15

El nacimiento de Niam

Mona, Alba, primavera del 452 d. C.

Niam terminó de tallar el ogam en la rama de álamo que le habían dado los ancianos. El mango del cuchillo estaba resbaladizo. Le sudaban las manos.

El maestro Dagán no se había separado de ella ni un momento. Se había quedado observando en un silencio absoluto, mientras la tarde alargaba la sombra de los dos pilares mellizos: las piedras de siete metros que estaban al sur de la escuela. La propia Niam había elegido el emplazamiento para su prueba final. Se tendió a los pies del más pequeño de los menhires, aquel que podía representar a la hermana, Fial, más que a su hermano mellizo, Fir.

Niam acababa de pasar su último examen, el del séptimo año. Había demostrado que su memoria estaba preparada para albergar los secretos de varias generaciones de poetas. Había recitado durante aquellos años los cantares heroicos, la genealogía de los reyes más importantes, las leyes, los poemas de curación, las invocaciones a los dioses, los cantos de los sacrificios, el nacimiento y la muerte.

También había compuesto poemas propios, hurgando en los rincones de su mente, resguardada en una cueva el día entero y sin moverse, mientras afuera llovía y soplaban los vientos sobrenaturales, los que enviaban los dioses desde el Oeste.

Poseía todos los saberes de un ánruth, a excepción del vedado Imbas Forosnai. Había llegado el momento de hacer su viaje.

—Duerme, Niam. Tu caballo celeste está preparado.

La voz de Dagán era su único bálsamo en la caída a la inconsciencia. Él la había arropado en las pieles de yegua y la velaría hasta la mañana. No había tomado ninguna droga, pues debía estar en plenas facultades, pero su estado mental sería tan profundo que ante un peligro no podría despertar. Dagán montaría guardia para protegerla de hombres y animales, mientras aguardaba su regreso.

Junto a la cabeza rubia de la muchacha estaba clavada la rama con el ogam. NEMMIAS, decía: perteneciente a Niam. Una marca para una tumba simbólica. Porque si algo tenía claro era que aquella noche la alumna moriría y la poeta acudiría al día siguiente, para ocupar el cuerpo en su lugar.

Lo primero que vio con los ojos del sueño fue la yegua blanca. Galopaba hacia ella de frente, en su busca. Cada vez estaba más cerca y sabía que, si no se apartaba, la atropellaría.

Permaneció inmóvil, soportando la tensión. Dejó que viniera a ella. Había venido a llevársela: era el vehículo de su espíritu. Sabía que debía dar el salto, montarla cuando se cruzasen. Que solo tendría una oportunidad.

La yegua pasó muy cerca y el simple roce la arrancó de su cuerpo. Niam se sujetó con fuerza a sus crines. Una caída podía extraviar su espíritu ahora que no estaba atado a cuerpo alguno.

El mundo se zarandeó arriba y abajo, con un galope furioso, como si la montura deseara deshacerse del huésped. Poco a poco, sin embargo, la yegua pareció aceptarla y Niam se asimiló a ella hasta que consiguió ver a través de sus ojos y le pareció estar envuelta en su pellejo.

Dagán la arropó bien en las pieles y le cubrió la cabeza con ellas. «Serás una gran poeta, tu visión será profunda —le había dicho antes de que se durmiera—, porque tú no tienes miedo de volverte loca».

Niam llegó entonces a la base del álamo, que estaba marcado con las siete muescas de ogam, los siete peldaños de ascensión, uno por cada letra de su nombre en genitivo. El eje que las vertebraba recorría todo el tronco, uniendo la tierra con el cielo, y arriba, en lo más alto, brillaba el disco solar. Debía llegar hasta Macha y recoger sus palabras.

Se acordó por un momento de su padre. Cómo le había enseñado a leer el ogam, subiendo la escalera de ramas: la mano izquierda primero, dejando el tronco en el centro.

Subió el primer peldaño y notó enseguida el alto coste. Su cuerpo era más ligero que antes y la ascensión más sencilla, pero se llevó la mano a la cabeza y el cabello se le enredó en los dedos y se le cayó como si nunca hubiera sido suyo. Las hebras doradas quedaron enganchadas en algunas ramas o haciendo una madeja en la base del tronco.

Ascendió un segundo peldaño y sintió un pinchazo en los ovarios. El pecho se le había aplanado. Estaba en un estado andrógino anterior a la diferenciación de los sexos. Era como un niño o bien como una niña, no lo sabía bien porque no podía verse a sí misma.

Tomó el tercer peldaño y sintió frío. Se miró las manos pálidas con las que ascendía. Era como si la sangre se le hubiera retirado. Podía imaginar sus labios azulados como los de un muerto. Su cuerpo se había hecho todavía más liviano con aquella pérdida, como si se hubiera vaciado de agua.

Subió un cuarto peldaño, el correspondiente a la segunda «M» de su nombre en ogam, y el mundo se volvió oscuro. Ya no podía ver y tendría que subir a tientas los demás escalones. Se dio cuenta de que había dejado de sentir la corteza rugosa por debajo de los dedos. La rascó ligeramente con las yemas y no pudo escuchar su crujido al romperse. Y no podía oler el bosque como lo había hecho antes.

Se agarró al siguiente peldaño, el quinto y más difícil. Perdió su corazón que, a falta de sangre, ya no era necesario. Dejó de respirar por ausencia de pulmones. Se quedó sin estómago, riñones o cerebro. Ya no pesaba apenas. Sus vísceras estaban enterradas abajo, junto al cabello, los ojos, la lengua, el charco de la sangre. Sabía que estaba ya muy cerca.

Tras el sexto peldaño perdió la piel, la fina cobertura que ya solo albergaba el esqueleto. Se desprendió de ella como si fuera hojarasca de otoño, quebrándose en miles de fragmentos que llovieron sobre las raíces del álamo. Sus manos esqueléticas se aferraron fuertemente al séptimo escalón, buscando treparlo como fuese. Después de él ya solo estaba Macha.

Pasó el séptimo y último escalón y recuperó de inmediato la vista. Pero era una mirada diferente, capaz de ver más allá: la visión poética.

Se sintió completamente ligera, capaz de volar como un ave, inmaterial. Miró abajo y vio su propio esqueleto, acostado, rodeado del resto de sus atributos corpóreos. Por encima de ella, el sol era una fuente dorada y cálida y podía mirarlo directamente sin herirse pues sus ojos ya no eran los de un humano, sino los de un chamán. Alargó su mano hacia el lago de fuego sobre su cabeza y suspiró profundamente. Disfrutaba de una gran paz y alivio, como si hubiera pasado por varios estados de frío y de calor y, ahora, finalmente, pudiera descansar. Algo en el interior de aquella luz se movía muy lentamente, haciendo que los rayos solares se estiraran y encogieran.

De pronto advirtió que uno de los bordes del círculo se estaba ensombreciendo. Una pequeña línea negra, tan fina como una uña, avanzaba inevitablemente, interponiéndose entre ella y la fuente. Sintió cómo cada vez estaba más lejos de la diosa, ya no podía alcanzarla desde la copa del álamo, y la distancia fue aumentando a medida que aquel disco negro avanzaba hacia el centro de la luz.

Era la luna. Lo sabía bien. La luna sin nombre de la que le había hablado su padre. Cada vez más inmensa, amenazando con devorar todo el brillo solar. Cuando finalmente alcanzó su posición en el centro del cielo, Niam se dio cuenta de que ella había caído del todo y se encontraba de nuevo en la base del árbol, llorando lágrimas silenciosas.

El rostro de Macha brillaba ahora de forma fantasma, desde detrás de su enemigo. Niam miró a su alrededor y el paisaje se le reveló pleno de detalles que antes no había podido ver: el álamo, el lago, el trigal agitándose al viento, un círculo de grandes piedras que amparaba la entrada de una tumba pasaje. Mirarlo le producía una gran pena. Su cuerpo yacía junto a la raíz del árbol, nuevamente completo, esperándola. Se arrodilló a su lado y se acostó muy despacio sobre él.

—Iréis las dos al noreste de Mona —dijo Dagán—. Serigi tiene a un noble rebelde al que quiere dar una lección. Ha pedido una mordedora de mejillas.

Faílenn se irguió y puso los brazos en jarras. Al fin un trabajo de verdad.

Los profesores sabían que ella era la mejor de su clase. Desde su llegada se había esforzado por conocer a fondo a todos los habitantes de la Montaña Sagrada. Compraba secretos con el dinero de su padre y guardaba celosamente los suyos. No perdía ni un solo combate dialéctico.

—Dicen que a veces amenazas a otros con usar tu poder. Que lo haces para tus fines personales. Ya sabes que esa es una ofensa muy grave, Faílenn. Un satirista debe actuar con responsabilidad, para forzar la justicia. Y más cuando tiene tanto talento como tú.

Faílenn bajó el rostro en señal de disculpa, pero Niam pudo adivinar su regocijo por el cumplido.

—Espero que este encargo pueda entretenerte y desahogarte. Nunca había visto a nadie con tantas ganas de machacar a los demás…

—Eso es injusto, maestro. Solo lo utilizo para defenderme. No tengo la fuerza de un hombre ni la espada de una banfénnid. La palabra es lo único que me dieron los dioses.

Dagán asintió.

—Y con ella conseguirás lo que te propongas. Tu palabra te abrirá muchas puertas. Solo asegúrate de que detrás de ellas no haya un precipicio. Ya eras buena antes de entrar aquí, así que confío en que cumplirás este encargo de forma excelente. Niam, tú vendrás también. Serigi habita junto a un lugar sagrado que deberías conocer.

Aún no había amanecido cuando la barca cruzó la brecha que separaba la Montaña Sagrada del resto de Mona. En siete años no habían salido del refugio que les proporcionaba aquel islote. Los tiempos eran inestables y los maestros no querían correr el riesgo de perder a sus pupilos, que pertenecían a las mejores casas irlandesas de nobles y druidas.

Din Lligwy se encontraba a día y medio a caballo por el interior de Mona. Niam, a pleno galope, podría haber cruzado la isla en seis horas, pero para Faílenn y Dagán aquel ritmo hubiera sido imposible.

La morada del príncipe Serigi Gwydell, el Irlandés, estaba emplazada en un lugar privilegiado, cerca del mar y protegido por un dosel de árboles altos, abrazados de hiedra, que proyectaban una sombra de un verde intenso y oscuro. Faílenn, Niam, Dagán y sus dos escoltas subieron los escalones brillantes y resbaladizos de la humedad y se encontraron con la muralla pentagonal que protegía el espléndido asentamiento.

Había sido fundado por los antepasados, pero los militares romanos eran los que realmente habían dado a las casas su solidez y equilibrio, reconstruyéndolas en piedra.

Rodearon los talleres rectangulares donde era ensordecedor el golpe de los martillos y los yunques. Pasaron también los vallados de animales hasta alcanzar la casa redonda principal. El jefe Serigi salió a recibirles, de buen humor.

—Bienvenidos a mi casa. No hace falta que digáis nada. Salvad las palabras para mi enemigo, sobre todo las más espinosas.

—Suena como si tuvieras miedo de que hablásemos. —Faílenn dio un paso al frente, quitándole a Dagán el saludo de la boca. Miró a Serigi de arriba abajo—. Un hombre como tú… Cuello de guerrero, frente de rey y mano de juez… No veo qué deberías temer. Ningún satirista encontraría en ti material para sus versos.

El jefe Serigi sonrió, halagado.

—Ya veo que no he tirado mis vacas por el acantilado con el pago a tu escuela. Seguro que tienes un cuchillo detrás de esos labios tan hermosos.

Faílenn le dedicó media sonrisa. Serigi aparentaba más edad, pero no debía de tener más de veintiún años y estaba claro que su carisma era parte imprescindible de su liderazgo. Llevaba puesta una cota de malla, de anillos como gotas de lluvia al sol y un torques del grosor de un pulgar. Faílenn sintió deseos de besar la cuidada barba avellana alrededor de su sonrisa.

Dagán se adelantó y recuperó su lugar. Aquella muchacha nunca iba a aprender lo que eran el respeto y la jerarquía.

—Mi nombre es Dagán y soy maestro de la Montaña Sagrada. Ella es Niam, una banfili destacada —la presentó—. Viene a escuchar lo que los antepasados tengan que decir. A la manipuladora de rostros ya la conoces. Se llama Faílenn.

—Mi druida está en la casa contigua. Podéis ir con él, a disfrutar de mi hospitalidad. Pero tú, muchacha, quédate y trataremos los detalles del trabajo.

Serigi desapareció primero tras la puerta de madera y Niam miró a Faílenn con preocupación y sorpresa.

—No te preocupes —la tranquilizó su amiga—. Todo está controlado.

—Ten cuidado —dijo Niam en un susurro.

—Tú también. Dormir con los muertos es mucho más peligroso que con los vivos.

Cuando Faílenn entró en la casa comprobó que, verdaderamente, aquella construcción era magnífica. Los bancos circulares que nacían de las paredes eran de piedra blanca, perfectamente pulida, y estaban recubiertos con mantas de lana teñida en rojo, negro y azafrán. Había también hermosos escudos de bronce, espadas romanas y, en un rincón, broches de ballesta y algo de cerámica negra enmendada.

Serigi ya se había quitado la cota de malla y servía vino en unas copas de cristal blanquecino, de lo más exquisito de su tesoro.

—Toma y siéntate —le ofreció.

Faílenn apenas se mojó los labios. Un satirista tenía prohibido el alcohol, ya que una borrachera podía hacerle más letal que el mejor guerrero. Las armas podían combatirse, pero las palabras, una vez pronunciadas, ya no podían detenerse.

—Para que la sátira sea justa necesito saber qué te ha hecho este hombre exactamente —explicó ella—. Necesito su descripción física. Si es alto o bajo, si tiene las orejas o la nariz demasiado grandes, si cojea o está gordo. Háblame de su familia, de su riqueza o su falta de ella, de su capacidad guerrera. Cuéntame todo lo que sepas.

Serigi tomó aire y lo soltó lentamente. Se sentó junto a ella, apartando la capa.

—Qué seria te has puesto de repente…

—El de la sátira es un poder muy peligroso. La seriedad es imprescindible. Dime qué es lo que te ha hecho.

—Prácticamente nada, todavía —dijo sin mudar el gesto ni apartar de ella sus ojos castaños—. Pero quiere el lugar que me dio mi padre. Las tierras que me otorgó en Mona. Necesito librarme de él.

—¿Quieres que lo enferme?

—¿Podrías hacer eso? ¿Podrías rimar a un hombre hasta la muerte?

Faílenn no contestó. Su expresión tenía la dureza del buen estudiante que se enfrenta a su primer reto en el mundo real. La única sátira que podía matar de forma directa era el glam dícenn. Un encantamiento terrible, el último recurso. Reservado para reyes tiránicos a los que, por su alto estatus, no se podía multar.

—Solo hazle enrojecer —dijo él, relajándose y bajando los ojos. Se apartó ligeramente de ella—. De los pies a la cabeza. Humíllale delante de su familia y de sus hombres y también delante de los míos para que luego puedan difundir todo lo que digas. Los enviaré para protegerte. No quiero que te pase nada. —Le acarició el final de la melena. Las puntas de los mechones se le rizaban con la humedad.

—Supongo que la querrás en verso… Lánáer, entonces. Sátira completa, incluyendo el linaje y la tribu. No es el poema más barato que hay…

—Aparte de la escuela encontraré algo de oro para ti —sonrió, cómplice—. Debes ser justa. No quiero que sus hombres y los míos acaben a hierro. Si hay verdad en lo que dices no se atreverán.

—Sé lo que tengo que hacer. Y conozco bien los riesgos…

—Cuando vuelvas quiero hacerte un nuevo encargo. Algo para mí. Ahora que tengo tu boca a mi servicio no la quiero desaprovechar.

—¿Un poema de alabanza? Para eso necesitaré conocerte muy bien —dijo ella, sin abandonar su seriedad.

—Estaré tan cerca de ti que no podrás distinguir entre tu lengua y la mía.

La besó entonces, sorprendiéndola, mientras ella todavía estaba pensando en sus palabras. Al principio Faílenn se mantuvo rígida, pero él supo esperar y ella se relajó lentamente. Serigi olía a cuero y a metal y sus labios estaban perfumados de vino. Faílenn se acercó un poco más y Serigi la besó con mayor intensidad, buscando con su lengua la de ella: ese misterio deseado y temido a partes iguales. Su saliva era una mezcla perfecta de amor y de muerte y Serigi se sentía atraído por su poder como por una corriente inevitable.

Habían pasado el día completo descansando y cuando llegó la noche Dagán acompañó a Niam hasta la cama de piedra donde dormían los antepasados. Una roca plana y gigantesca estaba suspendida como si fuera la tabla de una mesa, sujeta por un círculo de rocas menores, muy bajas, que sobresalían del suelo como dientes. Era el dolmen más elaborado que había visto nunca.

«Solo los dioses han podido construir algo así», pensó ella. Había dos espacios por los que los dientes se separaban un poco para permitir el acceso. La tierra había sido horadada en el interior y el lecho se hundía en el barro, tierno y oscuro, en contraste con la hierba verde alrededor.

—Ahora te dejaré sola. Vendré por la mañana a despertarte.

Niam asintió.

—Los muertos son muy persistentes y a veces se aferran a los vivos —le advirtió el druida—. Si estuviéramos en Samain sería más fácil volver, pero han pasado demasiadas lunas.

—Esperaré tu visita.

—Cúbrete bien con las pieles. No te quedes fría.

Niam se deslizó al interior y se tumbó sobre el lecho de barro, donde estaban mezcladas las cenizas de los antepasados, y aquella tierra impregnó sus cabellos, el dorso de sus manos y el talón de sus pies. Se cubrió hasta la misma barbilla con las pieles que había traído y se dispuso a escuchar.

La roca plana superior estaba tan cerca de su rostro que le devolvía su propio aliento, algo más frío, con un susurro. Debía hundirse un poco más en la tierra, hasta que esta fuese tan fina como una membrana y le permitiera escuchar lo que pasaba al otro lado, en el Otromundo.

Después de un largo rato de oír su propia respiración, los susurros devueltos por la piedra empezaron a cambiar. Al principio se convirtieron en el sonido de otros alientos, de las respiraciones de otros seres, que se sumaban a la suya. Luego, poco a poco, se desajustaron y cada suspiro siguió su propio ritmo. Estos se transformaron en susurros ininteligibles, siseos y bocanadas y, finalmente, en palabras dichas en voz baja, como en una canción sin música, formada por murmullos.

Por fin estaba soñando. Estaba con ellos, que eran muchos. Le llegó la voz de hombres, mujeres y niños, como si toda una tribu estuviera convocada en una casa de reunión.

—Bienvenida seas, Niam. Hace ya muchos años que no nos visita nadie. —Era la voz de la primera mujer que había sido enterrada. La más vieja de entre todos ellos—. Hay algo que necesitamos decirte.

«Os escucho», quiso decir ella, pero no lograba oír su propia voz. Habían surgido, muy lentamente, voces de niños pequeños que lloraban.

—Es demasiado tarde —dijo la voz potente de un hombre. Aún sin poder verlo, Niam supo que se trataba del jefe de la tribu.

—¡Callaos! —gritó la madre de los niños.

—Aún no es demasiado tarde —dijo la anciana—. Niam puede dar el aviso.

—No llegará a tiempo. Ni siquiera si va a caballo. Ni siquiera con su poder.

Niam sentía la presión de la roca a través del aire. En la garganta, en el pecho, en su estómago. Las palabras abruptas de una maldición llegaron de alguna parte, en la oscuridad.

—Han tenido muchos años para enviar a alguien —se quejó el jefe—. Hace mucho que sabíamos que esto pasaría. Pero nadie vino.

—Basta ya de lamentarse. Esto es lo que tenemos que decir —dijo la abuela—: Mona está bajo una terrible amenaza. Su corazón mismo, la Montaña Sagrada, será golpeado. En nuestra visión los druidas son masacrados, los estudiantes esclavizados, quemados los instrumentos de música y los palos de ogam. No será como otras veces. Este es el final de la escuela. El final del santuario entero. Mona será desposeída de su poder. Los dioses nunca más volverán sus ojos hacia ella.

«¿Cuándo pasará esto? ¿Cuándo se cumplirá esta visión?».

—Mi querida niña —dijo la abuela con tristeza—. Esto está pasando ahora mismo. Ya están aquí.

Cuando Faílenn entró por la puerta, Serigi la esperaba impaciente. Había esperado todo el día a que terminara su misión, como ella le había pedido. «No se puede empezar un poema sin haber acabado primero el anterior», le había dicho.

—Tus deseos se han cumplido —dijo Faílenn, cerrando la puerta a sus espaldas—. Tu rival escupió espuma como un perro. Pregúntale a tus hombres. Ahora todo el mundo le llamará Dorb, el gusano de agua…

Serigi llegó hasta ella y comenzó a besarle el cuello y a desatarle el cinturón del vestido.

—Mis deseos nada tienen que ver con ese hombre. No puedo pensar en nada más que en ti.

Faílenn permitió que la besara y que le buscara los muslos bajo la falda.

—¿Quieres que empiece ya con el nuevo encargo?

—Solo si puedes recitar y follar a la vez…

Faílenn no pudo evitar una carcajada.

—No debería de haber problema. Mientras me dejes libre la boca…

Serigi también rompió a reír y no pudo continuar con sus besos. Miró a Faílenn a los ojos.

—Eres increíble. Tan joven y a la vez… tan audaz. ¿Se os permite amar a los satiristas?

A Faílenn se le hizo un nudo en la garganta. Verdaderamente el jefe Serigi había sido herido como por un relámpago amoroso.

—De todas formas —siguió él—, no metería mi más preciado miembro en una boca tan sucia. Ningún río podría lavarlo.

Faílenn se relajó un poco ante aquel cambio en la conversación. La ironía era el terreno en el que se sentía más cómoda. Cuando se encontraba en duelo dialéctico.

—Te recuerdo que esta boca es fuente de hidromiel cuando yo lo deseo. Tu espada no podría encontrar vaina más exquisita.

—Eso todavía tienes que demostrármelo.

Ella se sacó el vestido por la cabeza y la visión de su cuerpo acabó por subyugar al jefe irlandés. Le quitó la ropa a un Serigi paralizado, le llevó a la cama y se encaramó sobre él.

—Tienes la cabeza de un rey, al igual que el nombre[10]. Valiente como el cuerno de un toro, capaz de abrir a cualquiera de arriba abajo. —Descendió sobre él hasta que se acoplaron y le arrancó un suspiro—. A cualquiera… —La voz de Faílenn flaqueó ligeramente a causa del placer—. Serigi de las manos viriles, amado por las diosas…

—Sigue… No pares…

Faílenn sonrió. Serigi se había rendido completamente y ya solo conseguía suplicarle. Ella había vuelto a vencer.

«Despierta. Tienes que despertar».

La urgencia la oprimía, la ahogaba.

—Esta vez no será como las otras —repetía la anciana—. Mona nunca volverá a levantarse. Todo será ceniza, como nosotros. Igual que nosotros. Igual que tú.

«Yo no moriré. Dagán vendrá a despertarme».

Se oyó la risa distante de una muchacha.

—Él morirá cuando amanezca. Y tú morirás —otras voces se sumaron: «Morirás»— con él. Nunca vendrá nadie a despertarte. Nunca te despertarás.

Niam escuchó el sonido de la piedra rascando contra piedra y sintió el temblor del círculo tambaleándose, los pilares abriéndose lo suficiente como para fallar en el apoyo y dejar caer la inmensa losa. Se desplomaría y le machacaría el cráneo y todos los demás huesos. Nadie sabría nunca que había estado allí. Sus restos se mezclarían con los del resto de la tribu enterrada.

—No puedes irte. —La voz de un niño—. Nadie vendrá a escucharnos después de ti. Eres la última. Debes quedarte aquí, con nosotros.

Escuchó gritos y golpes y supo que le habían dicho la verdad. Todo estaba empezando en aquel mismo instante.

La espada de Dagán. Aquel era el aviso que había guardado a gritos en su interior: la destrucción de Mona. Su aniquilación total.

«¡Despierta! ¡Despierta! —se repetía—. ¡Despierta! ¡Ahora!».

Un brutal relincho brotó de su pecho, en su sueño, y la yegua blanca que habitaba en su interior se puso en dos patas. La sangre equina le fluyó rápida bajo la piel y vio a la yegua blanca que era ella misma galopando, huyendo hasta que se prendía fuego por el roce del aire. Y siguió galopando, en llamas, rompiendo la barrera de la realidad hasta que se convirtió en un resplandor de luz que la cegó.

Niam abrió los ojos y se encontró helada, con la gran roca excesivamente cercana al rostro. Los gusanos habían comenzado a trepar sus piernas, como si hubieran adivinado lo cerca que había estado de la muerte.

Se envolvió en las pieles y corrió en la oscuridad, al límite de sus fuerzas, rumbo al asentamiento.

—Cásate conmigo, Faílenn.

Estaba exhausta en los brazos de él. Orgullosa de haber satisfecho con plenitud su cuerpo y su mente. Le acarició la barba y la boca, que eran las partes que más le atraían de su físico.

—Tú ya tienes una esposa.

—Y aunque tuviera un ciento. No serían como tú.

—No puedo, mi amor.

—¿Y por qué no puedes? ¿Es que no soy suficiente para ti? ¿Es que tu poema era injusto y en realidad estaba lleno de mentiras? Era una sátira entonces… y yo te he pagado sin deber. —Lo dijo sin enojo, con una dulzura triste.

—Con poema o sin él y aunque tus méritos fueran más altos que la Montaña Sagrada. Necesito ser libre para seguir haciendo lo que hago. Ahora todo esto te parece novedoso, diferente…

—Faílenn, nunca he conocido a una mujer que…

—Shhh… —Ella le puso cariñosamente un dedo en los labios para que le permitiera seguir hablando—. Pero llegará un día en que tenga que hacer un poema de alabanza para otro hombre. Para un noble o un rey. Y no lo soportarás. Llegarán los celos, luego la desconfianza y después el temor. Pensarás que voy a abandonarte o que puedo volverme contra ti. Al estar casada contigo te conocería demasiado bien, ¿no lo entiendes? Me volvería tu enemigo más peligroso, capaz de la sátira definitiva. Acabarías ordenando que me mataran. Por eso los satiristas tenemos que estar solos. Y hacer los hijos fuera de contrato.

—No soportaré que me rechaces…

Ella no tuvo tiempo de contestar. Se oyeron los gritos de los guardias y, de inmediato, la puerta se abrió violentamente y entraron hombres armados con espadas y escudos. Arrancaron a Faílenn de los brazos de Serigi, al que golpearon y redujeron en el suelo, cuidando de que no pudiera alcanzar ninguna de sus armas.

Él miró a Faílenn desde su impotencia, furioso, pensando que ella pudiera haberle traicionado, pero por su expresión de pánico pronto comprendió que el asalto la había sorprendido tanto como a él mismo. En ese momento deseó haber contado con las defensas de su padre, en su fortaleza de Dinas Ffaraon.

—Ponedles algo por encima —dijo uno de ellos—. Y avisad al capitán.

Cuando llegó a la muralla poligonal, Niam constató lo que tanto le habían repetido los muertos: había llegado tarde. A través de los árboles observó las llamas devorando los tejados de las casas. De la principal sacaron a rastras, desnudos y maniatados, a Serigi y a Faílenn. Los agruparon junto al resto de los habitantes del fuerte. Estaban todos menos los guerreros de la guardia, que yacían muertos en el suelo.

Escuchó el crepitar de las hojas a su espalda y se volvió rápidamente hacia el bosque. Una gruesa mano la amordazó y unos ojos gris claro la paralizaron. Aquella mirada brillante acaparaba toda la luz de la luna.

—¡Capitán! ¡Hemos encontrado al jefe Serigi!

El guerrero no contestaba. Se había quedado igual de absorto que Niam. Hipnotizado por una certeza. Podía escucharlo, olerlo, paladear su pastosa e inconfundible consistencia. Sentirlo en la piel, contemplarlo ante sí. Acababa de ser engullido por el flujo de su destino.

—¡Corótico! ¿Dónde estás? ¡Se nos escapa! ¡Se fuga el cautivo!

El sonido de su propio nombre le despertó. Le recordó su condición de hombre de guerra.

—¡No le dejéis marchar! ¡Perseguidle como sea! —ordenó a sus hombres, desde su posición.

Sin dejar de amordazarla, sacó a Niam de las sombras y la entregó a uno de sus seguidores.

—No la pierdas de vista. Y envía un mensaje a Cunedda —dijo, antes de subir al caballo.