarán volvió de los recuerdos al ver a Finn haciéndose la señal de la cruz en la frente. Significaba que había terminado de rezar. El muchacho abrió los ojos y asintió, indicando que ya podían irse.
Ciarán se puso en pie y desató el caballo que Érne les había prestado y que estaba sujeto a un árbol. Era negro, al igual que lo había sido su antiguo caballo, Cuchillo, aunque este era más pequeño y robusto, menos hermoso. A Cuchillo también lo había sacrificado, aunque no estaba viejo ni enfermo. Lo había intercambiado por Finn. Por él y por su hermana. Había sido su pago a Macha a cambio de la fertilidad para engendrarlos. El ritual contra la maldición que sufría.
Se lo había explicado a Finn: a veces había que sacrificar a los animales. No había más remedio. Tenían que servir a un propósito y ese era su destino. No se arrepentía de haber cambiado a Cuchillo por ellos.
Cuando regresaron, el sol se había hecho fuerte en lo alto y los ojos azules de Ciarán se entornaban para poder ver mejor. Desde lejos se percató de que había un rastro oscuro en el camino, cerca de la casa. Se acercó y, arrodillándose, tocó la grava con los dedos. Sangre seca.
En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que se trataba de la sangre de alguna cabra cocinada por Érne, pero un extraño silencio parecía haberse apoderado de la granja y el sonido rítmico del mar resultaba inquietante en contraste. No había ni rastro de ninguno de ellos. Cerca del fuego encontró la carne del tiburón, abiertas las entrañas. La piel sangrante no había terminado de ser arrancada. La sangre del camino podría haber sido del animal, pero no era continua entre ambos lugares. El cuchillo yacía en el suelo. La arena se había pegado a la sangre de la hoja, como si alguien lo hubiera soltado de improviso. La colada de Érne se balanceaba suavemente en las ramas de un árbol. No estaban los niños ni las otras abuelas. Aquella tranquilidad era antinatural.
—Algo pasa —dijo Ciarán—. Regresa al cementerio.
Finn no deseaba marchar con aquella sensación que le erizaba todo el vello del cuerpo, pero obedeció y se alejó unos pasos, volviendo de vez en cuando la vista atrás. Cuando supo que su padre ya no le miraba, buscó refugio tras un muro y le observó desde allí.
Ciarán avanzaba con todo el sigilo que había aprendido cuando era cazador de hombres. Observaba la choza, calculando, pero no obtenía respuesta. Sabía que tendría que ir a buscarla allí dentro. Si era una trampa, debía hacerla saltar. Ciar podía estar herido, quizá gravemente, y aquello era como un zumbido molesto dentro de su cabeza: estaba perdiendo un tiempo que podía ser precioso. Desenvainó la espada y entornó los ojos para acostumbrarse a la penumbra, cuando se asomó al interior de la casa. Érne estaba frente al fuego, cortando cebollas. Lloraba debido al escozor.
Ciarán suspiró de alivio y sus músculos se relajaron a plomo, para calmar la tensión.
—¿Dónde está Ciar? —preguntó, mientras cruzaba.
No hubiera sabido decir cuántos hombres se le echaron encima. Un grito desde algún lugar había llegado hasta sus oídos hacía un instante, pero su cerebro no lo había asimilado a tiempo. Todavía no se le habían dilatado del todo las pupilas cuando golpeó el suelo con el pecho.
Al levantar la vista descubrió unas botas forradas de cuero negro y grueso. Sus captores le alzaron y se encontró frente a frente con los ojos ligeramente rasgados, de azul sin brillo, de Diarmait.