5

La lavandera del vado

Cuando Ciar vio salir a Niam de la floresta se sintió aliviado. La llamó, pero ella no parecía oírle. Continuaba al paso y él se lanzó al galope para alcanzarla.

En cuanto se aproximó lo suficiente supo que algo no iba bien. Niam tenía el rostro desencajado por el horror, con los ojos muy abiertos, y no conseguía pronunciar palabra. Era como si su cuerpo se hubiera quedado vacío.

—Niam… Niam, ¿qué te pasa?

Ella sintió de pronto como si las riendas de la yegua le quemasen en la mano. Descabalgó y se puso a correr a toda prisa, chillando, sin control sobre sí misma. Su hermano la siguió. Bajó rápidamente de la montura y corrió tras ella hasta que le dio alcance y la sujetó desde atrás, fuertemente en sus brazos.

—Cálmate, hermana. No pasa nada —le repetía. Ella, poco a poco, fue perdiendo la fuerza hasta que su gemido se hizo tan débil que se confundió en la lluvia. Ciar la miró entonces y se dio cuenta de que había perdido el conocimiento. La subió sobre su caballo negro y, tomando a las dos monturas por las riendas, emprendió el camino de regreso a casa.

Al amanecer, Ciarán encontró vacía la cama de Niam y salió a buscarla fuera. La niña había pasado la noche en un sueño intranquilo, revolviéndose entre sollozos, y su hermano Ciar no se había separado un solo instante de ella. «Tendría que haber sido más rápido. ¿Por qué la perdí de vista?», susurraba para sí. Cuando ya no pudo aguantar el sueño, el muchacho se acurrucó junto a la cama y se cubrió con las pieles. Durante aquella noche, Ciarán le había escuchado murmurar como nunca lo había hecho antes. Era la primera vez que le veía rezar.

—¿Qué haces levantada tan temprano? Deberías estar descansando… —La muchacha no se había alejado de la choza. Estaba sentada con las piernas cruzadas, envuelta en una manta, a la luz de un pequeño fuego que era apenas unas brasas. Tanto Niam como la manta olían a caballo. Al igual que todas las mantas que había en la casa y que les servían para montar, tanto como para taparse. Después de cabalgar siempre quedaban calientes y húmedas del sudor de los animales.

Cuando se sentó junto a la niña, Ciarán se dio cuenta de que se le caían las lágrimas.

—¿Qué te ha pasado, hija mía?

—Nada —respondió ella, restregándose un ojo con el dorso de la mano—. Me perdí con la yegua. Eso es todo.

—¿Qué es lo que pasó en el bosque?

Siempre había sabido que la relación de Niam con los caballos iba más allá de la mera afinidad. Desde que la niña empezara a subirse a los animales había observado su expresión en carrera, la belleza especial que había en su galope. Nunca había tenido esa intuición al mirar a Ciar, ni mucho menos a Finn, que se bajaba temblando en cuanto emprendía la marcha.

Era una sensación relajante, parecida a la de observar un río que corre. Conseguía abstraerle y arrancarle de sí mismo. Casi sin darse cuenta se sentía abandonar el cuerpo e incorporarse al ritmo fluido de sus pasos, a la corriente cósmica. Él, tanto como Niam, formaba ya uno solo con el animal: con sus huesos y sus músculos, con su corazón. Los cascos golpeando la tierra eran un tambor chamánico, vehículo del trance. Le colocaban frente al umbral del más allá.

Tomó la capa bermeja que había traído consigo y se la puso a su hija por encima de los hombros. Seguramente no le hacía falta, pero era el único gesto de protección que se le ocurrió en aquel momento.

Niam no contestaba. Sus ojos seguían pendientes de las llamas, sin un pestañeo. Temía aquellas revelaciones. No quería volverse loca.

—Dime qué es lo que viste. Solo descríbelo y no le tengas miedo. Son imágenes, nada más. Ya no pueden hacerte daño.

Niam no contestaba. Seguía en tensión. Estaba juntando ramitas y partiéndolas en trozos cada vez más pequeños para tener donde esconder la mirada. Ciarán conocía bien aquel tipo de estrategias pues él mismo las había utilizado incontables veces para evitar cualquier conversación.

—Yo también he visto cosas mientras cabalgaba —la animó—. Fuegos, escenas de destrucción, tierras blancas que brillan bajo las patas… —Ciarán hizo una pausa antes de seguir—. Son imágenes del Otromundo, Niam. Yo creo que fue a tu edad cuando empecé, pero entonces no sabía lo que me pasaba. Luego, con dieciséis años, todo cambió. Entonces tuve una visión mucho más fuerte y pude ver una gran bola de fuego que lo devoraba todo, incluso a mí mismo. Ahora creo que lo que vi entonces fue la muerte de Bróenán, mi padre adoptivo. Una muerte que me amenazaba a mí también…

Niam levantó la cabeza alarmada cuando oyó aquellas palabras y el temor de su corazón se hizo aún más intenso.

—¿Qué es lo que viste, Niam? —insistió él—. ¿Qué es lo que viste? Quizá podamos hablar con el druida para que lo interprete…

—Era una mujer. Una mujer espantosa… lavando unas ropas llenas de sangre. —La voz de Niam era brusca y entrecortada, como si tuviera miedo de que su descripción pudiera llamar de nuevo a aquel ser. Le pareció que sus palabras, transportadas en el vaho de su aliento, habían escapado a la noche y podían ir en su busca.

Ciarán se puso tenso porque, como guerrero, conocía muy bien el significado de aquella visión.

—¿Qué más había? —susurró.

Niam tomó aire:

—Contra la roca había unas armas brillantes. Refulgían como si hiciera sol, aunque solo había lluvia. Lo que tenía entre sus manos era la capa que llevas ahora puesta. Y entre las armas estaba el Señor de los Caballos.

Ciarán aguardó un momento y su rostro se ensombreció ligeramente ante la confirmación de sus sospechas. Aquella mujer terrible no era otra que la lavandera del vado. Se presentaba a los guerreros que iban a morir en combate y preparaba sus ropas y sus hierros para el camino al Otromundo. En su primera visión Niam había tenido el infortunio de encontrarse con la Morrígan de rostro más sombrío. Ciarán tuvo entonces conciencia de sus propios sueños. Supo que su destino final sería una muerte por hierro y que la batalla le esperaba en algún sitio.

—No hacía más que llorar —siguió Niam sin poder contener su angustia—. Se tiraba de los cabellos rubios y se lamentaba a gritos por su hijo.

No era Morrígan. Todo el mundo sabía que tenía la cabellera negra como el plumaje de un cuervo. No. Era la propia Macha quien se había presentado para anunciar su muerte. Le agradeció íntimamente aquel honor.

—No sabemos cuándo puede pasar eso —intentó tranquilizarla, aunque su voz sonó grave como un eco de tormenta—. Puede que sea dentro de diez, veinte o quién sabe cuántos años. Gar cían co·tías for cel. Tarde o temprano, morimos. El único secreto es cuándo y cómo.

—Si no vuelves a empuñarlas no te pasará nada —suplicó ella, angustiada—. Prométeme que no lo harás más.

Ciarán sonrió tristemente porque, en aquel momento, Niam le recordó demasiado a Olwen con sus demandas de promesas imposibles.

—Una vez me pidieron ese mismo juramento y no fui capaz de hacerlo. Es una palabra que no puede dar un hombre por más que ame a su madre, a su esposa o a su hija.

Niam se desanimó al oírlo. «Entonces morirás y será horrible». Pero también conocía la ética guerrera y sabía que, para su padre, la muerte por hierro seguramente sería un honor.

—Había alguien más en el río —susurró ella.

Ciarán puso atención, pues quizás el resto de la visión revelase a sus enemigos o diera alguna pista sobre la batalla que estaba por venir.

—Era una mujer joven. Iba vestida de blanco y bajo sus pies descalzos había un extenso lecho de flores, también blancas. Y cuando caminaba por la orilla del río era como si las flores nacieran de nuevo bajo sus pies, como si pisar el verde de la hierba le estuviera prohibido.

Aquella imagen le había parecido a Niam luminosa y serena. La joven de la visión se entretenía en recoger margaritas y las colocaba cuidadosamente en una guirnalda que estaba haciendo. A veces desprendía las flores que estaban mustias para colocar en su lugar las que estaban recién arrancadas. Era una guirnalda que llevaba diez años renovándose.

—Llevaba un brazalete de plata —recordó Niam— y caminaba muy lentamente, como si formara parte del bosque. Me dijo que se llamaba Olwyn, la rueda.

Ciarán tenía el corazón encogido por aquellas palabras. Después de unos momentos, la voz consiguió salir de su pecho.

—¿Y cómo estaba?

—Parecía tranquila, como si esperara.

Volvió el silencio.

—Esa mujer que has visto es tu madre, Niam.

El pequeño fuego de la hoguera pareció engullir todos los sonidos. Los ojos muy abiertos de Niam se perdieron en la danza de sus llamas. Siempre había pensado que Aífe era su madre, que Ciar era su hermano de sangre. Que si no se parecía a ninguno de sus padres era porque había heredado el cabello rubio y los ojos verdes de la abuela Muirenn, la madre de Ciarán.

—No os lo dijimos para que no os sintierais diferentes con respecto a Ciar. —Aquella no era la única verdad. El nombre de Olwen estaba prohibido. Ciarán lo había sellado en su corazón para poder cerrar las heridas de Aífe—. Yo también perdí a mi madre muy pronto y también puedo verla. Eso es algo que tenemos en común.

—¿Qué fue… lo que le pasó? —preguntó, con algo de temor.

Ciarán dudó un momento, pero algo en su interior le decía que no debía engañarla.

—No pudo recuperarse bien, después del parto. Finn y tú nacisteis juntos. Pero nadie puede controlar esas cosas. Su destino era ese y no otro.

Niam guardó silencio un instante.

—Y ella… ¿era como yo?

—Siempre estaba aprendiendo, como Finn y como tú, sí. —«Pero físicamente se parecía mucho más a Finn», pensó. En realidad Niam le desconcertaba. Su semejanza con los ancestros se perdía en el tiempo. No podía reconocerla en nadie de la familia—. Le gustaba hacer las cosas por su cuenta y le interesaban todos los saberes. Y además era muy hermosa, pero eso ya lo has visto.

Ciarán sonrió levemente y ella, de alguna manera, se sintió aliviada. Como si al fin encajaran algunas de las piezas sueltas de su vida.

—No se lo diré a Finn, no te preocupes.

Niam se arrebujó un poco más en la manta para protegerse del frío.

Ciarán tomó aire y su voz sonó firme:

—Creo que deberías ir a la escuela poética. Al Norte, con los Uí Liatháin, para que te enseñen a interpretar. Sé lo angustioso que puede ser. Ese podría ser un buen destino.

Niam sopesó todo lo que implicaba aquello. Era como darla en adopción. Tendría que separarse de la familia, abandonar los caballos, dejar a Ciar. Pero su futuro no iba a ser mucho más luminoso si se quedaba. Ni ella ni sus hermanos tenían herencia, eran familia gris. Le esperaba tan solo que algún lugareño consintiera en casarse con ella. Las escuelas druídicas eran costosas, pero ofrecían una vida distinta, independiente, con un estatus propio y unos ingresos importantes en las cortes de los reyes. Sin embargo, había un escollo todavía mayor que el coste: estaban reservadas a los hijos de los druidas.

—Es imposible. No la aceptarán en Mona. Sería perder el tiempo.

Ciarán sabía que el druida del túath era el primer peldaño para la entrada de Niam en la escuela.

—Tiene que haber alguna forma.

—Sí, demostrando que es hija y nieta de poetas. Esos son los requisitos. El poder visionario se transmite por la sangre.

—Es muy posible que su abuela lo tuviera. Ella me lo dio a mí y yo se lo he dado a Niam.

—¿No tenéis a nadie en la familia que haya ido a una escuela antes? ¿Alguien que pueda contar con la palabra de un maestro?

Ciarán negó con la cabeza.

—Mi madre murió muy pronto y yo seguí el camino del guerrero.

—Entonces…

—Entonces, y a pesar de todo, un hombre es mejor que su nacimiento. Y hay historias de grandes druidas y poetas que no venían de esas castas.

—Sí, pero demostraron un talento innegable desde edades muy tempranas…

—¡Maldita sea! Tiene solo nueve años y ya ha visto a la lavandera. ¿Qué más pruebas necesitas? No permitiré que se enfrente en solitario a algo así.

El rostro del druida se tensó al oír aquello. La lavandera del vado era la más siniestra de todas las visiones. Normalmente se mostraba a los propios guerreros antes del combate y no era necesario ser druida para verla. ¿Por qué iba a presentarse a una niña tan pequeña?

—¿De quién eran las ropas y las armas?

Ciarán dudó si decirle la verdad. Temía que el resto de la familia se enterase. Ya era suficiente con que Niam cargase con aquel secreto terrible. Pero sabía que no tenía elección si quería conseguir que la admitieran.

—La muerte que se anunciaba era la mía. Y también se le apareció su propia madre, que murió al poco de darle vida.

Aquello podía explicarlo. El encuentro principal había sido con la madre. Y la profecía mortal había logrado introducirse por la brecha entre ambos mundos. Como una vejiga putrefacta, inflada de veneno, que solo está esperando un fisura para estallar y descargarse. El rostro del druida se relajó, pero mantuvo su seriedad.

—Su hermano y ella nacieron en la noche sin tiempo —continuó Ciarán. Estaba dispuesto a no moverse de allí hasta que obtuviera un «sí»—. Ambos son hijos de Samain.

El druida asintió. Aquello era sumamente importante. Era de sobra conocido que los nacidos en Samain tenían una relación especial con el Otromundo.

—Está bien. Escribiré en un palo de viaje mi recomendación para los maestros. Deberá describirles su visión en detalle y convencerles de su verdad. De la fuerza y el brillo de esa verdad dependerá su suerte.

Mona había sido santuario druídico desde tiempos muy remotos. Los hijos de las mejores familias se desplazaban desde el continente y desde la propia Irlanda para formarse en la sabiduría de su escuela. Era tierra sagrada y se consideraba que los que volvían de allí eran los mejores de su casta. Había sido saqueada en el año 61 y, de nuevo, en el año 78, cuando sus escuelas habían desaparecido y sus maestros habían sido ejecutados. Sin embargo, después de que las últimas legiones romanas se retiraran, hacia el año 409, los colonos habían comenzado un lento pero seguro proceso de reconquista. El poder de Mona no había desaparecido. Una nueva escuela había sido fundada en el fértil suelo de la isla, del cual se decía que podía cultivar siete veces más grano que cualquier otro de Britania.

Había pasado tan solo una semana desde que Niam había tenido la visión en el bosque y su padre había insistido en que el viaje se realizara lo antes posible, antes de que se agotase el verano y los mares entraran en tempestad. El cielo estaba gris aquella mañana, pero los vientos se mostraban apacibles para una travesía sin incidentes.

Aífe había ocultado al tío Finnén cuál iba a ser el destino de la muchacha, pues sabía bien que lo desaprobaría y que trataría de impedirlo. Que para él sería como enviarla al infierno. Ayudó a su hija adoptiva a envolver los vestidos en cuero para que no se le mojaran.

Hasta entonces Niam había intentado mantener las distancias con ella. Temía que su carácter se viera demasiado influido y detestaba la idea de convertirse algún día en otra Aífe. Sin embargo, ahora que sabía que no era su verdadera madre, se había relajado. Lo que antes era un vínculo obligado por la sangre se había transformado ahora en un acto de generosidad. Niam ya no tenía que seguir dudando de su identidad ni preguntándose por qué era tan distinta a Aífe y por qué no conseguía comunicarse con ella. Ahora todo tenía más sentido.

—Ven. Ponte derecha.

Aífe estiró la capa de Niam y sujetó ambas esquinas con la mano izquierda. A través de los ojales, llamados las «orejas» de la capa, introdujo el alfiler, con cuidado de no pinchar a la niña. Niam bajó la vista y encontró sobre su pecho el mayor tesoro de Aífe.

Era un broche de disco realizado en lámina de oro, con una combinación de círculos concéntricos representando al sol. Una réplica de los que se utilizaban en los días antiguos. Había sido un regalo del capitán Murchad, una joya de afecto, del día en que Aífe se había marchado para iniciar su período de acogida con sus parientes de Alba. Era el único recuerdo que tenía de su padre.

—Esto te hará falta. Allá adonde vas —le dijo Aífe, asintiendo. Su habitual seriedad se fundió en una leve sonrisa, que dejaba ver un poso de satisfacción.

Niam la abrazó y, aún a sus nueve años, pudo entender el significado de aquel regalo: aunque no fuera de su sangre, ella era su única hija. El eslabón siguiente. Portadora del broche hasta que ella misma tuviera un niño o una niña a la que poder dárselo, cuando se marchara para obtener su educación.

Cuando Ciar llegó a la casa ya estaba todo preparado. Los bultos habían sido equilibrados en las grupas de las monturas y Finn aguardaba junto a la entrada para traerse los caballos de vuelta, a pie, cuando embarcaran.

—¿Qué pasa? ¿Vamos a pasar el día afuera? —bromeó Ciar al entrar, colgando sus arneses de un clavo en la pared.

Niam se cubrió con la capucha de la capa. No sabía si había hecho bien esperándole, pero marcharse sin despedirse era una traición aún más grande.

—Voy a tener que irme un tiempo —le anunció ella, decidida, mientras se cruzaba una bolsa de cuero por encima.

Ciar la miró atónito y después escudriñó los rostros del resto de la familia, que estaba a la espera.

—¿Por qué?

—Me voy a estudiar. Volveré en cuanto pueda.

—¿En qué túath vas a estar? —Ciar sabía que no podía irse lejos. No más de un día de carrera al galope y la frontera no estaba tan distante.

—En el norte, en Mona.

El muchacho tragó saliva. En Mona no se podía entrar. Su acceso estaba prohibido y, además, ningún caballo podía galopar sobre el agua. Sería lo mismo que si estuviese en la Tierra de los Jóvenes o en cualquiera de las otras islas del Otromundo.

—Tú no puedes querer esto.

Niam levantó la vista y sus ojos verdes recibieron la luz de la mañana. Tuvieron por un momento ese mismo reflejo que poseía la mirada de su padre, que conseguía atrapar la luz y utilizarla como arma disuasoria.

—Tengo que ir. No voy a quedarme aquí esperando a que alguien me despose y me lleve lejos de todas formas.

—No tienes por qué casarte si no quieres.

—Ahora hablas como un niño.

Ciar apretó los dientes. Si hay algo de lo que no podía acusarle era de tener una actitud infantil. Siempre había sido el mayor de los tres, el responsable, siempre pendiente de los dos menores, dándoles protección…

—Deja que tu hermana se vaya. Es lo mejor para ella —intercedió Ciarán.

—¡Esto ha sido idea tuya! —Se rebeló Ciar.

Ciarán se acercó a él, le agarró de la túnica y le sacó de la casa de un empujón.

—Toma el caballo y date una vuelta hasta que se te despeje la cabeza. Vuelve cuando estés más tranquilo. Y hazte a la idea de que, para entonces, tu hermana ya no estará aquí.

—¡Pues bien! ¡Eso haré! Me dijiste que íbamos a estar siempre juntos —gritó a Niam, mientras se subía a la montura—. Que iríamos a Ériu y veríamos el atardecer desde el Oeste, mirando hacia el gran mar… ¡Me mentiste!

—¡Ciar! —le llamó ella. Pero el muchacho ya marchaba a todo galope hacia el interior del territorio. Ciarán detuvo a Niam e hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Vámonos ya.

El barco les estaba esperando en Puertoancho. Subía con un cargamento de estaño desde el sur y tenían todavía otra parada en las colonias.

Con los brazos apoyados en la borda, Niam veía como el límite de la tierra se alejaba poco a poco de ella. Miraba el trazado imponente e irregular de los acantilados, alineados como hermanos gigantes, oteando, en formación. Nacidos de las mismas fuerzas. Iguales pero diferentes. Como ella y Ciar.

Aquellos muros de roca eran como unos monstruos cansados por el azote del viento y las aguas, echados en las mismas fronteras de la tierra. Hacía mucho que se habían sentado a mirar el horizonte por primera vez. Se preguntó si, algún día, Ciar y ella podrían sentarse a ver el atardecer, el uno junto al otro, mirando hacia el gran mar. Ya viejos, como los acantilados.

A través de las lágrimas divisó un caballo negro, solitario en mitad de la bahía. Un muchacho moreno, de diez años, la miraba desde su lomo.