Dos
John Tallow aguantó mientras los forenses rascaron, levantaron, metieron en una bolsa y se llevaron a su compañero desde hacía cuatro años, y luego se sentó callado en los escalones, así que tuvieron que alzar al asesino de Rosato por encima de él para bajarlo y sacarlo del edificio.
La gente le decía cosas. Los disparos en lugar cerrado le habían endurecido temporalmente el oído, y de todos modos no le interesaban. Alguien le contó que la teniente iba en coche a darle la mala noticia a la mujer de Rosato. Le gustaba hacer eso a la teniente, librar de ese peso a su gente. Tallow sabía que lo había hecho tres o cuatro veces en los últimos años.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que alguien estaba tratando de atraer su atención. Un policía de uniforme. Detrás de él, los técnicos de la Unidad de Investigación Criminal se movían alrededor como escarabajos.
—Este apartamento —dijo el de uniforme.
—¿Qué?
—Comprobamos todos los apartamentos, para estar seguros de que todo el mundo estaba bien. Pero en este apartamento de aquí hay un agujero de escopeta en la pared y nadie abre la puerta. ¿Comprobó usted ese apartamento?
—No. Espere, ¿qué? Ese agujero está como muy abajo. No creo que haya alcanzado a nadie.
—Bien, puede que el ocupante esté fuera trabajando. Aunque eso le convertiría en una especie única en este edificio.
Tallow se encogió de hombros.
—Fuerce la puerta, entonces.
—La puerta está muy dura. No consigo imaginar qué tipo de cerradura tiene por dentro, pero no quiere ceder.
Tallow se levantó. Sabía que los edificios como aquél no eran Fort Knox. Pero si el de uniforme decía que la puerta no cedía, no tenía sentido repetir el esfuerzo. La cuestión no era la puerta. Era el agujero. Dobló una rodilla junto al agujero. Las paredes interiores de estos tugurios no merecían ese nombre. Tabiques de yeso en su mayor parte. Cuando el edificio estaba abarrotado de gente, y hacía tiempo de eso, debía de haber sido como vivir en una colmena.
El agujero tenía treinta centímetros de ancho. Tallow miró por él. Ninguna luz dentro. Tallow cambió de posición para dejar entrar la luz ambiental del descansillo. El de uniforme le miraba ceñudo.
—Deme su linterna —dijo Tallow.
Tallow la movió en todas direcciones a través del agujero. Brillaron cosas en la oscuridad, como si estuviera iluminando con la linterna los dientes de un animal hundido en una cueva.
—Traiga una barra para forzar la puerta.
El policía de uniforme bajó mientras Tallow se sentaba en el suelo con la espalda en la pared, rechazando las quejas de los de la científica con un dedo. Volverían a incordiarle más tarde, lo sabía. A los de la científica les gustaba quejarse, y si él no los escuchaba, encontrarían a alguien que lo hiciera.
Bien pensado, a lo mejor hoy le concedían un permiso.
Tallow permaneció sentado pensando en su compañero durante un rato. Pensó que nunca había visto a su mujer. La había evitado a propósito, para ser sincero. Recordó haber sentido alivio porque Jim y su mujer se hubieran casado en vacaciones, así él no podría y, en consecuencia, no tenía que asistir a la ceremonia. Tallow había decidido, después de dejar destrozada a una desconocida con la noticia de que su marido había muerto cumpliendo con su deber con tres proyectiles enormes en las tripas, que no se podría casar. No quería sentarse en la mesa de Jim Rosato y pensar en casarse.
El policía de uniforme había encontrado a un compañero, y juntos habían cargado de mala gana con la barra escalera arriba, levantando ampollas de pintura negra en el metal azul.
Tallow se quedó en el suelo y señaló la puerta con el pulgar.
Los polis acercaron la barra a la puerta. Ésta se dobló y resistió. Se miraron entre ellos, volviendo a insistir con más fuerza y empujando otra vez con la barra. La madera se astilló, pero la puerta resistió.
—Tallow se levantó.
—Echen abajo la pared.
—¿Está seguro?
—Sí. Es cosa mía. Échenla abajo.
La barra machacó la pared. Unos cuantos ruidos sordos llegaron del interior. Los de la científica se cagaron en sus madres por el polvo que produjo la arremetida. Tres cortos golpes más hicieron un agujero lo bastante grande para que pasase Tallow. Dos ruidos sordos más. Tallow movió la linterna prestada y pasó la luz despacio alrededor.
La habitación estaba llena de armas.
Había armas montadas en todas las paredes. Media docena de armas a sus pies. Al darse la vuelta, con la linterna a la altura del hombro, vio que había armas colgadas en la pared por la que había entrado. Algunas armas estaban montadas en hileras, pero la pared a mano derecha las tenía en complejas espirales. Algunas estaban caídas en el suelo del fondo de la habitación dispuestas de una forma que no alcanzó a entender. Había pintura embadurnándolas.
Había olores que no conseguía identificar. Puede que a incienso. Almizcle. Piel o cuero.
Dibujos ondulantes de metal plomizo, desde el suelo hasta el techo. En el aire estancado y levemente perfumado de la habitación, Tallow casi tuvo la sensación de que podría estar en una iglesia.
En el apartamento no había nadie aparte de él. Dirigió la linterna hacia la puerta. Estaba reforzada por barras de metal deslizantes y pesadas cerraduras. Un diodo emitía un parpadeo de luz roja en uno de los dispositivos cerrados. Tallow no conseguía imaginar cómo podría entrar alguien en aquel apartamento por la puerta, pero vio que con una barra no lo podría conseguir.
Tallow anduvo con cuidado por el apartamento, revisando todas las habitaciones sin tocar nada.
Había armas en todas las habitaciones.
En la habitación del fondo había una abertura entre las pesadas cortinas que tapaban la única ventana. Por la abertura penetraba un solo rayo de luz a la pequeña habitación abarrotada de armas. Motas de polvo estaban suspendidas en el rayo inmóvil. Tallow permaneció un momento sin respirar. Salió de la habitación despacio y en silencio.
Tallow casi sonrió cuando volvió a asomar la cabeza por el agujero, señaló a uno de la científica y dijo:
—Tengo algo para usted.