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La escuela de Mona

Mona, Alba, verano del 444 d. C.

Cerró los ojos para no ver y también para que no pudieran leerlos. Estaba tumbada en el suelo del barco y algunas gotas mojaban su rostro: no podía decir si eran de agua dulce, por la llovizna, o salada, por el mar, o si en realidad eran lágrimas.

Niam nunca se había sentido tan sola. Siete años era el mínimo que pasaría en Mona. Quizá no volvería nunca a Demet. No volvería a ver a Ciar o a Finn. O incluso a Aífe. La muerte era algo tan cotidiano y repentino como un aguacero. A veces, simplemente, no había tiempo para resguardarse.

Le dolía el cuerpo al pensar en Ciar. Sobre todo las extremidades, como cuando se echaba en la cama después de galopar un día entero. Aquel dolor extraño luchaba con la agitación de su estómago que, al dictado de su oído, registraba todos los vaivenes de la embarcación.

Abrió los ojos, que miraban al cielo, y fue como si todavía permanecieran cerrados, solo que, en lugar de negro, todo era gris, absoluto y uniforme. Gris encapotado, imposible de leer. Una gran nada, que era en lo que su vida se había convertido. Aquel viaje era como una interminable noche de Samain: ya no era su pasado, pero todavía no era su futuro.

Cuando llegaron a la Montaña Sagrada les estaba esperando uno de los maestros. Iba acompañado por cuatro guerreros, uno por cada punto cardinal. Mona ya había sido atacada e incluso arrasada en el pasado y no podían permitirse correr ningún riesgo. Aquellos hombres empezaron a descargar los troncos de roble que venían en el mismo barco.

—Me llamo Dagán —se presentó. Era un hombre maduro, que llevaba la mitad anterior de la cabeza afeitada, desde la frente hasta la línea entre las orejas. Por detrás caían los cabellos rubios entre los que destacaban cuentas esmaltadas de rojo, como bayas brillando en un arbusto. En la mano portaba una vara con siete cascabeles dorados, lo que indicaba que había alcanzado el grado de ollam, el más alto de la orden. Era un vidente del roble de los pies a la cabeza—. Traes un mensaje, ¿verdad?

Ciarán le tendió el palo de viaje que le había dado el druida de Demet. El maestro descifró el ogam rápidamente y asintió.

—Yo seré el padre adoptivo de Niam mientras ella esté aquí. —Le tendió el palo a uno de los guerreros que le acompañaban para que lo guardara—. Ahora tendrá que ver a los ancianos y ellos decidirán. Te enviarán un mensaje cuando todo haya acabado.

Ciarán asintió y esperó. Dagán no estaba seguro de que hubiera entendido las implicaciones de sus palabras:

—Debes despedirte de ella aquí. No puedes acompañarnos y ella tampoco podrá salir…

Ciarán la abrazó entonces y le dijo en un susurro:

Is ferr fera chiniud. Un hombre es mejor que su nacimiento. Recuérdalo.

Y luego la miró mientras se la llevaban tierra adentro hasta que se hizo muy pequeña. Más pequeña aún que cuando había nacido y la había tenido por primera vez entre sus brazos, justo después de Finn, cuando no la esperaba.

La Montaña Sagrada, donde estaba emplazada la escuela, era el lugar más inaccesible y sagrado dentro de Mona: un islote en el Oeste, separado del resto, dominado por la cumbre de la que tomaba el nombre y en donde los romanos habían construido una pequeña atalaya. Esta se comunicaba con un monumental fuerte que habían erigido en la costa, con muralla rectangular y poderosas torres cilíndricas en las esquinas.

La escuela estaba muy cerca del mar, al pie de la montaña. Los druidas habían podido ocupar de nuevo las estructuras de los antepasados, que los romanos también habían aprovechado y mejorado. El núcleo central estaba formado por dos casas gemelas, capaces de albergar hasta a veinticinco alumnos cada una, y cuatro casas más pequeñas alrededor. Allí es donde se impartían los saberes de cada una de las ramas: religiosa, poética, jurídica, médica… Los espacios se dividían escrupulosamente, ya que los conocimientos avanzados estaban prohibidos a los novatos. Además había tres grandes casas dormitorio y dos asentamientos auxiliares, con los talleres y granjas que abastecían la escuela de forma regular.

Dagán guio a Niam hasta una de las dos estructuras principales.

—Mona ha sido santuario de nuestra clase, el más importante, desde tiempos muy antiguos —explicó Dagán mientras esperaban—. Pero es una tierra rica, los dioses lo quisieron así, y nuestros enemigos la han codiciado siempre… Además de que es símbolo de nuestra fortaleza espiritual. El peor ataque llegó en tiempos de Nerón. Teníamos algunos guerreros e invocamos a los dioses con sacrificios abundantes, pero no fue suficiente y la escuela quedó arrasada. Es por eso que ahora traemos en barco la madera. Roma taló nuestros bosques y aún los estamos recuperando…

Una muchacha de larga melena oscura salía por la puerta anterior.

—Ya podemos entrar —dijo el maestro.

La muchacha aprovechó el momento en que Dagán entró a hacer el anuncio para acercarse a Niam:

—El del centro es el importante —susurró—. Háblale a él.

Enseguida reapareció el druida e hizo una señal a Niam para que entrara.

La construcción de la casa era magnífica, de paredes de piedra bien cortada, en lugar del avellano trenzado que se utilizaba en Demet. El techo de juncos se elevaba sobre una estructura cónica de inmenso tamaño, que bajaba por fuera prácticamente hasta el suelo. En la parte norte, la más noble de la casa, se sentaba un tribunal de cinco ancianos. La única mujer fue la primera en hablar:

—Nos han dicho que quieres ingresar, pero que tu familia no puede darte apoyo.

Se hizo el silencio. Niam no estaba muy segura de qué querían que dijera. Se le fueron los ojos a las cinco varas que había apoyadas en la pared: estaban a reventar de cascabeles dorados.

—Así es —dijo al fin—. Soy la primera generación.

—Entonces tu mérito debe ser doble… —dijo el anciano que estaba a su derecha.

—¿Has considerado alguna forma de canto menor? —dijo un tercero—. ¿Una que no necesite de linaje?

«Un bardo», pensó ella. Eso era lo que le estaban proponiendo. La más baja de las clasificaciones posibles. Con el menor de los precios de rostro en la escala social.

—Para eso no necesitas venir aquí… —dijo un cuarto.

—Sí, definitivamente, puedes volver al túath y aprender con tu gente —sentenció la mujer.

Niam se llevó la mano al pecho y se aferró al disco solar que le había entregado Aífe. El broche con el emblema de Macha, cuyos círculos dorados parecían despertar con la luz. El borde frío del metal se hundió ligeramente en su mano.

—Este es el lugar donde debo estar —reaccionó—. Aquí es donde podré poner las palabras verdaderas a lo que veo. Y así transmitir mejor lo que los dioses quieran decir. —Miró directamente al anciano del centro, tal y como le había indicado la muchacha morena. Era el único que había permanecido mudo.

Los demás le miraron, expectantes, y entonces él habló:

—Dinos lo que te han dicho los dioses hasta ahora.

Cuando Niam salió de la casa la muchacha del cabello oscuro todavía estaba allí. Tenía, por lo menos, un año más que ella y su hermosa cabellera le llegaba a la cintura.

—¿Es verdad que has visto a la lavandera? —le preguntó, sin rodeos.

Niam se quedó atónita. Aquella chica parecía saberlo todo.

—Me lo ha dicho uno de los guerreros que te escoltó hasta aquí. —El «palo de viaje» con el mensaje en ogam, recordó Niam. Para entonces ya lo habría leído toda la escuela—. Es algo demasiado insólito como para mantenerlo en secreto. ¿Te han aceptado?

Niam tomó aire profundamente, por primera vez desde que entrara en la choza.

—Sí, aunque nunca podré acceder al saber más alto. Ya me lo habían dicho. El límite es el grado de ánruth.

—Bueno, ya sabes que en teoría tienes una posibilidad…

—Sí… Si todos los ancianos deciden que soy el doble de buena que ellos —sonrió con sorna—. Me temo que eso no pasará.

—Pues en mi caso, pasará. Voy a ser la mejor satirista de Ériu y el que no tenga familia de poetas no va a impedirlo. —Le guiñó un ojo—. Me llamo Faílenn. Verás qué bien lo vamos a pasar.

En ese mismo momento uno de los profesores abrió las puertas de la casa contigua para que la luz entrara.

—Es siempre de otros poetas que un alumno adquiere su oficio, pues no es tarea fácil encontrar las puertas de unos versos que aún no se han abierto.

El profesor salió entonces, seguido por sus estudiantes, y los guio bajo un cielo plomizo hacia la zona de los talleres. Niam y Faílenn se miraron con urgencia e hicieron un gesto de asentimiento mutuo. Les siguieron, sumándose a la clase.

—Una vez que estas puertas han sido abiertas y los versos pronunciados —siguió—, debemos dejar partir al poema. Dejar que recorra el camino que le corresponde. Debemos empujarlo como un carro, perfectamente ensamblado, sólido y brillante, donde hayan sido uncidos los mejores caballos. Listo para que nuestro dios protector se suba en él y lo conduzca a su destino.

Niam estaba segura de que Macha le daría fuerza a sus poemas. Ella era el mejor auriga de todo el panteón. La poesía que le inspiraría sería la más certera y penetrante de todas. La más reveladora.

El profesor se detuvo junto a unos alumnos mayores, que estaban reparando el tejado de una casa.

—Construir un poema puede ser como construir esta casa. Hay una puerta de entrada y una de salida. Con la rima interna levantaréis sus pilares. Cada palabra es una piedra bien cortada que se va alineando junto a otra, sin fisuras, sin permitir que entre el frío o el viento a través. El poema debe ser sólido.

Después les llevó al taller de carpintería y cestería, donde se estaba construyendo una carreta.

—El poema también debe estar bien ensamblado, como este carro. Las partes deben ser adecuadas entre sí, ni muy largas ni muy cortas. La proporción debe ser perfecta. Su madera no debe ser frágil y quebradiza, sino robusta, resistente al tiempo. Así debe ser también el poema. Debéis ser carpinteros de la canción. La aliteración es, para el verso, como el eje entre estas ruedas: lo estructura, os ayuda a recorrerlo. Y no olvidemos las ligaduras. —Tomó las cuerdas que el artesano utilizaba para hacer nudos—. Aquí aprenderéis la rima de sauce, que os ayudará a mantenerlo todo en su lugar.

Por último les llevó a un taller de tejido de lanas, donde otros alumnos y alumnas hilaban, teñían y manejaban el telar.

—Fijaos en cómo el huso gira y el hilador va dando forma a la hebra entre sus dedos. No debe ser demasiado gruesa ni tan fina como para romperse. Y al trenzarla no deben dejarse huecos, pero tampoco nudos. El tejido no es ni demasiado prieto ni demasiado suelto. Así debe ser también vuestro poema. Flexible, pero resistente. Cada línea se añade naturalmente a la anterior, paralelas como urdimbres, verso tras verso. Perfecto.

Pidió entonces a los alumnos que se distribuyeran en los talleres, según se identificasen con un tipo de poesía u otra. Allí podrían acudir a pensar y a reflexionar sobre su arte, a buscar ideas cuando estas no acudieran. El trabajo manual despejaba la mente y permitía la entrada de las palabras de puntillas, de forma apenas perceptible, por la puerta del oeste. Faílenn escogió la cestería, que era una labor más técnica, y Niam los telares, donde el trabajo era más sutil y la materia más sensible.

Ambas se reunieron por la tarde y Niam se dejó guiar mientras Faílenn le mostraba los alrededores.

—¿Cómo sabías que el del centro era el maestro más importante?

—Para lo que yo hago tengo que conocer a la gente al primer vistazo —contestó Faílenn—. No hay tiempo para pensar. Desde el principio supe que él era el ollam más valorado, el que tenía que tomar la decisión. Por las miradas de los demás, por su actitud reservada, por la posición en la sala…

—¿Y cuál fue tu prueba? ¿Les satirizaste?

—¿Al tribunal? ¡Me habrían enviado a sacar cobre de las minas! No, lo hice con el guardián de la puerta. La verdad es que llevaba el examen preparado. Solo tuve que hacer algunos ajustes para aplicárselo a él.

—¿Y cómo era?

—Bueno… Empecé con una sátira disfrazada de alabanza. Algo muy suave. Luego fue en aumento, cada vez más insultante, y cuando el tipo ya no podía caer más bajo y estaba a punto de sacar la espada hice justo lo contrario.

—Una alabanza disfrazada de sátira —afirmó Niam, impresionada. Era una estrategia muy inteligente. Ese tipo de sutilezas eran precisamente las que se enseñaban en la escuela. Los jueces, de seguro, habrían quedado muy satisfechos.

—Así es. Empecé a alabarle cada vez más alto, hasta que desmonté todo lo anterior. Funcionó. El ollam mayor quedó bastante contento. Además, mi padre paga bien. Tiene muchas tierras y varias hospederías. No pueden permitirse dejarme fuera.

—¿No tienes miedo de que puedan volverse contra ti… las víctimas de tus sátiras?

—No más que cualquier guerrero.

—Sí, pero tus heridas pueden tardar más en curarse. Y tus víctimas siguen vivas.

—Alguien tiene que hacerlo. Además el pago compensa los riesgos. Me contrataré una buena guardia.

—Te vas a cubrir de oro.

—Es un trabajo y lo hago para quien mejor me pague. Pero tú tienes talentos con los que yo no podría ni soñar. Lo que tú haces, Niam, solo lo hacen unos pocos en cada generación. Tú eres la voz de los dioses, la que puede decidir una batalla o salvar la vida de un rey. Eso te dará mucho más que oro. Te dará un lugar en las canciones. Te dará fama.

Demet, Alba

La casa le pareció a Ciarán inusualmente silenciosa cuando llegó.

Aífe le besó levemente antes de ayudarle a desatar la capa corta de cuero, que le había protegido durante el trayecto por mar y había evitado que se calase el manto de lana que llevaba debajo. Finn observaba muy callado desde su esquina en la choza, donde estaba machacando líquenes sobre un mortero, preparándolos para hervir.

—¿Todavía no ha vuelto?

Aífe negó con la cabeza. Se refería a Ciar.

—Le costará unos días…

—Ya se cansará.

—Tendríais que haber consultado al tío Finnén —musitó Finn.

—¿Tú también tienes algo que decir? —se exasperó Ciarán.

Finn bajó la cabeza, triste. Dudaba mucho de que aquella escuela fuera lo mejor para nadie.

—A él no le habría gustado… —«Tendría que haberse quedado aquí. El bautismo la hubiera protegido», pensaba. Pero él no era como Ciar. No quería enfrentarse a su padre. Dejó el cuenco en el suelo, se incorporó y salió por la puerta.

—¿Adónde vas? Ya se ha hecho de noche…

—Me voy a rezar un rato. —«Alguien tiene que hacerlo en esta casa», se dijo, comiéndose de nuevo la mitad de sus palabras.

Ciarán se acercó a Aífe, que estaba limpiando unas ciruelas en la zona de cocina. Se apoyó contra la pared de zarzo y dejó que el peso de su cuerpo cayera contra él, hasta quedar sentado. Se quedó mirando el fuego con los ojos muy abiertos y la mirada perdida, sin pensar en nada.

Aífe tomó una ciruela y se sentó junto a él. Se la ofreció, pero él la rechazó, negando con la cabeza. Ella le dio un bocado a la fruta, se recostó contra él y le tomó la mano. Ciarán la rodeó con el brazo, la apretó contra su cuerpo y sintió que la tensión por fin le abandonaba.