11

Estrella de la tarde, estrella de la mañana

Llanuras del Cisne, Ériu, otoño del 448 d. C.

—¡Si intentas escaparte otra vez no podrá detener mi mano ni el Necht en persona! —bramó furioso Diarmait. Ciar había estado a punto de fugarse.

Le había vuelto a meter en el almacén de un empujón que le había tirado al suelo. Para entonces, a la velocidad que cabalgaba, Ciarán ya debía de estar a millas de distancia, a salvo de cualquier perro o jinete. Diarmait sentía en el aire el fantasma de su presencia, que había estado tan cercana. «Lo sabía —pensaba con rabia—, sabía que vendrías».

—¡Si quiero saldré ahora mismo por esa puerta! ¡Como un hombre libre, que es lo que soy! —le respondió el muchacho, incorporándose de nuevo—. Yo soy Eochaid Ciar, hijo de Ciarán, de la Llanura del Cisne, y de Aífe de los Déisi y no de la Huella Blanca, como tú crees, por lo que no te pertenezco en modo alguno. —Lo dijo como si también fuera para sí mismo, para reafirmarse en su convicción.

Diarmait retrocedió ante tan osadas palabras por parte de un adolescente, prisionero de su casa y separado del hogar por un mar interminable. La misma arrogancia de su padre. Era cierto que no había ni rastro de Olwen en aquel fiero muchacho. Ahora valía menos que una rata y, sin embargo, no parecía importarle. Creyó ver en él un brillo que, muchos años después, reconocería como un nacimiento. El de un gran líder, capaz de llevar a cabo una venganza histórica. Por un momento cruzó por la mente de Diarmait la imagen de Finn, supuesto nieto de aquella isleña anciana: la mirada de Olwen, que no había sabido adivinar.

—Estúpido. Ahora ya nada puede protegerte.

—No me matarás. No serías un rey justo si lo hicieras.

—Estás en mi casa y en mi territorio. Mi juez no me castigará por dar muerte al hijo de un enemigo —le respondió, iracundo.

—De poco puedo servirte muerto. Eso no haría crecer tus riquezas ni tus bienes —contestó Ciar, calmo y seguro. Tenía muy clara cada palabra que debía decirle, ardiendo en la mente—. En cambio, si vivo, trabajaré para ti y te serviré voluntariamente, desde mi libertad.

Diarmait se extrañó ante tan inusual oferta. ¿Qué tramaba aquel mal espíritu? Había recalcado «desde mi libertad». El muchacho no estaba dispuesto a perder su estatus, pero, a los demás efectos, se presentaba como si fuera un sirviente.

—¿Por qué habrías de arrodillarte ante quien no quiere nada bueno para ti?

—Tú tienes algo que yo quiero —le contestó, sin rodeos, señalando con la cabeza a Áine, que estaba en el marco de la puerta. Ella abrió completamente los ojos, indignada—. Y es por eso que no puedo fingir que soy tu hijo. Porque entonces sería ilegal que me la dieras.

Diarmait la miró un momento y se sonrió con lástima ante el excesivo absurdo de aquel muchacho. La preciada Áine, la secreta yesca que encendía su corazón ante los embates del tiempo. Era su favorita, la más parecida a él de entre todas sus hijas. La había visto crecer, poblarse de pensamientos y deseos, definiéndose, vinculándose a él. Áine era la mayor prueba de su propia existencia y ahora tenía allí a aquel muchacho, lancero de la vida, intruso y pretencioso. Su lástima no era suficiente como para imponerse al desprecio.

—Antes preferiría ver su colina funeraria.

Ciar tenía la sangre apasionada de su padre, pero también la astucia de Aífe y su habilidad con las palabras.

—Piénsalo bien. Porque sabes que cualquier otro hombre la separará de ti y se la llevará a otra granja, quizás a otra tribu, quizá más allá del mar. Con la ley en la mano. Y entonces no volverás a verla. Lo que yo te ofrezco es mi devoción y mi lealtad aquí mismo, en tu casa, mientras me dure la vida. No me importa que no esté bien visto. He podido irme con mi padre, pero me he convertido en su enemigo por ti. Sabes que soy materia de rey, por parte adoptiva y conforme a la carne, porque reyes fueron mis dos abuelos. Yo soy el tánaise que necesitas. No tienes otro.

Diarmait no sabía de dónde aquel ensayo de hombre sacaba la voz para hablarle así, tocando los lugares que más le temblaban: el momento en que Áine fuera desposada y se marchase; el momento de su propia muerte, la extinción de la línea real, dejando un vacío de poder en una tribu ya amenazada. No tenía otro sucesor, aquella era la verdad más desnuda. Coirpre de los Juncos se había encargado de matar al último de ellos, su sobrino, el hijo de su hermano desterrado. Pero la sangre de los Barr… De Ciarán, el usurpador. Mezclada con la suya propia. Era imposible. Era abominable…

Levantó la espada sobre su cabeza, con el odio palpitándole en las sienes, tirando de todo su cuerpo y, por un momento, Ciar temió que la furia le poseyera y fuera a darle muerte allí mismo. El muchacho cerró los ojos con fuerza y se concentró en la imagen del cisne cantor, defendiendo el río que era su territorio. Inmóvil y en equilibrio entre las dos fuerzas opuestas que arrastraban su vientre hacia el agua y tiraban de sus alas hacia el cielo. Clavado en el sitio, esperando el golpe. La Llanura del Cisne era su destino y nada ni nadie podría arrebatárselo.

Diarmait sentía su sangre vibrando, haciendo temblar sobre su cabeza la espada de rey. El flujo en sus venas arrastraba el dolor de Olwen perdida, el rencor de dos generaciones anteriores, las quemaduras de la guerra fraticida, maldiciones, juramentos, susurros, miedo, honor. Demasiado peso.

La hoja silbó en un vuelo corto y firme. Diarmait consiguió desviar el arma en su caída y retener, dentro de sí, al demonio de la venganza.

—Eres libre de quedarte y hacer como te plazca —su voz sonó agotada por el esfuerzo—, pero no guardes esperanza alguna. Yo nunca podré mirarte como a un hijo. Tú eres hijo de los Barr.

Y dicho esto abandonó la casa y Áine se quedó mirando a Ciar desde debajo del dintel, con los ojos colmados de rechazo. Ahora estaba sola ante él. Su padre había abandonado el campo de batalla.

Demet, Alba

—Padre, tengo que marcharme.

Ciarán sintió que su ánimo se hundía por completo. Aquel era el remate a toda una cadena de infortunios que había comenzado con el viaje a las islas. Sabía que aquel momento llegaría, con Finn más que con ninguno de los otros, pero justo ahora, cuando acababan de perder a Ciar, le resultaba la extirpación más dolorosa.

—Lo siento —dijo Finn ante su expresión de pesar.

—Si es por cómo reaccionó Aífe, yo te aseguro que no quiso hacerte daño…

—No es por eso —se disculpó—. Simplemente no puedo seguir esperando.

No había excusas posibles y Ciarán lo sabía.

—Es verdad. Llevas mucho tiempo queriéndolo. Es solo que no contábamos con que tu hermano…

—Estoy en deuda con él. Se dejó atrapar en mi lugar. Además, tanto Niam como yo hemos podido elegir…

—Podría haber elegido el destino que quisiera —le atajó Ciarán, disgustado—. ¡Todos! Incluso la muerte. Todos a excepción de Diarmait.

Finn tragó saliva ante aquellas palabras tan duras.

—A lo mejor vuelve.

—Aquí ya no hay sitio para él. Pero no hablemos más de los muertos. Debes prepararte y despedirte de tu madre… De Aífe. Hoy va a ser un día triste para ella.

—Deberíamos hacer algo de limpieza aquí. Dárselo a las vecinas —dijo Aífe mientras doblaba las pieles en un rincón. Finn se había marchado aquella misma mañana y ella había cargado su yegua hasta conseguir que el equipaje pesara mucho más que el jinete.

Para aquel delicado momento solo había reservado sonrisas y abrazos. Sabía que Finn era un muchacho sensible, tendente a la culpa y, como madre, siempre había sabido compensar las carencias de cada hijo. Finn necesitaba marcharse de allí con la sensación absurda de que no se le necesitaría y de que apenas se le echaría de menos. Su misión era hacerlo creíble.

Cumplió a la perfección el papel que se había propuesto. Le animó, le consoló incluso, le dijo que estarían cerca y que se verían pronto. Utilizó toda suerte de mentiras piadosas y, solo cuando Finn hubo cruzado la puerta, permitió que su rostro se relajara en una expresión de tristeza dura, sobria, parecida a la de la madre de un pescador.

—Esto deberíamos también regalarlo. No creo que nos vaya a hacer ya falta.

Habían guardado algo de ropa infantil: una túnica que no se había estropeado tanto como para convertirla en trapos o retales para remiendos. Los juguetes no podían aprovecharse porque ya eran el último eslabón de una larga cadena de sobras y tampoco podían venderse porque no tenían valor alguno en el mercado: pedazos de madera pintada, atravesada con cuerdas, hacían improvisados gusanos y caracoles; muñecas de junco ligadas con sauce; bolsitas de cuero rellenas de semillas, de tabas o de piedras de río; palos y pelotas para jugar al immáin.

Hasta entonces lo habían guardado todo, en espera de que un nuevo hijo viniera a disfrutarlo.

—No —dijo Ciarán con pesar—. No creo que nos vaya a hacer ya falta.

Cuando Finn llegó a la mansio no pudo encontrarla más ajetreada. El obispo de Britania Prima había escogido la antigua posada oficial como centro para la formación de nuevos sacerdotes y residencia de diáconos y otros miembros de la Iglesia. Muchos habían acudido desde las distintas aldeas de los alrededores y no disponían de familia o de residencia en la zona. Después de que las guarniciones romanas se marcharan, el edificio había quedado en manos del gobierno local, que no había dudado en vendérselo al obispo a cambio de una sustanciosa suma. Contaba con todas las dependencias necesarias: los baños termales, la fragua, el granero, la cocina con su horno y el comedor. Y por supuesto, los establos.

A aquella hora de la mañana, cada rincón de la mansio bullía de actividad, tanto en el interior como en el patio. El perfume del pan se mezclaba con el del estiércol animal, la grasa de oveja procedente de una pila recién esquilada y la cebada en su proceso de fermentación. Un muchacho no mayor que él intentaba no pisarse la capa mientras perseguía a una gallina. Otro se esforzaba por mantener unido a un grupo de cerdos. Otro más se lamentó con un grito cuando se le cruzó una cabra y tiró al suelo la bandeja de pan recién hecho. Tendrían que hacer la misa con tortas de cebada y, para colmo, había una penitencia específica por dejar que el pan de la eucaristía cayera al suelo. Apartó con desesperación al animal, ya que la penitencia se multiplicaría por cada bocado que le diera.

Finn dejó en el suelo su petate y su capa de viaje. Estaba claro que nadie iba allí de invitado: todos debían esforzarse por aportar algún provecho a la comunidad.

Atrapó la cabra y la agarró por las patas con suma facilidad. Se la echó a hombros y se dirigió a un cercado próximo para recluirla.

Buscó después un árbol y le arrancó una buena rama, la cual peló de hojas en el camino hacia los cerdos. En cuestión de minutos había conseguido encaminar a la piara.

En cuanto a las gallinas, fue persiguiéndolas y atrapándolas una por una, hasta que el corral quedó cerrado y él se dejó caer al suelo de puro agotamiento, pues al cansancio del viaje se le había sumado toda aquella actividad de última hora.

Miró con pesar hacia el prado: todavía le quedaban todas las ovejas, que estaban dispersas hasta que alcanzaba la vista.

Un fuerte silbido le sobresaltó. Vio a un hombre vestido como un noble, con una lujosa túnica granate y una capa de viaje, que soltaba las cadenas a dos perros pastores.

El noble se metió en la boca los dedos pulgar e índice y de ella salieron toda clase de silbidos, como en una extraña canción que hacía correr a los perros en perfecto orden, en círculo, hacia derecha e izquierda, reuniendo al rebaño. Silbidos largos, entrecortados, oscilantes: órdenes claras dirigidas a cada uno de los canes.

Finn estaba preparado con la valla cuando las ovejas entraron en tropel.

—Buen chico, Quirón —dijo el noble, arrodillándose y acariciando a los animales. Hablaba en britano-romano—. Muy bien, Aquiles.

—¡Eso ha sido impresionante! —exclamó Finn en su lengua, tendiéndole la mano.

—Es cuestión de mucha práctica —sonrió él, tomándole la mano para incorporarse—. Me alegro de no estar oxidado. A ti tampoco se te da nada mal, por lo visto. Tienes buena mano para los animales.

—Excepto para los caballos —titubeó Finn, agobiado solo de pensar en las enormes bestias.

—No te preocupes. Tenemos pocos y son para tirar de los carros. Aquí llegan, sobre todo, animales de granja. Y tú pareces acostumbrado al trabajo en el campo…

Finn asintió.

—Nada me gustaría más que ayudar. Quiero llegar a ser exorcista.

El noble se extrañó al oír aquello. Había dos caminos en el primer período de enseñanza. Todos los muchachos querían empezar como lectores. No había ni un solo exorcista en la región.

—El encuentro con los demonios requiere de gran fuerza espiritual… y está lleno de peligros.

Finn asintió, apretando los dientes.

—Como que el demonio ataque a quien intenta combatirle —respondió, contando con los dedos de una mano—. O que dé un salto entre cuerpos y tome posesión. Pero no les tengo miedo.

—Bien… —El noble asintió, aunque su rostro reflejaba una gran preocupación. El cursus ideal decía que no se debía ejercer como exorcista antes de los veinte años, pero aquel no era más que un chiquillo—. Bien… —repitió sin convencimiento.

En ese momento, la cabra salió de no se sabe dónde y, como si buscara venganza por su anterior captura, embistió a Finn por detrás de la rodilla y le hizo caer.

—¡Estúpido bicho! —gritó Finn en irlandés.

—Aún más estúpido es el patán que lo ha dejado escapar —respondió el noble, también en irlandés, señalando con la cabeza al torpe muchacho que manipulaba la cerca.

Finn sonrió ampliamente, feliz, desde el suelo.

—Hablas la lengua de mis padres. También eres un colono…

—No exactamente.

El noble le tendió la mano, devolviéndole el gesto para ayudarle a levantarse. Al inclinarse, el cuello de su túnica se abrió y un crismón de madera se balanceó en el aire. Más allá de aquel símbolo, Finn vislumbró la piel del cuello, dolorosamente cicatrizada, haciendo un círculo perfecto alrededor de él. Su expresión se ensombreció por lo que aquello implicaba.

—Lo que sí soy es diácono —continuó—. Y tu superior, a partir de ahora. Me llamo Patricio. No te preocupes por los demonios ni por ninguna otra cosa. Yo te ayudaré.

Llanura del Cisne, Ériu

—Tendrás que ir a por agua otra vez —dijo Áine, tirando los cubos vacíos a los pies de Ciar. El muchacho estaba apilando los bloques de leña que acababa de trocear.

—¿Qué has hecho con la que acabo de traer?

—Eso no te importa.

—¿La has gastado toda? ¿Los cuatro cubos?

—Tenía que lavarme el pelo.

—Podrías haberme dejado un poco. Para lavar el mechón que te falta —sonrió, travieso.

Áine frunció los labios. Así que aún lo tenía. Debía recuperarlo como fuera.

—Tendría que mandarte a azotar por aquello.

—No puedes. Y tu padre tampoco. Es parte del acuerdo. Yo no soy vuestro esclavo, que te quede bien claro.

—Querrás decir nuestra esclava.

Diarmait le había puesto a asistir a las mujeres, a lavar, a moler el grano y a acarrear agua del río, en un intento de humillarle y hacer que desistiera. Por las noches le daba ropas para zurcir junto al fuego, durante la cena, pero aquella era una tarea que Ciarán le había enseñado a dominar. Sus trabajos de aguja eran impecables y las mujeres mayores los comparaban, asombradas, con los mejores del túath. En algunas ocasiones, Ablach le miraba y le sonreía con timidez, pero enseguida se retraía ante las miradas de odio de su hermana.

—Esto no durará siempre —dijo Ciar—. Tu padre me necesita demasiado en otras partes. Como en las asambleas.

Áine estaba perpleja de su prepotencia. De verdad estaba convencido de que sería el próximo rey del túath. De que algún día su padre se la daría en matrimonio.

—Te crees que puedes conseguir todo lo que quieras, ¿verdad? A mí no podrás tenerme. Me casaré en cuanto tenga catorce y eso pasará antes de que cumplas los tres Samain que le has ofrecido a mi padre.

—Me esperarás.

—Nunca seré tu mujer.

Le sacó la lengua y él sintió una punzada de deseo. Era lo primero que había conocido de ella. La sorpresa de tener su lengua en la boca.

—Parirás para mí, ya lo verás.

—Antes cogeré la espada de tu padre y te mataré mientras duermes. Y recuperaré mi pelo.

Ciar se rio de ella y recogió los cubos vacíos. No se lo dijo, pero cada día le gustaba más.

Mona, Alba

—Puedes casarte y seguir dentro de la escuela. Sobre todo si tu marido también está en formación…

—Prefiero no hacerlo. —Niam estaba incómoda. Se había ido a memorizar a un aparte porque no quería que la molestaran. Pero Báeth, aquel muchacho de dieciocho años, había decidido que no había otro momento mejor para hacer su propuesta. Se había sentado en el suelo, junto a ella, sin preguntar.

—Vas a cumplir catorce en Samain. Y mi familia tiene tantas generaciones de druidas que dicen que aconsejamos a la misma reina Medb.

—Prefiero no casarme hasta que termine la instrucción. Al menos hasta entonces. No lo haría tampoco con ningún otro… —añadió, para que el rechazo fuera menos cortante.

—¿Tendré al menos una hora contigo? Por lo menos querrás saber lo que es estar con un hombre.

La rodeó con los brazos y se acercó aún más a ella. Niam, tensa, apartó el rostro, pero él aprovechó para besarle el cuello. En la casa del sueño los chicos comentaban siempre sus conquistas y Báeth no quería que nadie se le adelantara con una promesa tan bella como Niam.

Ella se cubrió el cuello con la mano y repasó mentalmente cómo podía salir de aquella situación en la que no tenía ninguna experiencia. No tenía la habilidad con las palabras de Faílenn: más que una autora, se consideraba una mensajera. Alguien que transmitía aquello que percibía, que se ponía al servicio de los elementos y de otras fuerzas, que dejaba que las palabras de otros, más importantes, la habitasen.

Luego estaba Dagán, ante el cual sin duda podría denunciar al chico, pero él no estaba allí en aquel momento. No podía ayudarla. «Para ya», pensó fuertemente cuando sintió la mano de él sobre el pecho, por dentro de la túnica, pero no conseguía decirlo. Tenía un nudo en la garganta. Estaba desconcertada y asustada, temiendo la reacción de él si se oponía, anticipando la violencia. Se sentía en una trampa y todas las decisiones —hacer algo, no hacer nada— le parecían malas. La única solución que se le ocurría era Ciar. El nombre de su hermano acudía a su mente una y otra vez. Él la habría defendido. Ciar habría peleado contra quien fuera por ella.

—¿Nos vamos a comer o prefieres quedarte?

Era Faílenn y estaba muy seria. Niam, sentada en el suelo, estaba pálida y temblorosa, con la boca seca y su postura era rígida, antinatural, inclinada hacia el lado contrario de su pretendiente. Faílenn le tendió la mano, con lo que Niam se sintió de nuevo protegida y apartó al muchacho de un empujón antes de levantarse. Su respiración retomó su ritmo normal. Era como despertar de una pesadilla.

—Puedes irte por donde has venido. —Báeth se puso en pie. Le habían interrumpido cuando ya tenía la mitad del camino hecho. Si se la hubiera arrebatado otro chico no se lo habría tomado peor—. Niam se queda a mi lado.

Faílenn rodeó a Niam con el brazo y ella correspondió, abrazando su cintura. Báeth se acercó a Faílenn y levantó un dedo índice en señal de amenaza:

Ándate con ojo, perra

cuida bien a tu hermanita,

que anda mucho tiempo sola

y en la cama… lo que se da ya no se quita.

Faílenn sonrió sin disimulo. «Acabas de cavarte tu propio agujero». Dejó que diera media vuelta y se marchara.

—Vámonos, Faílenn. Quiero ir con los profesores.

—De eso nada.

—¡Ya se ha ido! No puede molestarnos…

Faílenn tomó a Niam del brazo y siguió a Báeth a cierta distancia.

—Yo no dejo un desafío en el aire así como así.

—¿Y por qué no le has contestado antes? Ahora estará con sus amigos. Es más peligroso…

—Nunca va a ser peligroso, Niam. No debes tenerle miedo. A su familia le puede caer una buena multa por lo que ha pasado contigo. Pero yo quiero algo más y… ¿qué sentido tendría hacerle una sátira cuando no puede oírla nadie?

Cuando Báeth llegó hasta el grupo de sus amigos, Faílenn se escondió con Niam detrás de un árbol para que no las vieran. Niam la observaba, pero no quiso interrumpirla. Estaba con los ojos cerrados, movía los labios y contaba con los dedos. Sabía que aún necesitaba unos minutos. La preparación solo le valdría con las primeras estrofas. Después tendría que improvisar.

Abrió los ojos de repente y Niam supo que estaba preparada.

—Vamos.

Te voy a hacer un regalo

que es mejor que el vino añejo.

Abre bien esas orejas

para escuchar mi consejo.

Faílenn ya se había puesto a la altura de él y se había asegurado de captar la atención de todos aquellos que le rodeaban.

Báeth, amigo, creo que te has despistado,

que la casa de las chicas está por el otro lado.

Ve descalzo al acercarte

o con suelas bien mullidas:

para no salir corriendo…

¡Tienen que estar bien dormidas!

Es mejor que entres reptando,

no te verán si te agachas.

(Si quieres asegurarte

yo empezaría por las borrachas).

Lo último lo dijo en un susurro audible, como si le estuviera hablando en un aparte, lo que provocó las carcajadas de la audiencia.

Sí, definitivamente,

vente y miente, serpiente, silente,

pero sé inteligente y vestido mantente,

para que no les ahuyente, maloliente,

ese tufo repelente.

Ese es su estilo ahora,

¿lo sabíais ya todos?

Acorralando a las niñas

a base de malos modos.

Si quieres aprovecharte

busca a una tonta total.

Su padre estará encantado

de conseguirle a un igual.

Aprovecha mis consejos,

Báeth, amigo mío,

que todo lo que te he dicho

ha sido por tu bien… tío.

Para entonces todos a su alrededor estaban vitoreando, aplaudiendo y silbando a Faílenn, especialmente las chicas, que estaban hartas de las provocaciones de Báeth. Se había corrido la voz al eco de «batalla de satiristas» y ya estaba allí media escuela. Pero Báeth tenía sus buenas armas y no las iba a desaprovechar:

¿Y cuál de ellas eres tú?

¿Dormida, borracha, enferma?

Nada de esto me decías

cuando me abriste las piernas…

«Uhhh», se oyó decir entre la multitud. Hubo algunos silbidos. Báeth se envalentonó:

Cuidado con esta perra.

Va de amiga y luego muerde.

El que se le acerca mucho…

de un bocado el rostro[8] pierde.

En aquel momento, Niam temió que Faílenn estuviera acabada. No tenía ni idea de que hubiera sido amante de Báeth. Pero pronto se dio cuenta de que ya lo esperaba. La provocación del muchacho solo era parte de su estrategia, como todo lo demás.

¿Cuál de ellas era yo?

La engañada, por supuesto.

Después de verte desnudo,

me digo: ¿pero qué es esto?

Tiene el cuerpo tatuado

debajo de la cintura,

con lo que uno se pregunta

si hay algo más que pintura…

Algunos chicos se rieron porque sabían que era cierto: Báeth se había hecho un tatuaje de espirales desde la cintura hasta los muslos. Uno de sus amigos le sonrió y se encogió de hombros, reconociendo la superioridad de Faílenn. Báeth, furioso, negó con la cabeza y apuntó a la chica con el dedo.

—Dejaremos esta deuda para más adelante… No te creas que puedes ir por ahí diciendo lo que te da la gana sin pagarlo después.

Lanzó la capa a su amigo y ambos se marcharon hacia las casas de los profesores.

El resto de los alumnos aplaudieron a Faílenn. Muchos reían y festejaban lo que había conseguido, pero Niam estaba preocupada. Las palabras de Báeth llevaban una amenaza que, tarde o temprano, podía hacerse realidad: ¿cuántas veces podría su amiga tener suerte con sus víctimas? ¿Cuántas veces podría escapar?

Faílenn pensó que Glas era la palabra perfecta para los ojos de Niam. Glas, el color del mar, el único de los colores que cambiaba con la luz y las mareas y la estación del año y que nunca era igual. Y así era también el color de sus ojos: verde azulado, azul grisáceo, gris verdoso. El sol los transformaba y dejaba su marca divina en ellos.

El acantilado era completamente vertical: un muro blanco surcado de vetas grises. Sobre él revoloteaban las gaviotas y los frailecillos, que llenaban de nidos las cavernas a sus pies. Sus plumas blancas lanzaban guiños al cielo e iluminaban aún más el precipicio.

—Se llama Un sueño de caballos blancos —dijo Faílenn.

Muchos acantilados tenían nombre en la Montaña Sagrada, pero no eran tan bellos como aquel. Las olas se estrellaban furiosamente en sus paredes, ascendiendo en crestas de espuma y haciendo pensar en las crines revueltas de una manada. Los caballos del Otromundo, tratando de conquistar el muro después de atravesar todo el océano al galope.

Ambas se sentaron junto al borde y Faílenn miró a Niam, pero ella seguía en silencio, con la mirada perdida en el horizonte.

—Aquella es como mi hermano, Ciar —dijo finalmente. Se refería a la estrella de la tarde, que colgaba del cielo como una joya prendida. La muchacha no pestañeaba. A Faílenn le pareció que estaba en una especie de ensoñación—. El primero de un ejército de estrellas. Desafía a la luna, pregunta por mí. Mi mellizo Finn, en cambio, es como la estrella de la mañana. Precede a una luz más grande, la anuncia. Prepara el camino.

Faílenn estaba fascinada. Las palabras llegaban a Niam con toda claridad, ocupándola por completo. La muchacha se había vaciado y estaba rendida a la visión. Su cuerpo era el recipiente perfecto.

Faílenn nunca antes había presenciado un acto de revelación, pero supo que la que estaba hablando no era la misma muchacha que se había sentado a su lado. La cercanía de lo sobrenatural le erizó la piel. Y Niam llevaba solo cuatro años en formación, lo que equivalía solo a la mitad del camino.