Treinta y dos
Había un guardia de seguridad de Spearpoint al volante del coche. Estaba exactamente donde la nota de Westover le había dicho al cazador que lo encontraría, a menos de quince minutos andando desde el Ramble. El cazador pasó cinco minutos más observando el coche desde cuatro posiciones diferentes antes de verificar satisfactoriamente que era seguro y acercarse.
El cazador pasó andando junto al coche una última vez y dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. El conductor intentó fingir que estaba preparado para eso. Éste se abrió y el cazador se subió y se sentó detrás del asiento del pasajero.
—¿Sabe adónde vamos? —preguntó el cazador. Le desagradaba el brillo de impaciencia y excitación que traslucían los ojos del conductor por el espejo retrovisor.
—Sí, señor. Al depósito de almacenamiento B de la parte baja.
—Entonces póngase en marcha.
—Sí, señor. —El conductor sonrió en el espejo.
—Le han dicho que no me mirase —soltó el cazador.
—Claro que sí, señor. Lo siento. Para mí todo esto es nuevo.
—¿No suele conducir?
El coche arrancó. El conductor seguía hablando.
—Yo, bueno, creo que me van a ascender. Habitualmente trabajo en seguridad del Aer Keep. Pero hoy eché a un policía, y creo que ha trascendido. Así que el señor Westover me dijo esta misma noche que tenía obligaciones nuevas, y que eran muy importantes.
El conductor estaba sonrojado de orgullo, y los ojos le brillaban con una nueva sensación de fuerza y dominio de la situación. El cazador estaba descontento.
—Limítese a conducir —dijo el cazador, echándose hacia delante y tapándose la cara con las manos. En ese momento la sensación de movimiento en un coche le resultaba un poco extraña.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el conductor.
—Intento no mirar por las ventanillas —contestó el cazador—. Y en general preferiría que no me vieran. Limítese a conducir.
—Sí, señor. No debo dirigir la palabra a una persona tan importante como usted. Debe de tratarse de asuntos de la mayor importancia para recurrir a un conductor privado a esta hora de la noche. Bueno, para eso estoy. Dígale al señor Westover que éste es el tipo de trabajo que puedo hacer perfectamente…
El trayecto duraba demasiado. El cazador no era capaz de seguir con exactitud el paso del tiempo, pero dada la corriente constante de ruido que producía el conductor, resultaba indudablemente largo. El viaje le estaba sentando mal, y aunque su estado de ánimo hubiera sido más tolerante, no estaba lo suficientemente acostumbrado a soportar el ruido humano, y la charla constante le estaba provocando una rabia ciega.
Por fin se detuvieron en una calle silenciosa. El cazador miró a su alrededor y vio la ancha persiana del depósito de almacenamiento; básicamente un sitio donde se podían descargar y aparcar unas cuantas furgonetas por la noche.
—El sitio es éste, señor —dijo el conductor.
El cazador se estiró y golpeó al conductor tres veces con una fuerza brutal en el cuello, de modo que éste murió con un súbito estallido de agonía.
El cazador esperó hasta que cesaron sus espasmos y luego se bajó del coche y abrió la puerta del conductor para registrar el cuerpo en busca de un arma, conteniendo la respiración para defenderse del hedor a orina y excrementos que habían manchado sus pantalones. El arma era una pesada Beretta excesivamente recargada. Por sus lecturas en las bibliotecas, realizadas religiosamente los días en que no soportaba tocar un ordenador, el cazador supuso que era una Neos semiautomática. Le dio vueltas lo más rápido y en silencio que pudo: una en la recámara y nueve en el cargador. Tenía que andarse con cuidado con aquello. Era ese tipo de pistolas que aprovechaban los gases calientes producidos por el disparo para reactivarse y cargar un nuevo proyectil. La corredera producía espontáneamente un retroceso de cinco centímetros. Se guardó en el bolsillo aquella estúpida pistola y cerró la puerta.
La persiana del depósito de almacenamiento estaba bajada. Había una entrada para peatones al lado, en un recoveco.
Dentro del hueco encontró una cerradura que se abría con tarjeta. El cazador estaba teniendo serios problemas para controlar su estómago. Había una cámara de seguridad encima de la puerta. Según decía la nota de Westover, la luz chivato roja estaba desconectada. Dentro del sobre estaba la tarjeta de plástico que abría la cerradura. Tomó aire, la agarró, obligando a sus dedos a que le obedecieran, y metió la tarjeta en la ranura lectora. La puerta se abrió con un suspiro.
Dentro había cemento gris, una sola furgoneta con el distintivo de Spearpoint, una escalera metálica que conducía a las oficinas del piso de arriba y dos voces.
—Sophie —dijo una voz de hombre—, tenemos gente que se ocupa del papeleo. Me quiero ir a casa. Me he quedado sin hacer mis ejercicios físicos, me he quedado sin la puñetera cena, sólo quiero irme a casa y dormir.
El cazador se fue acercando por el lateral de la furgoneta. Las voces procedían de la parte de atrás del vehículo.
—Por el amor de Dios, Mike. Llevará un par de minutos. Si no lo hago ahora, me llevará diez minutos a primera hora de mañana, cuando algún zángano de la oficina decida… y siempre es un hombre… decida que quiere justificar su insignificante trabajo. ¿Dónde están las llaves?
—En el contacto.
—Por el amor de Dios, Mike. De verdad que eres un capullo gigante todo músculos.
Sophie rodeó la parte trasera de la furgoneta hacia la puerta lateral del conductor y se tropezó con el cazador. Quedó quieta, con la boca muy abierta, tragando suficiente aire como para gritar o golpear. El cazador le atravesó el paladar con el cuchillo empujándolo hasta su cerebro y lo hizo girar. La mujer murió allí mismo, y el único sonido que hizo fue el de toda la sangre de su cabeza al salpicar saliéndole por la boca antes de que cayera al suelo de cemento.
Mike apareció por detrás de la furgoneta, sonriendo. El cazador le atravesó el ojo, empujando con fuerza dentro de su cabeza, sujetó el cuchillo con las dos manos y lo levantó. Mike quedó colgando de la hoja, a cinco centímetros del suelo, y murió en quince segundos. El cazador le vació el cráneo como a una ostra y sacó la hoja. El cuerpo se derrumbó al suelo. Una rebanada de cerebro gris y húmedo le rezumó por el ojo destrozado.
No habían cerrado la parte trasera de la furgoneta. Ésta se encontraba llena en sus dos terceras partes de cajas de plástico.
Las cajas estaban llenas de pistolas. Sus pistolas.
El cazador se quedó quieto unos cuantos minutos, hipnotizado en la contemplación de esas cosas tan bellas echadas a perder. Su auténtico significado estropeado por unos idiotas que las habían degradado, metiéndolas dentro de unas cajas espantosas como si fueran aperos de labranza.
Pero todavía eran hermosas. Podrían volver a tener significado. Hasta aquel trozo en bruto amputado de su obra se podría usar aún.
En el sobre estaba el bulto de plástico que había palpado antes. Sacó la llave y la usó para abrir la cerradura de la persiana, que subió formando estrépito hasta el techo. El cazador cerró la puerta trasera de la furgoneta y se sentó al volante.
Aquello le resultaba espantoso, pero el trabajo lo exigía. Aquello ahora era, por lo que respectaba al cazador, un rescate.
Tocó la llave de contacto, todavía en la pequeña boca que accionaba los mecanismos del vehículo, rozándola para probar. La llave zumbó bajo las yemas de sus dedos con terror de insecto. El cazador cerró el puño, luego agarró la llave y la hizo girar con decisión. La furgoneta despertó: una repugnante parodia de vida animal congestionada. Hizo memoria de cómo funcionaba y manejó con cautela aquella cosa, saliendo con precaución del garaje a la calle. Experimentaba un amargo placer por haber recordado el modo correcto de conducir, algo que no había hecho en años, si no en décadas. Aparcó tres metros calle abajo, se apeó rápidamente, volvió a bajar la persiana y la cerró con llave.
El cazador condujo su vehículo hasta la casa de John Tallow, con las ramas negras del bosque de Mannahatta clavándose con odio a los cristales y hojalatas del coche durante todo el camino.
Ningún desplazamiento en coche por Nueva York era corto, ni siquiera a aquella hora de la noche
—¿Qué hora era?, pensó, pues no podía ver las estrellas y en el salpicadero no había reloj, —pero tuvo la sensación de que cruzaba la espantosa matemática de la parte baja de Manhattan en un periodo razonable. Encontró aparcamiento en la calle desde la que veía el edificio de apartamentos de Tallow y consultó el sobre otra vez. Alguien— él supuso que Westover —había estado muy ocupado. Había trazado un plano a grandes rasgos de la planta en la que estaba el apartamento de Tallow, con indicaciones de la situación y salidas. El cazador sacó la cabeza por la ventanilla y, tras sólo unos cuantos segundos de esfuerzo, localizó el norte. Aplicándolo al dibujo, dedujo que debería ser capaz de ver la ventana del apartamento de Tallow.
Justo cuando descubrió la ventana adecuada, la luz del interior del apartamento de Tallow se apagó.
El cazador se apeó de la furgoneta, la cerró con llave y dio un paseo por la calle. Tenía tiempo, inteligencia y, dentro de su bolsa, la herramienta adecuada para el trabajo.
Cuando se acercó a la parte delantera del edificio, se dio cuenta de que la entrada principal estaba cerrada con llave. Pero antes de que pudiera alcanzarla apareció una pareja de unos veinte años razonablemente borracha que, riéndose por su torpeza para conseguir que sus dedos agarraran la llave del modo adecuado, tardaron un aprovechable minuto en abrir la puerta.
El cazador se les acercó por detrás, con la llave de la furgoneta en la mano, enseñando la parte metálica, sin levantar la cabeza y haciendo eses.
—Gracias. Me han evitado el problema de tener que intentarlo yo.
La pareja se rió, demasiado centrados el uno en el otro como para mirarle siquiera a la cara mientras se dirigían al ascensor. El cazador giró apartándose con rapidez y cruzó la puerta que llevaba a la escalera de incendios.
En el piso de Tallow, esperó detrás de la puerta de incendios que daba al pasillo un minuto o dos. Empujó con el pie la puerta de incendios y abrió una rendija por la que podía oír. Estaba a la escucha del sonido de alguien que se dispusiera a salir de su apartamento, tratando de distinguirlo entre el ruido del rugby y las conversaciones de un televisor y lo que supuso era algún tipo de videojuego. Los mismos sonidos que le ponían tan malo cuando pasaba demasiado tiempo en el edificio de la calle Pearl. Sólo cuando cubrió la superficie suficiente con pistolas de metal consiguió enmudecer el ruido.
Aquél era el momento.
El cazador encontró el apartamento de Tallow. Llegado a ese punto, tenía dos opciones: entrar en silencio o atraer a Tallow hasta la puerta. Entrar en silencio siempre era preferible, pero a veces lo impedían las medidas de seguridad.
El cazador cogió la tarjeta que abría el garaje de Spearpoint, la dobló, frotó el borde con el pulgar mojado con saliva y la introdujo en el espacio entre la puerta y el marco. Aquello funcionó, con suavidad y paciencia, y en silencio, hasta que notó que el pasador empezaba a moverse. Con lentos y precisos esfuerzos, el cazador soltó el pasador de las agarraderas, mantuvo la mayor presión sobre él mientras se arriesgaba y abrió la puerta. No había cadenas ni cerrojos. Evidentemente John Tallow era un hombre que buscaba la comodidad y no tenía preocupaciones.
El cazador sacó el Colt reglamentario de la policía de su bolsa. La culata se adaptó a su mano y le produjo una cálida e inefable sensación de exactitud. Todo era perfecto.